Cuentos De Grimm: Cuentos infantiles y del hogar

Cuentos De Grimm: Cuentos infantiles y del hogar

Colección Completa

Jacob Grimm

Wilhelm Grimm

Índice

1. El Rey Rana o Enrique el Férreo

2. El gato y el ratón hacen vida en común

3. La hija de la Virgen María

4. Historia de uno que hizo un viaje para saber lo que era miedo

5. El lobo y la siete cabritillas

6. El fiel Juan

7. Un buen negocio

8. El músico prodigioso

9. Los doce hermanos

10. La chusma

11. Los dos hermanitos

12. Rapunzel

13. Los tres enanitos del bosque

14. Las tres hilanderas

15. Hansel y Gretel

16. Las tres hojas de la serpiente

17. La serpiente blanca

18. La paja, la brasa y la alubia

19. El pescador y su mujer

20. El sastrecillo valiente (Siete de un golpe)

21. La Cenicienta

22. El acertijo

23. El ratoncillo, el pajarito y la salchicha

24. Madre Nieve (Frau Holle)

25. Los siete cuervos

26. Caperucita Roja

27. Los músicos de Brema

28. El hueso cantor

29. Los tres pelos de oro del diablo

30. El piojito y la pulguita

31. La doncella sin manos

32. Juan el listo

33. Las tres lenguas

34. Elsa la Lista

35. El sastre en el cielo

36. La mesa, el asno y el bastón maravillosos

37. Pulgarcito

38. La boda de Dama Raposa

39. Los duendecillos

40. La novia del bandolero

41. El señor Korbes

42. El señor padrino

43. La dama duende

44. La Muerte Madrina

45. Las correrías de Pulgarcito

46. El pájaro del brujo

47. El enebro

48. El viejo Sultán

49. Los seis cisnes

50. La Bella Durmiente

51. Piñoncito

52. El rey Pico de Tordo

53. Blancanieves

54. El morral, el sombrerillo y el cuerno

55. El Enano Saltarín (Rumpelstiltskin)

56. El amadísimo Rolando

57. El pájaro de oro

58. El perro y el gorrión

59. Federico y Catalinita

60. Los dos hermanos

61. El destripaterrones

62. La reina de las abejas

63. Las tres plumas

64. La oca de oro

65. Bestia peluda

66. La novia del conejillo

67. Los doce cazadores

68. El ladrón fullero y su maestro

69. Yorinda y Yoringuel

70. Los tres favoritos de la fortuna

71. Seis que salen de todo

72. El lobo y el hombre

73. El lobo y la zorra

74. El zorro y su comadre

75. La zorra y el gato

76. El clavel

77. La pícara cocinera

78. El abuelo y el nieto

79. La ondina

80. La muerte de la gallinita

81. Hermano Alegre

82. El jugador

83. Juan con suerte

84. Juan se casa

85. Los niños de oro

86. La zorra y los gansos

87. El pobre y el rico

88. La alondra cantarina y saltarina

89. La pastora de ocas

90. El joven gigante

91. El gnomo

92. El rey de la montaña de oro

93. El cuervo

94. La campesina prudente

95. El viejo Hildebrando

96. Los tres pajarillos

97. El agua de la vida

98. El doctor Sabelotodo

99. El espíritu embotellado

100. El mugriento hermano del diablo

101. Piel de Oso

102. El reyezuelo y el oso

103. Gachas dulces

104. Gente lista

105. Cuentos del sapo

106. El pobre mozo molinero y la gatita

107. Los dos caminantes

108. Juan-mi-erizo (Juan Erizo)

109. La camisita del muerto

110. El judío en el espino

111. El hábil cazador

112. El mayal del cielo

113. Los dos príncipes

114. El sastrecillo listo

115. El sol revelador

116. La lámpara azul

117. El chiquillo testarudo

118. Los tres cirujanos

119. Los siete suabos

120. Los tres operarios

121. El príncipe intrépido

122. La lechuga prodigiosa

123. La vieja del bosque

124. Los tres hermanos

125. El diablo y su abuela

126. Fernando Leal y Fernando Desleal

127. El horno de hierro

128. La hilandera holgazana

129. Los cuatro hermanos ingeniosos

130. Un Ojito, Dos Ojitos y Tres Ojitos

131. La bella Catalinita y Pif Paf Poltri

132. La zorra y el caballo

133. Las princesas bailadoras

134. Los seis criados

135. La novia blanca y la novia negra

136. Juan de Hierro

137. Las tres princesas negras

138. Knoist y sus tres hijos

139. La muchacha de Brakel

140. Los fámulos

141. El corderillo y el pececillo

142. Monte Simeli

143. Inconvenientes de correr mundo

144. El borriquillo

145. El hijo ingrato

146. La zanahoria

147. El hombrecillo rejuvenecido

148. Nuestro Señor y el ganado del diablo

149. La viga

150. La vieja pordiosera

151. Los tres haraganes / Los doce haraganes

152. El zagalillo

153. El dinero llovido del cielo

154. Los ochavos robados

155. Elección de novia

156. Una muchacha hacendosa

157. El gorrión y sus cuatro gurriatos

158. El cuento de los despropósitos

159. El cuento de las mentiras

160. Un cuento enigmático

161. Blancanieve y Rojaflor

162. El listo Juan

163. El féretro de cristal

164. Enrique el holgazán

165. El Grifo

166. El fornido Juan

167. El pobre campesino, en el cielo

168. Elisa, la flaca

169. La casa del bosque

170. Hay que compartir las penas y las alegrías

171. El reyezuelo

172. La platija

173. El alcaraván y la abubilla

174. El búho

175. La luna

176. La duración de la vida

177. Los mensajeros de la muerte

178. Cascarrabias

179. La pastora de ocas en la fuente

180. Los desiguales hijos de Eva

181. La ondina del estanque

182. Los regalos de los gnomos

183. El gigante y el sastre

184. El clavo

185. El pobre niño en la tumba

186. La novia verdadera

187. El erizo y el esposo de la liebre

188. El huso, la lanzadera y la aguja

189. El labrador y el diablo

190. Las migajas en la mesa

191. El lebrato marino

192. El rey de los ladrones

193. El tambor

194. La espiga de trigo

195. La tumba

196. El viejo Rinkrank

197. La bola de cristal

198. La doncella Maleen

199. La bota de piel de búfalo

200. La llave de oro

201. San José en el bosque

202. Los doce apóstoles

203. La rosa

204. La pobreza y la humildad llevan al cielo

205. El divino manjar

206. Las tres ramas verdes

207. La copita de la Virgen

208. La viejecita

209. Las bodas celestiales

210. La vara de avellano

El Rey Rana o Enrique el Férreo

En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito.


Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una voz que decía: "¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!" La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. "¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?" dijo, "pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente." - "Cálmate y no llores más," replicó la rana, "yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?" - "Lo que quieras, mi buena rana," respondió la niña, "mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo." Mas la rana contestó: "No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro." – "¡Oh, sí!" exclamó ella, "te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota." Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?

Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. "¡Aguarda, aguarda!" gritóle la rana, "llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!" Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar 'cro cro' con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca.


Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: "¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!" Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: "Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?" - "No," respondió ella, "no es un gigante, sino una rana asquerosa." - "Y ¿qué quiere de ti esa rana?" - "¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar." Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:

"¡Princesita, la más niña,

Ábreme!

¿No sabes lo que

Ayer me dijiste

Junto a la fresca fuente?

¡Princesita, la más niña,

Ábreme!"

Dijo entonces el Rey: "Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta." La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: "¡Súbeme a tu silla!" La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: "Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas." La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: "¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas." La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado, le dijo: "No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada." Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: "Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre." La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: "¡Ahora descansarás, asquerosa!"


Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:

"¡Enrique, que el coche estalla!"

"No, no es el coche lo que falla,

Es un aro de mi corazón,

Que ha estado lleno de aflicción

Mientras viviste en la fontana

Convertido en rana."

Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.

El gato y el ratón hacen vida en común

Un gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común. "Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre," dijo el gato. "Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes, al fin caerías en alguna ratonera." Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presentó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato: "Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario." Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón: "Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho padrino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa." - "Muy bien," respondió el ratón, "vete en nombre de Dios, y si te dan algo bueno para comer, acuérdate de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta." Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima alguna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el puchero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; después se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer. "Bien, ya estás de vuelta," dijo el ratón, "a buen seguro que has pasado un buen día." - "No estuvo mal," respondió el gato. "¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo?" inquirió el ratón. "Empezado," repuso el gato secamente. "¿Empezado?" exclamó su compañero "¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?" - "¿Qué le encuentras de particular?" replicó el gato. "No es peor que Robamigas, como se llaman tus padres."


Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón: "Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de la casa, pues otra vez me piden que sea padrino, y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme." El bonachón del ratoncito, se mostró conforme, y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciudad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero. "Nada sabe tan bien," díjose para sus adentros como lo que uno mismo se come. Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día. Al llegar a casa preguntóle el ratón: "¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?" - "Mitad," contestó el gato. "¿"Mitad? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre; apuesto a que no está en el calendario."


No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca. "Las cosas buenas van siempre de tres en tres," dijo al ratón. "Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte ellas, ni un pelo blanco en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca frecuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?" - "¡Empezado, Mitad!" contestó el ratón. "Estos nombres me dan mucho que pensar." - "Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza," dijo el gato, "claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca." Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero: "Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha limpiado todo," díjose, y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche. Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito. "Seguramente no te gustará tampoco," dijo el gato. "Se llama Terminado." - "¡Terminado!" exclamó el ratón. "Éste sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡Terminado! ¿Qué diablos querrá decir?" Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir.


Ya no volvieron a invitar al gato a ser padrino, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitanza, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva. "Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá, de perlas." - "Sí," respondió el gato, "te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana." Salieron, pues, y, al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío. "¡Ay!" clamó el ratón. "Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero Empezado, luego Mitad, luego..." - "¿Vas a callarte?" gritó el gato. "¡Si añades una palabra más, te devoro!"


"Terminado," tenía ya el pobre ratón en la lengua. No pudo aguantar la palabra, y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado. Así van las cosas de este mundo.

La hija de la Virgen María

A la entrada de un extenso bosque vivía un leñador con su mujer y un solo hijo, que era una niña de tres años de edad; pero eran tan pobres que no podían mantenerla, pues carecían del pan de cada día. Una mañana fue el leñador muy triste a trabajar y cuando estaba partiendo la leña, se le presentó de repente una señora muy alta y hermosa que llevaba en la cabeza una corona de brillantes estrellas, y dirigiéndole la palabra le dijo: "Soy la señora de este país; tú eres pobre miserable; tráeme a tu hija, la llevaré conmigo, seré su madre y tendré cuidado de ella." El leñador obedeció; fue a buscar a su hija y se la entregó a la señora, que se la llevó a su palacio. La niña era allí muy feliz: comía bizcochos, bebía buena leche, sus vestidos eran de oro y todos procuraban complacerla. Cuando cumplió los catorce años, la llamó un día la señora, y la dijo: "Querida hija mía, tengo que hacer un viaje muy largo; te entrego esas llaves de las trece puertas de palacio, puedes abrir las doce y ver las maravillas que contienen, pero te está prohibido tocar a la decimotercia que se abre con esta llave pequeña; guárdate bien de abrirla, pues te sobrevendrían grandes desgracias." La joven prometió obedecer, y en cuanto partió la señora comenzó a visitar las habitaciones; cada día abría una diferente hasta que hubo acabado de ver las doce; en cada una se hallaba el sitial de un rey, adornado con tanto gusto y magnificencia que nunca había visto cosa semejante. Llenábase de regocijo, y los pajes que la acompañaban se regocijaban también como ella. No la quedaba ya más que la puerta prohibida, y tenía grandes deseos de saber lo que estaba oculto dentro, por lo que dijo a los pajes que la acompañaban. "No quiero abrirla toda, mas quisiera entreabrirla un poco para que pudiéramos ver a través de la rendija." - "¡Ah! no," dijeron los pajes, "sería una gran falta, lo ha prohibido la señora y podría sucederte alguna desgracia." La joven no contestó, pero el deseo y la curiosidad continuaban hablando en su corazón y atormentándola sin dejarla descanso. Apenas se marcharon los pases, dijo para sí: "Ahora estoy sola, y nadie puede verme." Tomó la llave, la puso en el agujero de la cerradura y la dio vuelta en cuanto la hubo colocado. La puerta se abrió y apareció, en medio de rayos del más vivo resplandor, la estatua de un rey magníficamente ataviada; la luz que de ella se desprendía la tocó ligeramente en la punta de un dedo y se volvió de color de oro. Entonces tuvo miedo, cerró la puerta muy ligera y echó a correr, pero continuó teniendo miedo a pesar de cuanto hacía y su corazón latía constantemente sin recobrar su calma habitual; y el color de oro que quedó en su dedo no se quitaba a pesar de que todo se la volvía lavarse.


Al cabo de algunos días volvió la señora de su viaje, llamó a la joven y la pidió las llaves de palacio; cuando se las entregaba la dijo: "¿Has abierto la puerta decimatercera?" - "No," la contestó. La señora puso la mano en su corazón, vio que latía con mucha violencia y comprendió que había violado su mandato y abierto la puerta prohibida. Díjola sin embargo otra vez. "¿De veras no lo has hecho?" - "No," contestó la niña por segunda vez. La señora miró el dedo, que se había dorado al tocarle la luz; no dudó ya de que la niña era culpable y la dijo por tercera vez: "¿No lo has hecho?" - "No," contestó la niña por tercera vez. La señora la dijo entonces: "No me has obedecido y has mentido, no mereces estar conmigo en mi palacio."


La joven cayó en un profundo sueño y cuando despertó estaba acostada en el suelo, en medio de un lugar desierto. Quiso llamar, pero no podía articular una sola palabra; se levantó y quiso huir, mas por cualquiera parte, que lo hiciera, se veía detenida por un espeso bosque que no podía atravesar. En el círculo en que se hallaba encerrada encontró un árbol viejo con el tronco hueco que eligió para servirla de habitación. Allí dormía por la noche, y cuando llovía o nevaba, encontraba allí abrigo. Su alimento consistía en hojas y yerbas, las que buscaba tan lejos como podía llegar. Durante el otoño reunía una gran cantidad de hojas secas, las llevaba al hueco y en cuanto llegaba el tiempo de la nieve y el frío, iba a ocultarse en él. Gastáronse al fin sus vestidos y se la cayeron a pedazos, teniendo que cubrirse también con hojas. Cuando el sol volvía a calentar, salía, se colocaba al pie del árbol y sus largos cabellos la cubrían como un manto por todas partes. Permaneció largo tiempo en aquel estado, experimentando todas las miserias y todos los sufrimientos imaginables.

Un día de primavera cazaba el rey del país en aquel bosque y perseguía a un corzo; el animal se refugió en la espesura que rodeaba al viejo árbol hueco; el príncipe bajó del caballo, separó las ramas y se abrió paso con la espada. Cuando hubo conseguido atravesar, vio sentada debajo del árbol a una joven maravillosamente hermosa, a la que cubrían enteramente sus cabellos de oro desde la cabeza hasta los pies. La miró con asombro y la dijo: "¿Cómo has venido a este desierto?" Mas ella no le contestó, pues le era imposible despegar los labios. El rey añadió, sin embargo. "¿Quieres venir conmigo a mi palacio?" Le contestó afirmativamente con la cabeza. El rey la tomó en sus brazos; la subió en su caballo y se la llevó a su morada, donde la dio vestidos y todo lo demás que necesitaba, pues aun cuando no podía hablar, era tan bella y graciosa que se apasionó y se casó con ella.


Había trascurrido un año poco más o menos, cuando la reina dio a luz un hijo; por la noche, estando sola en su cama, se la apareció su antigua señora, y la dijo así: "Si quieres contar al fin la verdad, y confesar que abriste la puerta prohibida, te abriré la boca y te volveré la palabra, pero si te obstinas e insistes en el pecado e insistes en mentir, me llevaré conmigo tu hijo recién nacido." Entonces pudo hablar la reina, pero dijo solamente: "No, no he abierto la puerta prohibida." La señora la quitó de los brazos su hijo recién nacido y desapareció con él. A la mañana siguiente, como no encontraban el niño, se esparció el rumor entre la servidumbre de palacio de que la reina era ogra y le había matado. Todo lo oía y no podía contestar, pero el rey la amaba con demasiada ternura para creer lo que se decía de ella.


Trascurrido un año, la reina tuvo otro hijo; la señora se la apareció de nuevo por la noche y la dijo: "Si quieres confesar al fin que has abierto la puerta prohibida te volveré a tu hijo, y te desataré la lengua, pero si te obstinas en tu pecado y continúas mintiendo, me llevaré también a este otro hijo." La reina contestó lo mismo que la vez primera: "No, no he abierto la puerta prohibida." La señora cogió a su hijo en los brazos y se le llevó a su morada. Por la mañana cuando se hizo público que el niño había desaparecido también, se dijo en alta voz habérsele comido la reina y los consejeros del rey pidieron que se la procesase; pero la amaba con tanta ternura que les negó el permiso, y mandó no volviesen a hablar más de este asunto bajo pena de la vida.


Al año tercero la reina dio a luz una hermosa niña, y la señora se presentó también a ella durante la noche, y la dijo: "Sígueme." La cogió de la mano, la condujo a su palacio, y la enseñó a sus dos primeros hijos, que la conocieron y jugaron con ella, y como la madre se alegraba mucho de verlos, la dijo la señora: "Si quieres confesar ahora que has abierto la puerta prohibida, te volveré a tus dos hermosos hijos." La reina contestó por tercera vez: "No, no he abierto la puerta prohibida." La señora la volvió a su cama, y la tomó su tercera hija.


A la mañana siguiente, viendo que no la encontraban, decían todos los de palacio a una voz: "La reina es ogra, hay que condenarla a muerte." El rey tuvo en esta ocasión que seguir el parecer de sus consejeros; la reina compareció delante de un tribunal y como no podía hablar ni defenderse, fue condenada a morir en una hoguera. Estaba ya dispuesta la pira, atada ella al palo, y la llama comenzaba a rodearla, cuando el arrepentimiento tocó a su corazón. "Si pudiera," pensó entre sí, "confesar antes de morir que he abierto la puerta." Y exclamó: "Sí, señora, soy culpable." Apenas se la había ocurrido este pensamiento, cuando comenzó a llover y se la apareció la señora, llevando a sus lados los dos niños que la habían nacido primero y en sus brazos la niña que acababa de dar a luz, y dijo a la reina con un acento lleno de bondad: "Todo el que se arrepiente y confiesa su pecado es perdonado." La entregó sus hijos, la desató la lengua y la hizo feliz por el resto de su vida.