image

ANDRÉ COMTE-SPONVILLE

El mito de Ícaro

Tratado de la desesperanza y de la felicidad

Traducción de Luis Arenas

image

MÍNIMO TRÁNSITO

A. MACHADO LIBROS

TEORÍA Y CRÍTICA

Colección dirigida y diseñada porLuis Arenas y Ángeles J. Perona

TÍTULO ORIGINAL:

Le mythe d’Icare. Traité du desespoir et de la béatitude [1984]

d’André Comte-Sponville

© 1984 by Presses Universitaires de France

© de la traducción Luis Arenas, 2001

© MACHADO GRUPO DE DISTRIBUCIÓN, S.L.

C/ LABRADORES, 5. PARQUE EMPRESARIAL PRADO DEL ESPINO

28660 BOADILLA DEL MONTE (MADRID)

editorial@machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-117-4

A Claire-Lou«Claire a lo más claro de tu mirada...»

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN: EL LABERINTO: DESESPERANZA Y FELICIDAD

LOS LABERINTOS DEL YO: EL SUEÑO DE NARCISO

LOS LABERINTOS DE LA POLÍTICA: AL ASALTO DEL CIELO...

LOS LABERINTOS DEL ARTE: UN GRAN CIELO INMUTABLE Y SUTIL...

CONCLUSIÓN PROVISIONAL

ÍNDICE DE MATERIAS

PRÓLOGO

Nuestro tiempo pasará por ser el tiempo de la desesperanza. La muerte de Dios, el debilitamiento de las Iglesias, el fin de las ideologías... Sin embargo, yo lo veo más bien como el resultado de la fatiga. Se creen desesperados porque están decepcionados... Pero si estuvieran realmente desesperados no se sentirían decepcionados. Nuestro tiempo no es el tiempo de la desesperanza, sino el del desencanto. Vivimos el tiempo de la decepción.

Y así cada uno de nosotros debe buscar nuevas razones para vivir y para sentir esperanza. Hay que soportar con entereza el presente y preparar las decepciones del porvenir... Así pues, la tristeza engendra tristeza y el consuelo de hoy prepara las decepciones de mañana. Cada nueva esperanza está ahí sólo para hacer soportable la frustración de esperanzas previas, y esta huida perpetua hacia el porvenir es lo único que nos consuela del presente. «De esta manera no vivimos nunca, pero esperamos vivir...» [1]. La esperanza y la decepción son ambas hijas del mal vivir y lo reproducen indefinidamente.

Este libro es un intento de salir de ese círculo, contra el cual sólo conozco dos disposiciones del alma: la desesperanza y la felicidad. Y sólo dos dimensiones del tiempo: el presente y la eternidad. Al reflexionar sobre todo esto, he tenido la impresión de que estas dos disposiciones y estas dos dimensiones no estaban tan separadas las unas de las otras como en principio se podría creer, y que incluso en rigor no era posible pensarlas más que como resultado de su mutua relación. Es esta relación la que, por mi parte, querría tratar de explorar en sus diferentes manifestaciones. Digo «por mi parte», pues no es mi propósito ser original. Mi meta no es pensar algo novedoso, sino pensar de un modo certero.

Mi problema —si es preciso resumirlo en una frase— es saber si la idea de sabiduría guarda hoy algún sentido y, en ese caso, cuál. Cuestión anacrónica, dirán algunos. Quizá. Para saberlo es preciso aún recorrer el camino. Intentémoslo.

Una palabra antes de comenzar.

Hablaré poco de la infelicidad. La conozco lo bastante como para saber lo que es y la impotencia que la filosofía muestra para enfrentarse a ella. Cuando se ha sufrido demasiado ya no se puede pensar; y cuando uno vuelve a pensar de nuevo eso no impide que se siga sufriendo. Al final del dolor ya sólo queda un grito y unas lágrimas; y la única sabiduría consiste en resignarse. No me gustan los filósofos que consuelan.

Sin embargo, tampoco es verdad que la filosofía no sirva para nada. Es cierto que tan sólo está hecha de palabras y que sólo puede cambiar tales palabras o su orden o la disposición en nosotros de las palabras y las imágenes o nuestro pensamiento o el confuso murmullo de nuestra alma. Las cosas no filosofan y, por su parte, la filosofía deja las cosas tal y como son. Este silencio de las cosas las protege. No somos Dios y nuestro discurso no es más que un discurso: producción y desplazamiento de sentido y no creación de ser. Pero también las palabras mismas son las que llegan a constituir un problema; son las imágenes lo que es necesario llegar a dominar. El sufrimiento, la muerte, no son de entrada problemas; son hechos. Hechos contra los que el cuerpo se sabe defender y combate o muere como puede. Los animales no tienen necesidad de filosofía. La atrocidad es lo que es y ya está, y el pensamiento no puede hacer nada por cambiarla.

Nada a excepción de esto: hacernos presente la atrocidad incluso cuando no está y, por la permanencia que le otorga en nosotros, obligarnos a cohabitar con ella. La excepción, al pensarla, se convierte en la regla. De ahí para nosotros la existencia de nuestra propia muerte y, en ausencia de todo temor, la tortura continuada de la angustia. La humanidad tiene este precio. El lenguaje nos libera del presente del ser y nos entrega atados de pies y manos —esclavos del tiempo y prisioneros de nosotros mismos— al mundo fantasmal de los seres que no son. La muerte, los dioses, el tiempo... La imaginación enloquece aquí al volverse humana. El mito juega con las palabras: Cronos es hijo del Verbo y el padre de todos los dioses. El lenguaje y el tiempo son nuestros límites, límites que frecuentamos y que nos frecuentan. Vivir es un reino de sombras.

Y es aquí donde la filosofía puede ser útil. Apenas nada puede contra la desgracia; poco puede a favor de la felicidad. Puesto que nuestra exigencia como seres humanos no es simplemente vivir, o evitar el sufrimiento, sino ser felices. Y el pensamiento, a la par que lo permite, lo hace difícil. Hay tantos problemas que superar, tantos obstáculos que vencer en nosotros, tanta angustia... El fracaso es una empinada pendiente. Hay, pues, que filosofar: lo que hace posible la filosofía —el pensamiento— la hace también necesaria. La única felicidad consiste en un pensamiento dichoso. La filosofía no transforma el mundo, pero es eficaz a su modo: porque no hay problemas sino pensamiento y no hay más angustias que las imaginarias. Los muertos no saben qué es la muerte. La filosofía no transforma el mundo, ni lo pretende. Pero puede cambiar la vida. Porque la vida está toda ella del lado del discurso y de lo imaginario. No hay vida más verdadera que la soñada.

La filosofía es la verdad de este sueño y el sueño de esta verdad. No evita que seamos desgraciados, y menos que a nadie a aprendices como nosotros. No nos dispensa de sufrimientos. Pero puede enseñarnos la felicidad. Pues la felicidad jamás está dada. La felicidad no es un asunto de oportunidades, ni un regalo del destino. No es, por ejemplo, ausencia de infelicidad, su simple negación. La infelicidad es un hecho; la felicidad, no. La infelicidad es un estado; la felicidad, no. Llevado al límite: la felicidad no existe. Es preciso, por tanto, inventarla.

La felicidad no es una cosa; es un pensamiento. No es un hecho; es una invención. No es un estado; es una acción. Digamos la palabra: la felicidad es creación. Aun así, esta creación no crea nada fuera de ella misma. Es una praxis, diría Aristóteles, y no una poiesis. Vivir es un crear sin obra. La filosofía es la teoría de esta práctica, que sería la felicidad misma si lográramos tener éxito. Al menos podemos intentarlo, pues el propio Spinoza, «el sabio más íntegro» [2], nos invita a ello y nos acompaña en la tarea: «Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñasen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro» [3].

Y la desdicha, ¿dónde queda en todo esto...?

Ella es el afuera de la filosofía: nada puede la filosofía contra la desdicha. Quizá: pero tampoco la desdicha puede gran cosa contra la filosofía. La muerte no invalida la vida y las tempestades nada prueban contra la navegación. Dejemos a la desdicha en su estado de mera cosa. La atrocidad no es lo cotidiano; el pensamiento, sí. O, al menos, si la atrocidad es lo habitual en el mundo, no lo es en mi vida. No hay ahí ni gloria ni vergüenza; no siempre soy yo quien sufre; pero siempre soy yo el que debe pensar. «Esforcémonos, pues, en pensar mucho...» [4]. La filosofía es ese trabajo. ¿Con qué fin? En todo caso no tenemos elección, puesto que, bien o mal, hay que vivir y pensar. La salvación, en el caso de que sea posible, está al final; aunque nada perdemos si finalmente no está allí. No es una apuesta: no hay pérdida ni ganancia más que el juego mismo de vivir. No es una religión: ningún Dios nos ayudará y toda muerte llega sin llamarla. «Pero es una esperanza», se dirá, «y una nueva trampa...». Bien lo sé, pero ¿quién renunciaría a su satisfacción? La última esperanza consiste en no tener ya que esperar. Y la filosofía es la última trampa que nos separa de la sabiduría. Vamos hacia la felicidad por el camino más corto; y cuando estemos allí ya no quedará camino que recorrer. Pues la felicidad es eterna, dice Spinoza, y carece de comienzo. Pero es preciso decir en el futuro lo que no puede vivirse sino en el presente. Aquí. Ahora. Para que un día —hoy quizá—, sin esperanzas, sin pesares, la vida sea para nosotros dulce, ligera, luminosa y bella, como el sueño de un niño feliz perdido en pleno cielo.

La atrocidad (en tanto, al menos, que estemos hablando de la mía) no es diaria. Por lo tanto la felicidad puede serlo.

Notas al pie

[1] B. Pascal, Pensamientos, 47-172. [Todas nuestras referencias a Pascal se harán tomando como base la traducción de Carlos Ramírez de Dampierre (Madrid: Alfaguara, 1983). Para el resto de las obras se mantiene la paginación de la edición francesa (salvo que se indique lo contrario) con todos los datos que facilita el original francés. Cuando existe traducción a nuestra lengua se proporciona referencia a la edición y se traduce el título de la obra. En caso contrario dejamos el título en francés. N. del T.]

[2] Según Nietzsche, cf. Humano, demasiado humano, trad. de A. Brotons Muñoz, Madrid: Akal, 1996, vol. I, § 475.

[3] B. Spinoza, Ética, V, prop. 42, esc. [Para la traducción de los textos se ha seguido —siempre que la propia versión francesa no obligaba a otra cosa— la traducción de Vidal Peña (Madrid: Alianza, 1996). N. del T.]

[4] Pascal, Pensamientos, cit., 200-347.

IntroducciónEL LABERINTO: DESESPERANZA Y FELICIDAD

«Las esperanzas de los idiotas están despojadas de razón».

Demócrito

I

Courbet decía a sus alumnos: «Busca si en el cuadro que quieres hacer hay un tono más oscuro que éste; indica el lugar y aplica ese color con tu espátula o con el pincel; no te dará probablemente ningún detalle en cuanto a su oscuridad. Luego ataca gradualmente los matices menos intensos, intentando poner cada uno en su lugar, después los tonos intermedios; finalmente ya no tendrás más que dar luz a los tonos claros...» [1]. También esto vale para el pensamiento. Es necesario comenzar por lo más sombrío, buscar «el vacío, lo negro y lo desnudo» para progresivamente dejar que aparezca la luz. Porque la noche es lo primero. En caso contrario no habría necesidad de pensar. Hay que comenzar por la desesperanza.

Esta «noche oscura» del pensamiento es el silencio. Se necesita mucho tiempo y un gran coraje para llegar hasta él. Pues la juventud, por su impaciencia, suele hablar por hablar, y la vejez también muy a menudo suele hacerlo, aunque esta vez sea por cobardía. De entrada hay que callar, volver a entrar en sí. Pues la noche está en nosotros, en ninguna otra parte, y en nosotros también la luz. Pero es necesario comenzar con la noche, vacía y baldía, como dice la Biblia, y permanecer allí largo tiempo. Antes del primer día y de la primera mañana hay infinitas noches. Antes de la primera palabra, la eternidad del silencio.

Es preciso comenzar con la soledad. Los otros nos distraen, nos divierten y nos alejan de lo esencial. ¿Nosotros mismos? No. Lo esencial está en mí, pero no soy yo. En mí (en mi cuerpo): este vacío. Hay que comenzar por este vacío. Hay que comenzar por la angustia. ¿Y qué sería la angustia sin la soledad? Los otros me dan la impresión de que existo, de que soy alguien, algo... Mientras que la soledad, para quien la vive sin mentiras, me revela la nada que soy, me muestra mi vanidad, el vacío en mí de mi presencia. Verdad de la angustia. Descubro entonces que no soy nada, que no hay nada que descubrir en mí, nada que comprender, nada que conocer salvo esta misma nada. Soledad y silencio: la noche del alma. Noche total. El alma no existe.

Hay que comenzar por esta noche. Detenerse en ella. Afrontar esta angustia. Por eso muchos no comienzan jamás y dan media vuelta a las puertas de sí mismos. Charlatanería y diversión, juegos de los sentidos y de la ilusión, vueltas y rodeos del mundo y del alma: laberinto. Pero a veces algunos se cansan. Hay días en que ya no se soporta más tanta vana charlatanería. Uno se detiene. Por fin el silencio. Por fin la soledad. Y la angustia hace allí acto de presencia como un gran espejo vacío. Así en el laberinto, tras correr durante mucho tiempo, tras haber atravesado los millares de salas, de pasillos, tras haberse perdido por completo en todas esas vueltas y rodeos, en todos esos rincones y escondrijos, en todas esas innumerables sinuosidades, de callejón en callejón, de falsa salida en falsa salida y siempre ante las mismas puertas, siempre ante los mismos muros, hubo un momento sin duda en que Ícaro, agotado, en el límite de sus fuerzas y de su valor, sin aliento ni esperanza, comprendió que no había salida, por ninguna parte, que su carrera era vana y loca, todos sus esfuerzos inútiles y toda esperanza ilusoria. Entonces se detuvo. Y yo adivino el rumor de su aliento, y ese silencio en él como una muerte. O quizá él no tuvo necesidad de correr, al conocer de antemano el sólido genio de su padre... Qué importa. Lo imagino sentado sobre la tierra, la espalda contra la pared, la cabeza sobre las rodillas... Y de improviso una extraña serenidad lo sobrecoge. La angustia que, en el extremo de sí misma, se anula. La desesperanza.

Comenzar por la angustia, comenzar por la desesperanza: ir de la una a la otra. Descender. Y al final de todo, el silencio. La tranquilidad del silencio. La noche al caer apacigua los espantos del crepúsculo. Más fantasmas: el vacío. Más angustia: el silencio. Más turbación: el descanso. Nada que temer; nada que esperar. Desesperanza.

(La desesperanza, no la tristeza. E incluso: la desesperanza contra la tristeza. Pues la tristeza nunca es sino la decepción por una esperanza previa. Y no hay esperanza que no se vea frustrada, que no tenga su cuota de tristeza e inquietud. Trampas del tiempo. Laberinto de vivir. Mientras que la verdadera desesperanza —si es que es posible— no podría ser triste: si lo fuera, no podría sino esperar el fin de su tristeza y se anularía en esta contradicción. Si la tristeza es un estado negativo, la desesperanza, en el sentido en el que yo la tomo aquí, es un estado neutro. Es el grado cero de esperanza. Nada más; nada menos. Es una suerte de estado sin porvenir (puesto que no hay porvenir que no incorpore esperanza), en el que precisamente se trata de evaluar la posibilidad y las consecuencias. La desesperanza es el presente mismo. Dicho de otra forma: la eternidad de vivir [2]. La palabra, sin embargo, me incomoda un poco, lo confieso, por lo que en apariencia evoca de negativo o triste, por sus connotaciones melancólicas, de nostalgia o, para decirlo todo, de romanticismo. Si sintiera atracción por los neologismos, voluntariamente habría utilizado el de inesperanza, como hacía Mounier en un sentido, por lo demás, bastante próximo: «no el luto de la esperanza sino la constatación de su ausencia...» [3]. Pues bien, es un poco eso —esta constatación— lo que en definitiva querría pensar; hasta el final, si es posible, es decir, también hasta su límite y hasta ese extremo en el que la felicidad se convierte por su parte en algo pensable. Pero esta palabra de inesperanza no ha conseguido imponerse. Y además es de justicia. Pues la desesperanza, incluso la más neutra, nunca es un estado original. Supone siempre la fuerza previa de un rechazo. La esperanza es lo primero; por tanto, hay que perderla. La des-esperanza indica esta pérdida que no es en principio un estado sino una acción. La desesperanza viene siempre después. Es el búho de Minerva del alma, y su comienzo. Algo así como en la historia de los números la invención final del cero. El niño cree al principio en Papa Noel...)

Sí, el que emprendo aquí es un Tratado de la desesperanza; pero no como enfermedad mortal, según el título que Kierkegaard le dio. Quiero escribir un tratado de la desesperanza entendida como salud del alma y que será a la esperanza lo que la serenidad es al dolor. La esperanza, virtud teologal. Pero no hay Dios... La desesperanza es para mí mi virtud y mi salud. Es la esperanza la que resulta una enfermedad y una droga. El porvenir no mide nada más que mi debilidad presente. Cuanto más grande es mi poder, menos necesidad tengo de esperar. Desesperanza: la fuerza del alma.

Lucrecio. Su empeño por desesperar al lector. Las «noches serenas» son las noches sin esperanza. La esperanza es una locura. Ni los dioses, ni la muerte, ni la locura mantienen sus promesas. Nada que esperar de nada. Pero también: nada que temer. Una cosa sostiene a la otra: esperar es temer ser decepcionado; temer es esperar ser tranquilizado. Trampas de las superstición. Todo se sostiene mutuamente, todo se encadena, y nosotros mientras somos prisioneros —laberinto—. Y todo esto es ilusorio. El infierno está empedrado de esperanzas frustradas y de temores sin objeto. Suave mari magno... [4]. La vida es la tempestad de nuestros sueños. El refugio consiste en no soñar: desesperanza.

Spinoza. «No hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza» [5]. Círculo fatal. El miedo es tristeza y prisión, la esperanza brota de allí y allí retorna: laberinto. La imaginación se encadena a sus caprichos; el infierno y el paraíso torturan por igual. Laberinto de laberintos: esperar, temer, el bien, el mal... La vida misma. Detenerse. Comprender que todo eso nada es: «La experiencia me había enseñado que todas las cosas que suceden con frecuencia en la vida ordinaria son vanas y fútiles...» [6]. Falsos placeres, verdadero sufrimiento: de la esperanza frustrada nace «una extrema tristeza» [7]. ¿Y qué esperanza no queda finalmente frustrada? No hay esperanza que no sea «impotencia del alma» [8] y promesa de tristeza. En su lugar el sabio nada espera. ¿Qué tendría, pues, que temer?

Pascal ateo. ¡Imaginad su grandeza, desembarazado de todos sus dijes! ¡El maestro que hubiera sido! La desesperanza le habría curado de su mala tristeza y de su mal odio. Habría perdonado a los hombres la inexistencia de Dios en lugar de torturarles con su miedo. Y la esperanza como una esponja de vinagre... La apuesta es un suplicio. ¿Habéis visto alguna vez jugadores felices? Su mal radica en la esperanza. Los sacerdotes resultan insoportables con sus promesas. ¿Por quién nos toman? Mercaderes de esperanza, mercaderes de ilusiones... «Lo contrario de desesperar es creer», dice Kierkegaard [9]. Esto mismo se puede invertir: lo contrario de creer es desesperar.

Lo que me gusta del materialismo es, ante todo, esta desesperanza. No creer en nada. Considerar la naturaleza «sin añadidos de fuera» [10]: la naturaleza indiferente, sin esperanzas ni miedos. Marx: renunciar a las felicidades ilusorias: es «la exigencia que formula (la) felicidad real», dice [11]. Pero la única felicidad real es la felicidad presente. La esperanza también es opio. Y ved como algunos se amargan al servirse de ella. «Los días que han de llegar cantaremos», dicen... Todo culto, cualquiera que sea, funciona por la esperanza. La felicidad por venir es una felicidad ilusoria; y el optimismo, la excusa de los tiranos. Aragon, que estaba en condiciones de saberlo, lo dijo: «No conozco nada más cruel en este rastrero mundo que los optimistas de la decisión. Son seres de una ruindad escandalosa, y juraría que se han cargado con la misión de imponer el reino ciego de la necedad... Dejad, dejad a los pedagogos del todo va bien esta filosofía por completo disparatada para la práctica de la vida... [12]. El materialismo es una desilusión. Hay que desesperar Billancourt.

Freud. El principio del placer contra el universo [13]; pero el universo resulta ser más fuerte. La felicidad no es sino un sueño cuya realización «es absolutamente imposible; todo el orden del universo se opone a ella; uno se siente inclinado a decir que no entra dentro de los planes de la “Creación” que el ser humano sea “feliz”...» [14]. Además no hay creación, no hay plan y es la muerte la que finalmente vence.

Lucrecio, Spinoza, Marx, Freud... Las palabras de Demócrito. «Las esperanzas de los idiotas están despojadas de razón» [15], y el sabio ya no tiene necesidad de esperar: el presente le basta. Materialismo: descender a lo más bajo y después volver a subir —si es que se puede—. Pero es preciso antes descender. Porque, dice Demócrito, «la verdad está en el fondo del abismo» [16].

II

Lo difícil es estar solo.

Sin Dios, sin amigos, sin amores.

Ser ateo es difícil y más de uno fracasa en el intento. No basta no creer, como no basta, para saber qué es la noche, cerrar los ojos... La nada es, ante todo, un misterio y uno siempre acaba por inventarse soles. Sé de ateos de nacimiento que son más religiosos que algunos sacerdotes. Es preferible, quizás, para hacerse ateo haber sido antes creyente: se sabe de lo que se está hablando y esto le pone a uno en situación de alerta ante los ídolos. Es la lucidez de los apóstatas.

Dar la vuelta al ateísmo. Comprender que entonces ya no queda ni belleza, ni bien, ni verdad quizás. Perderse en este desierto. Quien no ha hecho este viaje no puede pensar verdaderamente nada, ni siquiera qué es Dios, si es que existe. Simone Weil lo vio bien, después de Descartes: la fe supone un ateísmo previo que ella supera y sin el cual no es esta fe sino superstición o religiosidad. El vacío es el elemento primero que hace posible lo lleno. En la Biblia, Dios no crea las tinieblas; constata su existencia previa. Y los átomos de Epicuro, absolutamente eternos, se expanden en un vacío que, sin embargo, en todos y cada uno de sus lugares, los precede. Antes que nada existe la nada. Es la primera verdad: la verdad del silencio.

Dar la vuelta también a los amigos. Perderlos a todos. Comprender de una vez por todas que su soledad es igual que la mía, y aceptarlo. Tocar el fondo de su indiferencia. ¿Hay necesidad de hablar de ello? Todos saben lo que quiero decir o, si no, es que nunca han tenido amigos —pero sueñan con ellos—. Pascal es en esto cruel pero necesario. Es preciso empezar por la soledad.

Y después el desamor. Dejar de ser amado no es gran cosa, aunque con ello flaquee nuestra vida. Pero dejar de amarse a sí mismo, no amar ya en absoluto, comprender que el amor no es nada, que no existe o que no es ya sino su propia ilusión... es necesario haber amado para comprender esto, para no esperar ya del amor lo que el amor no puede dar, para saber que el amor no modifica en nada nuestra soledad, no modifica nada de nada, no modifica en nada ni siquiera al propio amor... Tocar el fondo de su propia indiferencia.

Y por fin, la muerte. Percatarse de lo que es morir. Esta nada es tan profunda como la otra, menos amplia quizá, pero más severa. Narciso enloquece al imaginarse un mundo sin él. Hay que ser un poco como Narciso para comprenderlo, pues la muerte es egoísta. Los demás en el fondo no mueren; nos dejan, se van... Y el desgarro es atroz, lo sé, y horrible la herida que dejan. Pero justamente: se trata de una herida. Sólo yo soy mortal, y mi muerte es el único escándalo. No es necesario razonar: basta imaginarla para temerla, y mi propio cuerpo me enseña lo mucho que la rechaza. «No existo»: frase imposible; y, con todo, eso ocurrirá. Los que nunca conocieron este miedo les falta imaginación, eso es todo, o lucidez. Mi muerte es mi horizonte y mi límite. Es lo que me define y los dioses son inmortales sólo porque no existen. Morir es el precio que hay que pagar por ser un yo. La muerte es soledad.

Estos descubrimientos son banales y uno los vive como tales. Al menos los yoes vividos así. Otros quizá hayan conocido trances y éxtasis; yo apenas puedo hablar de crisis. El silencio, os digo, años de silencio. Y la banalidad de vivir... Y sin embargo hay tardes, es cierto, algunas tardes en que la angustia parece insuperable y llega al extremo de obligarle a uno a salir de casa. El cuerpo enferma. El nudo en el vientre, una sensación de vacío a la altura del esternón, el corazón que se ahoga o se ensombrece, las piernas débiles, las manos húmedas... Sí, definitivamente la angustia es un estado del cuerpo, con sus altos y bajos, sus tempestades y sus calmas. Y esto es lo que ocurre: el cuerpo tiene su salud, que consiste en el olvido. Pero la angustia es también un trastorno del alma —y el alma recuerda—. El hastío consiste en esta remembranza. Se diría que es como una llanura sin fin... Como una angustia que, a fuerza de costumbre, uno ya ni siquiera sintiera...

Esto aún no es la desesperanza. Pero la esperanza ya se ha empobrecido y casi se ha diluido al máximo. Ya no es más que una sombra de sí. Ya no hay otro objeto que el tiempo solo, que no es nunca un objeto. Esto no es el grado cero de la esperanza, sino su realidad ínfima. Es una esperanza vacía.

III

El hastío, la desesperanza.

Me acuerdo de un libro que leí siendo muy joven, del que no recuerdo el título ni el autor. Era una novela sobre el hastío, por lo demás bastante hastiante ella misma, y creo que de una calidad no poco mediocre. Pero he retenido esta frase, dicha por uno de los personajes o citada quizá en exergo: «No le temo al hastío; el hastío es la verdad en estado puro». Hay que haber pasado por ello, por esa «verdad», para saber de lo que se está hablando. El hastío es la experiencia del vacío; y todo resulta vacío para quien se siente hastiado. Es el buen camino. El vacío es una llamada: es necesario llenarlo. La muerte lo hace. Y la mentira. Quizá también la verdad.

No estoy seguro de que la pregunta por el suicidio sea una pregunta verdaderamente seria. Hablando con propiedad, ni siquiera estoy seguro de que sea una pregunta. Todo lo más quizás una respuesta; una respuesta que acaba por abolir incluso la pregunta a la que pretende responder... Pascal es en este caso más profundo que Camus: el que se ahorca va buscando siempre su felicidad, y el que está verdaderamente desesperado por eso mismo ya no tiene ninguna razón para morir. Y es que la desesperanza no es la desgracia, ni mucho menos. El que sufre espera no sufrir más. El desgraciado espera el fin de su infelicidad. Así pues, para el suicida la muerte es su esperanza. La verdadera desesperanza, por el contrario, supone la indiferencia. Por eso se trata de un estado límite y, más propiamente, de un lujo. Enfermedad de rico, se dice, y es quizá verdad. Los pobres bastante tienen con luchar. Pero en ningún sitio está dicho que el desahogo no tenga también su dosis de verdad. Cada uno sigue su camino y descubre lo que puede. La verdad es una, quizá, pero no está reservada a cualquiera. Cada uno tiene su propio método y su camino.

La gran tentación es la mentira. Y menos por querer engañar a otro que por miedo de reconocer la verdad ante sí mismo. Si es que hay una verdad. Las felonías son raras; la mentira más frecuente es la charlatanería. Se miente por horror al vacío... Pero el hablar por hablar es también una cobardía: miedo al silencio, miedo a la verdad... Es palabra, pero palabra asustada. Este miedo hace que en público todos seamos unos charlatanes. Por esta razón la soledad se presenta como una oportunidad: para, al menos una vez, llegar al final de su silencio. Esta soledad es ante todo interior, «somos soledad», como dice Rilke, en el corazón de la pareja o en medio de la multitud. Pero esta soledad es difícil y uno no la alcanza de golpe. Es más fácil de entrada aislarse en el sentido material del término: el aislamiento no es la soledad pero puede llevar hasta ella. Pedagogía del desierto: hacer el vacío alrededor de sí para encontrarlo en uno. No escuchar a nadie; tampoco decir nada; escuchar su silencio... De entrada para no seguir mintiendo hay que callar. El invierno es la primera estación del alma.

Pero este silencio, la verdad desnuda de este silencio, ¿es soportable? ¿Se puede sostener durante mucho tiempo? No lo sé. Muchos de los que lo han sentido regresan después. Guardan este poquito de bruma en el fondo de sus ojos, tal como los viejos marinos guardan escondido el sueño de grandes viajes. De nuevo hablan por hablar... Pero los que no ceden, los que resisten e, incluso si no siempre ocurre, incluso si es preciso a veces andar dando rodeos, los que guardan en sí mismos, inmenso y vacío, este continente salvaje —su soledad—, los que navegan todo lo más seguidos de cerca por la nada, tan mala para el que se pierde como para el que se siente sombrío, todos estos, ¿qué encuentran? Hic Rhodus, hic salta... ¿Qué más encontraran? En el extremo final de la nada: el gran mar de la verdad. «Creo que dos y dos son cuatro», dice Don Juan [1] y es palabra de desesperado. Pero también es el mundo entero el que se ofrece, y la matemática, «que se ocupa no de fines sino sólo de las esencias y de las propiedades de las figuras» [2] —la matemática desesperada—, enseña un universo en el que la desgracia no existe, ni tampoco la angustia, ni el miedo: un universo sin esperanza ni temor. Y la verdad se halla por doquier, no sólo en el pensamiento abstracto, sino aquí, delante de mí, en el mundo, en la simplicidad de las cosas. Hay un ramo de flores en la mesa: verdad absoluta. Aquí. Ahora. Verdad desesperada. O bien: hay tres árboles en el campo. Esto no se discute, no es necesaria prueba alguna. Esto es. «Habemus, enim, ideam veram»: tenemos, pues, una idea verdadera [3]. Y ello incluso si no hubiera árboles: sería verdad que los veo. Incluso si ninguna verdad, nunca, en ninguna parte, hubiera sido dicha, el silencio sería una. Verdad del silencio: el ser mismo. Sin frases.

Esta verdad no tiene sentido. No tiene valor. Es lo que es: insensata e indiferente. No va a ninguna parte, nada promete, nada anuncia. La verdad no es una parusía. No funda ninguna teología, ni garantiza humanismo alguno. El porvenir no es su problema. Ni la esperanza. Ni la moral. Ella «no se ocupa de fines». Tampoco se ocupa de los hombres. Tres mil millones de voluntades no modifican un ápice la verdad de un hecho o de un teorema. La locura nada puede contra ello; ni los tiranos: «la verdad no obedece» [4], y Dios mismo debe someterse a ella. Tal y como pretendía Descartes, Dios habría creado la verdad de tal modo que ni él mismo podría ya hacer que lo que fue no hubiera sido [5]. «La verdad radica en el ser» [6]: es el ser mismo, universal y absoluto, sin comienzo ni fin, sin proyecto ni esperanza—el ser desesperado—. ¡Y qué más da que lo conozcamos o no! La tierra no ha esperado a Galileo para rotar. ¡Pretensión de los humanos que creen que la verdad necesita de ellos para existir! El ser es lo que es, eso es todo, las cosas son lo que son, en su muda simplicidad. La verdad de la piedra: ser lo que es. «Pues es ciertamente evidente que todo lo que es verdadero es algo, siendo la verdad una misma cosa con el ser» [7]. La verdad objetiva —su nombre lo indica con suficiente claridad—, no necesita de sujetos [8]. Ni siquiera precisa de Dios, en la medida que Dios mismo sería un sujeto. Spinoza lo muestra adecuadamente contra Descartes: Dios no tiene que crear la verdad, porque él es la verdad, eterna e increada. La verdad está por completo del lado del ser. La ignorancia no la alcanza; tampoco la mentira. Por eso los escépticos no privan de nada a la verdad: decir que la ignoran es reconocer que ella existe; negar que exista es confesar que la ignoran. Y no mayor ventaja tienen los mentirosos: la verdad que uno esconde no deja de ser verdadera, y travestirla es incluso dar muestras de que nos hemos sometido a ella. La verdad no necesita pretendientes. No necesita celebrantes. No necesita defensores. No necesita nada en absoluto. Al ser nada le falta.

La verdad carece de historia. No llega a hacerse ni verdadera ni falsa; propiamente no llega a hacerse: es. Y porque es, es eterna [9]. Nada puede el tiempo contra ella. Ni yo. Yo puedo desplazar el jarrón, romperlo, tirarlo... Pero nada puedo contra la verdad de lo que ya fue, y Dios mismo, de existir, no puede sino contemplarla eternamente. Hay un ramo de flores sobre esta mesa en este instante que nombro de entre toda la eternidad. Y eso será verdadero así pasen cien mil millones de años: el ramo ya no estará ahí, pero siempre será verdad que estuvo. Puede cambiar el mundo, cambiar la sociedad, cambiar los hombres tal vez o cambiar uno mismo, pero no la verdad. Galileo lo sabía bien, como también sabía que la verdad se burla de todas las inquisiciones. ¿Qué hacer con ella? Vosotros veréis, como se suele decir. Si la verdad nos desagrada o nos entristece —ella, que no es nunca ni alegre ni triste, ni agradable ni desagradable—, de nosotros depende todo cambio. Ella no cambiará jamás.

Sí, estos viajeros de la nada, estos exploradores del abismo, lo que descubren —cuando descubren algo— es la verdad del ser. Porque no hay ninguna otra. Y apenas lentamente, con dificultad, ellos cambian. Sí: cambian. Ya oigo cómo se indignan o protestan. «¿Cómo? ¿Cambiar?... ¡Pero entonces ya no volveré a ser Yo! Si cambio, me pierdo a mí mismo...». Pero aquellos de los que hablo saben después de tanto tiempo que no hay nada que perder. Un mundo que ganar, quizá, que está en mí —un mundo, pero no el yo—. Y nada que perder salvo nuestras ilusiones, salvo el laberinto loco de nuestras quimeras. La verdad es un cielo abierto. Narciso es un completo necio. Ícaro alza el vuelo.

IV

Porque la desesperanza da alas. El que lo ha perdido todo se vuelve ligero, ligero... No veáis en ello elogio alguno de la tristeza, al contrario. La tristeza es siempre una pesada carga. La desesperanza no es la infelicidad, ya lo dije. Lleguemos ahora hasta el final: más bien la desesperanza está muy cerca de la felicidad misma. Feliz es aquel al que, como se suele decir, «nada le cabe esperar», y Gide tenía razón al querer morir «totalmente desesperado»; eso sería morir feliz. La famosa frase que Dante inscribiera a las puertas de su Infierno —«¡Quien entre aquí abandone toda esperanza!»— debería servir más bien para dar entrada al Paraíso: no a un condenado que espera una salvación imposible, sino al bienaventurado que todo lo ha conseguido —y sólo a él— nada ya le cabe esperar. La esperanza es la espera de la felicidad —lo cual supone tanto como que uno aún no la tiene—. Sabemos que no se la puede esperar mucho tiempo, toda vez que la esperamos ya desde hace mucho. Madame Bovary soy en realidad yo mismo, todos nosotros: «De esta manera no vivimos nunca, pero esperamos vivir; y preparándonos siempre a ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca» [1]. Tener esperanza es esperar; la felicidad comienza cuando ya no se espera. El desesperado quiere ser feliz inmediatamente, y tiene razón: su sabiduría es impaciente —y no tiene paciencia sino para la sabiduría—. Dios tiene razón al apreciar tanto la esperanza [2]: ella es la que le hace vivir. Pero para el hombre, vivir de esperanza es tanto como vivir de ilusiones. De ahí la religión. De ahí también la tristeza. «Los tristes tienen dos razones para serlo: ignoran o esperan» [3]. Y muy a menudo esperan porque ignoran. Frente a ello, la verdad sin esperanza (puesto que es la verdad) es siempre verdad del presente, verdad eternamente presente. Con Camus podemos citar el ejemplo de Don Juan: «Don Juan sabe y no espera... Desde el mismo momento en que sabe, estalla su risa y todo lo perdona. Se sintió triste durante el tiempo en que esperó. Hoy, sobre la boca de esta mujer, encuentra el gusto amargo y reconfortante de la ciencia única. ¿Amargo? Apenas... Esta vida le llena...» [4]. Esta risa de Don Juan es el eco de la legendaria risa de Demócrito que atraviesa los siglos: nada hay que esperar, nada que temer. ¡Riamos, pues, riamos! La desesperanza es tonificadora como una fuerte brisa; saludable como el mar.

Ésa es también la lección de Epicuro: «Nacemos una sola vez y dos no nos es dado nacer y es preciso que la eternidad no nos acompañe ya. Pero tú, que no eres dueño del día de mañana, retrasas tu felicidad y, mientras tanto, la vida se va perdiendo lentamente por ese retraso, y todos y cada uno de nosotros, aunque por nuestras ocupaciones no tengamos tiempo para ello, morimos» [5]. Frente a todo ello, la desesperanza le hace un sitio al placer presente —este placer que es «principio y fin de la vida dichosa» [6]—. Si se quiere, no es más que el cigarrillo del condenado, pero toda la vida puede estar condensada en este cigarrillo, hermoso y único, que se halla suspendido sobre la nada. «Debemos reír a la vez que buscar la verdad», dice Epicuro, «y cuidar de nuestro patrimonio y sacar fruto a las demás propiedades» [7]. Es Sísifo feliz. Por lo demás, aquí no hay roca o, si la hay, se trata sólo de una imaginaria. Lucrecio lo vio con claridad: la roca es la esperanza misma, y el temor [8]. La una no se da sin la otra, y aquello que uno empuja ante sí, siempre vuelve a caer. Es esto lo que resulta absurdo, y triste, y trágico: siempre el peso de nuestros deseos insatisfechos, de nuestros temores vanos. Sísifo es Tántalo. Lo que desea «no es sino ilusión y jamás le será concedida» [9]. Y lo mismo con respecto a lo que teme. Todo eso no está sino «vacío» (innanis) [10], y queda reemplazado por la sola imaginación. Este vacío no es una carga tan pesada como el peso mismo de nuestros fantasmas. La roca está en nosotros, y es esto lo que la desesperanza anula, volviendo a darle al vacío la ligereza que le es propia. Es el comienzo de la paz. «La ambición y los dioses mueren juntos; juntos la esperanza y el dolor...» [11]. La desesperanza se convierte en ataraxia. Pues el sabio que ha sabido desesperarse de los hombres y de los dioses vive en la plenitud. «Y una vez que este objetivo se cumple en nosotros, se disipa todo tormento del alma, al no tener la persona que ir en busca de algo que le falta ni buscar otra cosa con la que se completará el bien del alma y del cuerpo» [12]. Desesperanza y ataraxia: a aquel que nada espera nada le falta. Ataraxia y desesperanza: allí donde nada falta, ¿qué íbamos a esperar? El placer en reposo [13] es un placer desesperado, el mayor placer posible [14]: y es por lo que el sabio vive «como un dios entre los hombres» [15]. Desesperanza y felicidad: el placer en reposo del alma es un estado divino. Y «si es aquí abajo donde la vida de los necios se convierte en un verdadero infierno» [16], es también aquí abajo donde «desde los altos lugares que se hallan fortificados por la ciencia de los sabios» [17], «la victoria nos eleva hasta el cielo» [18]. Justo hasta el cielo... Pues el mismo Ícaro no lleva encima roca alguna; por eso puede volar. No tiene equipaje y el cielo está vacío.

Cada uno tiene sus alas y su viaje; cada uno la inmensidad de su cielo. Todo consiste en desesperar del laberinto. Comprender que no hay salida, en ninguna parte. Podemos desplazar los muros, abrir las puertas, echar abajo los tabiques... Eso genera siempre un laberinto, es decir, una prisión tanto más invencible cuanto que carece de límites. Podemos recorrerlo tanto como queramos, en cualquier dirección, y creer incluso que somos libres. ¡Laberinto del libre albedrío! Pero jamás salimos de nosotros, ni de la sociedad, ni del mundo. Podemos desplazarnos por el laberinto, pero no salir de él. Podemos cambiar de lugar; no de espacio. Podemos huir: no salvarnos. No en el laberinto. Y tampoco más allá: pues no hay nada más. Desesperanza: no hay otra salvación que renunciar a la salvación. La salvación será inesperada o no será.

V

La desesperanza carece de fronteras. A este enmarañamiento de sentidos e ilusiones que llamo «laberinto», los hindúes desde siempre le han dado el nombre de samsâra: el laberinto de las reencarnaciones. Nada de paraísos aquí; ninguna escatología [1]. Renacemos sólo para sufrir y morir de nuevo. «Ninguna otra cosa nace salvo el dolor, sólo el dolor nace, sólo el dolor cesa...» [2]. Desesperanza. Sin embargo, los humanos esperan y dan vueltas en torno a sí en la prisión de sus deseos. Por eso sufren. «No hay fuego comparable a la codicia, no hay atadura como el odio, no hay red semejante a la ilusión. No hay río como el deseo» [3]. El samsâra es la vida misma, esta loca rueda en que no hay sino sufrimiento (dukkha), según el Buda, porque todo es deseo; este «torbellino en que la fuerza vital queda fascinada por las pasiones polarizadas entre el temor y el deseo» [4]. La salvación consiste en salir de ahí, pero eso sólo se puede hacer al precio de una renuncia: no hay salvación posible en el samsâra, no hay salvación en el laberinto. Y tampoco hay salvación en otra parte. No hay paraíso para el budismo; no hay más allá. El nirvâna no es otro mundo que vendría a justificar este nuestro, a darle un sentido, a santificar o a superar sus ilusiones. Ni paraíso, ni justificación, ni santificación. El mundo es el mundo, nada más, y el cielo está vacío. No hay dioses ni nada que esperar. ¿Entonces...? Entonces la salvación consiste en este mismo vacío, en comprender la ilusión, en aceptar el sinsentido —la desesperanza—. El nirvâna no es, pues, lo contrario del samsâra: «Mientras uno considere el nirvâna como algo diferente del samsâra, tendrá todavía que superar el error más elemental por lo que a la existencia toca» [5]. «El samsâra no difiere en modo alguno del nirvâna, y el nirvâna no difiere en modo alguno del samsâra» [6]. El nirvâna no es lo contrario del samsâra, sino su verdad: es el samsâra mismo en tanto que ha superado las ilusiones que nos atan a él, que nos hacen creer que tiene un sentido, que es algo —cuando no es nada salvo vacío y sinsentido—. Vacío también es el nirvâna: extinción, no ser, vacuidad... Nirvâna y samsâra son, pues, a la vez idénticos y opuestos: el samsâra es este hueco mundo, en la ilusión que nos da de su plenitud; el nirvâna es este mundo —igualmente hueco—, en la plenitud que nos da la justa percepción de su vacuidad. «La misma cosa es Samsâra o Nirvâna según la manera en que se la vea —subjetiva u objetivamente—» [7]. Igual que el que soñaba cuando despierta y comprende —¡oh felicidad!, ¡oh reposo!— que su pesadilla no era nada y que no hay nada más que su pesadilla. El despierto (el Buda) conoce, pues, la serenidad. «Vive apacible y feliz porque ha obtenido la paz del alma» [8].

De ahí lo que Zimmer denomina «la gran paradoja del budismo» [9], que es en el fondo el hecho de que la salvación suponga que se cese de creer en la salvación, y que el budismo, filosofía de la renuncia, culmine en la renuncia al budismo. La doctrina, decía el Buda [10], no es sino una barca que conduce a la liberación; no es la liberación misma. Una vez atravesado el río, de nada sirve llevar la barca a nuestros hombros... Y «cuando por fin hemos abandonado la barca y la visión de las dos orillas y del río que las separa ha desaparecido, entonces en verdad ya no existe ni el reino de la vida y de la muerte, ni el reino de la liberación. Más aun, ya no hay budismo —no hay barca, pues no existen orillas ni agua entre las orillas—. No hay barca ni tampoco barquero —no hay Buda—» [11]. Que ahí encontremos desesperanza (lo que suele llamarse el «nihilismo» budista) resulta evidente. Esa desesperanza puede descubrirse en tres planos diferentes que se enuncian sucesivamente en el «sermón de Benarés» [12]. Hay en primer lugar lo que podríamos llamar una desesperanza descriptiva, cuya fórmula (primera «verdad santa» [13]) es el famoso sarvam dukkam, «todo es dolor»: «El nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, el contacto con aquellos a los que odiamos es dolor, la separación de aquellos a quienes amamos es dolor, no obtener lo que deseamos es dolor...» [14]. La segunda «verdad santa» expone lo que podríamos denominar una desesperanza etiológica, ya que nos conduce a la causa del sufrimiento. Sin embargo, esta causa es la esperanza misma que nos tortura, lo que el Buda llama «la sed»: «He aquí en verdad, oh monjes, la santa Verdad del origen del dolor: es la sed la que lleva a renacer [...] la sed del deseo, la sed de la existencia, la sed de la inexistencia...» [15]. No sorprenderá, pues, que la tercera «verdad santa» exponga una suerte de desesperanza programática: si el origen del dolor es la sed, la supresión del dolor supondrá la no-sed —eso que yo denomino desesperanza—. «He aquí en verdad, oh monjes, la santa Verdad de la cesación del dolor: lo que constituye la cesación y el completo desapego de esta misma sed, su abandono, su rechazo, el hecho de su liberación, de no seguir estando atado a ella...» [16]. En resumen, las tres primeras «verdades santas» son las verdades de la desesperanza: la vida es desesperanza («todo es dolor»); la causa de ello es la esperanza («la sed»); y el remedio es la desesperanza (la «cesación de la sed»)... Y sin embargo no hay en ello tristeza alguna, y esta desesperanza supone una paz inmensa: «Del deseo nace la pena, del deseo nace el temor. Para aquel que se ha liberado por completo del deseo, no hay ya pena; ¿de dónde podría venirle temor alguno?» [17]. Y esta paz es una paz dichosa: «Si se habla o se actúa con un espíritu sereno, la felicidad nos seguirá entonces como la sombra que no nos abandona» [18]. Sombra: imagen invertida. Y es verdaderamente de una inversión de lo que aquí se trata, pues del conocimiento del carácter universal del dolor (sarvam dukkham...) nace, como su imagen en hueco y su negativo, la paz dichosa que logra abolirlo —«como si se volviera hacia lo alto lo que está orientado hacia lo bajo...» [19]. Inversión: la desesperanza queda convertida en nirvâna. «Oh amigo, el Nirvâna es la felicidad. ¡El Nirvâna es la felicidad!» [20].

Aceptemos esto por un instante, aunque habremos de volver sobre ello. Aceptemos este extraño encuentro, que atraviesa siglos y continentes, entre el sabio del Jardín y el Iluminado de Benarés. No será el único, además, y tendremos ocasión a menudo establecer un paralelismo entre la risa de Epicuro y la sonrisa de Buda. Pero lo esencial no se halla aquí, en este encuentro o convergencia de dos pensamientos antiguos. Lo esencial radica en lo que pueden hoy ayudarnos a pensar. Pues la desesperanza, lo que yo llamo la desesperanza, no será entonces otra cosa tal vez —para quien supiera recorrerla de un extremo a otro— que lo que Epicuro llamó ataraxia (inexistencia de turbaciones) y el Buda nirvâna (extinción). No otra cosa y, sin embargo, lo contrario... «Como si se volviera hacia lo alto lo que está orientado hacia lo bajo...». La sabiduría es la inversión de la desesperanza y su apogeo. Y el más alto cielo de Ícaro: el laberinto mismo desde donde alza el vuelo.

Continuemos. La desesperanza, lo que yo denomino desesperanza, no es quizá entonces —en ese límite en el que ella queda invertida— sino aquello a lo que Spinoza, pues ya llega el momento de volver a él, dio el nombre de felicidad. Sí: si el sabio feliz vive sin miedo (porque «el miedo es una tristeza») [21], vive también sin esperanza, ya que «no hay esperanza sin miedo» [22]. Desde luego que Spinoza no da a este estado de felicidad (sin esperanza ni miedo) el nombre de desesperatio (desesperanza), que reserva para otro uso [23]. Pero aunque no esté la palabra, la idea está ahí. En efecto, Spinoza precisa que la esperanza no puede ser buena por sí misma [24], puesto que señala «una falta de conocimiento y una impotencia del alma» [25], y que, en consecuencia, «cuanto más nos esforzamos por vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no depender de la esperanza...» [26conocimientoinvirtiendo2728desesperanzada