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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Kristi Goldberg

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mi pareja perfecta, n.º 1801- junio 2019

Título original: The Mommy Makeover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-394-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SÓLO dos cosas ayudaban a Kieran O’Brien a relajarse: una buena sesión de sexo y levantar pesas. En vista de que aún le quedaban varias horas para salir del trabajo y ninguna mujer especial ocupaba su vida en esos momentos, tendría que conformarse con las pesas en su gimnasio privado situado junto a su oficina. Un santuario lejos de las distracciones y las exigencias que conllevaba ser el dueño de dos de los clubes deportivos más exclusivos de Houston, y un tercero en construcción.

Kieran casi había llegado a su refugio situado en el extremo opuesto de la sala de musculación cuando alguien detuvo su avance al tirarle de la espalda de la camiseta. Esperaba que fuera alguno de sus empleados para ponerle al corriente de algún problema menor que requería su atención o tal vez un cliente que quería preguntarle por las innovaciones que había incorporado en sus centros tras su reciente expansión. En su lugar, se encontró con una niña de inmensos ojos azules y el pelo rubio rojizo, vestida con una chaquetita rosa, camiseta blanca y vaqueros desteñidos, que llevaba una mochila vaquera colgando de uno de sus delgados hombros. Tenía una expresión tan dulce e inocente que toda la irritación que pudiera haber sentido por la interrupción sencillamente se esfumó. Lo más probable era que hubiera salido de la zona de juegos y no sabía regresar. Podía ocuparse de la situación.

–¿Te has perdido, preciosa? –preguntó.

Ella negó con la cabeza y fijó la mirada en el suelo.

–Busco al señor O’Brien. Lisa me ha dicho que era un hombre muy amable con el pelo oscuro y largo, y grandes músculos, y usted se parece a él.

Repasó mentalmente la lista de empleados que tenía, pero no lograba recordar a nadie con ese nombre.

–Yo soy el señor O’Brien. ¿Cómo te llamas?

–Stormy.

–¿Tu papá o tu mamá son clientes del gimnasio?

–He venido con Lisa y su mamá.

Aquella información no le iba a servir de mucho para encontrar al adulto que estuviera al cargo de aquella niña.

–¿Cómo se llama la mamá de Lisa?

–Candice Conrad.

Vale. Imposible olvidar ese nombre. Era la típica mujer atractiva, con pasta, demasiado tiempo libre y un marido indiferente, lo que descubrió un par de años atrás, cuando le contrató como entrenador personal, y motivo por el cual dejó el trabajo a los seis meses. Que dejara de darle clases personales no la había desanimado sin embargo y la mujer seguía preguntándole de cuando en cuando si había reconsiderado la posibilidad de volver a darle clases.

–¿Necesitas que te ayuden a buscar a la señora Conrad, pequeña? –preguntó.

Stormy lo miró como si la hubiera insultado.

–Sé dónde. Lo que quiero es preguntarle a usted sobre las clases personales.

Tenía que reconocerlo, la niña sabía lo que quería. Y lo que quería, él no podía dárselo, aunque tuviera edad suficiente para contratar a un entrenador personal, lo cual no era el caso.

Decidido a rechazar su petición con suavidad, Kieran la condujo hacia una mesa circular en el bar de zumos situado en un rincón de la sala, lejos del zumbido de las cintas de correr y el runrún de las bicicletas estáticas. Tras colocar un vaso de zumo delante de la niña se sentó frente a ella.

–¿Cuántos años tienes, Stormy?

La niña se quitó la mochila y la dejó en la mesa.

–Cumpliré once dos semanas antes de Navidad –le sonrió de oreja a oreja–. Mi mamá dice que fui el mejor regalo de su vida.

–Tienes que haber cumplido los dieciocho para recibir clases de entrenamiento personalizado, pero puedes apuntarte a nuestro programa especial para niños.

Stormy dio un sorbo rápido y arrugó la pecosa nariz.

–Yo no quiero que me entrene a mí. Quiero que entrene a mi mamá.

–Dile que llame al club y pregunte por mí. Me aseguraré de buscarle un buen entrenador personal.

La niña le miró como si se hubiera vuelto loco.

–Eso no me servirá. Quiero darle una sorpresa para su cumpleaños. Y quiero que sea usted quien le dé las clases porque la mamá de Lisa dice que es el mejor entrenador de la zona.

–Mira, Stormy, un entrenador personal es caro y…

–Lo sé –dijo ella al tiempo que abría la cremallera de su mochila. Sacó un puñado de billetes arrugados y se lo entregó–. He ahorrado todo el dinero de mi paga. Son casi ochenta dólares. Con eso valdrá para las clases de un mes, ¿no?

A Kieran le pareció mucho dinero para una niña de diez años, pero con ochenta dólares no alcanzaría a pagar lo que cobraba él por una hora de entrenamiento.

–Haremos una cosa. Le daré a tu mamá tres meses gratis en el gimnasio. ¿Qué te parece?

Stormy lo miró con los ánimos por los suelos.

–Después de clase voy al spa en el que trabaja y un día le oí decirles a las señoras a las que atiende que, algún día, le gustaría contratar a un entrenador personal, cuando tuviera un poco de dinero extra. Por eso quería hacer esto por ella.

Kieran no estaba seguro de cómo manejar la situación sin destrozarla por completo. Pero antes de que pudiera encontrar la estrategia más adecuada, la niña añadió:

–Sólo quiero que vuelva a ser feliz, como antes.

La profunda tristeza de su voz impactó en él como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho, justo en la zona del corazón.

–¿Antes de qué?

Entonces vio que las lágrimas asomaban por primera vez a los ojos de la niña.

–Antes de que mi papá muriera hace seis años. Sigue echándole de menos. Yo también.

Las lágrimas no llegaron a caer, pero algo dentro de Kieran se quebró. Si le quedara un ápice de sentido común después de las sinceras súplicas que había oído, rechazaría la petición de la niña con la mayor suavidad posible y se despediría de ella. Sin embargo, y a pesar de la sagacidad que había ido adquiriendo después de diez años en el mundo empresarial, sin importar que se hubiera vuelta un cínico en lo que a las intenciones de la gente, allí estaba aquella niña para recordarle que no todo el mundo tenía motivos dudosos para sus actos. Y que la vida no siempre era fácil para todo el mundo.

La niña lo miró suplicante una vez más.

–Si falta dinero, puedo darle también el que me envían mis abuelos por mi cumpleaños y por Navidad. También puedo ahorrar el dinero de la comida. Y podría vender mi bici.

Aunque bien podría lamentarlo más tarde, Kieran ya no podía negarse. Como tampoco podía permitir que la niña le diera todo lo que tenía. Tras aceptar el dinero que la niña seguía estrujando entre las manos, dinero que pensaba devolverle, Kieran dijo:

–Con esto habrá suficiente para un mes.

La niña sonrió por fin. Una sonrisa que con seguridad le rompería el corazón a más de un adolescente en unos pocos años.

–Como no puedo pedirle que venga al gimnasio, podría pasar por casa esta noche y darle una sorpresa.

Parecía que la niña estaba decidida a dirigir el espectáculo y la agenda de él. Así y todo, no podía dejar de admirar su determinación.

–¿Qué te parece mañana por la noche?

–Trabaja hasta tarde los viernes, pero llega pronto a casa los jueves porque es la noche de la pizza –respondió ella después de dar otro sorbo.

Lamentablemente él ya había aceptado la invitación a cenar con su familia en casa de su hermana esa noche. Pero tampoco iba a pasar nada porque llegara un poco tarde. Su madre, un monumento vivo a la compasión, no sólo lo entendería, sino que le felicitaría.

–¿Dónde vivís exactamente?

La niña sacó un trozo de papel plegado y se lo entregó.

–Aquí está mi dirección y mi número de teléfono, pero no llames antes de ir. Quiero que sea una…

–Sorpresa.

Kieran sólo esperaba que la mamá de Stormy no le diera una patada en el trasero cuando se enterara de que su hijita le había «comprado» como regalo de cumpleaños un programa de un mes con un entrenador personal. A menos que aquello fuera un ardid de Candice pergeñado con la ayuda de alguna de sus ricachonas amigas utilizando a una niña como peón con la intención de recuperarle. Kieran leyó la dirección y se dio cuenta de que no estaba tan lejos del barrio de sus padres, una zona de casas de clase media, nada de mansiones suntuosas. Parecía que sus sospechas sobre una manipulación por parte de Candice quedaban fuera de lugar por una vez.

Tras guardarse el papel en el bolsillo, Kieran se paró a pensar cómo reaccionaría él si alguna de sus sobrinas se acercara a hablar con un desconocido, y optó por hacer una suave advertencia.

–Allí estaré, siempre y cuando me prometas no dar tus datos personales a extraños a partir de ahora.

La niña le sonrió ampliamente otra vez.

–Se lo prometo, pero usted ya no es un extraño.

Kieran se levantó y arrastró la silla hacia atrás.

–Creo que será mejor que vayas a buscar a la mamá de Lisa ahora, no sea que te esté buscando.

Stormy se levantó, rodeó la mesa y le dio un rápido abrazo.

–Gracias, señor O’Brien.

Al ver la gratitud en la expresión de la niña, Kieran supo que estaba haciendo lo correcto.

–De nada, y puedes llamarme Kieran.

–Mi mamá se llama Erica –la sonrisa de Stormy se transformó en una mueca ceñuda–. Vendrás, ¿verdad?

De ninguna manera iba a decepcionarla. Si su ayuda servía para proporcionar a aquella niña y a su madre un poco de felicidad, no veía razón de peso para no hacerlo.

–Pasaré por allí hacia las seis si os va bien.

–Fenomenal –se dio la vuelta y echó a andar de espaldas, con una resplandeciente sonrisa en el rostro–. ¡Será la mejor noche de la pizza de nuestra vida!

 

 

Erica Stevens se encontró con el chico de la pizza a domicilio más guapo que había visto en su vida. O más bien hombre de la pizza. Un hombre fuerte y muy guapo, con un oscuro cabello ondulado un poco largo y unos ojos casi negros. Más de un metro ochenta de hombre en la flor de la vida y agradable aspecto de chico malo en la puerta de su casa, vestido con vaqueros, polo negro y chaqueta beis encima. Pero ni rastro de la pizza.

Por supuesto. La pizza nunca llegaba antes de una hora, y menos aún cinco minutos después de hacer el pedido. Y normalmente los chicos que la llevaban eran estudiantes de instituto larguiruchos, no héroes de película en carne y hueso.

Como precaución mantuvo la mosquitera cerrada con cerrojo, al menos hasta que supiera quién era él exactamente y qué hacía allí.

–¿Puedo ayudarle en algo?

–¿Es usted Erica?

–Sí, soy Erica. ¿Es el hombre de las pizzas?

Kieran apoyó un hombro contra una de las columnas que sostenían el tejadillo del porche y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

–No, soy su regalo de cumpleaños.

La mirada de Erica se posó en las palabras grabadas en el bolsillo de la chaqueta de él: Bodies By O’Brien. No podía ser. Pero tampoco le extrañaría nada viniendo de sus compañeras de trabajo en el spa.

–Por favor, dígame que no es un stripper.

Él le dirigió una deslumbrante sonrisa. Sus dientes blancos contrastaban con la sombra de la barba incipiente alrededor de la boca.

–Soy entrenador personal. Me llamo Kieran O’Brien y soy el dueño de Bodies By O’Brien, que es un club deportivo, no un club de strip-tease. Ni tampoco una pizzería.

Aquello carecía de sentido. Las circunstancias y la reacción ligeramente acalorada que había tenido a la sonrisa de aquel hombre. Sintió el impulso de salir y despojarle de la chaqueta para ver si su físico estaba a la altura de sus expectativas. En su lugar se tiró de la sudadera extragrande que llevaba para ocultar las evidentes imperfecciones en su físico.

–En primer lugar, faltan dos semanas para mi cumpleaños. Y segundo, no quiero un entrenador personal.

Él apoyó el peso primero en un pie luego en el otro mostrando las primeras señales de incomodidad.

–Pues parece que eso no es así en opinión de la persona que me ha contratado. De hecho, me dijo que había mencionado que le gustaría tener uno. Por eso ha contratado mis servicios como regalo de cumpleaños.

Erica debería haber sabido que iba a lamentar el día en que admitió tal cosa delante de Bette, su compañera autoproclamada matriarca del salón de belleza.

–Agradezco mucho el gesto, pero, sinceramente, trabajo como masajista en un spa muy concurrido y trabajo un montón de horas. No tengo demasiado tiempo libre que se diga.

–¿No hace ningún descanso? –preguntó él con un tono surcado de suspicacia.

–Normalmente no llego a casa hasta las seis y trabajo también los sábados. Paso el resto de mi tiempo con mi hija.

Kieran se frotó la mandíbula con la palma de la mano.

–¿A qué hora empieza en el spa por la mañana?

Erica imaginaba adonde quería llegar el hombre, y era un lugar al que ella no tenía intención de ir.

–Hacia las nueve, pero no estoy en mi mejor momento por las mañanas, señor O’Brien.

–Me llamo Kieran y un buen entrenamiento por la mañana proporciona la adrenalina necesaria para aguantar todo el día con energía.

–Para eso inventaron el café.

–Yo no lo pruebo. Prefiero un chute natural de endorfinas.

Ella prefería un café moca capuchino doble con crema. Pero recordaba con cariño lo que decía de las endorfinas, en sus días de gimnasta. Por entonces no cargaba con trece kilos de más en su cuerpo y el peso de las responsabilidades sobre los hombros.

–Te repito que la mañana no es mi mejor momento.

Kieran inclinó levemente la cabeza y fijó en ella la mirada.

–Puede que te guste, si lo intentas. Pero si las mañanas no te van bien, podríamos probar con otro horario que te vaya mejor. No sufras.

De aceptar, Erica imaginaba que el sufrimiento ocuparía buena parte del trato. Estaba empezando a sudar ya a pesar de los cuatro grados, y el hombre no le había mandado aún ningún ejercicio, sin contar con el más que dudoso entrenamiento que estaba teniendo lugar en su imaginación.

–Por tentador que suene, me temo que voy a tener que rechazar el ofrecimiento. Pero le diré a Bette que agradezco el gesto.

–Discúlpame, pero no conozco a nadie que se llame Bette –dijo él, confuso.

Aquello se estaba volviendo más extraño por momentos.

–¿Entonces quién te ha enviado a mi casa?

–¡Kieran, has venido! –gritó una voz detrás de Erica.

A continuación, Stormy descorrió el cerrojo de la mosquitera y salió al porche como una exhalación.

De pronto, se volvió claro como el agua cómo había llegado aquel hombre a su casa, aunque aún se le escaparan los detalles.

–Veo que os conocéis –dijo Erica, cuando su hija terminó de abrazar a Kieran O’Brien con patente voracidad. Stormy sonreía de oreja a oreja, absolutamente complacida con su pequeña sorpresa.

–¡Feliz cumpleaños, mami!

Erica no tenía ni idea de cómo Stormy había logrado contratar los servicios de aquel hombre.

–Aún no es mi cumpleaños. ¿Y te importaría explicarme cómo te las has ingeniado para hacer esto?

–La mamá de Lisa me habló del señor O’Brien hoy cuando nos llevó al gimnasio. Entonces fui y le contraté –miró a Kieran con absoluta adoración–. ¿No es así?

–Así es –respondió él dándole unas palmaditas en la mejilla.

Erica se sorprendió al oír que Candice Conrad, con quien no había hablado nunca para nada más que para organizar cómo y cuándo se veían las hijas de ambas, había tenido algo que ver en aquello.

Sea como fuere, Erica tenía alguna pregunta para Kieran O’Brien… a solas. Abrió la puerta y lo invitó a entrar.

–Tienes que terminar los deberes antes de que llegue la pizza, cariño.

–Pero mamá… –Stormy frunció el ceño.

–Nada de peros, Stormy. Tengo que hablar con el señor O’Brien un momento.

–Para acordar el horario de las sesiones –dijo Stormy con total seguridad.

–Ya veremos. Y ahora, los deberes…

Stormy entró en la casa enfurruñada y en cuanto Erica tuvo la seguridad de que su hija no podía oírla, se volvió hacia Kieran.

–Resulta que sé que Stormy no tiene bastante dinero para pagar sus servicios.

–Lo cierto es que me dio el dinero de su paga.

–¿Que fue cuánto? ¿Cincuenta dólares?

Kieran se metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes.

–Ochenta para ser exactos.

Erica puso los ojos en blanco.

–Sospecho que eso es lo que ganas en media hora.

–Normalmente sí, pero estoy dispuesto a hacerte una rebaja. De hecho, puedes quedarte con el dinero –le abrió la mano y depositó los billetes en su palma, después volvió a cerrarla y finalmente le soltó la muñeca–. Por si necesita algo especial. Pero no le digas que te lo he devuelto.

El simple contacto con su mano la dejó fuera de combate, casi tanto como para no poder ni hablar.

–¿Por qué ibas a considerar siquiera hacerlo gratis?

–Porque parece una buena niña y esto significa mucho para ella. A lo mejor quieres reconsiderar la respuesta antes de rechazar el ofrecimiento.

Desde luego tenía razón en eso, aunque ella no fuera una persona inclinada a aceptar actos de caridad de nadie.

–¿Tienes un número de teléfono al que pueda llamar en caso de que decida hacerlo?

Tras sacar una tarjeta del bolsillo de los vaqueros, Kieran la recorrió con la mirada y Erica sintió la necesidad de soltarse el pelo que le llegaba hasta la cintura, aunque con eso sólo lograría cubrirse la parte superior del torso.

–Dame un boli y te anotaré mi móvil. Te será más fácil dar conmigo.

Erica no llevaba bolsillo en su viejo chándal, lo cual quería decir que podía dejarle de pie en el porche mientras ella iba a buscar el boli o podía comportarse con educación e invitarle a entrar. ¡Qué demonios! Anotaría el número y le daría las buenas noches.

Erica se hizo a un lado y le hizo un gesto para que entrara.

–Pasa mientras busco un bolígrafo. El cuarto de estar está ahí.

Pese a sus esfuerzos por mantener los ojos fijos en la espalda del hombre, Erica no pudo evitar descender con la mirada conforme Kieran atravesaba el pequeño vestíbulo. Tal como había imaginado tenía un trasero que sólo podría describirse como delicioso. Tenía que controlarse, de verdad.

En el cuarto de estar, Erica lo esquivó y se dirigió directamente hacia un escritorio que había en un rincón para evitar que Kieran pudiera echarle una ojeada a sus caderas, las cuales habían ensanchado considerablemente desde la muerte de Jeff. Su nueva anchura era el resultado de haber buscado en la comida el alivio para su tristeza y, tenía que admitir que también para la rabia contra su marido por haberla dejado sola con una niña pequeña.

–¡Mami, necesito ayuda!

–Enseguida voy, Stormy –miró avergonzada a Kieran que se había quedado de pie junto al sofá–. Cuando quiere algo, sólo conoce un tono de voz, a gritos –explicó, como si él no se hubiera dado cuenta ya.

–¿Se debe a eso su nombre? –preguntó Kieran con una mirada curiosa. Ella se apoyó contra el escritorio y se rodeó el cuerpo con los brazos.

–Lo cierto es que la llamamos así porque había riesgo de tormenta la noche que nació.

–¡Mamá, si no vienes a ayudarme, tiraré el libro de matemáticas por la ventana!

–¡Para el carro, Stormy! Y tráeme algo para escribir –se encogió de hombros–. Resulta que el nombre le va que ni pintado.

A los pocos minutos, Stormy entró en la habitación. La coleta torcida se mecía como un péndulo. Sonrió de nuevo a Kieran y se dirigió a Erica señalándola con un bolígrafo.

–¿Y ahora puedes ayudarme con las matemáticas?

–Lo intentaré, Stormy, pero no se me da muy bien llevar el balance del talonario.

Aunque sabía lo justo para darse cuenta de que sus finanzas últimamente eran más bien exiguas.

–A mí se me dan bien las matemáticas –dijo Kieran.

Stormy le miró asombrada con los ojos abiertos de par en par.

–¿De verdad?

–Lo creas o no, me gradué con matrícula en el instituto. Y después me licencié en Económicas en la universidad. Así que sí, se me dan bien las matemáticas. Pregunta y te demostraré…

–¿… que tienes cerebro además de músculos? –terminó Erica sin pensar.

–Algo así –dijo él con una amplia sonrisa.

–Tengo los deberes en la cocina –dijo Stormy dirigiéndose a continuación al vestíbulo dando saltos de alegría. Parecía que no sentía ningún escrúpulo en tomar a Kieran como tutor.

Erica ofreció a Kieran el lápiz y una mirada contrita.

–No tienes que hacerlo, de verdad.

–No me importa –dijo él mientras anotaba el número en la tarjeta. Después dejó el lápiz y la tarjeta sobre el escritorio.

–¿No tienes nada mejor que hacer?

–He quedado con mis padres para cenar dentro de una hora, así que aún tengo tiempo.

Ese hombre era demasiado bueno para ser verdad.

–¿Y tu mujer?

–No hay nadie especial en mi vida en estos momentos –respondió él. No parecía molesto ante el interrogatorio.

Una información muy interesante y algo problemática. Porque de haber estado con alguien, le habría resultado fácil ignorarle. Absurdo. Podía ignorarle de todos modos.

–Si insistes en ayudar a mi hija, no voy a quejarme. Me ahorrarás un montón de quebraderos de cabeza, aunque lo más probable es que te lleves unos cuantos a cambio.

–Creo que podré con una niña de diez años. Y como ya te he dicho, parece una buena niña.

Erica quiso decir que ya lo verían después de ayudarla con los deberes, pero se limitó a acompañarle a la cocina donde Stormy le esperaba golpeando la mesa con el lápiz, impaciente.

Erica intentó no quedarse boquiabierta cuando Kieran se quitó la chaqueta, la dejó sobre el respaldo de una silla y a continuación le dio la vuelta y se sentó a horcajadas. Trató de no comerse con los ojos aquellos prominentes bíceps; trató de no quedarse embobada con el tamaño de sus manos que reposaban como si tal cosa en el mesa situada delante de él. Decir que cumplía con sus expectativas sería quedarse corta. Las superaba con creces. Lo que daría por echarle mano a aquel montón de músculos, profesionalmente hablando, claro.

–En vista de que no tomas café, ¿te apetece tomar alguna otra cosa? –preguntó Erica, regresando a su papel de anfitriona.