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COMITÉ CIENTÍFICO de la editorial tirant humanidades

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española

Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación

Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

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ANTROPOLOGÍA

HORIZONTES SIMBÓLICOS

CARMELO LISÓN TOLOSANA

(Director)

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Valencia, 2014

Copyright ® 2014

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PRÓLOGO

Recuerdo con agrado las clases en la Universidad de Zaragoza del decano J.M. Lacarra sobre la simbología del Camino de Santiago y las de E. Frutos sobre el significado y simbolismo del Barroco en las que ambos destilaban saber y fineza de dicción, y rememoro con nostalgia algunas lectures en Oxford y muy especialmente los Seminarios de los viernes por la tarde que coronaban la semana. Por otra parte, expertos en Filosofía, Literatura, Arte y Música —materias por la que sentía predilección— conferenciaban en aula abierta sobre la Patética o la Flauta mágica, filosofía de la ciencia, lógica simbólica, retórica, la Divina Comedia lo que me proporcionaba intermitentemente experiencias de ver y oír en reflexión pausada modos de apreciar y presentar problemas. Figuras ajenas a mi curriculum esos lenturers no solo ampliaban horizontes sino que con su presencia y dicción proporcionaban placer en directo.

En el Institute of Social Anthropology los seminarios aludidos fin de semana tenían especial atracción porque podíamos los alumnos escuchar a prominentes figuras oxfordianas en materias afines y además a lo mejor de la Antropología británica e incluso extranjera; recuerdo por ejemplo, a I. Berlin que con elegante apariencia, acento marcado y dicción rápida condensaba un volumen en sesenta minutos; a R. Firth adoctrinarnos sobre simbolismo en arte y filosofía, a E. Leach sobre sus temas preferidos como la exégesis bíblica bajo la lente antropológica del mito y del simbolismo, y a V. Turner, a M. Douglas, C. Geertz etc. originales maestros en ritual y simbolismo. Tampoco estaba ausente en las clases el tema del simbolismo pero era R. Needham el abanderado en su continuo interés por la naturaleza y formas de su expresión; son sus lectures, que posteriormente publicó1, las que recuerdo hasta hoy y que releo o periódicamente hojeo.

El simbolismo y su problemática estaban en el ambiente; todavía resonaban las Barbour-Page Lectures de Alfred N. Whitehead recientemente publicadas por la CUP en 1958 con el título Symbolism. Its Meaning and Effect. E. Cassirer, S.Ch. Peirce, S. Langer, G. Santayana, H-G. Gadamer y U. Eco me orientaron acertadamente en el laberinto del problema. Más tarde al escuchar a los dialogantes gallegos describirme las numerosas señales que pronostican muerte en la Galicia rural tradicional resurgió necesariamente mi interés por el tema para poder abordarlo con un mínimo de rigor. ¿Cuál es la naturaleza categorial del simbolismo? ¿Y del signo? ¿Consienten identificación constante y general? ¿Cuál es la relación del símbolo con la metáfora y la analogía? ¿Y con la formulación binaria y polar? ¿Qué lo perfila frente a la ecuación de semejanza y similaridad? Difícilmente puede haber acuerdo en las respuestas tratándose del símbolo, venero de pluralidad semántica y de ambigüedad. Pero un mínimo de discriminación diacrítica es conveniente para proceder con el material etnográfico y su abstracción significativa. Lo que sigue es mi sintética aproximación al problema, resultado de mis lecturas y de mi etnografía gallega. Cuenta y vale para mí.

No es necesario insistir en la labilidad que marca la frontera separadora de signo y símbolo puesto que la propia y primaria definición permite el deslizamiento del uno al otro concepto en viaje de ida y vuelta: ambos están pro aliquo; no es de extrañar que algunos —pocos— autores no vean necesaria la distinción. Creo no obstante que metodológicamente conviene aquilatar conceptos para que nos ayuden en la interpretación. Estas son las razones: primero signo es un genus generalissimum que apunta simple e inequívocamente a un referente; cuando un conductor ve la señal stop no tiene duda alguna de su significado convencional aprendido; su monovalencia no lo permite. Pero si digo, segundo, toisón o cetro el signo es algo más complejo pues además de tener una referencia clara evoca toda una red de homonimias (nobleza, realeza, monarquía, autoridad, jerarquía, etiqueta, poder y ceremonial cortesano, elegancia, riqueza, belleza etc. cada una con sus valores exclusivos) que no lo hacen diferente de símbolo, al contrario, lo confirman como tal, y al mismo tiempo conserva su calidad de signo porque el cetro no es nada vago o nebuloso y no permite interpretaciones fuera del campo semántico indicado. Tercero, y doy un paso más, un peto de ánimas es algo con lo que se encuentra todo el que anda por los caminos gallegos; representa en mensaje directo las ánimas en las llamas del purgatorio, pero tiene otras determinaciones que nada tiene que ver con ese lugar y que aluden a un más amplio significado local y contextual (ubicuidad del tema en la región, linealidad, jerarquía, veneración de antepasados, ideología de la casa, petición de oraciones y limosnas, ritualidad mortuoria, igualdad ante la muerte y después de la muerte, sentido de transcendencia y todo en conjunción y como parte del imaginario comunitario gallego) a lo que nos invita un signo artístico en piedra; el deslizamiento del signo al símbolo es suave. La energía y dinámica evocadora del símbolo es mucho mayor porque su referente no tiende a ser constante, carece de atribución única y permite en su polivalencia interpretaciones heterogéneas, vagas y alternativas, lo que hace de él un concepto adaptable, manipulable, y rico en potencia significante y valor. Concepto complejo, plural, inagotable y difuso, arbitrario y plurívoco, se rige por asociaciones culturales de ideas, reglas proyectivas y nudos de proposiciones que requieren la cooperación del intérprete, lo que implica que al no obedecer a protocolos discursivos combina ideas, deseos y significados que generan sentidos en lectura infinita. Por otra parte en cuanto infinitamente interpretable es deconstruible y, por su semiosis ilimitada, siempre un tanto incierto.

Esa inagotabilidad del símbolo propicia la posibilidad de ulterior significado, de significar cosas que no se pueden decir de otra manera, de condensar pensamientos que no se expresan ni desarrollan, a lo Kafka, cuando vehicula ideas sobre Dios, su ausencia, la difícil convivencia y la modernidad que nunca narra, o cuestiones básicas del momento que se limita a insinuar con una vaguedad sugerente pero que no dice. El símbolo puede ser conceptuado además como un esquema englobante que formaliza en totalidad, como un totum comprehensivo que organiza temas básicos de la comunidad que pretenden dar razón de la vida, de sus necesidades fundamentales y aporías humanas como la terribilidad de la existencia, de la finitud, del Mal y de la muerte. Crea ontologías alternativas para la concepción de objetos, de ideas y valores, dice enigmáticamente lo indecible y origina epifanías sin códice ni arquetipo, epifanías transcendentes e imaginativas del más allá, fundamentadas en emoción y deseo. La sabia gallega —algo de sabia tiene— hace estallar en luminosos fuegos culturales las analogías y metáforas que inventa al transformarlas en principios cósmicos abstractos de ilimitada potencialidad2. Estamos lejos del signo.

El modo simbólico, de lo que en realidad estoy hablando, no matrimonia con el modo discursivo lógico de pensamiento proposicional; el modo simbólico es mítico-poético, fantástico e imaginativo, artístico y emotivo, no duplica lo real, lo abstrae y representa en idealización; lo hace a través de temas y tipos que descubren dimensiones de lo humano (el conquistador, Sancho, el pícaro, la Celestina, el guerrillero) y por medio de la representación de profundas y permanentes figuras (Edipo, Cleopatra, Sócrates, Clitemnestra, Don Juan, Antígona, Elena, la bruja, la fémme fatale) o exemplars —el catálogo de héroes o santos o patriotas según creencia— que por su virtualidad plurivalente, ejemplaridad, misterio, maldad o belleza no solo se refieren a un momento o personaje histórico sino que después de siglos siguen hablando en profundidad a nuestro tiempo. El modo simbólico con su riqueza incoada y potencial dinámico es categoría insubstituible en nuestra disciplina que parte y pretende penetrar en la semiótica de lo real, de lo fenoménico, de voces, gestos y colores, de ideas y emociones en toda la variedad de sus posibilidades y manifestaciones que se potencian al actuar en tensión simbólica. No pretendo sancionar ninguna formulación exclusiva relativa al tema, sí poner un cierto orden en mis ideas porque son éstas las que me han servido para reflexionar sobre la pertinente etnografía gallega.

Idea fecunda la de la Prfa. Petra Mª Pérez Alonso-Geta que sugirió el tema y que con tanto acierto desarrollaron en Valencia, bajo los auspicios del Instituto de Creatividad, del 16 al 19 de mayo, los profesores participantes en intensas sesiones de trabajo y diálogo. Mi mejor agradecimiento a todos ellos sin olvidar al personal administrativo.

Madrid otoño de 2012

C. Lisón Tolosana

1 Reconnaissances, Primoprdial Characters, Symbolic Classification y Circusntantial Deloveries.

2 Lo sugiero en Antropología social y hermenéutica, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1983, capt. I y en Teoría etnográfica de Galicia, Akal 2012 capt. VII.

Capítulo 1

SIMBOLISMO Y SITUACIÓN IMAGINARIA EN LA INFANCIA: SU PAPEL EN EL DESARROLLO CÍVICO-MORAL

Petra Mª Pérez Alonso-Geta

Universidad de Valencia

La palabra “símbolo” etimológicamente proviene del griego. Se entendía como signo de reconocimiento de algo, a lo que representaba. Desde su origen es la idea de nexo, lo que da sentido a la palabra. El símbolo se encuentra enlazado con su significado, pero está vinculación es, en general, arbitraria; es el contexto el que corrige la ambigüedad. Los símbolos vehiculan información, son formas arbitrarias en las que se representan ideas, objetos, acciones, situaciones, etc. En un sentido amplio, el símbolo puede ser cualquier objeto, hecho, cualidad, que sirva como soporte o vehículo de una concepción. La concepción constituye y es el “significado” del símbolo. Por eso los símbolos, como afirma Lévi-Strauss, son semiológicos, es decir, transmiten un mensaje que puede ser descodificado, explicado y convertido en un discurso. Los que escuchan pueden no ser conscientes de forma explícita, pero están recibiendo unos significados y contenidos acerca de su cultura, que se descubren en los símbolos que les representan (Parkim, 1988, p. 127).

El símbolo tiene una naturaleza cultural, cuyas redes están formadas por el lenguaje, el mito, el arte, la religión, el juego infantil…, etc. Las culturas son sistemas de símbolos y significados compartidos1, Geertz, C.; Schneider, D.M.; Turner, V. La cultura es un sistema históricamente transmitido de sentidos, significaciones y concepciones expresadas en formas simbólicas, por medio de las cuales los seres humanos se comunican y desarrollan sus conocimientos, valores y estilos de vida. De hecho, en una cultura, en cualquier cultura, como diría Max Weber, los hechos no están sencillamente presentes y ocurren, sino que tienen una significación y ocurren a causa de esa significación. La fuerza del símbolo, señala Geertz, (1996), radica en su capacidad de abarcar muchas cosas y en su eficacia para ordenar la experiencia.

Los símbolos forman parte de nuestro contexto cultural, se incorporan a las estructuras cognitivas a través del proceso de enseñanza-aprendizaje. Para Piaget, se incorporan a estas estructuras al tiempo que las modifican. Son externos en la medida en que son compartidos y la conciencia individual no es suficiente para elaborarlos; aunque cuando se aprenden se transforman finalmente en productos del pensamiento individual. De hecho, la exterioricidad del simbolismo y de la norma moral, que nos ocupa, obedecen a la misma generalización propia de los fenómenos sociales.

Biológicamente, disponemos de los mecanismos que permiten desarrollar la capacidad de simbolizar. Desde muy pronto los niños empiezan a formar parte de ese universo cultural y simbólico. Necesitan el universo simbólico para poder orientarse y actuar en la vida. Cuentos, narraciones, juegos y juguetes (Huizinga, 1987). ponen a los niños en contacto con el imaginario simbólico cultural y, a través de él, la idea del bien y el mal, las normas y formas de comportarse, etc., ya que nuestros pensamientos (construcciones simbólicas) poseen una base real, que puede ser material (naturaleza, utensilios, elementos tecnológicos) o ideal, (valores, representaciones normativas, morales, etc.).

La concepción del ser humano como animal “capaz de simbolizar”, conceptualizar y buscar significaciones, cuenta en la actualidad de gran predicamento, tanto en la filosofía, como en antropología y en general en las ciencias sociales. En Educación abre una nueva perspectiva, no sólo para analizar la educación como principal vehículo de transmisión cultural, sino para comprender y estudiar los procesos de aprendizaje y de educación y las relaciones que existen entre estos y los valores y normas morales que regulan la conducta. El simbolismo juega un importante papel en el desarrollo cívico moral de la infancia.

La estructura simbólico-moral de un grupo social se asienta sobre bases que constituyen un marco común de referencia, y es papel de la educación ocuparse de la transmisión-cultural de ese marco de referencia a los más jóvenes. Los procesos educativos articulan la estructura social de una cultura a través de la transmisión del sistema simbólico, entendiendo, con Augé, (1995), el término símbolo en su sentido epistemológico de relación entre elementos complementarios.

En su ensayo sobre “fines de la educación”, Whitehead, (1959), señalaba que solo hay una materia para la educación, y es la vida en todas sus manifestaciones. Sin embargo, en lugar de esa sola unidad, que es la vida, ofrecemos a los niños sin conexión alguna un montón de materias. Por su parte, Herbert Spencer (1861) nos decía ya que el fin de la educación es prepararnos a vivir con vida completa, y poco antes se había preguntado ¿cómo debe vivirse? A lo que hay que contestar hoy, sin duda, que desde un compromiso cívico-moral. Los niños han de ir adquiriendo este compromiso en su vida y sabemos que aprenden simbolizando e imaginando en la interacción social.

A lo largo de estas páginas nos ocuparemos de la capacidad humana de simbolizar y de imaginar, y de cómo el desarrollo cívico-moral en la infancia se posibilita a través de la simbolización y la imaginación.

1 Geertz, C.; Schneider, D.M.; Turner, V.; son considerados como los máximos representantes de la antropología simbólica, aunque difieran en sus consideraciones acerca del símbolo.

I. EL APRENDIZ SIMBÓLICO

El ser humano, aunque conoce el mundo como “realidad” que puede modificar, parte de ese mundo escapa y se substrae a su acción transformadora y creadora de utilidad. Ante lo invariable, la acción humana “interpreta” el sentido de lo que escapa a su capacidad de modificar. Convierte, en un sentido amplio, esas interpretaciones en motivos para actuar (rituales, culto, etc.), mediante la acción simbólica, el símbolo, que es característico de la vida humana.

Para Max Scheler ( 1938, p. 58) el ser humano está abierto al mundo, al no estar vinculado a sus impulsos, ni al mundo circundante; se sitúa así, ante el esquema del “Umwelt” del biólogo Vexkülle, abriendo el circulo. Cassirer, (1945, p. 46) siguiendo a Max Scheler afirma, que aunque el mundo humano no constituye una excepción de las leyes biológicas que gobiernan la vida de los demás organismos, en el mundo humano encontramos algo nuevo que parece constituir la característica distintiva de la vida humana.

“Su círculo funcional no sólo se ha ampliado cuantitativamente, sino que ha sufrido también un cambio cualitativo. El hombre, como si dijéramos, ha descubierto un nuevo método para adaptarse a su ambiente. Entre el sistema receptor y el efector, que se encuentran en todas las especies animales, hallamos en él, como eslabón intermedio, algo que podemos señalar como «sistema simbólico». Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vida humana. Comparando con los demás animales, el hombre no sólo en una realidad más amplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad” (Cassirer, 1945, p. 47).

Para Cassirer, ya no hay salida de esta reversión del orden natural. El hombre no puede escapar de su propio logro, ya no vive solamente en un universo físico, sino en un universo simbólico ( ibídem p. 47).

Para construir su nido, una cigüeña sólo necesita un lugar apropiado —la torre de una iglesia— y los materiales convenientes. Su acción está modulada por su dotación genética, pero al ser humano sus genes nada le dicen de cómo construir “su nido”. Necesita disponer de elementos que le permitan llegar por sí mismo a una concepción de cómo ha de ser su refugio y la forma en que debe construirlo; a través de la experiencia, o mejor disponer de un modelo que en forma de fuente simbólica (libro, modelo, proyecto…) le dicte como hacerlo.

Desde esta perspectiva, los elementos simbólicos son formulaciones tangibles de ideas, abstracciones de la experiencia en forma perceptible, representaciones concretas de creencias, ideas, valores, actitudes, de juicios o anhelos. Los símbolos guardan y aportan las significaciones en virtud de las cuales los individuos interpretan su experiencia y organizan su conducta. Constituyen una síntesis entre la forma de ver el mundo (cosmovisión) y la manera en que uno “debe actuar”, entre el estilo de vida deseable y la realidad que se formula a través del símbolo. Así, los esquemas culturales son “modelos”, series simbólicas, cuyas relaciones entre sí sirven de modelo a las acciones humanas.

El ser humano es un aprendiz simbólico, ha de elaborar su respuesta al medio, ya que no la tiene fijada biológicamente por el instinto; ello le permite elegir, innovar y crear; pero también ha de aprender sus modos de conducta, porque no puede aprender todo lo que necesita para la vida por experiencia o por imitación, (estos son aprendizajes situacionales que comparte con algunos animales). Necesita del aprendizaje simbólico que se basa en la posibilidad exclusivamente humana de utilizar símbolos. Esta capacidad de aprendizaje es constante y se prolonga durante toda la vida. Por ello, lo humano necesita esquemas culturales que sean útiles y adaptados al entorno.

Además, necesita que el aprendizaje simbólico de estos modelos culturales sea rápido y permita automatizarse pronto, para poder ocuparse de nuevas tareas.

La utilización de símbolos no va a aparecer, sin más, a lo largo del desarrollo, sino que está ligada al contexto cultural, a los procesos de socialización y educación, mediante los cuales, se adquiere ese conjunto complejo de referencias espacio-temporales, cognitivas, morales, emocionales, etc., que nos permiten una gran versatilidad de respuestas, formas y modos múltiples de adaptarse y responder al entorno social. La capacidad de simbolizar permite la diversidad cultural. Simbolizamos nuestro entorno y hablamos y pensamos en términos simbólicos, y gracias a esta capacidad acumulamos y transmitimos experiencia a las nuevas generaciones. Entendemos un símbolo porque hemos asimilado su contenido dentro de un contexto determinado, y tiene valor y significado en función del código cultural común. Por eso, las referencias simbólicas, por ejemplo del “tiempo”, cambian de una cultura a otra. El tiempo en la Grecia Clásica tiene referencias circulares, es un tiempo del eterno retorno; en el cristianismo es lineal, no vuelve y hay que llenarlo de merecimiento.

La simbolización, adquirida por el aprendizaje de códigos culturales concretos, conforma nuestra percepción del mundo y de la vida y nos permite orientarnos y actuar en la relación con los demás. Nos configura de tal forma, que se convierte en una segunda naturaleza, porque mediatiza nuestra forma de ver el mundo, nuestros valores, juicios y sentimientos. Esta estructura simbólica se aprende e interioriza mediante la enculturación y se asimila de tal forma que pasa a formar parte de nuestra personalidad y, en general, resulta difícil volver a configurar. De modo que una estructura simbólica ajena puede llegar a ser aprendida, pero siempre se reconocerá como extraña; ya que para integrar un sistema simbólico no basta con la capacidad de aprendizaje, que siempre es posible, sino que este aprendizaje debe realizarse en el momento oportuno (periodo crítico). Las estructuras cognitivas y el momento de desarrollo del sujeto son factores determinantes del proceso de simbolización.

En el trabajo de campo, la observación con niños en situaciones de juego con juguetes muestra que cuando tienen entre año y medio y dos años, y con seguridad a finales de los dos años, la mayoría ponen de manifiesto su capacidad para tratar de forma simbólica un objeto concreto (Pérez Alonso-Geta, 1993). La capacidad de adquirir y emplear en sí símbolos de forma individual aparece, en términos generales, durante el segundo año de vida.

En este sentido, Piaget (1977, p. 113) ya mostró que los símbolos presentes en el juego simbólico o juego de imaginación aparecen en nuestra cultura occidental prácticamente al mismo tiempo que el lenguaje, pero de forma independiente a él, y tienen un papel considerable en el desarrollo del pensamiento infantil como fuente de representación, a la vez cognoscitiva y afectiva. Sin embargo, el “juego simbólico”, según constató Piaget (1977, p. 113), no es la única forma infantil de simbolismo individual; tiene también mucha importancia la imitación diferida, que se produce “en ausencia” del modelo. Se inicia en la misma época y es fundamental en la génesis de la representación. En este sentido es fácil observar, en la interacción con niños, como riñen o castigan a alguno de sus juguetes de forma más o menos inmediata, después de vivir en propia persona o presenciar una riña o castigo real por parte del adulto.

Otra forma infantil de simbolización individual es “la imagen” que suelen elaborar de cualquier objeto y que no es una continuación directa de la percepción. La imagen aquí es un símbolo del objeto que puede ser entendida como una imitación interiorizada (Piaget, 1977, p. 114).

El acceso a la función simbólica en la infancia se logra cuando consiguen diferenciar los significantes de los significados, de modo que los primeros permiten la evocación de la representación de los segundos (Piaget, 1977, p. 115).

II. EL SIMBOLISMO E IMAGINACIÓN EN EL DESARROLLO CÍVICO-MORAL

La idea de lo moral hunde sus raíces en el hecho religioso, a partir de los dictados que procedían de la noción de lo sagrado, que a su vez inspira sentimientos de atracción y temor respetuoso. Hasta tiempos recientes, la moral religiosa y la moral humana formaban parte en nuestra cultura de una única entidad. Es más, como señalaba Durkhein (1966, p. 124) en un gran número de sociedades, las ofensas para con nuestros semejantes se equiparan con las ofensas a la divinidad, dentro de una misma idea de moral. La moral se presenta bajo dos aspectos, la obligación y el deber, de una parte, y la idea del bien o ideal deseable, por otra. Lo sagrado engendra simbolizaciones, prohibiciones, rituales, etc., y nos obliga a cierta manera de “pensar”; mientras que la moral nos obliga a cierta manera de “actuar”, si conoces el bien, “obra”.

La moral como el derecho son maneras de obrar definidas y obligatorias. Cada persona tiene su moral personal que, a pesar de derivar de la moral común del grupo social, difiere en alguna forma de ésta.

El ciudadano, en cuanto ser racional, debe considerarse un legislador capaz de juzgarse a sí mismo y de juzgar sus actos con sentido universal. Este carácter de ser racional y moral es su valor original, y sólo la conciencia moral, con sentido de universalidad, garantiza al ser humano su dignidad; por ello, no se concibe ninguna sociedad humana justa sin moral y el ciudadano debe ajustarse a la ley moral preexistente en la organización social que habita. La decisión moral es un acto individual pero, como en muchos actos individuales, la colectividad tiene una influencia decisiva. Si en los contextos en que desarrolla el individuo su infancia se sigue una orientación que potencia los valores ciudadanos éticos y morales, es más fácil que continúe más tarde este camino sólo; pero, al principio debe ser educado en valores, debe ser educado en la acción moral. Sobre esta base, la vida en la sociedad civil sólo es posible desde una cierta convencionalidad moral, fundamentada en la justicia y la propia condición humana socialmente asumible y necesariamente educable.

1. Simbolismo y Desarrollo cívico-moral

La competencia moral, en la infancia, no se adquiere únicamente mediante la memorización de las normas morales, a través de los relatos abstractos de la familia y la escuela. Crecemos moralmente como resultado de simbolizar, de aprender como comportamos en un grupo social; asimilando e incorporando a nuestro comportamiento las claves morales de lo que hemos ido viendo, oyendo, sintiendo, en la interacción con los demás. Desde pequeños, los niños buscan una y otra vez saber cómo deben comportarse, y encuentran en la observación de los demás y de sus experiencias muchas de esas claves. Entre las cosas más importantes que aprenden están los símbolos que se utilizan para designar significados, ordenar y relacionarse con el mundo. De hecho, sabemos que el conocimiento no se recibe ya hecho, sino que el sujeto construye modelos o representaciones del entorno en el proceso de socialización (Interaccionismo simbólico)2 dentro de los cuales organiza su conducta. Sabemos que los sujetos elaboran representaciones de la realidad, que dan forma y definen sus conductas y las de los demás, a través de la interacción que entre ellos establecen.

Para el Interaccionismo simbólico, los símbolos son elementos claves para el ser humano, ya que permiten a las personas desarrollar su comportamiento. De hecho, esta capacidad de simbolización le permite “no responder” pasivamente a la realidad que se le impone, sino que crea y recrea activamente el mundo sobre el que actúa (Charon, 1985, p. 62).

En suma, los símbolos posibilitan la interacción social, incrementan la capacidad de las personas para percibir su entorno y hacen posible, algo fundamental en el tema que nos ocupa, resolver dilemas morales; ya que, más allá de experimentar por ensayo y error, sirviéndose de la simbolización se pueden valorar distintas alternativas antes de actuar, lo que permite dirigir más adecuadamente las acciones y de hecho, reducir la posibilidad de llevar a cabo comportamientos moralmente inadecuados (Charon, 1985, p. 62). El símbolo permite salir de la propia perspectiva e imaginar trascendiendo el espacio y el tiempo. Permite imaginar cómo es la vida desde el punto de vista de otra persona, “ponerse en el lugar del otro”, que es la clave de la empatía, substrato último del comportamiento moral.

2. La imaginación moral

La capacidad imaginativa desempeña un papel fundamental en el desarrollo de la comprensión de la realidad social, en general, y de la construcción de la realidad moral, en particular. Sirve en la infancia, por ejemplo, a la comprensión de la complejidad de los sentimientos contradictorios, la comprensión del engaño o la importancia de las reglas culturales en la manifestación y control del comportamiento en un contexto social.

En la imaginación mental (pensar sin palabras), las percepciones se producen sin que exista un “input” sensorial del mundo externo, aunque no se trate de alucinaciones (Carson, 2012, p. 10). En la capacidad de imaginar podemos encontrar dos tipos básicos. El primer tipo es más bien “pictórico” y con él se visualiza la réplica de un objeto o escena tal y como aparece en la vida real, como lo captaríamos en una cámara. Una segunda forma es más simbólica, en ella la imagen se ve como en un símbolo, diagrama, mapa o boceto de un objeto o escena real. Resultan muy útiles cuando intentamos localizar un objeto, reconstruir una escena o construir algo. Estas imágenes diagramáticas implican un paso más en el procesamiento mental, ya que además de imaginar algo, hay que transformarlo en una representación simbólica. Estas imágenes nos permiten ver las relaciones existentes entre objetos o entre las partes de un mismo objeto o escena.

De hecho, una mirada a la corteza prefrontal (CPF) de nuestro cerebro —desde los datos aportados por la investigación actual— nos permite disponer de un verdadero arsenal de conocimientos sobre el cerebro. Nos descubre estructuras cerebrales localizadas a lo largo de la divisoria existente entre la corteza prefrontal y la parietal, que se encargan de la percepción de nosotros mismos, de las emociones y percepción de los sentimientos de los demás. Esta zona del cerebro se ocupa de ver a los demás en perspectiva y de imaginar cómo pueden los demás vernos a nosotros. Esta parte de nuestro cerebro envía a la parte directiva (centro directivo) de nuestro cerebro, información sobre nuestra persona y nuestro entorno social, que puede ser utilizada en el proceso de toma de decisiones (Carson, 2012, p. 57).

Precisamente, Stephen Kosslyn (2006) uno de los investigadores más punteros en el campo de la imaginación mental, ha descubierto que las imágenes activan las mismas partes del cerebro que las que activa el input sensorial real, de forma que estas estructuras cerebrales no diferencian entre el objeto real y el imaginado. Cuando visualizamos un objeto, las neuronas de la corteza occipital (centro visual del cerebro) disparan y generan un mapa espacial igual al del objeto que imaginamos. La intensidad del disparo de estas neuronas se correlaciona con la viveza de la imagen.

Los circuitos cerebrales que se utilizan para codificar y recuperar recuerdos reales (por ejemplo, daños causados a otros) pueden utilizarse también para codificar y recuperar hechos hipotéticos, que pueden resultar, de hecho, básicos para el comportamiento moral. Podemos, en suma, prever nuestro imaginario comportamiento y evitarlo si así lo decidimos. La CPF (corteza prefrontal) tiene conexiones con las áreas del cerebro que almacenan y codifican los recuerdos. Cuando se activan los circuitos que conectan con esas áreas, podemos “recordar” un futuro que no ha sucedido y tomar decisiones morales adecuadas. Podemos utilizar estos circuitos cerebrales para imaginar cómo organizar nuestro comportamiento o llevar a cabo un plan de actuación moral.

Todo esto tiene una gran importancia para la educación cívico-moral, porque deliberadamente podemos incrementar la viveza de la imaginación mental de contenido moral (empática, altruista, etc.) practicando la habilidad de visualizar mentalmente.

La imaginación emocional, como se ha señalado (Coles, 1998, pp. 25-27) se sitúa en ese lugar propio de pensamientos y ensoñaciones donde es posible el reconocimiento de las emociones, sentimientos y motivaciones propias y ajenas. Su desarrollo permite manejarse y controlar la situación. La imaginación emocional permite adoptar la perspectiva del otro, así como los motivos y razones de su conducta. En definitiva, permite a los niños anticipar sus patrones de acción y es la llave que les introduce en los sentimientos, miedos y esperanzas de los demás.

La comprensión imaginativa no supone, sin más, una transmisión contagiosa del que es observado al observador. Por el contrario, se genera una emoción “como si” o simulada. Imaginamos un estado de ánimo y no sólo lo que el otro siente, sino lo que cree y desea. Se pueden imaginar todas esas sensaciones sin experimentarlas en realidad. La imaginación es ese lugar en el que podemos decidir qué debemos hacer o cómo comportarnos con otras personas y porque razones, éticas, religiosas o prácticas lo hacemos.

Los niños observan, clasifican y categorizan lo observado en su entorno, desarrollan imágenes mentales y deciden, o no, llevar a cabo imitaciones diferidas de lo observado (modelo). Simbólicamente están planteándose lo que está bien y mal, intentando reconciliar las diversas nociones de lo bueno y lo malo, fabricando mentalmente una vida imaginaria que permite conocer la forma en que juzgamos a los demás o las razones por las que aceptamos o decidimos apartamos de la gente.

La forma en cómo la imaginación se desarrolla, nutre y evoluciona en la infancia, está influenciada por los acontecimientos sociales, las formas culturales (cuentos, relatos, etc.), el contexto en el que vive el niño o la niña y los presupuestos desde los que son tratados en casa, en el centro escolar, por sus iguales en el juego, etc. Tiene que ver con las respuestas a las experiencias que van teniendo día a día, en la familia, la clase y el grupo de iguales. A través de lo que se observa, de las historias y relatos de ficción o reales se facilita la apelación a nosotros mismos. Nos permite desarrollar una visión coherente del mundo y del sentido de identidad, que son elementos esenciales para una buena salud mental y para una buena competencia moral.

En definitiva, la imaginación moral es una capacidad en desarrollo que permite entender a los demás y a nosotros mismos. Tiene que ver con aprender cómo tratar a los demás y cómo comportarnos en el futuro después de incorporar lo que hemos ido viendo. De lo que se trata es de formar una imaginación moral activa desarrollada, afirmada y entrenada, que se va haciendo más fuerte y sólida por las decisiones y acciones realizadas, al considerarlas y reconsiderarlas.

La imaginación ha de potenciarse para permitir superar las imágenes restringidas de una imaginación que nunca, o poco, ha sido nutrida, con historias, acontecimientos, etc., que ayuden a la formación de la imaginación moral. Ese lugar en él se formula el sentido de nuestra vida y los desafíos éticos a futuro que plantea la relación con los demás.

De todo ello se deduce que una forma de aumentar la competencia moral consiste en mejorar la habilidad de simbolizar e imaginar mentalmente.

2 Mead.G H.; Charon, J.; Cooley, J.; Dewey, J. Son considerados figuras representantivas del Interacionismo Simbolico.

III. EL JUEGO Y EL JUGUETE: SIMBOLISMO E IMAGINACIÓN

Los niños en el juego pasan por diferentes etapas, juego de ejercitación (sensorio motor), juego simbólico (simbolización), juego moral o de reglas (práctica y conciencia de la norma). Son estos dos últimos tipos de juego los que aquí especialmente nos interesan3.

El juego simbólico o de imaginación desempeña un papel fundamental, como fuente de representación individual (cognoscitiva, afectiva, etc.). En este sentido es fácil observar este tipo de juego en los niños haciendo ver, por ejemplo, que duermen o comen a través de los gestos que acompañan a la acción o situación que evocan. Es efectivamente una representación en toda regla.

En el juego simbólico, jugar es imaginar, cuando se juega se pone en marcha una idea atractiva, una imagen que se convierte en programa al que todo debe amoldarse. En la representación de esa idea se producen cuantas modificaciones son necesarias para llevarla a la práctica con satisfacción. La realidad se fantasea y simula hasta los límites que marcan los mismos participantes. El mundo mágico del juego simbólico hace posible todo tipo de situaciones. En ellas, el juego se recrea teniendo como instrumento el juguete (muñecas, garajes, etc.).

En el juego, la imaginación se aviva y agranda, en él se representan los papeles y tareas que observan en su vida. Se ponen en marcha los estados de ánimo y las emociones que a ellos se asocian. En el mundo del juego se puede conseguir cuanto se desea, cuando todo se resuelve en el mundo de la imaginación. El juego aparece ligado a la situación imaginada en la que el comportamiento se libera y traspasa los límites de la situación. Sin embargo, el mundo del juego y el mundo real son en la infancia dos planos interconectados, por lo que el paso de uno a otro es continúo y constante. En la situación imaginaria se reproducen sentimientos y emociones de la forma más exacta posible y el aprendizaje emocional se transfiere de un plano a otro. El juego contribuye de forma natural a desarrollar la imaginación infantil.

En la teoría de Piaget, el ritual lúdico se convierte en símbolo cuando el niño tiene conciencia de la ficción, es decir, cuando “hace como si” durmiera, comiera, o montara a caballo sobre una escoba. Una forma más elaborada de juego simbólico puede observarse en los niños cuando en el juego construyen escenas enteras, por ejemplo, en el juego con muñecas en las que aparecen representaciones simbólicas con distintos objetivos, cómo liquidar situaciones desagradables (sanciones y riñas de adultos) liberarse de celos, miedos, etc.4 o incluso anticipatorias (por ejemplo, juegos puestos en marcha para aceptar una orden). Para Piaget el “símbolo imaginativo” es un medio de expresión y no un fin en sí mismo y el juego de imaginación reproduce por medio de representaciones simbólicas lo vivido. (Shuare, M. y Montealegre, R., 1997).

En el juego simbólico se da una paso importante en la construcción de la “entidad” del propio yo. Esta entidad, en los primeros pasos de la socialización, es tan difusa como la de los papeles que el niño adopta en su vida lúdica; aunque en estos papeles de juego pueden encontrarse ya indicios de la ruptura, que poco a poco se va produciendo entre el yo extravertido de la actividad externa inmediata (en la que el yo biológico responde sin reconocerse) y la actividad interior, reflexiva autoreferida. Ese “mi” al que empieza a referirse en sus respuestas y que en relación con las del “otro” le permite ir desarrollando progresivamente la forma de un incipiente “yo” social. Esto puede apreciarse claramente observando a los niños en los escenarios de juego simbólico, ya sea cuando juegan a “polis y cacos”, a vender o a médicos; y se figura una situación de persecución, de tendero o de enfermo en una clínica, situaciones en las que se pone en marcha un repertorio de actos y gestos en las que se representa un papel tipo, que en el transcurso del juego se organiza y adquiere cierta estructura que define como policía, comprador, médico o enfermo.

Efectivamente, cuando juegan a “muñecas, enfermeras o a polis y cacos”, la situación misma de juego implica que el niño dispone de un conjunto de “inputs” que inducen en él las mismas respuestas que provocan en los otros compañeros de juego y que se corresponden específicamente, en este caso, con los roles de policías y ladrones. De esta forma aprenden a agrupar los estímulos y las respuestas organizándolos en una suerte de escenario social. En este escenario imaginado interpretan diversos papeles construidos con acciones que inducen a respuestas. Barajan, en realidad, el repertorio de actos disponibles que les sirven para provocar respuestas comunes en ellos y en los demás. Construyen situaciones en las que interactúan diversos personajes, construidos en torno a estímulos y respuestas predecibles.

Se trataría de que al jugar a ser padre, maestro o enfermera se adopta un rol ajeno de forma deliberada. Estos “roles” en un principio son apenas algo más que gestos, actitudes, etc., que representan las vagas “personalidades” que configuran un escenario imaginario, pero que en definitiva de lo que se trata es de “formas de conducta” que los niños conjugan con su comportamiento y que actúan como verdaderos elementos de control en la configuración de su incipiente desarrollo cívico moral.

Con el juego simbólico, los niños se van construyendo socialmente hasta que finalmente va surgiendo, como señala Mead (1934) la idea de “self” de forma más organizada, como “objeto” de la experiencia en la interacción con los demás. Los niños llegan a considerarse a sí mismos “compañeros de juego” cuando aprenden que tienen que compartir con otros niños sus juguetes si quieren que los demás así les consideren y conservarles como tales. Los datos muestran que el 78,7 % de los niños prefieren para divertirse, antes que nada, jugar con otros niños (Pérez Alonso-Geta y Bellver Moreno, 2012a, p. 12) y el 74,2 %, su juguete preferido lo es porque puede jugar con otros niños (Pérez Alonso-Geta, et alt. 2010a, p. 41). En el juego aprenden a formar el concepto de sí mismo, su autoconcepto, a través de las respuestas que reciben de los demás. Como señaló el mismo Mead (1934), en la obtención del concepto de “sí mismo” no basta con la sola percepción y objetivación del yo, ésta se completa con la consideración de las actitudes (atención, rechazo, aceptación) que se observa de los otros en la propia interacción social; es, por tanto, muy dependiente de los demás. Pero también nos percibimos a nosotros mismos a través de nuestras acciones en relación con los demás en un entorno social (autoeficacia, fracaso, etc.).

Para la construcción del yo en los niños es especialmente significativa la acción eficaz en el juego. Así, se observa claramente que ya a los tres años de edad prefieren dedicarse a actividades lúdicas en las que resultan ganadores, frente a otras en las que tienen menos habilidad y pierden (Pérez Alonso-Geta, 2010b). Esta autoeficacia permite a los niños sentar las bases de la autoestima (Goleman, 1997, p. 207 y ss.). Parte integrante, por otra parte, de la competencia emocional y moral (Pérez Alonso-Geta, 1997).

Esta búsqueda de la acción eficaz en el juego queda patente también en el juego organizado o de reglas. La posibilidad de acción eficaz que tanto motiva a los niños aparece (cuando disponen de entornos naturales), en las “modas” con las que se repiten los distintos juegos en el tiempo. Efectivamente, a lo largo del año aparecen periódicamente distintos tipos de juegos (canicas, peonzas, etc.), que dan a los distintos niños la posibilidad de percibir la autoeficacia según su habilidad.

Con el juego de reglas los niños cambian de perspectiva, lo que les interesa no es hacer “ya como los mayores”, sino vencer a los compañeros haciendo lo mismo que ellos, aquí surge el respeto a la norma por la necesidad de no hacer trampas. Estamos en la relación de cooperación que hace posible el desarrollo de la autonomía, base del comportamiento cívico-moral. No debemos olvidar que a la autonomía base de la conducta moral, debe sumarse necesariamente el compromiso social de cooperar con el grupo para la ayuda mutua, ya que la autonomía implica tomar decisiones, pero no hacerlo sin tener en cuenta a los demás.

El desarrollo en los niños del “juego” de reglas, como de las actividades organizadas de grupo, les otorga una experiencia unitaria acerca de lo que tienen que hacer. Al definirse a sí mismos por la “imagen de sí”, que reciben de la comunidad se hacen capaces de participar en la actividad común, coordinando sus respuestas de acuerdo con la perspectiva del “otro” generalizado.

Precisamente, en la observación del trabajo de campo con niños en la última etapa de la infancia se aprecia que pueden comprender la situación de desagrado, alegría, etc., de los demás, más allá de la situación inmediata, y que son capaces de entender que determinadas acciones pueden llegar a constituir, en términos generales, fuentes de alegría o sufrimiento para los demás. Precisamente, esta perspectiva “generalizada” correspondiente a la comunidad en la que viven es, para Mead, el elemento esencial de la racionalidad y la moral del “self” (Mead, 1934).

El juego de reglas de los niños se desarrolla dentro de un sistema más o menos complejo de reglas, con normas que se mantienen únicamente gracias al respeto que en ellos inspiran. De hecho, toda moral consiste en un sistema organizado de normas y la esencia del comportamiento moral hay que buscarla en el respeto que el individuo tiene por esas normas. La cuestión fundamental en el tema educativo que nos ocupa, es conocer cómo llegan los niños a interiorizar esas normas.

3 Para conocer en profundidad las fases y estadios del juego infantil consultar las obras de Piaget: El criterio moral del niño (1984). Barcelona. Morata; La formación del símbolo en el niño (1961). México. FCE.

4 Es conocido el caso de los niños que sufrieron un dramático secuestro en 1973 en el Estado de California. Como pudo comprobar la doctora Leonore Terr, psiquiatra infantil de San Francisco, cinco años después del secuestro todavía perduraban los recuerdos en los juegos de las víctimas, simulando en ellos secuestros simbólicos (Goleman, D., 1996, p. 326).