Las máscaras del hotel Eleusis

Hermenegildo García

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 1

Golpe a golpe de látigo le habían escrito con sangre un terrible mensaje que nadie, ni los sabuesos de la policía ni los de la prensa, lograba descifrar. El dibujo de aquel fatal galimatías estaba allí, a la vista de Fabián, sobre la espalda y las nalgas desnudas del cadáver, pero tampoco él lo comprendía.

- Menudo cuadro. Sólo un loco podría manejar así el pincel - farfulló al contemplar la atrocidad, para caer después en una extraña parálisis que le impedía pensar.

La tarde era perfecta, serena y cálida. El sol esparcía sus rayos por entre la maleza de tejados de la ciudad y Fabián, que estaba a punto de comerse un croissant con un café humeante, tuvo la desagradable sensación, no sabría precisar cómo ni por qué, de que conocía o tenía algo que ver con aquel crimen. “¡Es absurdo! Ni siquiera sé quién es el fiambre”, se dijo, para calmarse, pero continuó inquieto y masticando; la foto de la fallecida seguía allí, en el periódico, a un palmo de su nariz, y tenía las huellas de su asesino en la piel “¿Quién la mataría?”, se preguntó, sintiéndose invadido por un súbito temor. “¡Condenada foto!”, exclamó para sí, apartando el periódico. “¡Piérdete!”, quiso vociferar después a la foto, pero las palabras se le quedaron pegadas a la garganta. No sabía por qué, pero esa mañana estaba nervioso.

Más tarde bajaba con un brinco los escalones que le separaban de la calle, llevaba las uñas recogidas y clavadas en las palmas de las manos, y aún en la parada del bus, a unos pasos del bar, seguía hecho un lío. Le atenazaba ese miedo visceral, desolador, que le había dejado mudo e indefenso ante la foto de aquella mujer diezmada por una mano criminal.

La mujer no tenía rostro; muerta, también de vergüenza, lo ocultaba a la cámara. Pero lo vio más tarde, durante el trayecto del autobús de casa al hotel. Una señora delgada y miope hojeaba una revista en la que aparecía su foto, esta vez dando la cara. La tenía como translúcida, de una palidez exquisita, y en sus rasgos no había asomo de espanto, ni de terror, siquiera de amargura. “Nadie la ha matado, se ha arrojado en los brazos de la muerte por puro deseo”, se dijo Fabián, de nuevo arrebatados los sentidos por su presencia. “¡Pero no puede ser!”, exclamó para sí. “La han violado, la han torturado, estrangulado y…”. Cuánto más lo meditaba, menos lo entendía y más se irritaba.

“Tiene cara de santa, pobre, la han molido a palos,... ¡Cortarle una mano! Mire que marcas tiene en la garganta. Hace seis meses que lo hicieron y el asesino sigue suelto. Morir debió ser lo mejor…”. Una vez en el vestuario del hotel y mientras se desvestía, Fabián rememoraba retazos de la conversación que habían mantenido la propietaria de la revista y su vecina de asiento.

- ¡Mierda! - proclamó de repente.

- ¿Decías? – preguntó otro camarero, que se afanaba en los cordones de los zapatos.

- Cuando me muera quiero tener cara de asco. ¡Me despediré de la vida como se merece! –le espetó Fabián, dejándole perplejo

- Mal empezamos, mal empezamos la noche... – se quedó rezongando el compañero, con los cordones en la mano -. Perder los nervios a estas horas no es saludable, no señor – siguió recitando, volviéndose a reclinarse sobre los zapatos

“¡Bgggrr!... aún me quedan dos horas, seis minutos y... nueve segundos para escapar de esta puñetera cárcel. ¡Siete a la esquina!”, se dijo Fabián. Todo era de lujo allí, en el hotel, de mírame y no me toques, pero por el ventanuco que le comunicaba con la cocina salía un vulgar tufo de mejillones, ternera asada, vinagreta y otras salsas. Menos mal que él, su mente, vagaba por el paño deslumbrante de una mesa de billar. El camarero se veía a sí mismo entizando un largo taco y meneando las bolas con acierto. “¿Cuántas bolas estarán entrando en las troneras de las mesas de todo el mundo en este momento?... ¡Uhmmm!... Tres días más así y mando todo a paseo”, bufaba, mientras por el ventanuco aparecían unos brazos que le ofrecían una bandeja en la que había una sopera, un plato de aguacates con gambas, un suquet de cigalas y unos muslos de codorniz con salsa de soja.

- Ahí va, todo tuyo -, le previno una voz áspera, obligándole a cogerla; pero su mente seguía sumida en aquella inesperada partida que ofrecía un resultado por el momento adverso. “A este me lo liquido yo antes de entregar las cigalas”, se dijo al tropezar con las puertas batientes que daban paso al suntuoso salón del restaurante, y se sumergió de nuevo en la pasión del billar: “Seis al rincón…, nueve al centro…”.

Solía hacerlo todo al mismo tiempo: anotar los pedidos de los clientes, o solicitarlos en la cocina, llevarlos a sus destinos y seguir el hilo mental que le paseaba por las mejores partidas de billar, allí donde se apostaba más fuerte y las bolas de marfil relumbraban como diamantes. Empero, ese día no lograba despegarse del dulce rostro de la mujer asesinada, que se le aparecía sin venir a cuanto, y se movía por las mesas de billar como sonámbulo, sin tino y con menos gracia.

De ahí que mientras entregaba las codornices y la punta azulada de su taco acariciaba la bola para enviar la negra al rincón, la definitiva, sintiera un nudo en la boca del estómago. “La he hecho buena”, gruñó en silencio, siguiendo a un tiempo con la vista a la salsa de soja y el recorrido de las bolas. La salsa terminó donde debía, delante de un tipo menudo con traje de lana gris, pero la bola, que se deslizaba veloz y al son de la angustia que le oprimía el pecho, cuando iba a caer en la tronera, la abandonó misteriosamente. Fabián, bandeja en ristre, paño blanco en el brazo, impecable chaquetilla abrochada hasta la nuez, protestó en silencio por su suerte y sintió que la jornada se le rompía en pedazos; podía verlos caer como estrellas fugaces por el escenario de la cabeza.

- Atiende primero a la mesa 14 y luego a la 26, ¿vale? Ten cuidado, no cometas errores, la concejal de urbanismo y la dueña de una cadena de joyerías, con sus respectivos, están en la 14 – le ordenó Ovidio Sexto, director del restaurante, sacándole de sus tristes cavilaciones.

El hotel Eleusis estaba ubicado en un edificio gigantesco, un portaaviones de cemento con boutiques, peluquerías, discoteca, pubs, guardería, restaurantes y cientos de habitaciones. Un enjambre desconocido para Fabián, al que los precios mantenían atrincherado en el restaurante. “Con las tarifas que se gastan es un milagro que siempre esté lleno. Un corte de pelo cuesta tanto como una lata de caviar”, solía comentar, exagerando.

Esa noche dominaban la cultura y por encima de todo, la melomanía. En uno de los salones de actos había tenido lugar un concierto de piano de un húngaro que movía los dedos por el teclado como los ángeles y la gran mayoría de la audiencia se había quedado a un homenaje posterior. Así que además de los transeúntes habituales del hotel, en el restaurante se encontraban cenando algunos de los más populares concertistas de piano del país, cantantes de ópera que acaparaban la atención de la prensa, diversos políticos de relieve y un número elevado de melómanos.

- ¿Ha pasado el maitre a tomarles nota? –preguntó el camarero a su director.

- ¿Eh? Ah, sí, sí, toma, ésta es. La carne muy poco hecha y los erizos con salsa de hierbas ¿comprendido? –. Fabián echó un vistazo rápido a la nota y asintió.

En la cocina había un calor sofocante. La aviesa Diana, eficiente como una lavadora y con una lengua que disparada atravesaba el acero, sudaba, y al entregarles los platos se asomaba por el ventanuco envuelta en vapores y la bata pringada del color de las salsas.

- Ahí tienes, Horacio, lo de la 23 y la 18. Solo falta el batido de chocolate, aún no está preparado –le informaba la ayudante de cocina a uno de los colegas de Fabián, justo en el momento en el que éste se aproximaba.

- Ahí tienes tú, Diana, un pedido que viene directamente del jefe. La carne poco hecha y los erizos con salsa de hierbas; me dijo que te lo recordara –mintió -. Es para unos mandamases de la villa, así que no les eches encima el aliento, no sea que les dé algo – añadió Fabián, que no perdía ocasión para picarla.

- Muy gracioso el pintamonas –terció ésta con una mueca, arrebatándole la nota del pedido -. Más valdría que espabilaras un poco; se te acumula el trabajo y el ganado desfallece de hambre.

- La has cagado – resopló Horacio -. No deberías haberlo hecho, mal te va a ir... – insinuó Horacio.

- Ni caso –le interrumpió Fabián -, cuanto más la caliento más disfruto de… Oye, ¿esa mujer qué hace en el ascensor? Pero si para utilizarlo se necesita llave. Hay personas que suben por ahí a sus habitaciones, si Ovidio lo permite. Aunque es muy raro, sólo he visto utilizarlo a dos o tres clientes, gente que tiene prisa y llega aquí directamente desde el garaje. Igual tiene una cita con el director; según creo, también se va por ahí a las oficinas. Al menos el gran jefe sube y baja por él.

- A las habitaciones no, ese aparato lleva hasta las suites, sólo a las suites - recalcó Horacio -. ¿No será un cliente del restaurante que se ha despistado? - subrayó.

Horacio se encogió de hombros al decirlo y Fabián, picado por la curiosidad, entrecerró los párpados para enfocar a la mujer, a la que veía a través del vidrio oscurecido de una puerta en el que podía leerse, de derecha a izquierda, las palabras Hotel Eleusis y debajo, con letras algo más pequeñas: Cocina.

- ¡Eh, Diana! Me falta la ensalada de salmón de la 45. ¡Diana! - gritó Horacio, quien se puso a discutir con la ayudante de cocina algo sobre quién era el responsable de un error, había habido una lamentable confusión de platos.

“Lo hace a propósito. No quiere que la veamos”, pensaba Fabián mientras tanto, avanzando ahora unos pasos para observar a la mujer del ascensor, que seguía de espaldas. Le llamaba la atención su cuello largo y delicado, blanco y estrecho, adornado por un collar de cuentas. Aunque también destacaba su cabello, negro y recogido en un moño alto como una pirámide. Era de mediana estatura, como él mismo, “pero seguro que es más vieja”, le dio por pensar. “Las mujeres del dinero envejecen pronto, se marchitan antes, se cuidan mucho, pero el miedo a envejecer puede con ellas, las merma, las estresa, deben de pasarse el día histéricas. Jajajaja” - rio, pensando que él no conocía a mujeres con dinero, así que poco podía saber de ellas. “Las mujeres son jeroglíficos, todas”, volvió a decirse, fijándose entonces en lo bien abrigada que venía: con pieles y botas altas. Afuera era invierno y a esas horas hacía frío.

- La tipa te ha dejado alelado, ¡eh!... Cómete el coco cuanto quieras, pero trabaja, no nos dejes a nosotros el marrón. Vamos, despierta – le canturreó jocoso Horacio, pasando a su lado en dirección al salón.

- No, no, es que debe de tener problemas, las puertas se abren y se cierran, el ascensor no debe de funcionar bien. Le está dando a los pisos en el panel de mandos, pero no sube - dijo Fabián, mintiendo, pues lo que le intrigaba era la mujer, que seguía de espaldas -. ¿Vamos a echarle un cable?

- Corred, no estamos aquí, en el paraíso, para que vosotros le deis tanto al pico. Vamos, vamos, moved el culo – les gritaron desde el ventanuco, impidiendo que Fabián hiciera lo que estaba pensando.

- Luego te responderé como te mereces - masculló Fabián, molesto con la brusca intromisión de Diana.

- No le des más vueltas, ésta es extraterrestre –le susurró Horacio, mientras atravesaba las puertas que les conducían hasta el comedor.

- Lo que es, es una bruja – replicó Fabián, volteando el cuerpo para tratar de empujar las mismas puertas batientes, y echando un último vistazo al ascensor

Ella seguía dentro de la cabina, todavía de espaldas, aunque en el último momento, justo antes de desaparecer, se dio la vuelta. Fabián apenas pudo verla pues las puertas se juntaron al instante, pero hubiera jurado que llevaba puesto un antifaz. “¿Y si fuera ella, la mujer torturada de la foto, que se ha disfrazado para vengarse? Una aparición peregrina por el Eleusis…”, pensó, jugando a creer que había un más allá del día a día, que la realidad tenía grietas y que uno podía escaparse por ellas. Si no había partida de billar porque no podía concentrarse, porque sus nervios se burlaban de su suerte, tendría al menos el consuelo de creer que en una noche como aquella podía suceder un milagro, fuera o no descabellado. “Si Lázaro resucitó puede hacerlo cualquiera. ¿Por qué un muerto no puede robarle el alma a un vivo y campar a sus anchas? ¿Pero... qué andaría buscando un cadáver por este lugar?”.

En ese momento las puertas del ascensor se volvieron a abrir, no habrían pasado ni veinte segundos, pero estaba vacío, la mujer del antifaz no se encontraba dentro. Fabián se extrañó. “No puede ser, no puede haber desaparecido así como así... No la he visto salir de ahí, tendría que estar ahí”, se dijo, pero como tenía que atender a las mesas siguió a lo suyo, de nuevo acompañado de la imagen impresa en aquel periódico, su particular pesadilla.

Luego, cuando estaba sirviendo una sopa de cocido, creyendo también que los labios fríos de la foto le besaban en la nuca, una broma más de sus esquivos pensamientos que fluían distraídos, sintió el beso tan real que la mano se le quedó congelada y con ella el cazo, que desbordó la sopa cayendo en cascada sobre un precioso traje de astracán. Consecuencias: que alguien chilló, una silla rodó por el suelo y el bochorno vino a poseer por la fuerza las mejillas de una desgraciada cuyas ropas de repente olían desagradablemente a garbanzos.

- ¡Oh!, ¡No es posible! Pero… ¡es usted un patán! – gritó la dueña del traje con toda la dignidad que le fue posible. A ella lo del vestido, aclárese, le daba pena, pero qué se le iba a hacer… Lo que le sacó de sus casillas fue tener que interpretar el papel de víctima, con la voz izada como una bandera, sobre el cuchicheo que se desencadenó en el restaurante.

Fue el primer asalto del púgil Fabián y lo perdió a los puntos. El siguiente corrió la misma suerte: tropezó con una mesa rompiendo media docena de vasos, y se encontró con Diana, a la que insultó sin venir a cuento. Fue patético: del primero al último de los voraces clientes alzaron la vista alucinados mirando al horizonte. Alguno incluso se mordió el labio y pudo sonreír, por lo que Ovidio Sexto no le concedió la oportunidad de disputar un nuevo y accidentado asalto.

- ¿Y bien Fabián, cuál es el problema? – le interrogó -. ¿Se puede saber dónde te has dejado hoy la cabeza? Todos tenemos días malos, pero el tuyo es de película. ¿Tienes líos, dificultades, puedo ayudar en algo? – sugirió su repeinado y discreto director, un hombre que hacía gala de una estudiada hipocresía.

- Nada jefe, nada, que hoy no me sale una derechas. O me han echado el mal de ojo o me he levantado con la pierna equivocada. El caso es que estoy como si me bullera la sangre. No lo entiendo – mintió, incapaz de confesar que mantenía improcedentes relaciones con la foto de un cadáver.

- ¿Seguro que no te has metido una rayita? Me dicen que le pegas a la coca.

- Jefe, sabe usted lo que opino de esas cosas: las rayitas son para los delineantes, a lo más para los dibujantes. Lo mío es el deporte; cuando juego al billar me olvido hasta de mi sombra. Eso sí que me pone a cien.

Ovidio Sexto le escudriñó con cierta impaciencia. Aquel tunante era poco ducho en el trabajo, pero su labor, con la sala abarrotada, se le hacía imprescindible. Además, no podía impedir que le cayera bien. “Es un botarate que llegó aquí siendo apenas un crío”, solía decirse, adoptando un tono paternalista tras celebrar alguna de sus pantomimas.

- Ya lo sé, ya lo sé, hombre – le comentó, propinándole un ligero cachete en la cara -. Anda, lleva este pedido a la 222 – añadió, señalando un carrito sobre el que había diversas bandejas y fuentes, algunas con campanas -; date una vuelta y tranquilízate, pero no me tardes, mira como está el patio. Mañana intentaremos resolver tu problema con el gran jefe; quiere que estés en su despacho temprano. Para tu suerte, pasaba por aquí y lo ha visto todo. Tus chanzas le han sacado de quicio y me temo que habrá que inventar una buena disculpa para que no te ponga de patitas en la calle.

- ¿Qué el gran jefe quiere verme? –, inquirió Fabián, que no daba crédito a que el personaje más odiado, temido y envidiado del Eleusis se preocupara hasta ese punto de su existencia -. ¡Mi madre, la que he montado! – se dijo después, cada vez más consciente de sus despropósitos.

- Quiere verte a ti y a mí – matizó su superior-. Por lo visto, la señora sobre la que vertiste la sopa es la esposa de un íntimo amigo suyo.

 

 2

*****

“¡222! ¡Mmmmmm!... Un buen número, ¡capicúa nada menos! Puede que cambie mi suerte”, pensaba, dejándose elevar en otro de los ascensores, este cercano a la cocina. El de la mujer del antifaz, lo había averiguado, era sólo para emergencias y personal autorizado, y él no lo estaba. Además, seguía estropeado. “Una rayita, ¿qué si me he metido una rayita? Como si tuviera sueldo de… Bien sabe él quién se mete aquí las rayitas, que el amigo no deja de tocarse las napias y tiene un constipado crónico. ¡Joder con la cara que puso Diana! ¡Ni que la hubieran... no sé... violado! –, se dijo, esbozando una malévola sonrisa-. Esos labios tuvieron la culpa, me besaron a traición. Sí. Pero ahora que lo pienso, la morena del antifaz debe de estar en alguna de estas habitaciones. ¡Sería de cine que estuviera en la 222! ¡Podría verle la cara, arrebatarle la máscara,...!”, siguió tramando, dejándose invadir de nuevo por un deseo disparatado.

Sin poder ni querer evitarlo, a sabiendas de que del rostro de aquel enigma solo tenía el antifaz, poca cosa para reconocerlo, decidió seguir apostando por un nuevo juego, también éste estéril y condenado al fracaso, pero ¿qué es un juego sino eso?, un pasatiempo?

- !Que el afán me lleve hasta ella! -, exclamo a media voz empecinado, saliendo al pasillo. Iba a la deriva, recto el paso, pero torcida la mente, e imantado ahora por el influjo de aquella aparición cruzó el desierto de la alfombra bajo el frágil aliento de las luminarias, y llegó sediento a la habitación.

Allí estaba el número: 222, delante de él, un espejismo de metal brillante que su manojo de nudillos hizo vibrar con un ligero golpe. Esperó en silencio. Nadie. Luego, voces apagadas. “Si es ella... joder, ¿qué fuerte sería, no? La reconocería entre miles”, musitó, jugando una vez más, tras cerrar los ojos con ansiedad. Poco después, escuchaba el quejido de la puerta al abrirse y presentía las llamas de unos ojos.

- ¿Durmiendo la siesta, amigo?

El irónico destello de aquella voz había surgido del vientre ronco de un saxo, no de las cuerdas delicadas de un violín o del suave respiro de una flauta. Eran pues propiedad de un ordinario macho que no tenía piedad y había acabado, sin saberlo acaso, una vez más, con sus sueños. Azorado, maltrecho, el camarero volvió a descubrir que la cárcel mental en la que vivía no tenía resquicios, barrotes limados o túneles excavados con las manos por los que escapar. Quiso pensar, abatido, que para él seguía sin existir la sorpresa, la ambigüedad o la aventura. Por lo que abrió los ojos y sin molestarse en contestar se frotó la barbilla con nerviosismo, trató de forzar una sonrisa de austera cortesía y empujó el carrito hacia la puerta arrollando al propietario de la habitación. “Que te jodan”, pensó.

En el interior le esperaban una cama, dos mesillas, una moqueta grisácea, una puerta que comunicaba con el baño, un armario y una televisión. Un pobre espectáculo al que se sumó el grueso sujeto que le abrió la puerta, que vestía pantalón de pana, camisa y tirantes azules.

- Tenga usted – manifestó el sujeto, ofreciéndole unas míseras monedas que Fabián despreció. Prefirió desaparecer lo más rápido que pudo.

“Ese tipo olía peor que una ballena desollada”, rugió para sí, muy inquieto, cuando alcanzó las estancias que daban a la cocina. “Joder, alguien podía arreglar este puto ascensor”, se dijo al pasar junto a él, y mientras las puertas seguían abriéndose y cerrándose.

- Para ya, coño - dijo en voz alta, tratando de evitar que las puertas se cerraran y haciéndose daño -. - ¡Uyyy!, jo... - exclamo, dándole una patada a la puerta y otras a las paredes de la cabina, donde finalmente había entrado. Estaba cabreado.

En un instante fue tal la temperatura que alcanzó su ansiedad que si se hubiera podido medir con un termómetro éste podría haber estallado. Se ahogaba, el aire le llagaba mal a los pulmones y sentía el vientre hinchado, como si se hubiera comido un balón de playa. La saliva se le acumulaba en la garganta: ni podía tragarla, ni escupirla. “Necesito respirar aire, voy a salir a la calle. ¡Ufff! Tengo que salir de aquí al precio que sea. Cada vez estoy más harto de sonreír a almibaradas señoras y cretinos con tarjetas de crédito millonarias; no puedo soportarlos, ni a Sexto y sus hipocresías, ni al tonto de Bruno, ni la miseria que gano”, pensó, las manos apoyadas en la pared del fondo de la cabina del ascensor y aguantando el dolor en el pie. De repente, el mal humor volvió a apoderarse de él, y sin premeditación alguna y aprovechando que las puertas estaban cerradas herméticamente, volvió a propinarle patadas a la parte trasera del ascensor. Fueron dos o tres golpes rabiosos y precisos que para su asombro abrieron una puerta que daba acceso a un angosto corredor en penumbra.

Fabián se quedó perplejo. Miró a un lado y otro de aquel pasillo y comprendió que no se trataba de una ilusión, que había realmente dos puertas: una camuflada, descubierta por la espontánea ira de las piernas y enfrente, la habitual, por la que algunos entraban y salían cuando estaban autorizados. “Vamos a ver, concéntrate, que llevas un día fino”, se dijo entre dolores, pues del último zapatazo había vuelto a salir malparado, “si esa puerta conduce al hall anejo a la cocina, ¿dónde carajo conduce ésta otra? ¿Una puerta oculta falsa? ¿Para qué? Ah... Ahora entiendo la desaparición en segundos de la mujer del antifaz, la del moño. Se las piró por aquí”.

Incrédulo todavía, se agachó un ápice, lo justo para caber, la puerta medía menos que él, y asomó medio cuerpo. “Si existe el destino, éste es el mío”, pensó para darse ánimos, cruzando el nuevo umbral descubierto a patadas. “Solo faltaría que por meterme donde no me llaman me acusaran de allanamiento de morada. Sería la guinda del día. Eso y que me echaran definitivamente a la calle; aunque si lo hicieran me ayudarían a tomar una decisión que vengo eludiendo desde hace meses”, le dio también por pensar, mientras sus pies pisaban una mullida y desconocida alfombra de lana. Fabián se quedó quieto como si en ello le fuera la vida, aguzó el oído y paseó la mirada.

Allí estaba el corredor, largo y mal iluminado, y una alfombra donde se podían distinguir escenas orgiásticas: robustos penes erectos, pechos torneados, pubis, hombros hercúleos, nalgas firmes, todos inmersos en el esplendor de un decorado de flores, bosques y ríos que se desbordaban en cataratas. Dominaba el rojo. Puertas forradas de terciopelo rojo, paredes acolchadas y forradas con idéntico tejido y color, cortinas,… Solo la alfombra, ese estallido de colores y las flechas fosforescentes amarillas que había sobre el parqué, vulneraban la uniformidad del ambiente. “Un burdel de principios de siglo, o los tenebrosos pasillos que conducían a las salas de juego clandestinas, cuando las apuestas eran un peligro público; también parece…”. El intruso seguía jugando, ésta vez a interpretar lo desconocido, a corregirlo, a situarlo en la atroz maquinaria de su cabeza. “…un laberinto creado por un excéntrico para gozar de sus delirios. ¿Por qué si no las flechas pintadas en el suelo? Parten desde las puertas de terciopelo y se pierden por los pasillos. ¿A dónde conducirán?”

Fabián imaginaba todo tipo de proezas de la crueldad: jóvenes a los que el excéntrico raptaba y abandonaba a su suerte en un laberinto poblado de bestias sanguinarias, sádicos enfermizos, paranoicos coléricos y perversos de toda índole; una maraña de corredores macabros en los que la vida se había convertido en un ejercicio lamentable y la muerte en un lujo casi imposible.

“¿Qué diré si me encuentro con alguien?”, se preguntó, tras entregarse a las inusitadas y crueles emociones que le despertaba el lugar. “Les explicaré que me he caído por esa puerta y que me encontré aquí de repente”, se dijo satisfecho, para acto seguido hacer un mohín de contrariedad. “Será mejor que encaje la puerta de acceso y busque el mecanismo que me ayude a pasar desde este lado a la cocina, no vaya a ser que me quede aquí encerrado. No ajustaré la puerta del todo, por si las moscas. No creo que nadie trate de entrar en el ascensor desde la cocina. Las puertas se abren y se cierran, verán que está estropeado. ¿Pero, y si por lo que sea entran y descubren la puerta abierta? Poco probable, se utiliza menos que una yegua vieja. ¡Qué caramba! – masculló -; eso de darle patadas a un ascensor, abrir una puerta oculta y entrar en un sitio como este es, es,... vamos que no pasa nunca. No, si al final voy a estar de suerte, por fin, por una vez en la vida”, se dijo, y arrimó con ahínco la puerta, que encajó sin mayor problema, salvo que... “¡Joder! ¡Cómo ahora no encuentre la manera de abrirla de nuevo…!” se quejó Fabián, en silencio.

Por este lado la entrada oculta estaba disimulada con un cuadro en relieve en el que varias figuras se retorcían de placer. Diseñadas en bronce, las figuras desnudas realizaban complicados dibujos amorosos. “Hay que tener un cuerpo de estaño para conseguir ponerlo de esa manera”, musitó, al observar la obra de arte.

“¿Dónde estará el maldito resorte que la abre?”, se preguntó, sobando con sus manos las partes menos nobles de los seres de bronce. Hasta que por fin, tras varias tentativas, metió la mano entre las piernas de una de las damas del relieve, allí donde se unen exactamente, pulsó un pequeño botón metálico y la puerta se abrió, parecía que gemía.

“Vamos, date prisa, no ha pasado mucho tiempo, pero sí el suficiente para que noten tú ausencia y alguien venga a buscarte - se dijo, entrando de nuevo en el elevador y cerrando la puerta oculta -. ¿Dónde estará la dichosa palanca que la abre por este lado?, se preguntó al instante. Vamos, tiene que estar por aquí, pues fue por aquí donde le di las patadas - pensó, mientras revisaba palpando, agachado, las paredes, los bordes, cualquier detalle que le llamara la atención y estuviera situado en la parte trasera del ascensor, en el cual, por cierto, las puertas que daban a la sala contigua a la cocina seguían abriéndose y cerrándose cada pocos segundos, continuaban averiadas -. Será mejor que ensaye una respuesta por si entra alguien. Ya sé, diré que me mareé; y si me pregunta el jefe le diré lo mismo, que me dio una especie de vértigo y que me fui a dar una vuelta para tomar aire, luego le pediré disculpas por llegar tarde. Se lo tragará”:

Sus dedos acariciaron las fisuras, recovecos y aristas de la puerta, manosearon cada centímetro con sumo tacto, hasta que sintieron un minúsculo botón que parecía ceder al presionarlo y que coincidía con la junta de los paneles que daban forma a la cabina casi al borde del suelo. “Claro, debí presionarlo con las patadas”, se dijo, feliz por el hallazgo y tirándose al suelo para cerciorarse. Un segundo después, las puertas del ascensor por el lado de la cocina volvían a abrirse dejando entrar unas voces.

- Ves como sí que se abre.

- Tenías razón, habrá que llamar al... ¿Cuál era el nombre del que arregla....? ¡Dios mío! ¿Qué hace ese hombre ahí tirado?

Fabián Gastón, al que sus colegas no habían reconocido, representaba sobre el suelo envejecido del ascensor la figura de un hombre con la mejilla pegada al piso de madera, la nariz a un palmo de la pared y una mano sobre el zócalo. Y así se quedó, inmóvil como una piedra. Dadas las circunstancias, lo mejor para sus intereses era simular un desvanecimiento. Menos mal que lo tenía medio ensayado. “No es, desde luego, uno de mis mejores días - pensó -. ¿Dónde he entrado? ¿Puertas ocultas en un ascensor? ¿Por? ¿A dónde conduce ese pasillo? ¿Flechas de señalización en el suelo? ¿No había ventanas? ¿Forma parte del hotel?... Hasta que simuló recuperarse del desmayo, no dejó de hacerse preguntas, todas con respuestas inquietantes”.

 

 3

******

Tenía la guarida revuelta. Fabián acababa de entrar en su apartamento y había tirado las llaves en el sofá, había entrado en la cocina, se había acercado a la nevera – antes había apretado el interruptor del compact dejando que estallara la música -, y se había bebido medio litro de zumo de pera. Acto seguido se lanzaba hacia unas anillas de gimnasia situadas a la altura de la cama – por el camino se había quitado el anorak, el jersey y la camiseta -, y se dedicaba a subir una, dos, varias veces, sus músculos centelleando en la noche, hasta que a tientas, pues no había encendido la luz de la sala, se impulsaba cual bola de carne hacia la cama, entrando como una exhalación por el único agujero que quedaba abierto en la cortina de gasa. A dos metros del suelo, el techo era alto, su cama parecía un capullo de mariposa gigante flotando en la amplia sala. El colchón, una especie de almohadón grande y grueso, las sábanas y la colcha pendían de unas argollas clavadas en el techo que estaban rodeadas por una tupida gasa blanca. Las argollas sujetaban una red metálica que hacía de somier. El suelo quedaba tan lejos que apenas lo veía: la débil mancha lunar no conseguía iluminarlo.

Tumbado en su nido – así lo llamaba -, se dedicó a escuchar el roce del viento en los cristales. Vivía rodeado de grandes ventanas y grandes cortinas que evitaban la abrumadora presencia del sol. A aquellas horas y desde allí, la ciudad era un animal salvaje que dormía un temible sueño. Más de una vez se había quedado como un tronco escuchando el leve ronquido que emitían el cemento y el asfalto; pero no esa noche, esa noche se contemplaba a sí mismo. La mano sobre el pecho, escuchaba el tambor del corazón. “Estoy mejor, me he llevado un buen susto cuando me han descubierto, pero me he portado como un señor. Y luego ¡qué bien he interpretado el papel de enfermo! Ha sido un poco pesado cuando el médico se ha empeñado en mirarme por aquí y por allá; menos mal que era un…”, recordaba.

A Fabián Gastón le atraía todo lo que tenía alas y no soportaba verse rodeado de paredes. Por eso vivía en ese palomar acristalado desde el que podía divisar una gran porción de cielo, la masa forestal del parque cercano y los tejados de los vecinos. Su propio aspecto recordaba a los pájaros. Alto, desgarbado, el cuello y la nariz afilada, torcida hacia abajo, los pies grandes y anchos, los dientes estrechos, largos y visibles, tenía la envergadura de un ave grande, de una zancuda o de un buitre leonado. Inconfundible, desde niño, desde que sus amigos descubrieron que sus ojos eran más rápidos que su mente y que los movía en círculos y eran vivarachos y sagaces, arrastraba el sambenito de un mote; le apodaban “Pajarito”:

De éstas aficiones hablaban sus paredes: los cuadros y fotos de tábanos, avispas, moscas, grillos alados, polillas, gaviotas, bombarderos, reactores, paracaidistas, cualquier objeto u animal que tuviera la facultad de despegar de la tierra. Pero “Pajarito” jamás había subido a un avión, y menos a un aerostático, le daban pánico, pero necesitaba de la altura y la visión inconclusa del aire para sentirse bien.

Un sueño fatuo el suyo, ese de huir hacia la nada para escapar del agobio de la materia y del dedo acusador de la rutina. “En mi nido me siento inaccesible y fuera de toda sospecha humana, es como si no contara, como si tuviera plumas en los brazos”, solía decirse. Por lo demás, su refugio era la vivienda normal de un tipo normal en un barrio normal: puñados de libros abandonados en el retrete, bajo la cama, sobre los radiadores – sus preferidos eran los textos de viajes y las biografías de deportistas -; una mesa pequeña, un perchero, dos sofás desvencijados, una alfombra que había perdido el lustre, un arcón, la cocina de gas, el wáter, un compact en el que aparecía una hilera de puntos verdes intermitentes y por supuesto el ordenador y el televisor, apoyado sobre una pila de ladrillos. Fabián había bajado de las alturas y había puesto un vídeo, eliminado el volumen, prefería el del compact. Una manada de cigüeñas surcaba el aire con dirección a ninguna parte.

Muy a su pesar, aún se encontraba nervioso. Se había metido en el nido, su vientre materno, para calmarse, pero no había funcionado. La música, las cigüeñas,… tampoco. Había tratado también de apaciguarse colgado de las anillas, haciendo equilibrios en el aire, fortaleciendo sus ya de por sí endurecidos músculos, pero le habían podido los recuerdos, las imágenes, la ansiedad. Su inagotable voz interior seguía hablándole de la puerta falsa, del antifaz y de cadáveres.

A éstas horas, cualquier otra noche podríamos encontrarle sentado frente al televisor viendo algún film. No podía meterse entre las sábanas sin haberse entregado a la incertidumbre del suspense, la seducción de la fantasía o la banalidad de la comedia. Sin embargo, ésta noche, mientras las zancudas se movían por el cielo electrónico, miraba obsesivamente hacia aquel extraño mundo descubierto a patadas y se preguntaba por qué habían dibujado aquellas flechas en el suelo y por qué aquel silencio inquietante lo impregnaba todo.

Ávido de respuestas, ciego, discurría al compás de las cigüeñas, que seguían un rumbo mil veces trazado por sus antepasados. Hasta que finalizó el vídeo y de golpe, como un martillazo, surgieron en la pantalla los anuncios, la publicidad, que sin embargo no impidió que siguiera a lo suyo: “La chica del antifaz tuvo que entrar por la puerta del ascensor, seguro. Pero ¿dónde iría?... ¡Lo tengo!: la puerta no existe más que en mi cabeza. ¡Me la he inventado!” Cansado de darle vueltas, se presentó ante el altar del amanecer poseído por extrañas visiones y premoniciones. Todo lo que había podido hacer, no le dieron las fuerzas para más, fue poner un vídeo tras otro de aviones de la segunda guerra mundial, de cazabombarderos del siglo XXI, de transbordadores espaciales en un cosmos congelado, y de exóticas aves por los mares de Indonesia.

 

4

*****

- ¿Pero qué cara tienes, Fabián? Haz el favor de ir a ver a tú médico enseguida, o mejor, ve al de urgencias. ¿No tendrás fiebre? ¿Has vigilado la temperatura?

A Bruno Leli, el maitre, le disgustó comprobar el deplorable aspecto que presentaba su pupilo. No solía dejarse influenciar por las supuestas enfermedades de los empleados, pero en este caso los síntomas, producidos por el insomnio en realidad, eran evidentes: la piel del rostro oscurecida, los ojos hinchados y las cuencas hundidas, los pómulos caídos,... “Da mala espina, así no puede atender a los clientes”, meditó, preocupado.

De origen italiano, Leli había sido educado en un ambiente castrense – su padre fue sargento de cocina en el ejército de tierra -, y aunque sus modales eran sigilosos y educados, había adquirido los vicios y manías familiares. Bien que lo sabían en el hotel. En una ocasión despidió a un camarero porque se había colocado un pendiente en la oreja. Cuentan que de nada le sirvió quitárselo al instante. Había que dar ejemplo. Su lema era: “aseo, pulcritud y manicura”, y su obsesión: convertir a los camareros – a los que obligaba a visitar una vez por semana la peluquería -, en soldados. Afirmaba que la mayoría de las veces los clientes ni les veían las caras, pero sí que les veían las manos. “Están demasiado ocupados charlando o examinando al vecino y aun cuando os piden platos, tenedores, copas,… ni os miran, os ven como de pasada, pero no ocurre lo mismo con las manos”, les informaba, tratando de infundirles su particular perspectiva de la profesión. Para el maitre los guantes eran una aberración y solo él debía llevarlos. Los demás tenían que lucir las manos. También les aconsejaba cultivar el manejo de una pequeña pelota durante horas, día a día. “Así conseguiréis dominio sobre los dedos”, les explicaba. Y ahí estaban los camareros luciendo sus impecables camisas y chalecos, con bulto de pelota incluido a la altura del bolsillo; y ahí estaban también, entre plato y plato, manoseando las bolas por las esquinas para agradar al jefe.

Fabián, que rememoraba todas aquellas lecciones de urbanidad, se quedó perplejo con las órdenes recibidas. “¡Cómo voy a ir a mi casa hoy, precisamente hoy!”, pensaba, cariacontecido. Tenía la intención de rastrear de arriba a abajo los pasillos enrojecidos de su mente, si es que estaba allí el pasillo y no tras el ascensor. Y para eso, claro estaba, debía quedarse allí, esperando su oportunidad para tratar de atravesar la barrera de lo desconocido.

- Se lo agradezco, pero creo que estoy bien, además, ¿qué va a ser de mi cita con el gran jefe? – indagó, entre balbuceos.

- Por la cita no te preocupes, he hablado con Ovidio y él cree que tú repentina enfermedad ayudará a suavizar la tensión, cuantas más horas pasen, antes habrá olvidado el incidente. Así que media vuelta y al médico y acto seguido a las sábanas; te quiero ver aquí mañana y en plena forma. Recuerda que a partir de la próxima semana habrá jaleo en los tres salones, hay varios congresos y convenciones en la ciudad. Se han reservado todas las habitaciones y vamos a sudar de lo lindo.

No había ninguna probabilidad. Conocía a su jefe y sabía que si se empeñaba en algo era difícil contradecirle, por no decir imposible, así que optó por una retirada digna.

- No sabe cómo le agradezco que me deje descansar, aunque sea un día; la verdad es que no me siento en forma. ¿Sabe una cosa?: no olvidaré este gesto. Pero antes de irme, si no le importa, voy a saludar a Gloria; quiero decirle que no se preocupe, que me encuentro bien. Ayer, cuando me encontró tirado en el suelo…, se debió llevar un buen susto.

- Ah, ya, entiendo, corre a saludarla, creo haberla visto por ahí – le contestó Leli.

Fabián se dio la vuelta, se encorvó y se metió, precedido de un codazo, entre las puertas batientes. De ahí al ascensor necesitó 30 pasos presurosos. 30 segundos más tarde volvía a cruzar la barrera prohibida.

“Está todo intacto, tal y como lo había grabado en la memoria. La luz, el olor a menta, las enigmáticas flechas,...”, murmuró, mientras pisaba de nuevo la alfombra.

 

5

*****

Durante la primera media hora no ocurrió nada sospechoso. Aquel universo permanecía virgen. A ratos olía a incienso rancio y sensual y a la luz de las lámparas de aceite los corredores parecían estar sumergidos en una bruma encarnada, reflejo del color de las paredes. El ambiente era propicio para la osadía, para el delito, para desatar las pasiones. A Fabián no le hubiera sorprendido ver el relumbre de una hoja afilada sesgando una indefensa garganta. Guiado por la prudencia, procuraba moverse solo en las zonas próximas al ascensor, por si había que salir de estampida. Iba pasillo arriba e iniciaba el regreso en cuanto llegaba a la primera encrucijada, una especie de sala de las que partían otros corredores y unas escaleras que iban hacia arriba y abajo.

Pegaba la oreja a las puertas, pero no escuchaba ruido alguno. “¡Mmmm! ¿Mil a uno a que las habitaciones están insonorizadas?” apostó consigo mismo, acariciando el terciopelo de las puertas con la mano.

Bajo el dintel reinaba la oscuridad, allí no llegaba la luz de las lámparas. Por eso no había visto antes aquellas letras metálicas con las que sus manos tropezaron de improviso. “Aquí, o vienen con linterna o tienen que tirar de braille”, pensó el intruso, mientras recorría su perfil metálico con los dedos; pero no supo interpretarlas. Buscó entonces la solución en el mechero: Mesalina, estaba escrito.

Más tarde descubriría que ninguna de las puertas tenía números sino que llevaban impresos nombres, la mayoría extraños, como ese de Mesalina, o los de Paprika, Afrodita, Eros, Dionisio y Lesbos, todos ellos revelados por la luz hiriente del mechero.

Pasado un rato y sin bajar la guardia decidió arriesgar más en la aventura. “En cualquier caso, se dijo, sea lo que sea este lugar, siempre será posible justificarme. Si me encuentro con alguien diré que me he extraviado, que no encuentro mi habitación; les diré que estoy en la de la tal Mesalina. La verdad es que me estoy haciendo un lío: ¿Esto qué es? ¿Dónde estoy? ¿Forma parte del hotel o es una vivienda privada? Lo que no entiendo es por qué no hay nadie, por qué está todo silencioso”.

Estaba ya a punto de comenzar la expedición cuando su cuerpo reaccionó como un gato aterrorizado: se quedó tieso. Unos pasos, amortiguados por la lana de la alfombra y las paredes acolchadas, venían directamente hasta el tímpano de su oreja izquierda. Por instantes se hacían más y más nítidos. “Ahí viene el futuro. Son dos”, se dijo, intrigado y nervioso.

- ¿Estás seguro de que es por este lado? – preguntó una voz femenina que parecía surgir de las entrañas del silencio.

- Sí, ya lo creo, siempre pedimos la misma habitación: la de esa gran puta romana o griega. Estamos a punto de llegar – contestó otra voz, ésta masculina.

- Cállate, no seas grosero – le respondió la mujer, simulando enfado, para cambiar de tema y de tono enseguida -. ¿Quién es más puta: ella o yo? - preguntó, en el momento que se detenían frente a una puerta.

- Ven aquí – le interrumpió el hombre, para luego estrecharla entre los brazos, besándola, y terminar dándole un pequeño mordisco en los labios.

- Gracias - replicó ésta, pasándose la lengua por los labios y separándose. Luego, paseó la mirada por el recinto -. Este lugar me da un poco de miedo, siempre tan quieto y oscuro. No acabo de acostumbrarme. Vamos, entremos, tengo ganas de tomar una copa.

- Sí, entremos, que hoy te voy a llevar al cielo – contestó el varón.

- Más te vale que me lleves a algún buen sitio, porque esta es la última vez que voy a follar contigo, ya estoy aburrida. - respondió ella.

Desde su posición Fabián no podía ver más que sus sombras, y cuando pararon bajo la mancha luminosa de uno de los quinqués, justo el que estaba encima de la puerta, el rebujo de ella, su boca, enorme, como su quijada, y las solapas de la chaqueta de él, que las llevaba levantadas e iba también enmascarado.

“Aquí están de moda las máscaras”, pensó Fabián al descubrirlos. “¿Será ella?” - se preguntó, pensando en la mujer desaparecida en el ascensor -. “No, imposible, no es su boca. En esta cabrían la noche y el día”. Si los enmascarados hubieran levantado la vista le hubieran descubierto, pero se pusieron a jugar a tocarse por encima de la ropa como si fueran adolescentes.