Jean Valjean

Victor Hugo


Publicado: 1862
Categoría(s): Ficción, Novela

Parte 1
La guerra dentro de cuatro paredes

Capítulo 1 Cinco de menos y uno de más

Enjolras había ido a hacer un reconocimiento, saliendo por la callejuela de Mondetour y serpenteando a lo largo de las casas. Al regresar, dijo:

- Todo el ejército de París está sobre las armas. La tercera parte de este ejército pesa sobre la barricada que defendéis, y además está la guardia nacional. Dentro de una hora seréis atacados. En cuanto al pueblo, ayer mostró efervescencia pero hoy no se mueve. No hay nada que esperar. Estáis abandonados.

Estas palabras causaron el efecto de la primera gota de la tempestad que cae sobre un enjambre. Todos quedaron mudos; en el silencio se habría sentido pasar la muerte. De pronto surgió una voz desde el fondo:

- Con o sin auxilio, ¡qué importa! Hagámonos matar aquí hasta el último hombre.

Esas palabras expresaban el pensamiento de todos y fueron acogidas con entusiastas aclamaciones.

- ¿Por qué morir todos? -dijo Enjolras-. Los que tengáis esposas, madres, hijos, tenéis obligación de pensar en ellos. Salgan, pues, de las filas todos los que tengan familia. Tenemos uniformes militares para que podáis filtraros entre los atacantes.

Nadie se movió.

- ¡Lo ordeno! -gritó Enjolras.

- Os lo ruego -dijo Marius.

Para todos era Enjolras el jefe de la barricada, pero Marius era su salvador. Empezaron a denunciarse entre ellos.

- Tú eres padre de familia. Márchate -decía un joven a un hombre mayor.

- A ti es a quien toca irse -respondía aquel hombre-, pues mantienes a tus dos hermanas.

Se desató una lucha inaudita, nadie quería que lo dejaran fuera de aquel sepulcro.

- Designad vosotros mismos a las personas que hayan de marcharse -ordenó Enjolras.

Se obedeció esta orden. Al cabo de algunos minutos fueron designados cinco por unanimidad, y salieron de las filas.

- ¡Son cinco! -exclamó Marius.

No había más que cuatro uniformes.

- ¡Bueno! -dijeron los cinco-, es preciso que se quede uno.

Y empezó de nuevo la generosa querella. Pero al final eran siempre cinco, y sólo cuatro uniformes.

En aquel instante, un quinto uniforme cayó, como si lo arrojaran del cielo, sobre los otros cuatro. El quinto hombre se había salvado.

Marius alzó los ojos, y reconoció al señor Fauchelevent. Jean Valjean acababa de entrar a la barricada. Nadie notó su presencia, pero él había visto y oído todo; y despojándose silenciosamente de su uniforme de guardia nacional, lo arrojó junto a los otros.

La emoción fue indescriptible.

- ¿Quién es ese hombre? -preguntó Laigle.

- Un hombre que salva a los demás -contestó Combeferre.

Marius añadió con voz sombría:

- Lo conozco.

Que Marius lo conociera les bastó a todos.

Enjolras se volvió hacia Jean Valjean y le dijo:

- Bienvenido, ciudadano.

Y añadió:

- Supongo que sabréis que vamos a morir por la Revolución.

Jean Valjean, sin responder, ayudó al insurrecto a quien acababa de salvar a ponerse el uniforme.

Capítulo 2 La situación se agrava

Nada hay más curioso que una barricada que se prepara a recibir el asalto. Cada uno elige su sitio y su postura.

Como la víspera por la noche, la atención de todos se dirigía hacia el extremo de la calle, ahora clara y visible. No aguardaron mucho tiempo. El movimiento empezó a oírse distintamente aunque no se parecía al del primer ataque. Esta vez el crujido de las cadenas, el alarmante rumor de una masa, la trepidación del bronce al saltar sobre el empedrado, anunciaron que se aproximaba alguna siniestra armazón de hierro.

Apareció un cañón. Se veía humear la mecha.

- ¡Fuego! -gritó Enjolras.

Toda la barricada hizo fuego, y la detonación fue espantosa. Después de algunos instantes se disipó la nube, y el cañón y los hombres reaparecieron. Los artilleros acababan de colocarlo enfrente de la barricada, ante la profunda ansiedad de los insurgentes. Salió el tiro, y sonó la detonación.

- ¡Presente! -gritó una voz alegre.

Y al mismo tiempo que la bala dio contra la barricada se vio a Gravroche lanzarse dentro.

El pilluelo produjo en la barricada más efecto que la bala, que se perdió en los escombros. Todos rodearon a Gavroche. Pero Marius, nervioso y sin darle tiempo para contar nada, lo llevó aparte.

- ¿Qué vienes a hacer aquí?

- ¡Psch! -le respondió el pilluelo-. ¿Y vos?

Y miró fijamente a Marius con su típico descaro.

- ¿Quién te dijo que volvieras? Supongo que habrás entregado mi carta.

No dejaba de escocerle algo a Gavroche lo pasado con aquella carta; pues con la prisa de volver a la barricada, más bien que entregarla, lo que hizo fue deshacerse de ella.

Para salir del apuro, eligió el medio más sencillo, que fue el de mentir sin pestañar.

- Ciudadano, entregué la carta al portero. La señora dormía, y se la darán en cuanto despierte.

Marius, al enviar aquella carta, se había propuesto dos cosas: despedirse de Cosette y salvar a Gavroche. Tuvo que contentarse con la mitad de lo que quería.

El envío de su carta y la presencia del señor Fauchelevent en la barricada ofrecían cierta correlación, que no dejó de presentarse a su mente, y dijo a Gavroche, mostrándole al anciano:

- ¿Conoces a ese hombre?

- No -contestó Gavroche.

En efecto, sólo vio a Jean Valjean de noche.

Y ya estaba al otro extremo de la barricada, gritando:

- ¡Mi fusil!

Courfeyrac mandó que se lo entregasen.

Gavroche advirtió a los camaradas (así los llamaba) que la barricada estaba bloqueada. Dijo que a él le costó mucho trabajo llegar hasta allí. Un batallón de línea tenía ocupada la salida de la calle del Cisne; y por el lado opuesto, estaba apostada la guardia municipal. Enfrente estaba el grueso del ejército. Cuando hubo dado estas noticias, añadió Gavroche:

- Os autorizo para que les saquéis la mugre.

 

Capítulo 3 Los talentos que influyeron en la condena de 1796

Iban a comenzar los disparos del cañón.

- Nos hace falta un colchón para amortiguar las balas -dijo Enjolras.

- Tenemos uno -replicó Combeferre-, pero sobre él están los heridos.

Jean Valjean recordó haber visto en la ventana de una de las casas un colchón colgado al aire.

- ¿Tiene alguien una carabina a doble tiro que me preste? -dijo.

Enjolras le pasó la suya. Jean Valjean disparó. Del primer tiro rompió una de las cuerdas que sujetaban el colchón; con el segundo rompió la otra.

- ¡Ya tenemos colchón! -gritaron todos.

- Sí -dijo Combeferre-, ¿pero quién irá a buscarlo?

El colchón había caído fuera de la barricada, en medio del nutrido fuego de los atacantes. Jean Valjean salió por la grieta, se paseó entre las balas, recogió el colchón, y regresó a la barricada llevándolo sobre sus hombros. Lo colocó contra el muro. El cañón vomitó su fuego, pero la metralla rebotó en el colchón; la barricada estaba a salvo.

- Ciudadano -dijo Enjolras a Jean Valjean-, la República os da las gracias.

 

Capítulo 4 Gavroche fuera de la barricada

El 6 de junio de 1832, una compañía de guardias nacionales lanzó su ataque contra la barricada, con tan mala estrategia que se puso entre los dos fuegos y finalmente debió retirarse, dejando tras de sí más de quince cadáveres.

Aquel ataque, más furioso que formal, irritó a Enjolras.

- ¡Imbéciles! -dijo-. Envían a su gente a morir, y nos hacen gastar las municiones por nada.

- Vamos bien -dijo Laigle-. ¡Victoria!

Enjolras, meneando la cabeza contestó:

- Con un cuarto de hora más que dure esta victoria, no tendremos más de diez cartuchos en la barricada.

Al parecer, Gavroche escuchó estas últimas palabras. De improviso, Courfeyrac vio a alguien al otro lado de la barricada, bajo las balas. Era Gavroche que había tomado una cesta, y saliendo por la grieta del muro, se dedicaba tranquilamente a vaciar en su cesta las cartucheras de los guardias nacionales muertos.

- ¿Qué haces ahí? -dijo Courfeyrac.

Gavroche levantó la cabeza.

- Ciudadano, lleno mi cesta.

- ¿No ves la metralla?

Gavroche respondió:

- Me da lo mismo; está lloviendo. ¿Algo más?

Le gritó Courfeyrac:

- ¡Vuelve!

- Al instante.

Y de un salto se internó en la calle.

Cerca de veinte cadáveres de los guardias nacionales yacían acá y allá sobre el empedrado; eran veinte cartucheras para Gavroche, y una buena provisión para la barricada. El humo obscurecía la calle como una niebla. Subía lentamente y se renovaba sin cesar, resultando así una oscuridad gradual que empañaba la luz del sol. Los combatientes apenas se distinguían de un extremo al otro.

Aquella penumbra, probablemente prevista y calculada por los jefes que dirigían el asalto de la barricada, le fue útil a Gavroche. Bajo el velo de humo, y gracias a su pequeñez, pudo avanzar por la calle sin que lo vieran, y desocupar las siete u ocho primeras cartucheras sin gran peligro. Andaba a gatas, cogía la cesta con los dientes, se retorcía, se deslizaba, ondulaba, serpenteaba de un cadáver a otro, y vaciaba las cartucheras como un mono abre una nuez.

Desde la barricada, a pesar de estar aún bastante cerca, no se atrevían a gritarle que volviera por miedo de llamar la atención hacia él.

En el bolsillo del cadáver de un cabo encontró un frasco de pólvora.

- Para la sed -dijo.

A fuerza de avanzar, llegó adonde la niebla de la fusilería se volvía transparente, tanto que los tiradores de la tropa de línea, apostados detrás de su parapeto de adoquines, notaron que se movía algo entre el humo.

En el momento en que Gavroche vaciaba la cartuchera de un sargento, una bala hirió al cadáver.

- ¡Ah, diablos! -dijo Gavroche-. Me matan a mis muertos.

Otra bala arrancó chispas del empedrado junto a él. La tercera volcó el canasto.

Gavroche se levantó, con los cabellos al viento, las manos en jarra, la vista fija en los que le disparaban, y se puso a cantar. En seguida cogió la cesta, recogió, sin perder ni uno, los cartuchos que habían caído al suelo, y, sin miedo a los disparos, fue a desocupar otra cartuchera. La cuarta bala no le acertó tampoco. La quinta bala no produjo más efecto que el de inspirarle otra canción:

La alegría es mi ser;
por culpa de Voltaire;
si tan pobre soy yo,
la culpa es de Rousseau.

Así continuó por algún tiempo.

El espectáculo era a la vez espantoso y fascinante.

Gavroche, blanco de las balas, se burlaba de los fusileros. Parecía divertirse mucho. Era el gorrión picoteando a los cazadores. A cada descarga respondía con una copla. Le apuntaban sin cesar, y no le acertaban nunca.

Los insurrectos, casi sin respirar, lo seguían con la vista. La barricada temblaba mientras él cantaba. Las balas corrían tras él, pero Gavroche era más listo que ellas.

Jugaba una especie de terrible juego al escondite con la muerte; y cada vez que el espectro acercaba su faz lívida, el pilluelo le daba un papirotazo.

Sin embargo, una bala, mejor dirigida o más traidora que las demás, acabó por alcanzar al pilluelo. Lo vieron vacilar, y luego caer. Toda la barricada lanzó un grito. Pero se incorporó y se sentó; una larga línea de sangre le rayaba la cara.

Alzó los brazos al aire, miró hacía el punto de donde había salido el tiro y se puso a cantar:

Si acabo de caer,
la culpa es de Voltaire;
si una bala me dio,
la culpa es…

No pudo acabar.

Otra bala del mismo tirador cortó la frase en su garganta.

Esta vez cayó con el rostro contra el suelo, y no se movió más.

Esa pequeña gran alma acababa de echarse a volar.

 

Capítulo 5 Un hermano puede convertirse en padre

En ese mismo momento, en los jardines del Luxemburgo -porque la mirada del drama debe estar presente en todas partes-, dos niños caminaban tomados de la mano. Uno tendría siete años, el otro, cinco. Vestían harapos y estaban muy pálidos. El más pequeño decía: "Tengo hambre". El mayor, con aire protector, lo guiaba.

El jardín estaba desierto y las rejas cerradas, a causa de la insurrección. Los niños vagaban, solos, perdidos. Eran los mismos que movieron a compasión a Gavroche; los hijos de los Thenardier, atribuidos a Gillenormand, entregados a la Magnon.

Fue necesario el trastorno de la insurrección para que niños abandonados como esos entraran a los jardines prohibidos a los miserables. Llegaron hasta la laguna y, algo asustados por el exceso de luz, trataban de ocultarse, instinto natural del pobre y del débil, y se refugiaron detrás de la casucha de los cisnes.

A lo lejos se oían confusos gritos, un rumor de disparos y cañonazos. Los niños parecían no darse cuenta de nada. Al mismo tiempo, se acercó a la laguna un hombre con un niño de seis años de la mano, sin duda padre a hijo.

El niño iba vestido de guardia nacional, por el motín, y el padre de paisano, por prudencia. Divisó a los niños detrás de la casucha.

- Ya comienza la anarquía -dijo-, ya entra cualquiera en este jardín.

En esa época, algunas familias vecinas tenían llave del Luxemburgo.

El hijo, que llevaba en la mano un panecillo mordido, parecía disgustado y se echó a llorar, diciendo que no quería comer más.

- Tíraselo a los cisnes -le dijo el padre.

El niño titubeó. Aunque uno no quiera comerse un panecillo, esa no es razón para darlo.

- Tienes que ser más humano, hijo. Debes tener compasión de los animales.

Y tomando el panecillo, lo tiró al agua. Los cisnes nadaban lejos y no lo vieron. En ese momento aumentó el tumulto lejano.

- Vámonos, -dijo el hombre-, atacan las Tullerías.

Y se llevó a su hijo.

Los cisnes habían visto ahora el panecillo y nadaban hacia él. Al mismo tiempo que ellos, los dos niños se habían acercado y miraban el pastel.

En cuanto desaparecieron padre e hijo, el mayor se tendió en la orilla y, casi a riesgo de caerse, empezó a acercar el panecillo con una varita. Los cisnes, al ver al enemigo, nadaron más rápido, haciendo que las olas que producían fueran empujando suavemente el panecillo hacia la varita. Cuando los cisnes llegaban a él, el niño dio un manotazo, tomó el panecillo, ahuyentó a los cisnes y se levantó.

El panecillo estaba mojado, pero ellos tenían hambre y sed. El mayor lo partió en dos, dio el trozo más grande a su hermano y le dijo:

- ¡Zámpatelo a la panza!

Capítulo 6 Marius herido

Se lanzó Marius fuera de la barricada, seguido de Combeferre, pero era tarde. Gavroche estaba muerto.

Combeferre se encargó del cesto con los cartuchos, y Marius del niño.

Pensaba que lo que el padre de Gavroche había hecho por su padre, él lo hacía por el hijo. Cuando Marius entró en el reducto con Gavroche en los brazos, tenía, como el pilluelo, el rostro inundado de sangre.

En el instante de bajarse para coger a Gavroche, una bala le había pasado rozando el cráneo, sin que él lo advirtiera. Courfeyrac se quitó la corbata, y vendó la frente de Marius.

Colocaron a Gavroche en la misma mesa que a Mabeuf, y sobre ambos cuerpos se extendió el paño negro. Hubo suficiente lugar para el anciano y el niño.

Combeferre distribuyó los cartuchos del cesto. Esto suministraba a cada hombre quince tiros más.

Jean Valjean seguía en el mismo sitio, sin moverse. Cuando Combeferre le presentó sus quince cartuchos, sacudió la cabeza.

- ¡Qué tipo tan raro! -dijo en voz baja Combeferre a Enjolras-. Encuentra la manera de no combatir en esta barricada.

- Lo que no le impide defenderla -contestó Enjolras.

- Al estilo del viejo Mabeuf -susurró Combeferre.

Jean Valjean, mudo, miraba la pared que tenía enfrente.

Marius se sentía inquieto, pensando en lo que su padre diría de él. De repente, entre dos descargas, se oyó el sonido lejano de la hora.

- Son las doce -dijo Combeferre.

Aún no habían acabado de dar las doce campanadas, cuando Enjolras, poniéndose en pie, dijo con voz tonante desde lo alto de la barricada:

- Subid adoquines a la casa y colocadlos en el borde de la ventana y de las boardillas. La mitad de la gente a los fusiles, la otra mitad a las piedras. No hay que perder un minuto.

Una partida de zapadores bomberos con el hacha al hombro, acababa de aparecer, en orden de batalla, al extremo de la calle. Aquello tenía que ser la cabeza de una columna de ataque.

Se cumplió la orden de Enjolras y se dejaron a mano los travesaños de hierro que servían para cerrar por dentro la puerta de la taberna. La fortaleza estaba completa: la barricada era el baluarte y la taberna el torreón. Con los adoquines que quedaron se cerró la grieta.

Como los defensores de una barricada se ven siempre obligados a economizar las municiones, y los sitiadores lo saben, éstos combinan su plan con una especie de calma irritante, tomándose todo el tiempo que necesitan. Los preparativos de ataque se hacen siempre con cierta lentitud metódica; después viene el rayo. Esta lentitud permitió a Enjolras revisar todo y perfeccionarlo. Ya que semejantes hombres iban a morir, su muerte debía ser una obra maestra. Dijo a Marius:

- Somos los dos jefes. Voy adentro a dar algunas órdenes; quédate fuera tú, y observa.

Dadas sus órdenes, se volvió a Javert, y le dijo:

- No creas que te olvido.

Y poniendo sobre la mesa una pistola, añadió:

- El último que salga de aquí levantará la tapa de los sesos a ese espía.

- ¿Aquí mismo? -preguntó una voz.

- No; no mezclemos ese cadáver con los nuestros. Se le sacará y ejecutará afuera.

En aquel momento entró Jean Valjean y dijo a Enjolras:

- ¿Sois el jefe?

- Sí.

- Me habéis dado las gracias hace poco.

- En nombre de la República. La barricada tiene dos salvadores: Marius Pontmercy y vos.

- ¿Creéis que merezco recompensa?

- Sin duda.

- Pues bien, os pido una.

- ¿Cuál?

- La de permitirme levantar la tapa de los sesos a ese hombre.

Javert alzó la cabeza, vio a Jean Valjean, hizo un movimiento imperceptible y dijo:

- Es justo.

Enjolras se había puesto a cargar de nuevo la carabina y miró alrededor.

- ¿No hay quien reclame?

Y dirigiéndose a Jean Valjean le dijo:

- Os entrego al soplón.

Jean Valjean tomó posesión de Javert sentándose al extremo de la mesa; cogió la pistola y un débil ruido seco anunció que acababa de cargarla.

Casi al mismo instante se oyó el sonido de una corneta.

- ¡Alerta! -gritó Marius desde lo alto de la barricada.

Javert se puso a reír con su risa sorda, y mirando fijamente a los insurrectos, les dijo:

- No gozáis de mejor salud que yo.

- ¡Todos fuera! -gritó Enjolras.

Los insurrectos se lanzaron en tropel, mientras Javert murmuraba:

- ¡Hasta muy pronto!

 

Capítulo 7 La venganza de Jean Valjean

Cuando Jean Valjean se quedó solo con Javert, desató la cuerda que sujetaba al prisionero a la mesa. Enseguida le indicó que se levantara.

Javert obedeció con una indefinible sonrisa.

Jean Valjean lo tomó de una manga como se tomaría a un asno de la rienda, y arrastrándolo tras de sí salió de la taberna con lentitud, porque Javert, a causa de las trabas que tenía puestas en las piernas, no podía dar sino pasos muy cortos.

Jean Valjean llevaba la pistola en la mano.

Atravesaron de este modo el interior de la barricada. Los insurrectos, todos atentos al ataque que iba a sobrevenir, tenían vuelta la espalda. Sólo Marius los vio pasar.

Atravesaron la pequeña trinchera de la callejuela Mondetour, y se encontraron solos en la calle. Entre el montón de muertos se distinguía un rostro lívido, una cabellera suelta, una mano agujereada en medio de un charco de sangre: era Eponina.

Javert dijo a media voz, sin ninguna emoción:

- Me parece que conozco a esa muchacha.

Jean Valjean colocó la pistola bajo el brazo y fijó en Javert una mirada que no necesitaba palabras para decir: Javert, soy yo.

Javert respondió:

- Toma tu venganza.

Jean Valjean sacó una navaja del bolsillo, y la abrió.

- ¡Una sangría! -exclamó Javert-. Tienes razón. Te conviene más.