1

Tengo veintiocho años y llego a Rennes con tres palabras de francés por todo equipaje: Jean, Paul y Sartre. También llevo mi cartilla militar, cincuenta Deutsche Mark, un boli y una gran bolsa de deporte desgastada, color verde aceituna, de marca yugoslava. Su contenido es escaso: un manuscrito, algunos calcetines, un jabón deforme (parece una rana muerta), una foto de Emily Dickinson, una camisa y media (para mí, una camisa de manga corta sólo cuenta como media camisa), un rosario, dos postales de Zagreb (sin usar) y un cepillo de dientes. Estamos a finales del verano de 1992, pero voy vestido como para una expedición polar: dos chaquetas pasadas de moda, una bufanda larga, y en los pies las botas de ante, dadas de sí, tras sufrir diez mil mordiscos de la lluvia y el viento. Soy un caballero liviano, un viajero de rostro marcado por un frío metafísico, el último grado de la soledad, del cansancio y de la tristeza. Sin emociones, sin miedo ni vergüenza.

Suelto la bolsa ante la estación de Rennes y observo largamente mi nueva tierra.

Murmuro una queja estúpida e infantil, a sabiendas de que las palabras no pueden borrar nada, de que mi lengua ya no significa nada, de que estoy lejos, y de que ese «lejos» se ha convertido en mi patria y mi destino… Tengo la sensación de estar sumergido en un universo acuático en el que todo gesto, todo movimiento, toda palabra están ahogados en un silencio inquietante. Como un sueño del que no se despierta uno, un extraño ballet de dos mundos que no se tocan. Recojo el equipaje y bajo a la calle. Camino despacio como un paseante dominguero. Al fin y al cabo, no tengo ninguna prisa. En circunstancias menos trágicas podría haberme sentido libre como un vagabundo. Salvo que aquí ando simplemente en busca de un parque y de un banco para descansar y considerar, por fin, mi primera noche en Rennes. A mis pies, el pequeño sendero del parque es tan blanco que me da la impresión de caminar sobre plumas. En esta magnífica tarde de verano el camino está ornado por las hermosas flores blancas llamadas, a causa de su belleza, encaje de la reina Ana. Ya sentado noto que el cielo prepara una lluvia pesada como el acero. Hay pocas nubes, el firmamento sigue azul, corriente, el viento tímido, pero siento que el buen Dios me tiene reservada en la olla una ducha fría para darme la bienvenida a esta ciudad. El parque Tanneurs está en calma. A mis pies, las largas sombras de los árboles dibujan un sorprendente arabesco, similar a un cuadro apenas animado que se agita perezosamente ante mis ojos. Durante un breve instante intento dotarlas de una forma lógica. Busco al Todopoderoso allí donde debe estar: en la naturaleza, como si el Viejo Barbudo también se hubiese maravillado ante ese breve instante de calma majestuosa. Evidentemente, pienso en la muerte. Pero poco, lo menos posible. Para que me dé menos miedo, hace semanas que voy aprendiendo a vivir con una idea muy simple, muy poco filosófica: todo se detiene bruscamente y se hace el negro absoluto. La memoria queda suprimida. Me imagino la nada como un espacio sereno situado en algún lugar entre el cielo y las hojas de los plátanos, que tiemblan apenas bajo la leve brisa. Me pongo a fumar, y todo queda claro en el momento que sigue a las primeras gotas de lluvia. Ya no siento el banco, menos aún la furia o la tristeza. Caen las gotas, haciendo el mismo ruido que un ejército desfilando. Como si arrastrasen trabajosamente tras de sí las almas de los difuntos. Dibujan rosas mojadas sobre el asfalto y forman pequeños charcos parecidos a espejos. Luego la lluvia, burlona, se pone a regatear con las latas de conserva vacías y las bolsas de plástico. Hay en ella algo lascivo, como en los ojos de las mujeres borrachas atormentadas por el insomnio. Ya no siento miedo, aunque tampoco es que esté rebosante de valor. Escucho la lluvia al cobijo de un árbol. Desengañado.

Soy soldado. Sé distinguir el olor de un cadáver humano de todos los demás olores, sé que la peor herida es la herida en el abdomen y que todos los muertos tienen el rostro sereno y cerúleo de quien se marcha. No llevo casco en las trincheras. No dejo de temblar, vomito a escondidas, le escribo epitafios a mi país y llevo una bandera bosnia en la manga de la camisa. Mis compañeros dicen: «Qué buen croata, mira, está a favor de Bosnia…». Soy soldado. Por la noche me emborracho y canto con mis compañeros bellas baladas tristes mientras sueño con convertirme en otra cosa, sea cual sea: una hormiga, un árbol, un pájaro, una serpiente. Sueño que ya no soy un hombre. En vano. Soy soldado. Tengo mi Kaláshnikov, mi cuerpo inútil, un libro de Emily Dickinson y una oración de San Agustín, copiada cuidadosamente en letras mayúsculas en mi diario de guerra.

Tengo miedo. Me hago mis ocho horas de trinchera con una abrumadora llama fría en el vientre. Disparo sobre un enemigo invisible, después vomito a escondidas y me imagino en otro lugar, donde sea. Cuanto más desesperada es mi situación más dulces son mis sueños. Sueño con la seda que ciñe y perfila los cuerpos femeninos, sueño con el cielo y el mar, con las mañanas saladas de Dubrovnik y con la nieve, con las plumas de mi infancia que decoran con generosidad nuestras colinas, cada año sin excepción, entre las dos Navidades, la católica y la ortodoxa. Sueño con trenes y lluvia, con besos y con las chicas más guapas del instituto.

Me veo simple como una piedra o un árbol en este mundo y este tiempo sin fin. Me convierto en rey de las hormigas y de las moscas, soy el comandante de las nubes: antes de ir a la trinchera, las convoco para que desfilen y les ordeno que abandonen de inmediato nuestro cielo para encontrar otro azul en algún otro sitio, más tranquilo y sensato. Soy un blanco perfecto. Los francotiradores serbios me ven regularmente la cabeza, las piernas o el torso. No sé por qué nadie me dispara. Probablemente porque es demasiado fácil. No soy un trofeo valioso, al final mi vida vale menos que una bala de fusil de las que se compran en el mercado negro.

Sé que ya no represento nada para nadie. Ni siquiera soy ya un ser humano. Soy sólo una sombra entre las sombras.


Llego a Francia tras un largo trayecto por la Europa dormida. Atravieso Croacia, Eslovenia, Austria y la Alemania reunificada. Atravieso el escandaloso silencio y la indiferencia del mundo, la noche estrellada y el rocío matinal, las pequeñas carreteras rurales y los largos ejes transversales de las autopistas reblandecidas por el calor. Levanto y perforo las cenizas del difunto telón de acero, aún bien visible en los códigos de vestuario y en la arquitectura. Lloro tras una estación de servicio en Austria, sollozo ante una pared de ladrillos, bajo un neón, al ritmo de una música que me murmura moonlight shadow, moonlight shadow a lo tonto, tercamente, como para recordarme una vez más que me hallo al final de mi primera vida. El comienzo de mi segunda existencia como exiliado anuncia una larga temporada de emociones clandestinas. Una temporada dura, fría y adulta.

Nada nuevo al oeste, me digo, una frontera, luego otra. Los polis y la aduana, la aduana y los polis.

Estoy sentado en un banco en Rennes. Llueve un agua tibia y bendita sobre la ciudad. Poco a poco voy tomando consciencia de que soy el refugiado. El hombre sin papeles y sin rostro, sin presente y sin porvenir. El hombre de paso pesado y cuerpo deshecho, la flor del mal, tan etérea y dispersa como el polen. Ya no tengo nombre, ya no soy ni mayor ni joven, ya no soy ni hijo ni hermano. Soy un perro mojado de olvido en una larga noche sin alba, una cicatriz pequeña en el rostro del mundo.

Soy el refugiado.

Ahora y mañana.

Aquí y en otra parte.

Bajo la lluvia o al sol, en invierno o en verano.

Ante los hombres y ante las mujeres.

Ante los sabios y los locos, junto a los árboles y las hierbas.

Tanto en la ciudad como en el campo.

Soy el refugiado.

En la tierra como en el cielo.

2

Desde los primeros días del exilio estoy convencido de tener cáncer de algo: cáncer de garganta o de pulmón, tumor cerebral o un absceso particularmente astuto alojado en los intestinos. No es que sea hipocondríaco de verdad, estoy segurísimo de padecer las enfermedades de mis tres artistas preferidos del día. Me paso la mañana tosiendo la tuberculosis de Modigliani; por la tarde tengo el cáncer de pulmón llamado Raymond Carver y por la noche soy alcohólico, es decir, Hemingway. Y así sucesivamente. Al día siguiente soy ciego a lo Borges, epiléptico como Dostoievski y de nuevo borrachín, como Fitzgerald. Tengo mucho donde elegir, la historia de la literatura podría pasar por un diccionario médico.

Mi manuscrito es un manuscrito de verdad, escrito a mano. A lo largo de líneas apretadas para ahorrar espacio enumero observaciones, pensamientos y palabrotas. Soy al mismo tiempo antiguerra y antipaz, humanista y nihilista, surrealista y conformista, el Hemingway de los Balcanes y probablemente el mayor poeta lírico yugoslavo de nuestra era. Sólo me queda arreglar un pequeño detalle: mis textos son mucho peores que yo mismo. Mi Weltanschauung es universal, y mi escritura no es más que un interminable inventario de cosas y seres que nunca veré.

En mis sueños recibo la visita frecuente de una ciudad, una mujer, y luego de otro sol. La ciudad de mis sueños es una insólita mezcla de mi ciudad natal, de Sarajevo y de Dubrovnik. La mujer es una rubia alta, lasciva y dulce, con una larga cabellera de reflejos anaranjados. El sol es una estrella pálida y afligida, como la luna de Lorca, la protectora de los gitanos, de los ladrones y los vagabundos.

El problema es el despertar. Mis despertares son siempre abrumadores. Quiero quedarme en esa geografía sureña, deseo besar a la bella escandinava, ansío pasearme por las calles conocidas y reconfortantes de mi juventud. Pero una vez traspasada la frontera entre ambos mundos me encuentro en el universo cegado, lóbrego y frío de mi habitación. Estoy triste, estoy enfadado. Sueño con convertirme en un oso que hiberna, una momia embalsamada de espejismos. Aspiro a ser uno de los siete durmientes de Éfeso, sumergido en un sueño de tres siglos. Quiero seguir siendo el eterno habitante de mis propios sueños, vivir otra vida etérea y leve, una existencia de ensueño sin dolor. Y ante todo sin exilio.


El nuevo mundo a mi alrededor es anguloso y amenazador. Lo veo como un flipper gigantesco. Me golpeo todo el tiempo, por donde pase: en la tibia, en la cadera, en los hombros y en la pobre cabeza. Con frecuencia hay una silla, el pico de una mesa o una puerta demasiado baja en mi camino, y me golpeo. Choco con una fuerza ciega, y sangro. Tengo la sensación de que la suma de esos pequeños dolores me confirma que sigo vivito y coleando. Me adapto mal. Mi Francia se compone de un espacio reducido y de objetos maléficos. Soy un elefante en un universo de porcelana poblado de gente educada y ágil que se desplaza con una comodidad asombrosa entre sus trampas.

Increíble, suspiro, cómo conseguirán poner tantos objetos en tan poco espacio. Todavía peores que nosotros los bosnios. Nosotros sólo intentamos construir tres países grandes en el interior de uno pequeño.


Durante unos quince días me hago católico practicante. Merodeo por la catedral de Saint-Pierre de Rennes y me gasto las últimas monedas en velas. Cada día enciendo una por santa Rita, patrona de las causas perdidas, por Miles Davis, príncipe de los ángeles, y por san Cristóbal, que protege a los viajeros. Por san Francisco de Asís, el que hablaba con los pájaros; por san Antonio de Padua, al que invocamos para encontrar lo que se ha perdido, y a veces por nuestros queridos muertos. Pero lo dejo rápido. Como muchos pobres, soy un gran fumador. Empiezo a usar el dinero de las velas para comprarme cigarrillos.

¿Y si, en lugar de una vela, encendiera un cigarrillo?, me digo. Los santos y las santas lo entenderían, seguro. Estamos en guerra.

Las misas de domingo son una desilusión. La veneración del altar, la lectura de los salmos, el sermón del cura –todo es demasiado complicado, todo está demasiado codificado…–. No me sé ninguna oración. Bueno, para ser sinceros, me sé el principio del Padre Nuestro y del Ave María, pero no basta para que me comprenda del todo la Fuerza Celeste. Me siento al fondo de la iglesia, rodeado de algunas señoras respetables, esperando una señal o un milagro. Está claro que tengo demasiada prisa, nuestro Creador trabaja en la eternidad y mi destino es furtivo.

El cura que oficia en la catedral de Saint-Pierre es vietnamita. Es un hombre aún joven, redondo y blando, un muñeco Michelin del Evangelio que habla con voz suave, dulce, casi femenina. Es el perfecto contrario de las largas figuras de apóstoles y del ascetismo de Cristo. Me imagino sus manos cuidadas, su cuerpo liso de eunuco y el sudor que le perla la espalda mientras susurra las fórmulas sagradas detrás del altar. Veo a su alrededor sangre y baños de oro, un ambiente barroco que me hace pensar en los cuadros de los maestros flamencos. Busco la verdadera palabra de Dios y es evidente que el cura tiene otras cosas que hacer.

Dios pesca las almas con caña, el diablo las pesca con red.


Un lunes por la mañana me siento en un banco y me fumo un cigarrillo. Saco el rosario del bolsillo interior. El pequeño Jesús tiene un aire preocupado y cansado al observarme con sus ojos minúsculos. Me da la impresión de que le sangran de nuevo las heridas.

–¿Sigues ahí en la cruz? ¿No te has marchado? Porque dos mil años son muchos años.

Timor mortis –me dice– conturbat me

–Qué gracioso –digo.

–No –suspira Jesús–, no soy gracioso. Soy el hijo de Dios…

Dejo el rosario sobre el banco con ternura, como si de veras estuviese hecho de una materia preciada y frágil. Después me levanto y atravieso la ciudad, de nuevo sin rumbo preciso.