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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Susan Wiggs

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mapa del corazón, n.º 163 - julio 2018

Título original: Map of the Heart

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock, Inc.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-687-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Dedicatoria

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Segunda parte

Capítulo 9

Capítulo 10

Tercera parte

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Cuarta parte

Capítulo 15

Capítulo 16

Quinta parte

Capítulo 17

Sexta parte

Capítulo 18

Séptima parte

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para mi marido, Jerry: por todos los viajes que hemos hecho, por todos los momentos de inspiración, por perderte conmigo en caminos perdidos, por las interminables divagaciones y fantasías, por saber que el mejor viaje de la vida es el que te lleva a casa.

Tú eres la mejor aventura que he tenido.

Primera parte

 

 

Bethany Bay

 

 

Gracias por todos los Actos de Luz que embellecieron un verano que aún pervive en el recuerdo.

 

CARTA DE EMILY DICKINSON A LA SEÑORA JOHN HOWARD SWEETSER

Capítulo 1

 

 

 

 

 

De los cinco pasos del revelado de un carrete, cuatro debían hacerse en una completa oscuridad. Y, en el cuarto de revelado, el control del tiempo lo era todo. La diferencia entre la sobreexposición y la falta de exposición era, muchas veces, cuestión de una fracción de segundo.

A Camille Adams le gustaba aquella precisión. Le gustaba la idea de tener bajo control un buen resultado con el adecuado equilibrio entre los químicos y la exactitud del tiempo.

No podía haber luz en la habitación, ni siquiera una luz de emergencia roja o ámbar. «Camera obscura» era la expresión latina de «cámara oscura» y, cuando ella era joven, había hecho grandes esfuerzos para perfeccionar su oficio. Su primer cuarto de revelado, su primera «cámara oscura», había sido un armario que olía al perfume de frangipane de su madre y a las botas de pescar de su padrastro, aderezado con el salitre de Chesapeake. Rellenaba todas las grietas con burlete y cinta de carrocero para cerrar cualquier posible entrada de luz. Incluso la más fina grieta, del grosor de un cabello, podía velar los negativos.

Los carretes antiguos eran una obsesión suya, sobre todo, ahora que las imágenes digitales habían sustituido a la película fotográfica. Adoraba la emoción que le causaba abrir una puerta al pasado y ser la primera en mirar. A menudo, mientras trabajaba con un carrete antiguo o con un rollo de película, intentaba imaginarse a la persona que se había tomado la molestia de sacar la cámara y hacer fotos o una película capturando un momento espontáneo o una pose elaborada. Para ella, el cuarto de revelado, aún en completa oscuridad, era el único sitio donde podía ver con claridad, el lugar en el que se sentía más competente y con más dominio de la situación.

El proyecto de aquel día consistía en restaurar un carrete de treinta y cinco milímetros hallado por un cliente a quien ella no conocía, un profesor de Historia llamado Malcolm Finnemore. El carrete le había sido entregado por mensajería desde Annapolis, y las instrucciones que se encontraban en el interior del paquete indicaban que necesitaba una devolución rápida. Su trabajo consistía en revelar la película, digitalizar los negativos con el escáner, positivar las fotografías y enviar los archivos por correo electrónico. El servicio de mensajería volvería a las tres para recoger los negativos originales y las hojas de contacto.

Camille no tenía problemas con los plazos. No le afectaba la presión. La obligaba a ser lúcida y organizada. La vida funcionaba mejor de esa manera.

Ya tenía preparados los líquidos para revelar. Había calculado con precisión las cantidades y las había medido cuidadosamente. No necesitaba la luz para saber dónde estaban, perfectamente alineados, como si fueran instrumentos en la bandeja de un cirujano. Líquido de revelado, baño de paro, fijador y líquido de aclarado. Sabía cómo manejarlos con suma delicadeza. Cuando la película estuviera revelada y seca, ella inspeccionaría el resultado. Le encantaba aquella parte de su trabajo: ser la que descubriera tesoros perdidos y encontrados, abriendo cápsulas olvidadas con un solo acto luminoso.

Algunos, entre los que estaba su difunto marido, Jace, consideraban que la fotografía era un pasatiempo. Ella, sin embargo, sabía cuál era la realidad. Con solo mirar un grabado de Ansel Adams –que no tenía relación alguna con Jace– era suficiente para saber que en el cuarto de revelado se podía hacer arte. Detrás de cada fotografía ya terminada había docenas de intentos, hasta que Adams encontraba los ajustes perfectos.

Camille nunca habría sabido lo que había en aquel viejo carrete si el tiempo y los elementos no lo hubieran estropeado. Tal vez el profesor lo había encontrado en los archivos del Smithsonian o en algún almacén de la biblioteca de Annapolis. Ella quería hacerlo bien, porque el negativo del carrete que estaba introduciendo cuidadosamente a la espiral de revelado podría ser un hallazgo importante. Podría contener retratos de personas que no había visto nadie, o paisajes que habían cambiado hasta resultar irreconocibles, o la captura de un momento del tiempo que ya no existía en el mundo.

Por otra parte, podía ser una escena prosaica, un picnic familiar, la imagen genérica de una calle, la fotografía de un desconocido a quien no era posible identificar… Tal vez fuera la fotografía de un difunto al que su viuda quería ver una vez más. Camille recordaba la alegría y la tristeza que había experimentado ella al mirar fotografías de Jace después de su muerte. Las últimas fotos que le había hecho seguían en la oscuridad, en un carrete que aún estaba en su cámara Leica, su favorita. No había vuelto a tocarla desde que lo había perdido.

Ella prefería trabajar con películas de perfectos desconocidos. La semana anterior le habían enviado una colección de negativos de nitrato de celulosa en un estado muy precario. El tiempo y el descuido habían pegado unas imágenes con otras. Después de varias horas de trabajo minucioso, había conseguido separarlas, quitar el moho y fijar las capas de las imágenes, revelando de ese modo algo que había visto el ojo de la cámara hacía casi un siglo: la única fotografía conocida de una especie de pingüino ya extinguido.

En otra ocasión, había conseguido revelar una serie de negativos de retratos hechos a Bess Truman, una de las primeras damas más alérgica a la cámara de todo el siglo xx. Hasta la fecha, el proyecto con el que había logrado más atención había sido la fotografía de un asesinato por encargo, porque había servido para absolver a título póstumo a un hombre ejecutado por un crimen que no había cometido. La prensa nacional le había concedido el mérito de resolver un caso muy antiguo, pero, para ella, saber que habían ahorcado a un hombre inocente mientras que el verdadero asesino había tenido una larga vida era un éxito agridulce.

Puso en marcha el temporizador digital y se preparó para comenzar con la alquimia especial del cuarto de revelado.

Sin embargo, el sonido del teléfono, que estaba junto a la puerta, interrumpió el momento. No podía tener el teléfono dentro del cuarto de revelado a causa de la luz del piloto que se encendía cuando sonaba, así que ponía el volumen al máximo para oír los mensajes que le dejaban en el buzón. Desde que a su padre le habían diagnosticado un cáncer, a ella se le aceleraba el pulso cada vez que llamaba alguien.

Esperó unos segundos mientras se reprendía a sí misma por el sentimiento de pánico. La enfermedad de su padre había remitido, aunque los médicos no les habían dicho cuánto iba a durar aquel tiempo de gracia.

–Soy Della McClosky, del Centro Médico Henlopen. Quisiera hablar con Camille Adams. Su hija Julie está en la sala de urgencias…

Julie. Camille abrió la puerta de par en par y tomó el teléfono. La lata de la película cayó al suelo. El miedo le había disparado la adrenalina por todo el cuerpo.

–Hola, soy Camille. ¿Por qué está en urgencias Julie?

–Señora, su hija ha venido en ambulancia desde el Club de Surf de la Bahía de Bethany. Ahora está consciente. Está incorporada y habla. El entrenador Swanson está con ella. Una corriente la arrastró durante la clase de salvamento de surf, y ella aspiró agua. El médico le está haciendo un reconocimiento.

–Voy para allá.

Salió por la puerta trasera, bajó de un salto los escalones del porche y corrió hacia el coche. No pensó, tan solo actuó. Cuando alguien te llamaba para decirte que tu hija estaba en urgencias, no había tiempo de pensar. Lo único que sentía era un miedo indescriptible que le atenazaba el pecho.

Salió derrapando por la carretera y giró en la rotonda del faro, que estaba al final de su calle. El centinela que dominaba la bahía llevaba un siglo avisando a los navegantes de la presencia de aquellos bajíos rocosos.

La radio del coche estaba encendida. Estaban emitiendo noticias sobre surf comentadas por Crash Daniels, el dueño del Surf Shack.

–Ya ha llegado el verano, amigos, se nota en el ambiente. Toda la península de Delmarva disfruta de una temperatura que ronda los treinta grados centígrados, y el mar está deslumbrante. El invierno se ha ido de Bethany Bay…

Apagó la radio. El pánico que sentía por su hija hacía necesario que mantuviera una concentración absoluta. ¿Qué demonios estaba haciendo Julie en una clase de salvamento de surf? Ni siquiera era una de sus asignaturas obligatorias, sino una clase de Educación física opcional que se les ofrecía a los estudiantes del noveno curso. Ella le había prohibido a Julie que asistiera, aunque Julie se lo había rogado. Era demasiado peligroso. Las corrientes de la parte de la península que daba al océano eran muy peligrosas. Sin embargo, no le causaba ninguna satisfacción tener razón. Sintió tanto horror al pensar en que el mar había arrastrado a Julie, que tuvo ganas de vomitar.

–Tranquila –se dijo–. Respira hondo. Te han dicho que Julie está consciente.

Sin embargo, Jace también estaba consciente antes de que lo perdiera para siempre, hacía cinco años, cuando estaban haciendo un viaje de segunda luna de miel. Pensó en todo aquello sin poder evitarlo. Aquel era el motivo por el que no le había firmado a Julie la autorización para que participara en el salvamento de surf. No sobreviviría a otra pérdida.

Ella había tenido una vida maravillosa, sin saber que la desgracia podía cebarse con cualquiera sin previo aviso. Durante su idílica infancia en Bethany Bay había sido tan salvaje y despreocupada como los pájaros que sobrevolaban aquel enclave al borde del Atlántico. Ella misma había sido una experta en salvamento de surf. Se animaba a todos los escolares a que hicieran aquel curso, que requería una buena forma física, porque en una población rodeada de mar en tres de sus cuatro límites, era obligatorio tener conocimientos en materia de seguridad. La playa era un gran atractivo y las olas que rompían en ella eran especialmente indicadas para practicar el surf, y los jóvenes debían entrenarse en el arte del salvamento con tablas especiales de remo. Aquella era una tradición de la bahía de Bethany. Cada mes de mayo, aunque el agua aún estuviera helada de las corrientes del invierno, el departamento de Educación Física ofrecía aquellas clases tan exigentes.

Cuando tenía catorce años, ella no era consciente de los peligros del mundo. Había llegado muy pronto a ser la primera de su grupo de salvamento y había ganado la competición anual en tres ocasiones consecutivas. Recordaba lo alegre y segura que se había sentido con cada una de aquellas victorias. Todavía recordaba el gozo de luchar contra las olas bajo el sol y vencer, y de reírse con sus amigas embriagada por la satisfacción suprema de conquistar los elementos. Al final del curso siempre hacían una hoguera en la playa, y los entrenadores de salvamento de surf seguían manteniendo aquella tradición para que los niños formaran vínculos duraderos compartiendo aquella experiencia. Ella quería que Julie también viviera todo aquello, pero su hija era distinta.

Hasta hacía cinco años, ella había sido una adicta a la adrenalina. Hacía surf, kitesurf, escalada… cualquier cosa que pudiera proporcionarle una emoción profunda. Jace era su compañero perfecto, porque él también era un amante de la aventura.

Aquellos días habían pasado. Ella había cambiado debido a la tragedia. Se había vuelto cautelosa en vez de intrépida, temerosa cuando antes se atrevía a todo y contenida cuando antes era desenfrenada. Consideraba que el mundo era un lugar lleno de peligros para aquellos que fueran tan tontos como para arriesgarse. Todo lo que amaba era frágil para ella, y sabía que podía perderlo tan rápidamente como había perdido a Jace.

Julie había asimilado la muerte de su padre con la inocencia estoica de una niña de nueve años, sufriendo silenciosamente y, al final, aceptando el hecho de que su mundo ya nunca sería igual. La gente había alabado su templanza y ella se había sentido agradecida por tener un motivo por el que debía seguir adelante con su vida.

Sin embargo, cuando Julie le había llevado a casa la autorización para hacer el curso de salvamento de surf, ella no la había firmado. Habían tenido discusiones. Había habido lágrimas, pataleos y lloreras sobre la cama. Julie la había acusado de querer sabotear su vida.

Camille sabía que estaba limitando el avance de su hija, pero también sabía que estaba alejando a Julie de los peligros. Quería que su hija experimentara en el instituto la misma diversión y camaradería que ella, pero Julie tendría que encontrar todo eso a través de actividades más seguras. Parecía que se las había arreglado para entrar en la clase de salvamento de surf, seguramente, con el viejo ardid de falsificar la firma de la autorización materna.

Había pocas fuerzas más grandes que la determinación de una chica de catorce años cuando quería algo. Una adolescente no iba a detenerse ante nada con tal de salirse con la suya.

Ella debería haber estado más atenta. En vez de concentrarse absolutamente en su trabajo, debería haber vigilado más a su hija, y se habría dado cuenta de que Julie tramaba algo, de que se iba a clase de salvamento de surf en vez de ir a jugar al balón prisionero, o a la sala de estudio, o a cualquier otra actividad que no fuera aquel curso de la playa.

Cuando Jace vivía, los dos se habían cerciorado de que Julie se convirtiera en una gran nadadora. A los ocho años, la niña ya sabía cómo funcionaba la resaca, y lo que tenía que hacer para sobrevivir si se veía atrapada en alguna corriente: nadar suavemente para mantenerse a flote, mantenerse paralela a la costa y no luchar contra ella. Jace se lo había explicado todo. Las corrientes de resaca volvían a los tres minutos, así que no había que dejarse llevar por el pánico.

Últimamente, sin embargo, dejarse llevar por el pánico era su especialidad.

Camille buscó a tientas en el interior de su bolso, sin apartar los ojos de la carretera. Tocó la cartera, el bolígrafo, la chequera, un peine, unos caramelos… pero no encontró el teléfono. Se lo había dejado en casa al salir corriendo hacia el hospital.

El hospital, donde habían llevado a su hija herida mientras ella estaba escondida en el cuarto de revelado, ignorando el resto del mundo. Con cada pensamiento negativo, apretaba un poco más el acelerador, hasta que se dio cuenta de que circulaba a ochenta kilómetros por hora en una zona en la que el límite de velocidad era de cincuenta. No frenó. Si la paraba la policía, le pediría que la escoltaran.

Las palabras «por favor» reverberaron por su cabeza. Rogó que no le ocurriera nada a Julie. Por favor, a Julie, no.

Catorce años, inteligente, divertida, maniática… Julie era su mundo. Si le ocurría algo, el mundo terminaría para ella. «Yo dejaría de existir», pensó, con una certidumbre absoluta.

La carretera de la costa dividía en dos la extensión de terreno llano que había entre la bahía de Chesapeake y la inmensidad del océano Atlántico. La bahía estaba bordeada de dunas de arena que acogían colonias de pájaros nativos, y se curvaba hacia el interior, recibiendo el embate de las olas del Atlántico y formando una de las mejores playas de surf de la costa este. Allí, en aquella maravillosa playa de arena blanca que atraía el turismo año tras año, había ocurrido el accidente de Julie.

Camille volvió a acelerar. Cinco minutos después, entró en el aparcamiento del hospital. Aquel lugar tenía recuerdos lejanos y recientes para ella. Salió de un salto del coche y fue directamente a la recepción.

–Julie Adams –le dijo a la recepcionista–. La han traído de clase de salvamento de surf.

La recepcionista consultó la pantalla del ordenador.

–Área de cortinas siete –le dijo–. Después de girar, a la derecha.

Ella sabía dónde estaba. Dejó atrás la gran pared del homenaje al doctor Jace Adams. Siempre que veía aquel muro, los recuerdos le causaban una aguda punzada de dolor en el corazón.

Echaba de menos al padre de Julie todos los días, pero, sobre todo, cuando estaba asustada. Otras mujeres podían contar con sus maridos cuando se producía un desastre, pero ella, no. Ella solo podía acudir a sus recuerdos. Había perdido encontrado y perdido al amor de su vida en un abrir y cerrar de ojos. Jace permanecería para siempre entre las sombras de su memoria, demasiado lejano como para reconfortarla cuando estaba aterrada.

Que era casi todo el tiempo.

Se acercó a toda prisa a la zona de los compartimentos. Estaba desesperada por ver a su hija. Atisbó su pelo rizado y negro y una mano delicada que colgaba de una camilla.

–Julie –dijo, cuando estuvo al lado de la cama con ruedas.

Los otros presentes se apartaron para que pudiera acercarse. Fue una pesadilla ver a su hija conectada a los monitores y rodeada de personal médico. Julie estaba sentada con un collarín en el cuello, con varias cintas impresas alrededor de la muñeca y una vía en el brazo. Y con cara de estar muy molesta.

–Mamá –dijo–. Estoy bien.

Aquello era lo que necesitaba oír. La voz de su hija, diciéndole aquellas palabras. Sintió un alivio casi insoportable.

–Cariño, ¿cómo estás? ¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo –dijo, y devoró a su hija con los ojos para comprobar si estaba pálida o si estaba sufriendo algún dolor. No, en realidad, no. Lo que tenía era la típica expresión adolescente de exasperación.

–Como ya he dicho, estoy bien –respondió, poniendo los ojos en blanco.

–Señora Adams, soy el doctor Solvang. Yo he atendido a Julie –le dijo un médico vestido con el traje verde y la bata blanca del hospital, que se había acercado a ellas.

Como buen médico de urgencias, el doctor Solvang le explicó lo sucedido con calma, metódicamente. La miró a los ojos y habló con frases cortas y claras.

–Julie ha dicho que se cayó de la tabla de salvamento cuando intentaba rodear una boya remando de rodillas, durante un ejercicio de velocidad. Una corriente la zarandeó, ¿no es así, Julie?

–Sí –murmuró ella.

–¿Te refieres a la resaca? –le preguntó Camille, y le lanzó una mirada fulminante al entrenador, que estaba un poco alejado y tenía una expresión vacilante. ¿Acaso él no la estaba vigilando? ¿Acaso la primera lección de salvamento de surf no era evitar las corrientes de resaca?

–Pues parece que sí –respondió el médico–. El entrenador Swanson pudo llevar a la orilla a Julie. En ese momento, ella estaba inconsciente.

–Oh, Dios mío –murmuró Camille. No podía soportar aquella imagen–. Julie… no lo entiendo. ¿Cómo ha podido suceder esto? Ni siquiera debías estar en clase de salvamento de surf –dijo, y tomó aire–. Hablaremos de eso más tarde.

–El entrenador la llevó a la orilla y le hizo la respiración boca a boca. Consiguió que Julie expulsara toda el agua que había aspirado. Ella recuperó el conocimiento inmediatamente. Después, la trajeron aquí y le hicimos un reconocimiento.

–Entonces, está diciendo que mi hija se ahogó.

–Me di un golpe y me caí de la tabla, nada más.

–¿Cómo? ¿Que te diste un golpe? Dios mío…

–Bueno, me caí… –dijo Julie, mirando alrededor por el cubículo.

–La contusión se le curará perfectamente por sí sola –dijo el doctor Solvang.

–¿Qué contusión? –preguntó Camille. Tuvo ganas de agarrar al médico por la solapa y zarandearlo–. ¿Se golpeó la cabeza?

Le tocó la barbilla a Julie, buscando la herida entre los rizos oscuros de su hija, que estaban llenos de salitre. Tenía un chichón al borde del pelo, sobre un ojo.

–¿Cómo te golpeaste la cabeza?

Julie apartó la mirada. Se tocó el pelo ligeramente, por encima de la sien.

–Le hemos hecho una revisión neural cada diez minutos –le dijo la enfermera a Camille–. Todo es normal.

–¿No llevabas casco? –le preguntó Camille a Julie–. ¿Cómo te has hecho una contusión?

–Mamá, no lo sé, ¿de acuerdo? Pasó todo muy rápido. Por favor, deja de agobiarte.

Lo del malhumor de Julie era algo nuevo. Ella había empezado a notarlo un poco antes, durante el curso escolar. En aquel momento, el malhumor le pareció una señal esperanzadora, porque significaba que se sentía normal.

–Y ahora, ¿qué? –le preguntó Camille al médico–. ¿Va a ingresarla?

Él sonrió y negó con la cabeza.

–No es necesario. Ya están preparados los papeles del alta.

Ella volvió a sentir un gran alivio.

–Necesito un teléfono. Se me ha olvidado el mío en casa, y tengo que llamar a mi madre.

Julie le señaló su bolsa de deportes del equipo de las Barracudas de Bethany Bay.

–Toma el mío para llamar a la abuela.

Camille lo encontró y marcó el número de su madre.

–Hola, nena –dijo Cherisse Vandermeer–. ¿Ha terminado antes hoy el colegio?

–Mamá, soy yo –dijo Camille–. Te llamo con el teléfono de Julie.

–Ah, creía que ibas a estar en el cuarto de revelado todo el día.

El cuarto de revelado. Camille se acordó de algo que había hecho muy mal, pero se lo apartó de la cabeza para dedicarse al asunto más inmediato.

–Estoy en el hospital –le dijo a su madre–. Julie está en urgencias.

–Oh, Dios mío. ¿Está bien? ¿Qué le ha pasado?

–Ahora está bien. Ha tenido un accidente en la clase de salvamento de surf. Yo acabo de llegar aquí.

Se oyó un jadeo de horror.

–Voy ahora mismo.

–Estoy bien, abuela –dijo Julie, para que Cherisse lo oyera–. Pero mamá está muy agobiada.

Entonces, Camille oyó un suspiro profundo al otro lado de la línea.

–Seguro que se va a poner bien. Os veo en diez minutos. ¿Te han dicho qué…?

La llamada se cortó. Tan al sur de la península había muy mala cobertura.

Por primera vez, Camille miró por toda la zona de cubículos. Había llegado el director, Drake Larson. Drake, su exnovio, tenía un aspecto muy profesional, con una camisa de cuadros y una corbata, y con un pantalón de pinzas. Sin embargo, tenía manchas de sudor en las axilas, y eso indicaba que no se sentía precisamente tranquilo.

Drake debería haber sido perfecto para ella, pero, no hacía demasiado tiempo, ella había tenido que admitir, primero para sí misma y después ante Drake, que su relación había terminado. Sin embargo, él todavía la llamaba, y seguía dándole a entender que quería verla. Y ella no quería herir sus sentimientos rechazándolo.

Durante meses, había intentado querer a Drake. Era un buen tipo, caballeroso y bondadoso, guapo y sincero. Pero, a pesar de sus esfuerzos, no había chispa, no existía el sentimiento de que fueran el uno para el otro. Ella se había dado cuenta, con una sensación de derrota, de que nunca iba a llegar a aquel punto con él. Estaba resignada a cerrar aquel corto y predecible capítulo de su vida amorosa, que carecía de interés. Romper con él había sido un ejercicio de diplomacia, porque era el director del instituto de su hija.

–Y cuando la resaca arrastraba a mi hija mar adentro, ¿dónde estaba usted? –preguntó, lanzándole una mirada de acusación al entrenador Swanson.

–En la playa, dirigiendo los ejercicios.

–¿Y cómo se golpeó la cabeza? ¿Vio cómo ocurría?

Él movió los pies contra el suelo.

–Camille…

–Así que no, no lo vio.

–Mamá –dijo Julie–. Ya te he dicho que fue un accidente tonto.

–No tenía permiso para ir al curso –dijo Camille, y se volvió hacia Drake–. ¿Quién es el encargado de comprobar las autorizaciones?

–¿Es que no llevó la autorización? –le preguntó Drake al entrenador.

–Tenemos una archivada –respondió Swanson.

Camille se giró hacia Julie y la miró con severidad. La niña tenía las mejillas muy sonrojadas y parecía que estaba avergonzada. Sin embargo, Camille percibió algo más en sus ojos. Una mirada desafiante.

–¿Y cuánto tiempo lleva sucediendo esto? –preguntó.

–Esta era la cuarta clase –dijo el entrenador–. Camille, lo siento muchísimo. Sabes que Julie es muy importante para mí.

–Es lo más importante del mundo para mí, y ha estado a punto de ahogarse –dijo Camille, y miró a Drake–. Te llamaré para aclarar lo de la autorización. Ahora, lo que quiero es llevarme a mi hija a casa.

–¿Puedo ayudar en algo? –preguntó Drake–. Julie nos ha dado un buen susto a todos.

Camille tuvo la fea sensación de que Drake estaba pensando en las palabras «responsabilidad extracontractual» y «demanda».

–Mira –dijo–, no estoy enfadada, solo estoy aterrada. Julie y yo nos sentiremos mejor cuando lleguemos a casa.

Los dos hombres se marcharon después de que ella les prometiera que les enviaría un mensaje más tarde para decirles cómo iba todo. Una enfermera les estaba explicando las precauciones y procedimientos que debían observar después del alta cuando llegó la madre de Camille.

–Los rayos equis han revelado que tiene los pulmones completamente limpios –dijo la enfermera–. Como medida de precaución, haremos un seguimiento para asegurarnos de que no se le desarrolla una neumonía.

–¡Neumonía! –exclamó Cherisse.

La madre de Camille estaba en la década de los cincuenta, pero parecía mucho más joven. La gente siempre decía que madre e hija parecían hermanas, y Camille no estaba muy segura de que aquello fuera un cumplido para ella. ¿Querían decir que ella, a los treinta y seis años, parecía una mujer de cincuenta y tantos? ¿O que su madre, de cincuenta y tantos, parecía una mujer de treinta y seis?

–Mi nieta no va a tener neumonía. Yo no lo voy a permitir –dijo Cherisse. Se acercó rápidamente a la cama de Julie y la abrazó–. Cariño, me alegro tanto de que estés bien…

–Gracias, abuela –dijo Julie, y sonrió apagadamente–. No te preocupes. Entonces, puedo irme a casa ya, ¿no? –le preguntó a la enfermera.

–Por supuesto –dijo la enfermera.

–Muy bien, cariño, pues vamos.

Cuando Julie se vistió y recogió sus cosas, salió del cubículo y dijo:

–Bueno, podemos irnos. Y, para que lo sepáis, no voy a volver al instituto –dijo, retándolas con la mirada a que la contradijeran.

–De acuerdo –dijo Camille–. ¿Tenemos que pasar por allí y recoger el resto de tus cosas?

–No –dijo Julie, rápidamente–. ¿No puedo irme a casa directamente a descansar?

–Claro, cariño.

–¿Quieres que vaya yo también? –preguntó Cherisse.

–No hace falta, abuela. ¿No es hoy el día más ajetreado en la tienda?

–Todos los días lo son, hija. Nos estamos preparando para el Primer paseo de las artes del jueves. Pero nunca estoy demasiado ocupada para ti.

–No hace falta, de verdad. Te lo prometo.

–¿Voy después de cerrar para ayudar? –le preguntó Camille a su madre. Las dos eran socias de Ooh-La-La, una tienda de artículos para el hogar que estaba en el centro del pueblo y que siempre estaba muy concurrida. Era un buen negocio, gracias a que los oriundos estaban dispuestos a concederse algún lujo que otro, y a que a la zona acudían muchos turistas adinerados del área de Washington D.C.

–No te preocupes, los empleados se ocupan de prepararlo todo. Nosotras tres podemos pasar la noche juntas. ¿Qué os parece? Podemos ver una película y hacernos las uñas.

–Abuela, de verdad. Estoy perfectamente –dijo Julie, y se dirigió hacia la salida.

Cherisse suspiró.

–Si tú lo dices…

–Lo digo.

Camille le pasó un brazo a Julie por los hombros.

–Te llamo luego, mamá. Saluda a Bart de nuestra parte.

–Podéis saludarlo en persona –dijo un hombre de voz grave, y el padrastro de Camille se acercó hacia ellas–. He venido en cuanto he recibido el mensaje.

–Julie está bien –le dijo Cherisse, mientras le daba un abrazo–. Gracias por venir.

Camille se preguntó cómo sería tener a una persona a la que poder llamar automáticamente, alguien que lo dejara todo al instante para ir a tu lado.

Bart abrazó a Julie. Olía a salitre y a neblina del mar. Era un navegante de la vieja escuela, que tenía una flota de barcos de vela dedicados a la recogida de la ostra en la bahía de Chesapeake. Era alto, rubio y guapo, y llevaba veinticinco años casado con Cherisse. Era un poco más joven que su madre. Aunque ella lo quería muchísimo, su padre seguía siendo su debilidad.

Después de abrazarla, Bart miró atentamente a Julie.

–Bueno, y ¿en qué lío te has metido?

Caminaron juntos hacia la salida.

–Estoy bien –volvió a decir Julie.

–La arrastró la resaca –dijo Camille.

–¿A mi nieta? –preguntó Bart, y se rascó la cabeza–. No. Tú sabes lo que es la corriente de resaca y sabes evitarla. Te he visto en el agua. Llevas nadando como un pez desde que eras una mocosa. Dicen que los niños de aquí tienen los dedos de los pies unidos.

–Pues me parece que los pies me han fallado en esta ocasión –murmuró Julie–. Gracias por venir.

Se despidieron en el aparcamiento. Mientras Julie entraba en el coche, Camille se fijó en cómo se apoyaba su madre en Bart y él la abrazaba de nuevo. Al verlos, sintió una punzada de envidia. Se alegraba por su madre, que había encontrado un amor tan sólido con aquel buen hombre, pero, al mismo tiempo, aquella felicidad magnificaba su propia soledad.

–Vamos, nena –dijo, y arrancó el coche.

Julie se quedó mirando en silencio por la ventanilla.

Camille respiró profundamente. No sabía cómo enfrentarse a aquella situación.

–Jules, de verdad, no quiero estrangularte.

–Y yo, de verdad, no quiero tener que falsificar tu firma en una autorización –dijo Julie–. Pero quería hacer este curso con todas mis fuerzas.

Camille pensó, con una punzada de culpabilidad, que no había tenido en cuenta los deseos de su hija, ni siquiera cuando Julie le había rogado que le permitiera ir a clase de salvamento de surf.

–Creí que sería divertido –continuó Julie–. Nado muy bien. Papá hubiera querido que yo hiciera salvamento de surf.

–Sí, es verdad –reconoció Camille–, pero también se habría enfadado mucho al saber que me habías engañado. Mira, si quieres, yo puedo darte clases de salvamento de surf. En mis tiempos, era muy buena.

–Oh, genial. Escolarízame en casa, para que la gente piense aún más que soy un bicho raro.

–Nadie piensa que tú seas un bicho raro –respondió Camille.

–No, claro. Solo el resto del mundo conocido.

–Jules…

–Quiero ir a esa clase, mamá, como todos los demás. No que tú me enseñes. Te agradezco mucho que te ofrezcas, pero no es lo que quiero, aunque fueras una campeona. La abuela me enseñó las fotos del periódico.

Camille recordó la foto triunfal del Bethany Bay Beacon, de hacía años. Tenía el pelo muy largo, llevaba aparato de ortodoncia y no podía dejar de sonreír. Ella sabía perfectamente que hacer aquel curso no solo era una cuestión de adquirir nuevas capacidades. El salvamento de surf era una tradición muy arraigada en su comunidad, y gran parte de su atractivo era la experiencia de grupo. Recordó que, para celebrar el final del curso, sus amigos y ella se habían sentado alrededor de una hoguera y habían contado historias. Al mirar alrededor del círculo y ver todas esas caras familiares, había experimentado una sensación de satisfacción y de pertenencia. En aquel momento había pensado que nunca volvería a tener amigos como aquellos y nunca volvería a vivir un momento así.

Y, ahora, debía preguntarse si no le estaba robando a su propia hija el mismo tipo de vivencias.

–Tu madre te dejó que fueras a esa clase –dijo Julie–. Ella te dejaba hacer todo. He visto fotos tuyas surfeando, montando en bici de montaña y escalando. Ya nunca haces esas cosas. Ya nunca haces nada.

Camille no respondió. Esa era una vida diferente. La vida del antes. Era la Camille de antes, la que vivía plenamente la vida, con todas sus emociones. Había hecho deporte, corrido aventuras, viajado, se había atrevido con cosas desconocidas… Y la mayor aventura de todas había sido Jace. Al perderlo era cuando había empezado el después. Después significaba ser cautelosa, ser tímida, tener miedo, sentir desconfianza… Había construido un muro alrededor de sí misma y de todo lo que le importaba, sin permitir que nada alterara el equilibrio que le había costado tanto alcanzar.

–En cuanto a la autorización –dijo.

Julie se encogió de hombros.

–Lo siento.

–Si no estuviera tan asustada por el accidente, estaría furiosa contigo en este momento.

–Gracias por no ponerte furiosa.

–Seguramente, después me pondré hecha un basilisco. Dios mío, Julie. Hay un motivo por el que no quería que fueras a esas clases. Supongo que hoy lo has experimentado por ti misma: es demasiado peligroso. Por no mencionar que no deberías haberme engañado ni falsificado mi firma…

–No habría hecho nada de eso si me hubieras dejado ir a la clase como a una niña normal. Nunca me dejas hacer nada. Nunca.

–Vamos, Jules.

–Yo te lo pido, y tú ni siquiera me oyes, mamá. Quería hacer el curso como tú lo hiciste cuando tenías mi edad. Quería tener una oportunidad de probar…

–Ya has tenido la oportunidad hoy, y mira lo que ha pasado.

–Por si tenías alguna curiosidad, que supongo que no, en las tres primeras clases lo hice muy bien. Se me da muy bien, soy una de las mejores de la clase, según el entrenador Swanson.

Camille sintió otra punzada de culpabilidad. ¿Cómo iba a explicarle a su hija que no le permitía hacer algo que ella misma había hecho, y en lo que, además, había sido tan buena?

Después de unos minutos de silencio, Julie dijo:

–Quiero seguir yendo.

–¿Qué?

–Que quiero seguir yendo a la clase de salvamento de surf.

–Ni lo sueñes. Lo hiciste engañándome y…

–Siento haber hecho eso, mamá. Pero, ahora que ya lo sabes, te pido que me dejes terminar el curso.

–¿Después de lo de hoy? –preguntó Camille–. Deberías estar castigada de por vida.

–Ya he estado castigada toda la vida, desde que murió papá.

Camille salió de la carretera y frenó de golpe junto a un campo yermo.

–¿Qué has dicho?

Julie alzó la barbilla.

–Ya lo has oído. Por eso has frenado. Lo que digo es que, después de que muriera papá, no me permitiste que siguiera teniendo una vida normal porque no dejas de pensar que va a ocurrir algo horrible. Yo nunca puedo ir a ningún sitio ni hacer nada. Ni siquiera he podido ir en avión desde hace cinco años. Ahora, lo que quiero hacer es ir a una clase de salvamento de surf a la que va todo el mundo. Quería ser buena en una cosa.

Le temblaba la barbilla. Giró la cara hacia la ventanilla y se quedó mirando la hierba alta mecida por el viento y las nubes.

–Tú eres muy buena en muchas cosas –le dijo Camille.

–Soy una perdedora y una gorda –dijo Julie–. Y no digas que no estoy gorda, porque lo estoy.

Camille se sintió muy mal. Había estado muy ciega a todo lo que quería Julie. ¿Era una mala madre por ser sobreprotectora? ¿Estaba permitiendo que sus miedos asfixiaran a su hija? Al negarle el permiso para que fuera a la clase de salvamento de surf, la había obligado a ir a escondidas.

–No quiero oírte hablar así de ti misma –le dijo, suavemente, mientras le metía un mechón detrás de la oreja.

–Está claro que no quieres –replicó Julie–, por eso estás siempre tan ocupada trabajando en la tienda o en tu cuarto de revelado. Estás siempre ocupadísima para no tener que oír nada de mi patética vida.

–Jules, no lo dices en serio.

–Muy bien, como quieras. No lo digo en serio. ¿Podemos irnos a casa ya?

Camille respiró profundamente. ¿Era cierto lo que le estaba diciendo su hija? ¿Se encerraba en el trabajo para no tener que pensar por qué seguía sin pareja después de todos aquellos años, o por qué tenía un miedo enfermizo a que le ocurriera algo malo a aquellos a quienes más quería?

–Mira, cariño, vamos a hablar de otra cosa.

–Siempre haces eso. Siempre cambias de tema porque no quieres hablar de que todo el mundo piensa que soy una perdedora gorda y fea.

Camille soltó un jadeo.

–Nadie piensa eso.

Julie puso los ojos en blanco.

–No, claro.

–Mira, vamos a hacer una cosa. Has sido muy disciplinada con el Headgear cervical, y tienes muy bien los dientes. Vamos a preguntarle al dentista si puedes llevarlo solo por las noches. Y, otra cosa, iba a esperar a tu cumpleaños para cambiarte las gafas por unas lentillas, pero ¿qué te parece que te regale las lentillas para celebrar el final de curso? Voy a pedir cita…

Julie se giró hacia ella.

–Estoy gorda, ¿vale? Aunque me quiten el aparato externo y me ponga lentillas, no voy a adelgazar.

–Ya basta –dijo Camille–. No voy a permitir que hables así de ti misma.

–¿Por qué no? Todo el mundo lo dice.

–¿Qué quieres decir con eso de «todo el mundo»?

Julie se encogió de hombros otra vez.

–Pues… no importa.

Camille volvió a apartarle el pelo de la cara a su hija. Julie estaba en medio del cambio de la pubertad, que le había llegado un poco tarde. Todas sus amigas lo habían pasado ya, pero Julie acababa de empezar. Durante el año anterior había engordado, y estaba tan avergonzada de su cuerpo, que se ponía pantalones vaqueros y camisetas enormes.

–Tal vez yo necesite ser más permisiva, es cierto –dijo Camille–, pero no voy a hacerlo todo a la vez y, mucho menos, a ponerte en peligro.

–Se llama salvamento de surf por un motivo. Estamos aprendiendo a estar seguros en el agua. Eso tú ya lo sabes, mamá.

Camille exhaló un suspiro, arrancó el coche y volvió a la carretera.

–Haciendo las cosas a escondidas no te vas a ganar mi confianza.

–Muy bien. Pues dime cómo me puedo ganar tu confianza para poder ir al curso.

Camille miró a la carretera y vio cómo iba dejando atrás todos los puntos familiares de aquel trayecto. La laguna donde, una vez, sus amigas y ella habían colgado un columpio de cuerdas. En la parte del mar estaba Sutton Cove, una pequeña playa, destino de todos aquellos que querían hacer kitesurf enfrentándose con el viento y las corrientes. Después de un día entero haciendo kitesurf en aquella cala, al salir del agua, se había encontrado a Jace de rodillas, ofreciéndole un anillo de compromiso. Había vivido tantas aventuras en cada rincón…

–Hablaremos de ello –dijo, al final.

–Eso significa que no.

–Significa que las dos vamos a intentar hacerlo mejor. Siento haberme encerrado tanto en el trabajo, y…

De repente, recordó algo horrible.

–¿Qué pasa? –le preguntó Julie.

–Una cosa de trabajo –dijo ella, y miró a su hija–. No te preocupes, ya me las arreglaré.

Se le había encogido el estómago al darse cuenta de que, al oír la llamada de la enfermera de urgencias, había dejado caer los negativos del profesor Finnemore y había salido corriendo del cuarto de revelado, dejando que entrara toda la luz. Aquella película que había hallado su cliente se había estropeado para siempre.

Magnífico: unos negativos únicos, que podían haberles brindado unas imágenes nunca vistas de un siglo de antigüedad, estaban completamente destrozadas.

El profesor Finnemore no se iba a poner contento, precisamente.