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Leonardo Killian

La sombra del General

E-Book

ISBN 978-987-42-8936-0


© 2020, Al Fondo a la Derecha Ediciones

José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

www.alfondoaladerecha.com.ar

© 2020, Leonardo Killian


Diseño de tapa:

Andrés F. Negroni

Imagen de tapa:

Cesar Cichero

Diseño de interior:

Al Fondo a la Derecha Ediciones


Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

A la princesita Sahia

y al guerrero Ulises.

A Nadia, Violeta y Susy, siempre.

TOMA 1

Señor Rector del Colegio Hipólito Vieytes, Prof. Luis De Lucchi

Señor Vicerrector, Prof. Washington Fernández

Cuerpo de celadores y preceptores (en especial el bizco Colacina y el pelado Pirri)

Señores profesores, especialmente la víbora mal parida de la Srta. Magallanes, el roedor inmundo del Dr. Falcón, la ninfómana mal cogida de Susanita Hadad y aquí paro por temor al vómito. Con la honrosa excepción del patriota Profesor José “Pepe” Echeverría.

Les advierto que la cueva de formadores de cipayos que presiden y donde lavan los cerebros de los jóvenes que tienen la desgracia de poblar sus aulas, será en breve arrasada.

Están condenados a muerte en nombre de la Patria que nacerá cuando la lacra bolche-liberal-judía sea barrida de nuestro suelo. La vieja Argentina está herida de muerte.

¡Viva el Nacionalismo!

¡Viva Cristo y abajo los judíos y bolches!

¡Muera el sionismo y los idiotas útiles del comunismo!

¡Religión o muerte!

TACUARA

TOMA 2

Estuvo más de una semana tratando de conseguir dónde escribirla.

Al final se decidió por la Underwood de la casa de Silvio.

Con la excusa de escribir un poemita la sacó de un tirón.

—No miren che, que es una carta de amor.

—¿Vos enamorado…? ¿De quién… de Mussolini? —lo cargaban.

Se bancó las bromas de los pibes y se llevó la hoja que metió en un sobre.

A la medianoche del viernes en la esquina de Gaona y Cucha Cucha no había ni un alma.

El colegio era un castillo gótico, triste y vacío. El sobre de correo se deslizó debajo de la puerta como un ladrón.

Miró hacia los costados y se fue caminando para San Martín con las manos en los bolsillos del gabán y el 38 que le había comprado al Turco.

Ya en el 105 se sintió otro ¿Qué cara pondrían el lunes esos hijos de puta?

Repasó cada detalle, cada palabra que usaría cuando, en la reunión del sábado en el local, les contara a los muchachos.

Se había hecho expulsar para demostrarles a los jefes quién era y de qué madera estaba hecho. Le había roto la nariz al infeliz de Falcón y eso lo convertía en un héroe de la causa nacional.

Volvió a palpar la Smith & Wesson y la sintió tibia. En el otro bolsillo, la navaja del tío Mario completaba su arsenal de legionario.

TOMA 3

—Papá tiene cáncer.

La vieja seca y directa como siempre, se lo había dicho mientras le servía el café con leche.

No la miró, pero escuchó que lloraba. Un llanto apagado.

Siguió con la vista clavada en la medialuna hundida en la taza hasta que la madre salió de la cocina.

Terminó de desayunar, preparó la valija en silencio y salió para la escuela.

La gallega le dio un beso y lo acompañó hasta el umbral, desde donde lo seguía con la mirada hasta que doblaba en la esquina.

Había una melodía de Charlie Parker grabada en vivo con Dizzy Gillespie: “Maníes salados”.

El humor de Gillespie le hacía gritar después de un solo infernal, donde competían con el Bird a ver quién tocaba más rápido, “Salt peanuts, salt peanuts…” Y seguían con el duelo genial.

La había escuchado antes de dormirse, en la radio que tenía en la mesa de luz, donde todas las noches lo acompañaba el programa de Merellano y la melodía se le había pegado.

Algún día tocaría como esos tipos, pero por ahora se consolaba remedando el sonido de los caños con las manos tapándose la boca.

No dejó de tocarla hasta llegar al Vieytes. Imitaba el sonido de la trompeta y gritaba loco de contento

—¡Salpinats, salpinats…!

TOMA 4

Copió prolijamente en la libreta donde anotaba de todo un poco, horarios, frases, pensamientos. Una especie de diario y ayuda memoria:

Unamuno, que había estado tomando apuntes, se puso de pie y pronunció un apasionado discurso. “Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero, no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer…”

Millán Astray, flanqueado por sus legionarios armados con metralletas empezó a gritar: “¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?”. Su escolta presentó armas y alguien del público gritó: “¡Viva la muerte!” Entonces Millán aulló: “¡Cataluña y el País Vasco, ¡el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!”. Se excitó sobremanera hasta tal punto que no pudo seguir hablando. Resollando se cuadró mientras se oían gritos de “¡Viva España!”. Se produjo un silencio mortal y unas miradas angustiadas se volvieron hacia Unamuno. “Acabo de oír el grito necrófilo de “¡Viva la muerte!”. Esto me suena lo mismo que “¡Muera la vida!”.

Tenía grabado a fuego ese grito que anotó y subrayó: “¡Viva la muerte! Sí, viva la muerte del verdugo hijo de puta de mi padre”. El manco tenía razón.

¡Viva la muerte de los judíos!

¡Viva la muerte de los yankis!

¡Viva la muerte de los maricones y de los bufarrones!

¡Viva la muerte de los bolches y los cagones de los liberales!

¡Vivan los legionarios nacionales de Tacuara!

Con el correaje que había sido de las épocas de policía de su padre, se paró frente al espejo con el brazo derecho extendido, orgulloso y marcial. De seguro, José Antonio lo miraría desde algún lugar del cielo…

—Soy un legionario, soy el novio de la muerte…

La madre interrumpió el monólogo abriendo la puerta trayendo una bandejita con la leche y galletitas. Se la cerró en la cara con una mezcla de vergüenza y odio.

—Boluda, hay que golpear antes de entrar…

TOMA 5

Para mí, es Chacho desde que era chico, pero dentro del sanatorio es el doctor Minicucci, un oncólogo de prestigio dentro del ambiente.

Hacía rato que no nos veíamos y me llamó porque tenía algo para mí. Lo fui a ver al Anchorena y después de los abrazos y las preguntas de rigor sobre los familiares y amigos me dijo que tenía un paciente que estaba muy interesado en publicar una historia.

Era un milico retirado y tenía un tumor en un estado muy avanzado. No creía que llegara a fin de año.

El tipo había sido guardaespaldas de Perón y, viendo que le llegaba la hora, quería dar a conocer unos documentos con una historia, según él, totalmente desconocida e increíble.

—Le dije que tenía un primo periodista y que le podía interesar. ¿Lo querés conocer?

Anoté el teléfono y le agradecí a Chacho. Antes de separarnos nos hicimos las bromas de humor negro con las que nos despedíamos:

—Buen oficio el tuyo de meter la nariz en las braguetas de los demás.

A lo que le contesté corrosivo:

—El de ustedes es más cómodo, son el único gremio que tapa sus errores con tierra.

—Antes los guardamos en madera —me retrucó riendo.

Esa misma noche lo llamé y me atendió la voz de un tipo seco pero cordial. Quedamos en vernos el domingo a la tarde en su casa de Floresta.

Me abrió la puerta un morocho que estaba más muerto que vivo. Muy flaco, con la piel amarillenta y una mirada sin color. La voz era un murmullo tristón.

Me hizo pasar y, mientras yo me apoltronaba en un cómodo sillón, el flaco, que todavía conservaba un bigote reglamentario, me acercó una carpeta. Un bibliorato con papeles amarillentos escritos a máquina, algunas fotos abrochadas y anotaciones hechas a mano. Algunas con lápiz y la mayoría con diferentes tonos de tinta.

—Mire, léalo tranquilo, son documentos. No me queda mucho hilo en el carretel, así que ya no me importa guardarlos. Lo que está en esa carpeta es todo lo que pudimos averiguar. Va a encontrar datos del colegio, de la facultad, de sus parientes, todo muy incompleto, el tipo era un fantasma. Este material tiene más de treinta años, así que, si le interesa encontrar a este pibe, que ahora debe andar por los sesenta, va a tener que yugarla.

“Sería una pena que se pierda este laburo. Como su primo me trató tan bien y fue tan sincero conmigo, me pareció que se lo tenía que dar a alguien cercano. Me dijo que usted es periodista y bueno, ahí está todo.

“Cuando cayó Isabel, todo esto ya no le importaba a nadie, así que, como sabía que me iban a rajar, me traje los papeles para mi casa. Durante todos estos años los tuve escondidos en el fondo. Esta casa tiene como cien años. Acá vivió mi abuelo y en el fondo tenía las gallinas. Allí estuvo la carpeta envuelta en una bolsa para que no se llenara de humedad…”

La tos dio por terminado el monólogo.

Me entregó la carpeta y me dijo que, para lo que quisiera, no tenía más que llamarlo. Había bajado quince kilos, pero la memoria la tenía intacta.

—Y esas cosas no se olvidan más —remató.

Ya era de noche cuando terminó la charla. Me imagino la cara que tendría yo, porque hasta intentó una sonrisa.

—¿No me cree verdad?

—La verdad —le dije—, si puedo encontrar a esta persona y podemos publicar la historia, no voy a tener plata con que pagarle.

Otra vez volvió a sonreír:

—Eso, ahora, es lo que menos me interesa.

Mientras volvía para casa, pensé que un tipo que se estaba muriendo no podía mentir.

Lo llamé a Chacho para agradecerle. Me preguntó de qué se trataba, pero no me animé a contarle.

—Cuando lo termine te cuento.

Le pedí a Nina que llevara las nenas a dormir y que si llamaban no estaba para nadie.

La carpeta tenía informes de inteligencia (de “capachas”, me había dicho el flaco), muy prolijos y anotaciones al pie manuscritas.

Las fotos eran tres, de muy mala calidad. Un grupo de colegiales del secundario, una que parecía la de una cédula y otra muy borrosa de unos obreros en un asado (estaban vestidos con los clásicos pantalones y camisas Grafa).

Encendí el grabador y escuché la charla con el viejo suboficial retirado. Mientras tanto, leía una y otra vez los informes.

Pese a que ya era tarde, lo llamé al gordo a la casa. Como de costumbre, cada vez que perdía Ríver, estaba de un humor de perros.

—Mirá, el ruso tiene lo de Amira que es un golazo. Vas a tener que contarme algo bueno para joder a esta hora.

Le conté brevemente lo que tenía: las carpetas, la historia del milico, un tipo que quiso matar a Perón… No lo noté muy convencido.

—Me suena a pura fantasía —me dijo—, pero traé las cosas y mañana lo charlamos en el diario tranquilos.

Por la mañana era otro tipo:

—Si es cierta la historia y encontrás al tipo, la publicamos.

Salí del diario para empezar la cacería.

separador7

Empecé por ir hasta Mataderos, a un local del MAS de la calle Murguiondo. Me dijo Jorge que ahí lo iba a encontrar al Chueco Britos. Llevaba cincuenta años en el trotskismo y era como una biblia que sabía casi todo sobre los partidos, agrupaciones y sectas devotas de Davidovich.

El viejo me estaba esperando y tenía esa expresión en los ojos que solo conservan los tipos que jamás se desaniman. Un neurótico optimista. Le recordé la época y el local del entonces PRT La Verdad. Sacó del bolsillo una pipa roñosa que llenó con un menjunje indefinible, pero con cierto olor a tabaco y se tomó su tiempo para encenderla. A la cuarta o quinta bocanada chasqueó los dedos:

—Ya sé quién debe ser.

Hizo una larga llamada telefónica y me comunicó con el compañero González.

—Este lo conoció —me dijo triunfante.

Me pasó el tubo y del otro lado, una voz tan vieja como él, me fue contando.

—Teníamos un local en el bajo, en la calle Reconquista. Si, ahí vino a afiliarse. A nosotros nos dijo que se llamaba Gerardo. No me acuerdo el apellido. Un tipo flaco, con la escasa barba muy crecida y con anteojos de miope. Por lo demás, la ropa medio raída y los borceguíes no llamaban la atención en la militancia de izquierda de eso años. “Se llevó los libros y las publicaciones del partido en un morral y apenas si cruzó palabra con los compañeros. Estaba interesado principalmente en la obra de Trotsky y reconoció que no había leído nada de Nahuel Moreno. Llenó la ficha y, como nadie le pidió un documento, pudo haber puesto cualquier cosa. De hecho, el domicilio de la pensión y el teléfono donde lo quisimos ubicar no existían. Pero no nos importó; el flaco era un militante de fierro y jamás nos falló en las pintadas o en las reuniones que hacíamos en Psicología. Se había anotado como tantos otros para armar una agrupación y aunque nunca quiso sobresalir o tener algún cargo de responsabilidad, era un buen militante.

El viejo hizo una pausa y continuó:

—Cuando empezaron las tomas de las facultades, fue de los más aguerridos y hasta tuvimos que pararlo porque tenía la costumbre de venir armado. En una asamblea, y sin que pudiéramos impedirlo, le rompió cuatro dientes a un muchacho de la Fede. Hasta tuvimos que hacer una aclaración y un pedido de disculpas en el periódico. La gente del Partido Comunista hizo una denuncia penal y todo. Diga que en esa época a la policía y a los jueces no les importaba si nos matábamos entre nosotros y no pasó nada, pero era un tipo muy violento. Le tuvimos que aclarar que el Partido no quería saber nada con el foquismo y con nada que nos confundiera con los perros o los montos. Un partido de obreros es un partido de vanguardia y, al menos que nos atacaran los locales, las armas no estaban bien vistas. El foquismo pequeño burgués del ERP, las FAR y todos esos, no tiene nada que ver con una política de los trabajadores.”

Me pareció que el compañero González aprovechaba para bajarme línea.

—A principios de los 70 no lo vimos más —ahí se hizo un silencio como si dudara, pero en seguida volvió con la historia—. La novia se llamaba Laura y ahora es docente en Filo. Seguramente ella se debe acordar. No. No conozco el apellido de la mujer y si lo supiera tampoco se lo diría.

Cuando le iba a pedir algún detalle o dirección para que me pudiera orientar me contestó secamente:

—Es todo lo que le pienso decir —y me cortó.

Le agradecí al viejo Britos que aprovechó para entregarme el periódico del partido y unos volantes. Cuando me retiraba del local lo saludé con el puño en alto. Me respondió sonriente levantando el suyo.

El viejo seguía teniendo veinte años.

Para empezar, no era poco. Evidentemente el tipo había existido y la historia del milico, hasta acá, cerraba totalmente.

Mientras manejaba empecé a silbar La Internacional.

TOMA 6

Una vez al mes se cortaba el pelo en lo de Macedo. El gallego Macedo era un pelado de bigote anchoíta bastante parecido a Franco. Un tipo que trabajaba callado hasta que le sacaban conversación. Ahí no paraba de hablar hasta que sacudía el pelo de la enorme tela blanca que te colocaba alrededor del cuello, incluso cuando barría con el escobillón, seguía con el monólogo hasta que cobraba.

Alguna vez le contó cosas de la Guerra, en la que había peleado por estar en el servicio militar en el bando Nacional. “Tres años”, decía con amargura. Salvo que le insistieran, evitaba el tema y se notaba que no le hacía ninguna gracia la cuestión.

Por lo que recordaba, había empezado a ir desde muy chico de la mano de su madre, cuando el gallego lo sentaba en una banqueta alta de madera. Como la vieja era también de Lugo lo trataba con especial deferencia y siempre le preguntaba por ella mandándole saludos.

—Don Macedo, usted que estuvo con los nacionales. ¿No me podría enseñar a cantar Cara al Sol?

El gallego, con el guardapolvo impecable y la tijera en la mano se quedó mirándolo desde el espejo. El peine en la mano izquierda quedó suspendido en el aire.

—¿Y para qué quieres tú que te enseñe el himno de los falangistas?

Como le habían dicho tantas veces, “ningún gallego te va a contestar una pregunta sin antes retrucarte con otra”.

—Me dijeron que es una canción muy hermosa.

Estaban solos en la peluquería. El gallego fue a cerrar la puerta y en voz muy baja le canturreó mientras empezaba con el corte:

Cara al sol con la camisa nueva

Que tú bordaste en rojo ayer

Me verá la muerte si me lleva

Y no te vuelvo a ver

Formaré junto a los compañeros

Que hacen guardia

Bajo los luceros…

Allí paró y siguió con su tarea de fígaro.

—¿Eso sólo?

—Esa es la que me sé —le dijo Don Pepe.

—Se dice que la compuso el mismo José Antonio.

—¿Has oído hablar de José Antonio? A ese lo hizo matar Franquito. Mira, yo soy camisa vieja y te la juro por esta, a ese, lo hizo matar Franco. O por lo menos no hizo nada para que no lo fusilaran.

Macedo terminó el corte y mientras le acercaba el espejo a la nuca le susurró, como si todavía estuviera en la España del Caudillo.

—No te metas con esa gente. Hazme caso.

“No te metas en líos con esa gente” —insistió.

—¿Usted lo conoció, don José? —preguntó como si se tratara de un dios.

—Yo era un chico y lo vi pasar entre su gente cuando iba a hablar a un teatro. Una figura imponente —contestó mientras le cobraba. El gallego se había puesto muy serio. Estaba claro que no quería hablar más del tema.

Se fue de la peluquería sin mostrarle su llavero. De un lado la cruz de Malta y del otro las flechas con el yugo de los Reyes Católicos en rojo y negro. Se arrepintió de haber tenido esa conversación. Pensó que no tenía derecho a joder al gallego que la había pasado mal en serio, mientras él jugaba al nacionalismo.

TOMA 7

La peluquería está en la calle Pasco y por lo que me contaron, Don José llegó a principios de los cincuenta y nunca dejó de trabajar.

Estaba terminando un corte así que me senté a esperar.

Cuando terminó con el escobillón le pregunté si se acordaba del pibe.

—¿Qué si le conocí? ¿Y usted por qué lo quiere saber?

Como pensé “un gallego jamás te va a contestar una pregunta si no es con otra”.

Le empecé a explicar que estaba escribiendo una nota para el diario… pero me interrumpió como si no me escuchara.

—Era un chico normal, como cualquiera de los de aquí del barrio. Venía a cortarse el cabello muy corto una vez al mes. Muy callado, muy correcto. No como el padre que era una muy mala persona.

“¿Por qué? Bueno porque todo el barrio lo sabía. Alguien que le pega a la mujer sin ningún motivo es una mala persona. ¿A usted qué le parece? La madre era una buena mujer. Demasiado buena diría yo. Aguantaba todo lo que hacía ese tipo. Supongo que por eso este chico se fue de la casa tan joven.

“No. Por aquí no vino más y nunca lo volví a ver.

“No le puedo decir nada más porque no sé más que lo que le cuento” —terminó.

Le agradecí con un apretón de manos, le dejé mi tarjeta y me fui.

separador7

Se acercó a la puerta para asegurarse que el tipo se hubiera ido, cerró con cuidado, alzó el teléfono y lo llamó a Mario.

—Oye Marito, un tipo anduvo por acá preguntando por tu sobrino. Me dijo que era periodista, pero no me gustó nada.

“De nada hombre, a ver cuándo te vienes una noche a tomar una copita.

TOMA 8

El día que cumplió quince años, se levantó y se fue para la cocina donde la vieja lo esperaba con el café con leche. Esta vez había una tortita de ricota y un beso de la gallega. Nada más. El padre nunca le había regalado nada y jamás se acordaba de su cumpleaños. La madre no se atrevía a comprarle algo por miedo a una reprimenda que podía terminar en más golpes.

Cuando volvió de la escuela por la tarde, lo esperaba el tío Mario. El único familiar que los visitaba y el único que recordaba las fechas para traer algún regalo. Era un sobre pequeño con un moño muy elegante. Lo abrió y trató que la cara no delatara su decepción. Era una traba corbatas de oro.

Sonrió lo mejor que pudo y le dio un beso al tío que irradiaba felicidad.

—Fijate que le hice grabar tus iniciales.

Dejó pasar unas semanas y se fue para la calle Libertad a hacerlo guita. Con lo que le dieron, que era el mejor precio que pudo sacar después de mucho consultar, se fue a verlo al Turco que, desde hacía un tiempo, le tenía prometido una Smith & Wesson 38 con una cajita de veinte balas. Las conseguía por el viejo, que era un sirio que compraba y vendía todo lo que le pedían.

—La sobaquera te la regalo —le dijo el Turco—. Pero ojo con que se entere mi viejo porque me mata. Le dije que era para un paisano que tenía líos con los judíos. Cuando quieras, nos vamos a la casita del Tigre así la probás.

La escondía en un falso libro al que le había dejado las tapas. En las rarísimas ocasiones en que los viejos salían, la sacaba, le pasaba una franela, la cargaba y con la sobaquera se medía frente al espejo grande. Era su orgullo.