José Manuel Pedrós

 

 

 

 

 

LA OSCURA NOCHE
DEL SILENCIO

 

 

 

 

 

 

LA OSCURA NOCHE DEL SILENCIO

 

© José Manuel Pedrós

© Kalosini S.L - Olé Libros

 

1ª edición: marzo de 2018

 

 

 

Edita: Loto Azul

Grupo editorial Olelibros.com

equipo@olelibros.com

www.olelibros.com

 

ISBN: 978-84-17307-36-3

 

 

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NOTA PRELIMINAR

(Advertencia a los lectores)

 

Como habitualmente se hace, podría empezar diciendo: «Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia», pero creo que sería muy hipócrita por mi parte decirlo, pues la realidad aquí está fielmente plasmada.

Es fácil, que a veces se teman herir ciertas sensibilidades y se empleen alusiones ajenas, que se pretenden desfigurar con la frase. No voy a caer yo en esa tentación. Voy a llamar a las cosas por su nombre y decir que, deliberadamente, pretendo en este relato reflejar la realidad todo lo objetivamente que sea capaz, y no «precisamente» por pura coincidencia sino de la forma más intencionada posible.

 

UNO

El viejo y gastado Ford empezó a renquear lentamente. Cada vez se hacían más trabajosos los viajes en él. La velocidad empezó a disminuir y la aguja de la temperatura del agua a subir vertiginosamente. Nacho se detuvo a la derecha. «¡Otra vez el radiador!», maldijo mentalmente. Destapó el capó del motor y comprobó como salía un humo denso y blanco. Era lo que imaginaba. Abrió el maletero y sacó una garrafa de plástico que siempre llevaba con agua. Dejó pasar unos minutos para que se enfriara un poco, quitó el tapón y le añadió más de dos litros de agua al depósito.

«Menos mal que ya restan pocos kilómetros para llegar a Madrid. Supongo que no tendré mayores problemas —pensó—. De todos modos, cuando vuelva a Bilbao tendré que hacerlo revisar; así no se puede circular con seguridad. Gracias que he salido con tiempo suficiente, si lo hago con el tiempo justo no hubiese llegado a buena hora».

Media hora más tarde, entraba en Madrid. La empresa le había reservado una habitación en el hotel «Sol», y hacia allí se dirigió tranquilamente. Al llegar a recepción, preguntó si había llegado ya alguno de sus compañeros, pero la respuesta fue negativa. Él era el primero en llegar, como casi siempre; la puntualidad era una de sus muchas cualidades positivas.

Después de subir a la habitación, dejar la maleta y ducharse rápidamente, bajó a la sala de espera y estuvo leyendo uno de los diarios que había, hasta que llegaron dos de sus compañeros, que se autopresentaron, pues no se conocían personalmente con anterioridad, ya que todos los contactos que habían tenido hasta entonces habían sido telefónicos.

—Yo soy Justo, de Sevilla.

—Y yo Rosalía, de A Coruña.

—Me alegro de conoceros. Mi nombre es Nacho. Ya hemos hablado en más de una ocasión. ¿Os conocíais vosotros?

—No. Hemos coincidido en Barajas. Yo sabía que Rosalía iba a venir en avión, y habíamos quedado previamente en juntarnos cerca del control de aduanas. Como mi vuelo ha llegado antes, la he esperado en el aeropuerto y allí hemos cogido un taxi juntos.

—Muy bien. Me alegro mucho, ¡de verdad! ¿Cómo tenían que venir los demás?

—Héctor me dijo que tomaría el Talgo en Barcelona. No sé el tiempo que puede tardar, ni a qué hora salía; y Fernando, como vive aquí, supongo que no tardará mucho en llegar. Tú has venido en tu coche, ¿no?

—Sí, si a esto que tengo se le puede llamar coche —bromeó Nacho, sonriente.

—Hombre, no te quejes —respondió Rosalía—. Los habrá peores, ¿no crees?

—Por supuesto que sí, ¡claro! Además, siempre es mejor mirar hacia abajo y compadecerse de los que están en peores circunstancias que tú, que amargarse aspirando a tener tanto como los que están por encima de ti.

—Sí, tienes razón. Bueno, al menos en eso, yo pienso de la misma manera que tú.

Justo, que permanecía silencioso observando a sus dos compañeros de trabajo, sonrió un poco irónicamente, como mostrando su desacuerdo a la aclaración que ambos hacían, e intervino:

—Pero, supongo, que compartiréis conmigo la opinión de no conformarnos con lo que nos den, cuando en realidad nos corresponde mucho más y es justo que no nos lo nieguen. Al menos, para eso estamos aquí, para reivindicar a la empresa una serie de mejoras que, en justa compensación por nuestra dedicación y esfuerzo, deben darnos a todos. Todos los que en nosotros han delegado, esperan que nuestra labor sea lo más eficaz y provechosa posible en beneficio de todos; y la empresa debería darse cuenta de que, cuanto más contentos tenga a sus empleados, mayor va a ser el rendimiento de éstos, tanto en el aumento de la producción como en el mejor servicio a los clientes, lo que en definitiva va a suponer a la entidad un mayor beneficio económico y un mayor prestigio como empresa de servicio, que es, precisamente, lo que ésta fundamentalmente persigue.

—Eso está claro —afirmó Rosalía—. Además, hemos de tener en cuenta que siempre nos van a recortar algo, o mucho, así que creo que, en previsión de ello, hemos de solicitar a la empresa, no solamente más cosas de las que creemos que nos van a dar sino de las que pensamos que nos pertenecen.

Los dos asintieron. El acuerdo era unánime, aunque Nacho añadió, contestando a Justo:

—No discutimos eso. Sabemos perfectamente el papel que aquí nos trae; pero una cosa es eso y otra la forma de pensar que tengamos respecto a las aspiraciones materiales de cada uno. Una cosa es que pidamos lo que nos pertenece: todos debemos hacer que prevalezcan nuestros derechos, y otra cosa muy distinta es que sólo pensemos en la parte materialista de la vida, y lo que únicamente nos importe, o nos motive, sea la cuestión económica. No debemos encaminar todo nuestro trabajo exclusivamente a aumentar nuestra fortuna o nuestros bienes, el que piense así, al menos para mí, no merece ningún respeto como ser humano. Hay un montón de cosas y de valores que identifican a las personas como tales. Todo lo demás sería mero instinto animal, y no sólo instinto de supervivencia sino instinto de superioridad: De aplastar a quien sea con tal de estar nosotros por encima de él; de negar derechos a los demás para que nuestro beneficio sea mayor; de no contentarnos con nuestra posición sino aspirar cada vez a más con tal de aumentarla, con tal de ser superiores.

Daba la impresión de que se conocían de toda la vida. No se mostraban retraídos, ni tampoco serios, sino abiertos y dialogantes; siendo el diálogo compartido y respetuoso, ameno y fluido. Todos estaban alegres y optimistas, a pesar de las gotas de lluvia que empezaban a caer, golpeando los cristales de una manera lenta pero contundente, y haciendo que la tarde del sábado se volviese oscura y melancólica.

Fernando atravesó la puerta del vestíbulo, empujando los cristales giratorios, levantó la mirada y divisó junto a la esquina del fondo al grupo, que seguía conversando gratamente. Se dirigió hacia ellos y saludó efusivamente a Nacho, al que ya conocía de años anteriores, y a los otros dos que, como eran nuevos en esas lides —ese año era el primero que habían sido elegidos miembros del comité intercentros—, no conocía personalmente.

Pocos minutos después, aparecía Héctor con traje impecable, una maleta pequeña de piel oscura y seriedad distante. Lo vieron dirigirse a recepción, y desde allí ser encaminado hacia donde estaban ellos.

Su presentación parecía metódica y calculada:

—Buenas tardes. Supongo que me esperabais. Soy Héctor. Disculpad mi tardanza, pero el tren se ha retrasado ligeramente y el taxista no sabía muy bien dónde se encontraba esta calle.

Fernando, que no lo conocía personalmente, pues Héctor también había sido elegido ese año por primera vez miembro del comité, se quedó mirándolo de arriba abajo. Su vestimenta contrastaba enormemente con los vaqueros raídos y las zapatillas de tenis usadas que él llevaba, y que le parecían más apropiadas para un sindicalista —como en el fondo se sentía— que no el traje de ejecutivo de su compañero de Barcelona, que le hacía sospechar; aunque tenía muy claro el refrán que dice que el hábito no hace al monje, y sabía perfectamente que las apariencias, a veces, pueden ser engañosas.

—Toma asiento, ¡hombre!, y no te muestres así de serio, que aquí estamos entre amigos. Vamos a tomar algo, aunque no lo pague la empresa, y como ya estamos todos, cuando queráis podemos empezar a ver todos los puntos reivindicativos que cada uno traemos.

—Si me disculpáis un momento —dijo Héctor—, subo a la habitación a dejar la maleta y enseguida bajo, ¿de acuerdo?

Todos asintieron con la cabeza, y Héctor cogió la maleta y se dirigió hacia la escalera, bajando a los pocos minutos completamente cambiado, con un pantalón más sencillo y una camisa a rayas desabrochada.

 

DOS

El hilo musical y el tiempo meteorológico llegaron a un acuerdo mutuo. Parecía premeditado el que empezara a sonar suavemente la Balada de Otoño de Serrat: «Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve...».

Nacho no era el clásico chicarrón del Norte. No era excesivamente alto, ni moreno. Una mirada tremendamente dulce irradiaban sus ojos. Parecía que el mar los había inundado con un color azul claro, casi verde, y que la espuma había salpicado de microscópicas gotas su iris. Una leve sonrisa acariciaba, casi permanentemente, sus labios y acompañaba a una tez que ya había perdido el color moreno del verano. La amabilidad era en él una cualidad constante; y su voz, apagada y grave, casi inaudible, que raramente cobraba energía —muy angustiado o abatido tenía que sentirse para mostrar cierta agresividad y elevar la voz—, le configuraba como una persona afable y cordial. En él, el refrán: «La cara es el espejo del alma», se encontraba perfectamente definido.

Tampoco Fernando era un madrileño castizo de porte elegante y cabello engominado. Los vaqueros eran su prenda favorita, y las botas camperas, o las zapatillas de tenis cuando el tiempo era menos crudo, enfundaban habitualmente sus pies. Su barba, morena y espesa, que normalmente no llevaba excesivamente larga, contrastaba con su apariencia poco seria y, más bien, dispuesta siempre a la broma, pues era capaz de interrumpir la más profunda y respetuosa de las conversaciones con una nota de humor.

Los dos se conocían bastante bien y se compenetraban con admiración. Hacía ya varios años que eran elegidos por sus compañeros para defender los intereses comunes y, a pesar de todos los problemas que habían tenido en años anteriores, aún no habían «tirado la toalla», como habían hecho el último año sus compañeros de Sevilla, Barcelona y A Coruña, dimitiendo del cargo.

La negociación del presente convenio se avecinaba dura y con escasas posibilidades de consenso. Justo, sevillano por los cuatro costaos —como él decía—, abrió el fuego:

—La empresa ha tenido este año pasado unos beneficios inusitados, algo muy por encima de sus propias previsiones y de los presupuestos marcados a los empleados comerciales. Al menos en la zona de Andalucía, el crecimiento de los beneficios ha sido de un dieciocho por ciento con respecto al año anterior. Yo creo que solicitando un aumento en los salarios de un cinco por ciento, no estamos cometiendo ninguna cosa descabellada.

—A mí no me parece mal la cifra de aumento salarial que indica Justo —añadió Rosalía—. En Galicia, el crecimiento no ha alcanzado esa cifra, pero creo, aunque yo no llevo el tema contable y no lo puedo saber con exactitud, que debe de haber llegado a un quince por cien el incremento de la producción, y, por lo tanto, los beneficios andarán por un estilo.

—Tened en cuenta una cosa —dijo Héctor—. Aunque sean ciertas esas cifras que vosotros indicáis, que no lo dudo, hay que tener en cuenta que los gastos fijos, los generales, los de administración, los de personal, los de representación, y otros muchos que ahora no merece la pena detallar, han aumentado considerablemente y hacen que los beneficios se reduzcan. Eso sin tener en cuenta los productos no terminados, los defectuosos o desechables y los márgenes de error en datos fiables, que desvían las reservas fijas en sentido inverso al programado. En Cataluña, por ejemplo, ha habido un aumento en la apertura de cuentas corrientes, libretas de ahorro, depósitos y plazos fijos, que es lo que yo conozco, de casi un veinte por cien, pero, teniendo en cuenta el conjunto de gastos generados, el beneficio neto no ha superado el doce por ciento, y estos datos los hemos de tener en cuenta en cualquier negociación.

Todos se miraron mutuamente, como queriendo explicarse el porqué de las parrafadas demagógicas de Héctor.

El ambiente se tornaba melancólico y casi reacio, y Serrat seguía desgranando sus versos: «...Una balada en Otoño, un canto triste de melancolía..., ...a veces como un lamento, y a veces viento...».

Fernando fue el primero en romper aquel silencio momentáneo que se había producido. Sus ojos, intensamente negros y brillantes, se quedaron mirando fijamente al catalán, con una rabia contenida; parecían rayos de láser dispuestos a atravesar un grueso muro de hormigón infranqueable, y sin preámbulos sacó su aguijón:

—¿Qué quieres decir con esas palabras? ¿Pretendes justificar la postura que todavía no hemos escuchado de labios de la empresa? ¿O pretendes ir preparándole el camino a sus portavoces para que cuando llegue el momento ya estemos mentalizados de la negativa a nuestras solicitudes?

—No malinterpretes mis palabras, Fernando —dijo Héctor, sin alterar un ápice el tono de su voz y con una diplomacia casi cínica—, sólo pretendo que no seamos tan optimistas y no nos hagamos unas ilusiones descabelladas, que creo, ¡ojalá me equivoque!, que van a chocar con la realidad.

Nacho, que había permanecido en silencio hasta entonces, dejó oír su voz:

—Bueno, vamos a decidir el primer punto, que parece que es el del aumento salarial. ¿Qué os parece si solicitamos el cinco por cien, del que se ha venido hablando?

Todos estaban de acuerdo en ese punto, aunque Héctor tuvo que añadir:

—Por mí no hay ningún problema, yo no voy a dar ninguna nota discordante, y si todos estáis de acuerdo en pedir el cinco por ciento, yo también lo estoy, pero quiero que quede claro que sólo pretendo ser realista y analizar seriamente nuestra solicitud, sin ningún tipo de fantasía infantil ni de optimismo inadecuado.

Todos callaron a la observación. No merecía la pena ningún comentario más, ni ninguna réplica, que sólo iba a suponer el encrespar más los ánimos, que parecían deteriorarse. Sólo Nacho comentó la conveniencia de empezar a anotar en un papel todos los puntos y conclusiones que se decidieran, para que luego no quedaran tintas en el aire, y Rosalía se ofreció a ser ella la que levantase acta de todas las peticiones que llegasen a buen término.

La chimenea que había en el centro de la sala arrojaba un calor agradable, y el frío que en la calle debía de hacer no se notaba allí en absoluto. Parecía que el fuego quería llevar los ánimos a su cauce, mientras de la canción de Serrat latían sus últimas notas: «...Te podría contar, que está quemándose el último leño en el hogar, que soy muy pobre hoy, que por una sonrisa doy todo lo que soy, porque estoy solo y tengo miedo...».

 

TRES

Una pausa en la conversación, sirvió de entreacto para pedir al camarero algo líquido con lo que disipar la sed.

—Muy apagados parece que estamos, ¡venga!, levantad los ánimos —dijo Fernando—. Al mal tiempo, buena cara.

La lluvia empezó a disminuir, y un sol, tímido y lejano, se asomaba entre las nubes, antes de emprender la huida, como para querer dar a la tarde una nota de color y de luz.

Rosalía retomó la palabra de nuevo.

—Hay un punto importante que deberíamos comentar: el del horario. Porque yo sé que en todos los centros de trabajo no se hace el mismo, como tampoco se hace el mismo número de horas. La legislación laboral vigente actualmente, indica que el número de horas trabajadas no debe ser superior a treinta y nueve semanales, y en muchos sitios me parece que no se respeta esta norma y que los horarios desiguales están acompañados muchas veces de un número mayor de horas trabajadas, por encima de las establecidas en la normativa.

—Estoy de acuerdo contigo —subrayó Nacho—. Es un punto importante que haya una uniformidad de horarios, y nosotros no debemos dar pie a que existan desigualdades que siempre perjudican a los centros más pequeños y con menor número de empleados. Además, debemos hacer hincapié en que desaparezcan las horas extraordinarias, que se camuflan en la nómina como gratificaciones, en el mejor de los casos, o se hacen sin cobrarlas, esperando promesas que nunca llegan a ser realidades; y si el problema es la falta de empleados, que se aumente la plantilla laboral y no se intenten soluciones pasajeras, que sólo hacen que se encrespen los ánimos y se empeore el rendimiento efectivo, al aumentar el número de horas.

No había ningún problema en la reivindicación de este punto. El acuerdo era unánime y consensual.

Rosalía seguía tomando nota puntualmente de todo lo que se decía, y los acuerdos tomados eran reflejados en una especie de borrador de acta, que esa misma tarde pensaban concluir.

El nivel de los vasos empezó a disminuir. Sonriente, Fernando dijo:

—El whisky es muy saludable. Fortalece mucho el corazón. Los cruzados escoceses era lo primero que se encargaban de incluir en la lista de provisiones. ¿No os animáis a tomar otra copa?

—Yo puedo tomarme otro pacharán —dijo Nacho—, aunque no lo hago habitualmente.

Justo, Rosalía y Héctor, que habían tomado, respectivamente, coñac, agua y zumo de naranja, no querían repetir. Héctor apremió:

—Lo que creo que debemos hacer, es intentar acabar cuanto antes y tener las ideas claras respecto a nuestras solicitudes —no quiso emplear de nuevo la palabra «reivindicación»—, y después ya tendremos tiempo de irnos a dar una vuelta y de tomar lo que sea.

Rosalía asintió, y dijo:

—Creo que Héctor tiene razón, la obligación es lo primero, además, cuanto antes tengamos resuelto esto, mejor, pues tendremos más tiempo para divertirnos o disfrutar de nuestro ocio luego.

Justo y Nacho permanecieron callados. Fernando los observaba, y, como su sugerencia no parecía haber caído todo lo bien que él deseaba, rectificó.

—De acuerdo, no tomamos más copas, además, creo que tenéis razón, debemos estar lo más sobrios posible para discutir nuestras reivindicaciones —él no tenía problemas en volver a repetir la palabra y, si cabía, con más énfasis, pues pensaba que los derechos adquiridos con el trabajo, había que reivindicarlos, y no solicitarlos como alguien que pide una limosna.

—Los incentivos por producción, creo que son un punto importante, que no viene reflejado en el convenio, y creo que no estaría mal que viniese —dijo Héctor—, y que no se beneficien de ellos únicamente los comerciales y los directores, sino todos los que configuramos la empresa y en mayor o menor medida colaboramos, aunque no sea directamente, en que los beneficios obtenidos sean cada vez mayores. También me parece importante, que se contrate un seguro de vida colectivo como el que disfrutan los empleados de otras de las empresas del sector.

Tras unos segundos de silencio, Justo añadió:

—Creo que no hay ningún tipo de objeción a esto, me parece que estamos de acuerdo, ¿no?

Los demás asintieron con la cabeza.

—Yo, todos los años digo lo mismo, y, la verdad, es que hasta ahora, la gente, en general, está insatisfecha entre lo que el convenio dice y lo que sucede en realidad respecto a la revisión de las categorías laborales —dijo Fernando—. Si mal no recuerdo, el convenio dice ahora, que todos aquellos empleados que desarrollen tareas de categoría superior a la que ostentan, podrán solicitar el aumento de categoría a la dirección, si llevan más de un año desarrollando dicha labor, y la dirección, previo informe del jefe inmediato superior, resolverá dicha petición de acuerdo con un criterio de justicia y equidad.

—Exactamente, eso es lo que dice —confirmó Nacho.

—Pues bien —prosiguió Fernando—, yo sé que esto no se cumple en muchos casos, sobre todo en los que el director del centro de trabajo es el jefe inmediato superior, y por lo tanto el que tiene que tomar la decisión del aumento de categoría. Ya el año pasado se comentó la posibilidad de que fuese el comité de empresa el que decidiera la resolución, una vez estudiado cada caso concreto, y no se llevó a buen término este proyecto. Yo creo que deberíamos insistir en esta idea, para que no se produzcan los abusos de autoridad y de poder que, en general, se dan.

—A mí me parece adecuada la idea —dijo Héctor.

—Y a mí también —recalcó Rosalía, mirando a Nacho y a Justo—, ¿no os parece?

—Sí, sí, de acuerdo —contestaron los dos al unísono.

Rosalía seguía tomando nota de todo lo que se hablaba y se acordaba. Fernando miraba los dos trozos de hielo que se deshacían lentamente en el vaso vacío. De reojo, miró el reloj de la pared, que marcaba poco más de las siete y media, y dijo:

—Hemos adelantado bastante. ¿Tenemos más cosas que comentar, o más observaciones que hacer?

Nadie dijo nada, y él continuó:

—Todavía no son las ocho. Si ya hemos terminado, podemos cerrar el acta, firmarla todos y marcharnos a dar una vuelta, ¿os parece bien?

Héctor le dio la vuelta a uno de los folios que llevaba, miró a los demás y dijo:

—Sí, todo lo que traía preparado ya lo hemos comentado. Por mi parte no hay ningún problema más que tratar, podemos, si queréis, ir a cenar fuera del hotel y evadirnos un poco así de los problemas de la empresa.

No se habló más. Todos se levantaron de sus respectivas sillas con la intención de salir. Los ánimos estaban tranquilos y los semblantes sonrientes. En la calle había oscurecido, y la lluvia había cesado, dejando un punto y aparte en la tarde húmeda. El frío se volvió algo más seco y no demasiado pronunciado, pero contrastaba con el calor acogedor del interior del hotel.

 

CUATRO

Fernando se quedó mirando a sus compañeros, y dijo:

—¿Adónde vamos?

—¿Cómo preguntas tú eso? —La seriedad de Héctor, que estaba patente en cualquier circunstancia, se volvió mueca irónica—. Se supone que tú eres el anfitrión. Estamos en tu trinchera, y debes de ser tú el que nos enseñe hacia dónde hemos de dirigir nuestras balas.

Aquel comentario llegó al alma pacifista de Fernando, y, partiendo de Héctor, que ya desde el principio no le había caído nada bien, no pudo contenerse.

—¡Un momento, un momento! Esto no es ninguna batalla, ni Madrid es una trinchera. Y Dios, o el diablo, da igual quién de los dos sea, me libren a mí de disparar balas contra nadie, y menos de enseñar a alguien hacia dónde debe dirigirlas. Además, eso de ser anfitrión de algo me suena a mí como muy protocolario, y no entra dentro de mis concepciones básicas.

—Bueno, tampoco es para ponerse así, era sólo una forma de expresión, una broma metafórica.

—Ya supongo que se trataba de una broma, pero esas cosas ni de broma se dicen.

Fernando estaba en sus trece, le había calado hondo aquello, y su humor se había tornado serio. Los demás estaban silenciosamente expectantes y no se atrevían ni tan siquiera a abrir la boca. Sólo Nacho, que ya conocía el pronto sublime y temperamental de su amigo madrileño, rompió el hielo.

—Vamos, Fernando, ¿por qué te pones así? Héctor te ha hecho ese comentario con la mejor de las intenciones. Tampoco es para hacer un drama de una nimiedad. Si a ti en el fondo te gusta eso de ser anfitrión, qué más da emplear otra palabra distinta, si el significado en el mismo. Todos te damos carta blanca para que nos lleves a donde te dé la gana, pero no te enfades como un niño que coge rabietas y patalea porque no le compran un globo.

De nuevo, la sonrisa apareció en el rostro de Fernando; aquello del niño y del globo debió de hacerle gracia, y cambió del mal humor al bueno en segúndos, dirigiendo su mirada hacia Héctor para pedirle disculpas.

Perdona, Héctor, no he debido ponerme así. Nacho tiene razón, pero es que tengo un carácter que a veces no puedo dominar, y no pienso las cosas. Me gustaría ser frío y calculador como él, y antes de decir nada, pensarlo dos veces, pero no puedo, ¡mira!, ¿qué quieres que haga? Soy así, y así me he de aceptar yo y me han de aceptar los que me rodean. Cada uno tiene su propia personalidad y, aunque podemos evolucionar, no la podemos cambiar de una manera drástica.

—Tranquilo —sonrió Héctor—, pero la próxima vez a ver si controlas un poco más tus impulsos, ¿de acuerdo? –dijo el catalán, acentuando la sonrisa para darle a la frase un tono jocoso.

—Bien, vamos a ver, ¿qué queréis, ir a tomar ya algo sólido, o tomamos algunos vinos y luego nos vamos a cenar?

—Si queréis —dijo Justo—, podemos ir a hacernos algún vinillo y alguna tapita, y luego ya pensaremos en ir a cenar, ¿no os parece?

Héctor no se atrevió a opinar, después de la reprimenda que había sufrido unos minutos antes, y se mantuvo más cauteloso. A Fernando y a Nacho les parecía bien la idea, y Rosalía, como veía que ya había mayoría que aceptaba la sugerencia de Justo, asintió con la cabeza.

Fernando volvió a tomar la palabra y la iniciativa.

—¡Hale, vamos pues! Como he traído mi coche, y en él cabemos todos, aunque vayamos un poco apretados es mejor que lo coja yo, que me muevo a mi aire, que no Nacho que andará más despistado. Supongo que tú lo habrás aparcado bien —dijo, mirando al vasco.

—Sí —afirmó éste—. Ya sabes que yo para estas cosas soy muy mirado y me gusta respetar todas las normas, incluidas las de tráfico, y no por miedo a la multa que puedan ponerte, sino porque pienso que si hay unas leyes es para que todos las acatemos. Si todos hiciésemos así, no habría los problemas que generalmente hay.

—¡Vale, vale! —dijo Fernando—, déjate de romances y vamos a lo nuestro. No empieces en plan moralista que ya sabes mi opinión al respecto.

—Claro que la conozco, y ya sabes que la mía discrepa de la tuya, pero ¿te parece mal que pueda exponer mis ideas sobre un tema que casualmente ha salido a la conversación?

—Bien, Nacho..., vale... –dijo, pensando «qué pesado éste»—, que yo sólo te había preguntado si habías aparcado bien el coche, y con un sí o un no bastaba. No tienes que aclararnos nada más.

»Vamos a ver —dijo cambiando de tercio—, cerca de la zona de Lavapiés hay unas tascas que está muy de moda, podemos, de momento, acercarnos por allí, ¿os parece?

—Tú eres el amo —contestó Nacho—, nos puedes llevar adonde quieras.

—Y de paso —apuntó Rosalía—, si durante el trayecto hay alguna cosa que merezca la pena nuestra atención, puedes indicárnoslo para observarla, aunque sea de pasada.

—Me parece muy bien —dijo Fernando—, aunque os tengo que decir que yo no soy un buen guía, y eso de ir indicando los monumentos que vamos pasando no me hace mucha gracia, me parece un poco pretencioso; pero ya que me lo pide una compañera tan guapa y tan castiza —dijo, piropeando a Rosalía— no me queda más remedio que doblegarme y aceptar complacido.

Subieron todos al coche, y cedieron el asiento del copiloto a la dama, que era, al parecer, la más interesada en conocer la capital, aunque fuera de una manera esporádica; y Rosalía, sonriente y un poco sonrojada, aceptó de buena gana.

Fernando arrancó suavemente el coche y empezó a circular despacio por la calle, dejando atrás un ruido seco y grave, más propio de un coche de carreras averiado que de un turismo normal.

—Perdonad el ruido, pero debo tener algo picado el tubo de escape y no encuentro un rato libre para ir a cambiarlo.

—No te preocupes —bromeó Nacho—, que mi flamante Ford también tiene algún que otro achaque, pero, mientras no nos deje tirados, no debemos preocuparnos. Ya verás como cuando no consigas arrancarlo, encuentras un hueco para llevarlo a reparar al taller.

—Sí, claro, eso seguro.

Llevaban más de cinco minutos circulando, y la conversación no paraba. Entre los cinco, había suficiente para enlazar un tema con otro. Rosalía, de pronto, en una pausa, inquirió, dirigiéndose a Fernando:

—Bueno, ¿pero nos vas a ir indicando por dónde vamos o no?

—Vaya, es verdad, me había olvidado por completo de ti, ¿se nota mucho que no me hace nada de gracia esto de hacer de guía? Bueno, mira, hemos entrado hace poco en el famoso paseo de la Castellana —dijo en tono sarcástico—. Ahora estamos en el barrio de Chamartín. Ahí a la izquierda está el Bernabéu, y enseguida entraremos en el Viso.

El semáforo se puso de repente en fase roja, y Fernando, que no había visto el ámbar, frenó. El vehículo de detrás frenó también, aún más bruscamente, y su conductor se puso a pitar, haciendo gestos con la mano.

—¿Qué te pasa, animal? —vociferó Fernando—. Nacho, dile a ese de detrás que en los semáforos en rojo se frena.

No llegó la sangre al río, y todo terminó en el frenazo y en los gestos. Nuevamente, se puso verde el semáforo, y Fernando salió despacio. El coche de detrás cambió de carril y adelantó de una forma temeraria, perdiéndose entre los demás vehículos.

—Luego te quejas de mí —dijo Fernando, dirigiéndose a Nacho—. No te parece que ése todavía es peor que yo. ¡No digas que hasta ahora no he respetado todas las normas del código!, ¿eh?

—Ya veremos si más adelante sigues igual —contestó su compañero del Norte—; y no hables mal de la forma de actuar de nadie. Todos hemos de mirarnos en el espejo y ver cómo somos nosotros y no cómo son los demás.

Fernando, esta vez, hizo caso omiso a los comentarios de Nacho y no contestó. No quería entrar en ningún tipo de polémica con él, y la mejor cosa que podía hacer para conseguirlo era ignorar sus palabras.

—Mira, Rosalía —prosiguió—, a la derecha están los Nuevos Ministerios. Ahora entraremos en Chamberí y más allá, a la derecha, está el prestigioso, entre comillas, barrio de Salamanca.

—¿Por qué dices entre comillas?

—No te preocupes en averiguarlo, yo ya sé por qué lo digo.

Héctor, después de un largo silencio, habló:

—Mira a la derecha, el impetuoso que nos ha adelantado antes. Tanto correr, para qué. Nacho tiene razón en lo de cumplir las normas. Veis como el que mucho corre pronto para.

—En efecto, Héctor —dijo Fernando—, y no por mucho madrugar, amanece más temprano. Bueno, continúo.

Rosalía le interrumpió.

—No sigas, yo lo haré. Eso que tenemos enfrente es la Cibeles. ¿O me equivoco?

—¡Bravo por la rapaza!

—Y después llegaremos a la plaza de Neptuno —aseguró Justo.

—¡Muy bien! No sé para qué me queréis, si sabéis más que yo de esto de Madrid —complementó Fernando, con cierto énfasis socarrón—. ¿Qué os ha parecido el recorrido turístico? No os podéis quejar, ¡eh! Total, cuatro cosas más y ya está visto todo el Madrid apoteósico, ilustre y glorioso. Pero, desgraciadamente, esto es sólo la parte buena de la moneda. Luego queda la falsa, la oscura: la parte sumergida y suburbial. No todo es bienestar y lujo, queda todavía Vallecas, Entrevías, Carabanchel Bajo, y otras zonas que, por no tener, carecen hasta de nombre, y donde en estos momentos, y fijaos lo avanzado que va el siglo, todavía se pueden encontrar vestigios de chabolismo, que el Ayuntamiento es incapaz de erradicar definitivamente. Aunque esta parte no os la recomiendo, es demasiado deprimente y demencial. No debemos taparnos los ojos ante una realidad tan palpable —la parte más humana y entrañable de Fernando estaba saliendo a la superficie—, pero tranquilos, que no voy ahora a amargaros la tarde con problemas. Una vez pasemos Neptuno, giramos a la derecha y ya estamos en pleno cotarro: Lavapiés.

Tras las palabras de Fernando, la moral de sus compañeros quedó hundida entre los mullidos asientos del coche. Incapaces de despegar los labios, se miraron unos a otros, como interrogándose por las palabras aleccionadoras del madrileño. Éste puso el intermitente de la derecha, giró hacia ese lado y se metió por una calle estrecha. Los coches estaban estacionados de una forma apiñada. Fernando vio un pequeño hueco entre dos vehículos, se fue hacia él de frente y, dejando medio coche encima de la acera, lo aparcó.

—Ya hemos llegado. Podéis bajar cuando queráis.

—Pero ¿lo dejas así? —preguntó Nacho.

—¡Claro! ¿Ves otra posibilidad acaso?

—No... Desde luego… la cosa está mal.

—Pues, sin comentarios. Aquí esto es lo habitual. ¿Vamos?

Bajaron todos frotándose las manos. El contraste del interior del coche con el exterior era palpable, y el frío había empezado a arreciar. Era lo más normal en la época del año que pisaban, y nadie hizo el más mínimo comentario al respecto.

 

CINCO

La oscuridad poblaba la calle. Tres o cuatro farolas con la cabeza rota, eran suficientes para que la iluminación no fuera la adecuada. Los contenedores de basura estaban a rebosar, con la tapa levantada y las bolsas amontonadas alrededor, que algunos gatos callejeros se habían encargado de destripar. Era palpable la huelga de los empleados de la recogida de basuras; y el olor desagradable y putrefacto se mezclaba con el olor a cocina que salía de las tascas, formando una mezcla de aromas explosiva y nauseabunda.

Las fachadas de las casas no estaban todo lo adecentadas que se podía esperar. Pinturas ocres, grises y pardas, todas ellas mezcladas, descascarilladas y pálidas, se combinaban con paredes cubiertas de azulejos cuarteados y partidos de épocas desconocidas y remotas. Los balcones mostraban a la calle la ropa tendida de sus habitantes, pobladores vagabundos sin oficio fijo, puntuales cobradores de la Seguridad Social y asiduos en las colas del paro, que alternaban trabajos esporádicos con largos periodos de absentismo, en los que los recursos económicos disminuían y la mendicidad, junto con la picaresca, se hacía casi necesaria para sobrevivir.

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Después de la cena, se prolongó la velada alrededor de una hora más todavía, y, aunque intentaban de vez en cuando que la conversación no discurriera por los cauces estrictamente laborales, con frecuencia el tema de conversación se llevaba a este plano, y los problemas o los comentarios sobre el trabajo habitual de cada uno, eran lo que al final imperaba; hasta que alguno de ellos, de pronto, se daba cuenta que habían retomado el hilo de la conversación que querían abandonar y persuadía a los demás a no seguir con dicho tema.