CAJA DE DESEOS

 

 

 

Sylvia Plath

 

Epílogo de Ted Hughes

Traducción de Guillermo López Gallego

Título original: Johnny Pannic and the Bible of Dreams

© 1952, 1953, 1954, 1955, 1956, 1957, 1960, 1961, 1962 by Sylvia Plath

© 1977, 1979 by Ted Hughes

© de la traducción: Guillermo López Gallego

Edición en ebook: febrero de 2017

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16830-41-1

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

 

Madres

Ocean 1212-W

Blitz de nieve

Los Smith: George, Marjorie (50), Claire (16)

¡América! ¡América!

Charlie Pollard y los apicultores

Comparación

«Contexto»

Rose y Percy B.

Día de éxito

El águila de quince dólares

El oso número cincuenta y nueve

Las hijas de Blossom Street

Cariñito y los hombres de los canalone

La Sombra

Johnny Pánico y la biblia de los sueños

Sobre el Oxbow

Niño de piedra con delfín

Todos los muertos queridos

La caja de los deseos

El día que murió el señor Prescott

La viuda Mangada

Aquella viuda Mangada

Notas de Cambridge

Lenguas de piedra

Superman y el buzo nuevo de Paula Brown

En las montañas

Iniciación

Domingo en casa de los Minton

Entre los abejorros

Epílogo

Contraportada

Sylvia Plath

(Boston, 1932 - Londres, 1963)


Escritora estadounidense especialmente conocida como poeta, aunque también es autora de obras en prosa, como la novela semi-autobiográfica, La campana de cristal (bajo el pseudónimo de Victoria Lucas), así como de relatos y ensayos.

Junto con Anne Sexton, Plath es considerada una de las principales cultivadoras del género de la poesía confesional, iniciado por Robert Lowell y W. D. Snodgrass.

Se suicidó en 1963. Tras su muerte, su marido, el también poeta Ted Hughes, se encargó de la edición de su poesía completa.

Madres

(Relato, 1962)

Esther seguía en el primer piso cuando Rose entró por la puerta de atrás.

—¿Hola? Esther, ¿estás lista?

En la calle que llevaba a la casa de Esther había dos casitas, y Rose vivía en la de más arriba con su marido jubilado, Cecil. La casa era una granja grande con el tejado de paja y su propio patio adoquinado. Los adoquines no eran adoquines corrientes de calle, sino adoquines cincelados, cuyos lados estrechos y alargados formaban un mosaico que siglos de botas y cascos habían fundido delicadamente. Los adoquines se extendían bajo la recia puerta de roble tachonada hasta el oscuro pasillo entre la cocina y la trascocina, y en la época de la anciana lady Bromehead, habían formado también el suelo de la cocina y la trascocina. Pero cuando, a los noventa años, lady Bromehead se cayó y se rompió la cadera y la llevaron a una residencia, una serie de inquilinos sin servidumbre había persuadido a su hijo para que pusiera linóleo en esas habitaciones.

La puerta de roble era la puerta de atrás; la usaba todo el mundo, menos algún que otro desconocido. La puerta de delante, pintada de amarillo y flanqueada por dos arbustos de boj de olor penetrante, daba a un terreno de ortigas y a la iglesia, que señalaba al cielo gris por encima del festón de lápidas que la rodeaban. La verja principal se abría justo ante la esquina del cementerio.

Esther se caló el turbante hasta las orejas, y a continuación se ajustó las solapas del abrigo de cachemira para parecer alta, majestuosa y gorda al observador accidental, en lugar de embarazada de ocho meses. Rose no había llamado al timbre antes de entrar. Esther imaginó a Rose, la curiosa y ávida Rose, observando la tarima desnuda del recibidor principal y los juguetes desparramados con descuido desde la habitación delantera hasta la cocina. Esther no lograba acostumbrarse a que la gente abriese la puerta y se dejase caer sin llamar al timbre. Lo hacían el cartero, y el panadero, y el mozo del tendero, y ahora Rose, que era de Londres, y debía tener más criterio.

En una ocasión, cuando Esther y Tom estaban discutiendo a gritos y sin rodeos en medio del desayuno, la puerta de atrás se abrió de golpe y un puñado de cartas y revistas restalló sobre los adoquines del recibidor. El grito de «¡Buenos días!» del cartero se desvaneció. Esther se sintió espiada. Después de aquello, echó el cerrojo de la puerta de atrás durante un tiempo, pero el sonido de los tenderos que intentaban abrir la puerta y la encontraban cerrada en pleno día, y luego llamaban al timbre y esperaban a que ella llegase y abriese ruidosamente, le causaba todavía más vergüenza que la costumbre previa. Así que volvió a dejar el cerrojo en paz, y trató de no discutir tanto, o al menos no tan alto.

Cuando Esther bajó, Rose estaba esperando justo al otro lado de la puerta, vestida con elegancia con un sombrero de satén lila y un abrigo de tweed a cuadros. Junto a ella, había una mujer rubia de cara huesuda, con los párpados azul brillante y sin cejas. Era señora Nolan, la mujer del encargado del pub White Hart. La señora Nolan, según Rose, no iba nunca a las reuniones de la Unión de Madres1, porque no tenía con quien ir, así que Rose la llevaba a la reunión de ese mes, junto con Esther.

—¿Os importa esperar un poquito más, Rose, mientras le digo a Tom que voy a salir?

Esther notó los astutos ojos de Rose pasando revista a su sombrero, sus guantes, sus zapatos de tacón de charol, mientras se daba la vuelta y echaba a andar con cuidado por los adoquines hacia el jardín de atrás. Tom estaba plantando fresas en la tierra recién removida de detrás de los establos vacíos. El bebé estaba en medio del camino, encima de un montón de tierra roja, echándosela en el regazo con una cuchara maltrecha.

Esther sintió cómo sus quejas por que Tom no se afeitaba y dejaba al bebé jugar en el campo desaparecían al verlos a los dos tranquilos y en perfecta armonía.

—¡Tom! —Sin pensarlo, dejó su guante blanco encima de la cerca de madera cubierta de polvo—. Me voy. ¿Te importa hacerle un huevo duro al bebé, si vuelvo tarde?

Tom se irguió, y gritó unas palabras de ánimo que desaparecieron entre ambos en el denso aire de noviembre, y el bebé se volvió en dirección a la voz de Esther, con la boca negra, como si hubiera estado metiéndose tierra en ella. Pero Esther se escabulló, antes de que el bebé pudiera ponerse de pie y tambalearse hasta ella, hacia donde Rose y la señora Nolan la estaban esperando, al final del patio.

Esther esperó a que cruzaran la puerta de más de dos metros de alto, que parecía una empalizada, y echó el pestillo. Luego Rose puso los brazos en jarras, y la señora Nolan tomó un brazo, y Esther, el otro, y las tres mujeres anduvieron bamboleándose por el camino de piedra, dejaron atrás la casita de Rose, y más abajo la casita del viejo ciego y su hermana solterona, y salieron a la carretera.

—Hoy nos juntamos en la iglesia.

Rose se metió en la boca un caramelo de menta y les ofreció el cucurucho de papel de plata. Esther y la señora Nolan lo rehusaron cortésmente.

—Pero no siempre nos juntamos en la iglesia. Sólo cuando entran nuevas afiliadas.

La señora Nolan puso los pálidos ojos en blanco, Esther no supo si por consternación general, o sencillamente ante la perspectiva de ir a la iglesia.

—¿Usted también acaba de llegar al pueblo? —preguntó a la señora Nolan, inclinándose un poco hacia delante para salvar a Rose.

La señora. Nolan emitió una risa breve y triste.

—Llevo aquí seis años.

—¡Ah, entonces ya conocerá a todo el mundo!

—A casi nadie —repuso la señora Nolan, haciendo que los recelos, como una bandada de pájaros de patas frías, llenasen el corazón de Esther.

Si la señora Nolan, inglesa, a juzgar por su aspecto y su acento, y además la mujer del encargado del pub, se sentía de fuera después de seis años en Devon, ¿qué esperanzas tenía Esther, estadounidense, de entrar en aquella sociedad arraigada?

Las tres mujeres siguieron andando, brazos entrelazados, por el camino que flanqueaba la linde, alta y con setos de acebo, de la finca de Esther, dejaron atrás la verja, y continuaron al pie de la pared de adobe rojo del cementerio. Lápidas planas y comidas por el liquen se inclinaban a la altura de sus cabezas. Labrado con hondura en la tierra por el uso, mucho antes de que alguien pensara en pavimentar, el camino se curvaba como el lecho de un río antiguo bajo sus riberas inclinadas.

Dejaron atrás el escaparate de la carnicería, con la muestra de codillos de cerdo y botes de manteca propia de mediados de la semana, y subieron por la calle de la policía y los baños públicos. Esther vio a otras mujeres que, solas y en grupos, confluían en la verja techada de la iglesia. Bajo el peso de los engorrosos abrigos de lana y los sombreros de colores apagados, todas ellas parecían retorcidas y viejas.

Mientras Esther y la señora Nolan se resistían a cruzar la reja, y animaban a Rose a seguir, Esther reconoció en la persona inusualmente fea que había llegado tras ella, sonriendo y saludando con la cabeza, a la mujer que le había vendido una berza inmensa en el Festival de la Cosecha por un chelín y medio. La col sobresalía del borde de la cesta de la compra como la planta milagrosa de un cuento, llenándola por completo; pero, cuando se puso a cortarla, era esponjosa y dura como corcho. Dos minutos en la olla a presión, y se quedó en un amasijo pálido y naranja que ennegrecía el fondo y los lados de la olla con un líquido aceitoso y maloliente. Tendría que haberla hervido inmediatamente, pensó Esther ahora, siguiendo a Rose y la señora Nolan hasta la puerta de la iglesia bajo los limeros achaparrados y desmochados.

El interior de la iglesia parecía curiosamente luminoso. Esther se dio cuenta de que hasta entonces sólo había entrado de noche, para las vísperas. Los bancos de atrás ya se estaban llenando de mujeres, que susurraban, se agachaban, se arrodillaban y sonreían con benevolencia en todas direcciones. Rose llevó a Esther y la señora Nolan a un banco vacío en medio del pasillo. Hizo pasar primero a la señora Nolan, luego entró ella, y a continuación tiró de Esther. Rose fue la única de las tres que se arrodilló. Esther inclinó la cabeza y cerró los ojos, pero su mente siguió en blanco; se sentía hipócrita. Así que abrió los ojos y miró a su alrededor.

La señora Nolan era la única mujer de la congregación que no llevaba sombrero. Esther la miró a los ojos, y la señora Nolan arqueó las cejas o, mejor dicho, la piel de la frente donde tuvo las cejas. Luego se inclinó hacia delante.

—No vengo demasiado —confesó.

Esther sacudió la cabeza y susurró:

—Yo tampoco.

No era del todo cierto. Un mes después de llegar al pueblo, Esther había empezado a ir a los servicios de vísperas, sin perderse uno. El mes de hiato había sido angustioso. Los campaneros del pueblo hacían resonar los carillones dos veces cada domingo, mañana y tarde, por el campo de los alrededores. Era imposible escapar de las notas inquisitivas. Mordían el aire y lo sacudían con empeño perruno. Las campanas hacían que Esther se sintiese al margen, como postergada en un gran banquete local.

Pocos días después de mudarse a aquella casa, Tom la llamó desde el piso de abajo para que saludase a una visita. En la sala de delante estaba sentado el pastor, entre cajas de libros por desembalar. Era un hombrecillo gris, con orejas de soplillo, acento irlandés y una sonrisa profesionalmente benigna que todo lo toleraba. Les habló de los años que había pasado en Kenia, donde conoció a Jomo Kenyatta, de sus hijos, que estaban en Australia, y de su mujer, que era inglesa.

Esther pensó que de un momento a otro les preguntaría si iban a la iglesia. Pero el pastor no mencionó la iglesia. Hizo saltar al bebé sobre sus rodillas y se marchó poco después, con su silueta negra y compacta haciéndose más y más pequeña en dirección a la verja.

Un mes después, trastornada todavía por las campanas evangélicas, envió al pastor una nota atropellada, medio a su pesar. Le gustaría ir a la misa de vísperas. ¿Le importaría explicarle el rito?

Esperó nerviosa un día, dos días, y cada tarde preparaba té y bizcocho, que Tom y ella no se comían hasta estar seguros de que había pasado la hora del té. Luego, la tercera tarde, estaba hilvanando un camisón de franela amarilla para el bebé, cuando por casualidad miró hacia la verja por la ventana. Una recia forma negra subía despacio por las ortigas.

Esther recibió recelosa al pastor. Le dijo inmediatamente que la habían educado en la fe unitaria. Pero el pastor le contestó con una sonrisa que, por ser cristiana, al margen de sus convicciones, era bienvenida en su iglesia. Esther se tragó el impulso de soltarle que era atea y poner punto final. Al abrir el Libro de Oración Común que el pastor le había llevado, sintió que una veladura enfermiza y engañosa se apoderaba de sus rasgos; recorrió tras él el orden del servicio. La aparición del Espíritu Santo y las palabras «resurrección de la carne» le dieron un prurito de falsedad. Sin embargo, cuando confesó que no podía creer en la resurrección de la carne (no se atrevió a decir «ni en la del espíritu»), el pastor no pareció inmutarse. Tan sólo le preguntó si creía en la eficacia de la oración.

—¡Oh, sí, sí creo! —Se oyó exclamar, asombrada por las lágrimas que tan oportunamente le habían venido a los ojos, cuando sólo quería decir: «Me encantaría creer».

Más tarde, se preguntó si las lágrimas las había causado la visión de la enorme e irrevocable distancia que había entre su descreimiento y la beatitud de la fe. No se atrevió a decirle al pastor que ya había pasado por aquella intentona pía diez años antes, en la clase de Religión Comparada de la universidad, y finalmente sólo consiguió lamentarse por a no ser judía.

El pastor propuso que quedase con su mujer en el próximo servicio de vísperas, y se sentase con ella, para no sentirse fuera de lugar. Luego pareció cambiar de idea. Al fin y al cabo, quizá prefería ir con sus vecinos, Rose y Cecil. Eran «feligreses». Sólo cuando el pastor cogió sus dos libros de oraciones y su sombrero negro, recordó Esther el plato de bizcochos con azúcar y la bandeja del té que esperaban en la cocina. Pero para entonces era demasiado tarde. No sólo el olvido había relegado esos bizcochos, pensó, observando la mesurada retirada del pastor entre las ortigas verdes.

La iglesia se estaba llenando rápidamente. La mujer del pastor, de rostro alargado, angular, amable, retrocedió de puntillas desde el primer banco repartiendo ejemplares del Misal de la Unión de Madres. Esther sintió que el bebé se agitaba y daba patadas, y pensó plácidamente: «Soy madre; éste es mi sitio».

El frío primigenio del suelo de la iglesia estaba comenzando su entrada mortal en las suelas de los zapatos, cuando, susurrando y dejando de hablar, las mujeres se pusieron en pie al mismo tiempo, y el pastor, con sus andares lentos y santos, recorrió el pasillo.

El órgano tomó aliento; comenzaron el himno de apertura. El organista debía de ser novato. Cada pocos compases se alargaba una discordancia, y las voces de las mujeres patinaban hacia arriba y hacia abajo en pos de la escurridiza melodía con una desesperación atolondrada y gatuna. Hubo genuflexiones, respuestas y más himnos.

El pastor dio un paso al frente, y repitió con detalle una anécdota que había sido el núcleo de su sermón de vísperas más reciente. Luego sacó una metáfora torpe, incluso sonrojante, que Esther le había escuchado en un bautizo la semana antes, sobre el aborto físico y el espiritual. Claramente el pastor estaba recreándose. Rose se metió otro caramelo en la boca, y la señora Nolan tenía la mirada vidriosa y lejana de una vidente infeliz.

Por fin, tres mujeres, dos bastante jóvenes y atractivas, una muy mayor, fueron al frente, y se arrodillaron ante el altar para ser recibidas en la Unión de Madres. El pastor olvidó el nombre de la mayor (Esther pudo percibir cómo lo olvidaba), y se vio obligado a esperar hasta que su mujer tuvo la presencia de ánimo de acercarse discretamente y susurrárselo al oído. La ceremonia prosiguió.

Dieron las cuatro antes de que el pastor dejase salir a las mujeres. Esther dejó la iglesia en compañía de la señora Nolan, ya que Rose se había adelantado con dos amigas suyas, Brenda, la mujer del frutero, y la elegante la señora. Hotchkiss, que vivía en Widdop Hill y criaba pastores alemanes.

—¿Vas a quedarte a la merienda? —preguntó la señora Nolan, mientras la corriente de mujeres las arrastraba al otro lado de la calle, y abajo, hacia el edificio de ladrillo amarillo de la policía.

—A eso he venido —dijo Esther—. Me parece que nos la hemos ganado.

—¿Para cuándo es el bebé?

Esther rio.

—De un momento a otro.

Las mujeres se estaban desviando a un patio a mano izquierda. Esther y la señora Nolan las siguieron a una habitación oscura que tenía algo de cobertizo, y que trajo a Esther recuerdos deprimentes de campamentos y sesiones de canciones de la iglesia. Recorrió la penumbra con la mirada, tratando de dar con una tetera o cualquier otra señal de alegría, pero tan sólo encontró un piano de pared cerrado. Las demás mujeres no se detuvieron; subieron en fila india unas escaleras mal iluminadas.

Tras unas puertas batientes, se abría una habitación luminosa que revelaba dos mesas larguísimas, colocadas en paralelo y con manteles inmaculados de lino blanco. En el centro de las mesas, bandejas de bizcochos y pastas alternaban con cuencos de crisantemos cobrizos. Había una cantidad asombrosa de bizcochos, todos ellos minuciosamente decorados, unos con cerezas y nueces, otros con azúcar espolvoreada. El pastor ya se había colocado en la cabecera de una mesa, y su mujer, en la de la otra, y las mujeres del pueblo empezaban a agolparse en las sillas apretadas. Las mujeres del grupo de Rose se colocaron al final de la mesa del pastor. A la señora Nolan la obligaron a sentarse enfrente del pastor, en el mismísimo extremo de la mesa, con Esther a la derecha y una silla vacía que habían pasado por alto a la izquierda.

Las mujeres se sentaron y se pusieron cómodas.

La señora Nolan se volvió hacia Esther:

—¿Tú a qué te dedicas?

Quien preguntaba era una mujer desesperada.

—Oh, tengo al bebé. —Esther se avergonzó de su evasiva—. Paso a máquina lo que escribe mi marido.

Rose se inclinó hacia ellas.

—Su marido escribe para la radio.

—Yo pinto —dijo la señora Nolan.

—¿Qué pintas? —preguntó Esther, un poco sobresaltada.

—Sobre todo óleos. Pero no se me da bien.

—¿Has intentado la acuarela?

—Sí, claro, pero se te tiene que dar bien. Tiene que salirte a la primera.

—Entonces, ¿qué pintas? ¿Retratos?

La señora Nolan arrugó la nariz y sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Tú crees que se puede fumar? No. No se me dan bien los retratos. Pero a veces pinto a Ricky.

La mujer diminuta de aspecto apagado que servía el té llegó donde estaba Rose.

—Se puede fumar, ¿verdad? —preguntó la señora Nolan a Rose.

—Oh, me parece que no. La primera vez que vine me moría de ganas, pero no fumaba nadie.

La señora Nolan miró a la señora del té.

—¿Se puede fumar?

—Ooh, yo diría que no —dijo la mujer—. En las dependencias de la iglesia, no.

—¿Es por la normativa de incendios? —quiso saber Esther—. ¿O es por algo religioso?

Pero nadie lo sabía. La señora Nolan empezó a hablar a Esther de su niño de siete años, que se llamaba Benedict. Resultó que Ricky era un hámster.

De pronto, las puertas batientes se abrieron de par en par y dejaron pasar a una joven colorada con una bandeja humeante.

—¡Las salchichas, las salchichas! —gritaron voces complacidas desde diversos puntos de la sala.

Esther tenía mucha hambre, casi estaba desfallecida. Ni siquiera los hilos de grasa transparente y caliente que rezumaban de su salchicha envuelta en masa la detuvieron. Mordió un buen trozo, al igual que la señora Nolan. En ese momento, todo el mundo agachó la cabeza. El pastor bendijo las mesas.

Con los carrillos abultados, Esther y la señora Nolan se miraron, haciendo muecas y sofocando la risa, como colegialas que comparten un secreto. Luego, después de la bendición, todo el mundo empezó a pasar platos de un lado a otro de la mesa, y a servirse con energía. La señora Nolan habló a Esther sobre el padre de Benedict el Joven, Benedict el Grande (su segundo marido), que había tenido una plantación de caucho en Malasia, hasta que tuvo la desgracia de enfermar y lo mandaron a casa.

—Toma pan dulce. —Rose le pasó una bandeja de rebanadas tiernas y afrutadas, y la señora Hotchkiss le alcanzó un bizcocho de chocolate de tres pisos.

Esther se sirvió grandes cantidades de todo.

—¿Quién hace los bizcochos?

—La mujer del pastor —dijo Rose—. Cocina mucho.

—El pastor… —Mrs. Hotchkiss inclinó su sombrero, que tenía una pluma de perdiz—… ayuda a batir.

La señora Nolan, sin cigarrillos, tamborileaba sobre la mesa.

—No voy a tardar en irme.

—Me voy contigo. —Esther habló con la boca llena—. Tengo que volver, por el bebé.

Pero había vuelto la mujer, con más té, y las dos mesas parecían cada vez más una gran reunión familiar de la que sería de mala educación marcharse sin dar las gracias, o por lo menos sin pedir permiso.

Sin que supieran cómo, la mujer del pastor se había escabullido de la cabecera de su mesa, y estaba inclinada sobre ellas de manera maternal, con una mano encima del hombro de la señora Nolan, y otra encima del de Esther.

—El pan dulce es delicioso —dijo Esther, con intención de elogiarla—. ¿Lo ha hecho usted?

—Oh, no, lo hace el señor Ockenden. —El señor Ockenden era el panadero del pueblo—. Pero sobra un pan. Si quiere, lo puede comprar después.

Desconcertada ante aquel quiebro financiero repentino, Esther recordó casi inmediatamente que la gente de la iglesia, sea de la orden que sea, siempre anda buscando dinero, colectas y donaciones de una u otra clase. Hacía poco se había visto saliendo de vísperas con una hucha, un austero recipiente de madera con una hendidura en el que al parecer se esperaba que fuera metiendo dinero hasta el Festival de la Cosecha del año siguiente, cuando vaciarían y volverían a distribuir las huchas.

—Me encantaría —dijo Esther, con entusiasmo un poco excesivo.

Cuando la mujer del pastor volvió a su sitio, hubo murmullos y codazos entre las mujeres de mediana edad del otro extremo de la mesa, que llevaban sus mejores blusas, chaquetas y sombreros redondos de fieltro. Finalmente, con un discreto aplauso local, una mujer su puso en pie, y dio un discursito pidiendo un voto de gracias a la mujer del pastor por la merienda. Hubo una coda cómica pidiendo dar también las gracias al pastor, por ayudar —al parecer era famoso por ello— a hacer la masa de los bizcochos. Más aplausos, muchas carcajadas, tras las cuales la mujer del pastor pronunció un discurso de respuesta, dando la bienvenida a Esther y a la señora Nolan por sus nombres. Dejándose llevar por el entusiasmo, confesó que esperaba que entrasen en la Unión de Madres.

En el torbellino general de aplausos y sonrisas y miradas curiosas y un nuevo pase de bandejas, el propio pastor dejó su sitio y fue a sentarse en la silla vacía que tenía al lado la señora Nolan. Tras saludar a Esther con una inclinación de cabeza, como si ya hubieran hablado mucho, empezó a dirigirse con voz profunda a la señora Nolan. Esther los escuchó sin disimulo, mientras acababa su plato de pan dulce con mantequilla y bizcochos variados.

El pastor hizo una extraña referencia jocosa a que nunca encontraba a la señora Nolan en casa, ante la cual la clara piel de rubia de ésta se puso rosa brillante, y luego dijo:

—Lo siento, pero, si no la he ido a ver, es porque pensaba que estaba divorciada. Normalmente, procuro no molestar a las divorciadas.

—Oh, no se preocupe. Ya no se preocupe, ¿eh? —musitó la señora Nolan, sonrojada y tirando furiosamente del cuello abierto de su abrigo.

El pastor acabó con un pequeño sermón de bienvenida que a Esther se le escapó, en su confusión y enfado ante el apuro de la señora Nolan.

—No tenía que haber venido —susurró la señora Nolan a Esther—. Las divorciadas no deben venir.

—Qué cosa más ridícula —dijo Esther—. Me marcho. Vámonos.

Rose levantó la mirada cuando sus protegidas empezaron a abotonarse los abrigos.

—Voy con vosotras. Cecil querrá el té.

Esther miró de reojo a la mujer del pastor, al fondo de la habitación, rodeada de un grupo de mujeres que charlaban. El pan que sobraba no estaba a la vista, y no tenía el menor deseo de buscarlo. Podía pedirle uno a el señor Ockenden el sábado, cuando pasase por su casa. Además, tenía la vaga sospecha de que la mujer del pastor lo vendería más caro, para beneficio de la iglesia, como hacían en los rastrillos.

La señora Nolan se despidió de Rose y de Esther ante el ayuntamiento, y se dirigió colina abajo al pub de su marido. El camino del río desaparecía, en la primera bajada, en un banco de húmeda niebla azul; desapareció en pocos minutos.

Rose y Esther fueron andando juntas a casa.

—No sabía que no admitían a las divorciadas —dijo Esther.

—Oh, no, no les gustan. —Rose hurgó en un bolsillo y sacó un paquete de Maltesers—. ¿Quieres? La señora Hotchkiss ha dicho que la señora Nolan no puede entrar en la Unión de Madres, aunque quisiera. ¿Quieres un perro?

—¿Un perro?

—Un perro. A la señora Hotchkiss le queda un pastor alemán de la última camada. Los negros los ha vendido todos, esos le gustan a todo el mundo, y ahora sólo hay uno gris.

—A Tom no le gustan nada los perros. —Esther se sorprendió ante su propio arranque de pasión—. Sobre todo los pastores alemanes.

Rose pareció alegrarse.

—Ya le he dicho que no creía que lo quisieras. Los perros son horrorosos.

Parecía que los vetustos líquenes de las lápidas, verdemente luminosas en la espesa penumbra, pudieran tener poderes mágicos de fosforescencia. Las dos mujeres pasaron ante el cementerio, con su tejo chato y negro, y a medida que el frío del anochecer penetraba sus abrigos y el caduco esplendor de la merienda, Rose ofreció su brazo y Esther lo tomó sin dudar.

1 Mothers’ Union, organización de caridad fundada por Mary Elizabeth Sumner en 1876. (N. del T.).

Ocean 1212-W

(Ensayo, 1962)

El paisaje de mi infancia no era tierra, sino el final de la tierra: las colinas frías, saladas, en movimiento, del Atlántico. A veces pienso que mi perspectiva del mar es lo más claro que tengo. La tomo, en mi condición de exiliada, como las «piedras de la suerte» moradas que coleccionaba, con una franja blanca alrededor, o como la concha de un mejillón azul, con su interior irisado como uña de ángel; y en una ola de recuerdo los colores se hacen más intensos y brillan, y el mundo temprano respira.

La respiración es lo primero. Algo respira. ¿Mi propia respiración? ¿La respiración de mi madre? No, es otra cosa, algo más grande, más lejano, más grave, más cansado. Así que floto un rato tras mis párpados cerrados; soy una pequeña capitana de barco, saboreo el tiempo del día: arietes en el rompeolas, espuma de metralla sobre los valientes geranios de mi madre, o el ssh-ssh adormecedor de una marisma inundada y resplandeciente; la marisma da vueltas perezosa a la arenilla de cuarzo del borde, amablemente, una señora que repasa las joyas. A lo mejor había un silbido de lluvia en la ventana, a lo mejor el viento estaba suspirando y probando los chirridos de la casa como teclas. Yo no me dejaba engañar. El pulso maternal del mar se reía de esas falsificaciones. Como una mujer profunda, escondía mucho; tenía muchas caras, muchos velos delicados, terribles. Hablaba de milagros y distancias; si podía cortejar, también podía matar. Cuando estaba aprendiendo a gatear, mi madre me puso en la playa para que ver qué me parecía. Fui en línea recta hacia la ola que llegaba, y acababa de atravesar la pared verde cuando mi madre me agarró por los talones.

Muchas veces me pregunto qué habría pasado si hubiese conseguido traspasar ese espejo. ¿Habrían actuado mis branquias infantiles, la sal de mi sangre? Durante mucho tiempo no creí ni en Dios ni en Papá Noel, sino en las sirenas. Me parecían tan lógicas y posibles como la rama quebradiza de un caballito de mar en el acuario del Zoo, o las rayas atrapadas en las cañas de los pescadores domingueros que decían obscenidades, rayas con forma de fundas de almohada viejas, con labios de mujer carnosos y tímidos.

Y recuerdo a mi madre, también chica de mar, leyéndonos a mí y a mi hermano —que llegó más tarde— el «Tritón abandonado» de Matthew Arnold:

Antros frescos, profundos, silentes y escondidos,

en los cuales los vientos están adormecidos;

donde las luces tiemblan marchitas y dolientes.

Donde las yerbas obstan las nítidas corrientes,

y los seres acuáticos demoran agrupados.

Nutriéndose del fango del suelo de sus prados;

en donde las serpientes se van a calentar,

arrolladas al sol, en un rincón del mar;

y en donde las ballenas, con ojos de estupor,

navegan y navegan del mundo en derredor.2

Vi que tenía la carne de gallina. No sabía por qué. No tenía frío. ¿Había pasado un fantasma? No, era la poesía. Una chispa saltó de Arnold y me estremeció, como un escalofrío. Tenía ganas de llorar; me sentía muy rara. Había descubierto una forma nueva de ser feliz.

De vez en cuando, cuando me entra nostalgia de mi niñez marina —los chillidos de las gaviotas y el olor de la sal—, alguien me mete en un coche, solícito, y me lleva al horizonte salobre más cercano. Al fin y al cabo, en Inglaterra ningún sitio está a más de, ¿qué?, setenta millas del mar. «Aquí —me dice—, aquí está». Como si el mar fuese una gran ostra encima de un plato que se puede servir, y que en cualquier restaurante del mundo sabe exactamente igual. Salgo del coche, estiro las piernas, olisqueo. El mar. Pero no es eso, no es eso, para nada.

Para empezar, la geografía está mal. ¿Dónde está el gris pulgar del depósito de agua a la izquierda, y el banco de arena (un banco de piedra, en realidad) con forma de guadaña debajo, y la cárcel de Deer Island en la punta del cabo a la derecha? El camino que conocía se curvaba hacia las olas, con el mar a un lado, y la bahía, al otro; y la casa de mi abuela, a mitad de camino, daba al este, lleno de sol rojo y luces marinas.

Todavía recuerdo su número de teléfono: OCEAN 1212-W. Se lo repetía a la telefonista, desde mi casa en el lado de la bahía, más silencioso, un ensalmo, una rima excelente, esperando a medias que el auricular negro me devolviese, como una concha, el susurrante murmullo del mar junto con el «Hola» de mi abuela.

La respiración del mar, por lo tanto. Y luego sus luces. ¿Era un animal enorme, radiante? Hasta con los ojos cerrados notaba que los destellos reflejados en sus brillantes espejos se movían sobre mis párpados como arañas. Yacía en una cuna acuática, y los resplandores del mar encontraban las rendijas en la persiana verde oscuro, jugaban y bailaban, o descansaban y temblaban un poco. A la hora de la siesta hacía tintinear la cabecera de latón de la cama con la uña, para oír su música, y una vez, en un ataque de descubrimiento y sorpresa, encontré la juntura del empapelado rosa nuevo, y con la misma uña curiosa dejé al desnudo un gran espacio mondo de pared. Me riñeron por aquello, también me dieron azotes, y luego mi abuelo me salvó de las furias domésticas y me llevó a dar un largo paseo por la playa, sobre piedras moradas que repiqueteaban y chascaban.

Mi madre nació y creció en la misma casa mordida por el mar; recordaba días de naufragios, cuando la gente del pueblo rebuscaba entre los pecios que las olas arrastraban como en un mercado: teteras, rollos de tela empapada, el zapato solitario, lúgubre. Pero, que ella recordase, jamás un marinero ahogado. Iban directos al fondo del mar. Aun así, ¿qué no legaría el mar? No perdía la esperanza. Las pepitas de cristal marrones y verdes abundaban, las azules y rojas escaseaban: ¿faroles de barcos destrozados? O corazones de botellas de cerveza y whisky batidos por el mar. No había forma de saberlo.

Creo que el mar se tragó docenas de juegos de té: tirados con descuido por la borda de los transatlánticos, o relegados a la marea por novias plantadas en el altar. Tenía una colección de esquirlas de porcelana, con rebordes de jacintos y pájaros o margaritas trenzadas. No había dos motivos iguales.

Y un día las texturas de la playa se quemaron para siempre en la lente de mi ojo. Un abril caluroso. Me calentaba el trasero en los escalones de mi abuela, de piedra y con destellos de mica, contemplando la pared estucada, con su dibujo de huevos de piedra, vieiras, y cristal de colores, propio de una urraca. Mi madre estaba en el hospital. Hacía tres semanas que faltaba. Yo estaba de morros. No quería hacer nada. Su deserción había dejado un agujero llameante en mi cielo. Con lo amante y fiel que era, ¿cómo podía dejarme tan fácilmente? Mi abuela tarareaba y aporreaba la masa de pan con entusiasmo contenido. Vienesa, victoriana, fruncía los labios, no quería decirme nada. Por fin se ablandó un poco. Cuando mi madre volviera, iba a darme una sorpresa. Iba a ser algo estupendo. Iba a ser… un bebé.

Un bebé.

Yo odiaba los bebés. Yo, que durante dos años y medio había sido el centro de un universo tierno, sentí que el eje se torcía, y un frío polar me inmovilizó los huesos. Iba a ser una espectadora, un mamut en un museo. ¡Bebés!

Ni siquiera mi abuelo, en la galería acristalada, fue capaz de sacarme de mi enorme pesadumbre. Me negué a esconder su pipa en la planta de goma y convertirla en un arbusto pipero.3 Se alejó en zapatillas, también ofendido, pero silbando. Esperé hasta que su silueta rodeó la loma del depósito de agua y fue empequeñeciéndose en dirección al paseo marítimo; los puestos de helados y perritos calientes seguían cerrados con tablas, a pesar del cálido tiempo preveraniego. Su lírico silbido me llamaba a la aventura, y a olvidar. Pero yo no quería olvidar. Abrazada a mi rencor, feo y erizado de pinchos, triste erizo de mar, me alejé sola andando con dificultad en dirección opuesta, hacia la imponente cárcel. Como desde una estrella, vi, fría y sobriamente, la separación de todo. Sentí la pared de mi piel: yo soy yo. Esa piedra es una piedra. Mi hermosa fusión con las cosas de este mundo se había terminado.

La marea bajó, sorbida de nuevo en sí misma. Ahí estaba yo, rechazada, con las algas negras secas cuyas duras cuentas me gustaba hacer estallar, mitades vacías de naranja y pomelo y una inmundicia de conchas. Inmediatamente, vieja y solitaria, las observé: navajas, barcos de hadas, mejillones cubiertos de hierba, el picado encaje gris de la ostra (nunca había perlas) y minúsculos «cucuruchos de helado» blancos. Siempre se sabía dónde estaban las mejores conchas: en el borde de la última ola, marcado con rímel de alquitrán. Cogí con frialdad una estrella de mar rígida. La tenía en el corazón de mi palma, una imitación cómica de mi propia mano. A veces curaba estrellas de mar vivas en tarros de mermelada llenos de agua de mar, y miraba cómo volvían a crecerles los brazos perdidos. Aquel día, aquel espantoso natalicio de la otredad, mi rival, otra persona, lancé la estrella de mar contra una piedra. Que se muera. Por no tener ingenio.

Me di un golpe en el dedo del pie con las piedras redondas y ciegas. No prestaron atención. Les daba igual. Supuse que estaban contentas. El mar se alejaba bailando hacia la nada, hacia el cielo. Aquel día tranquilo, la línea divisoria era casi invisible. Sabía por el colegio que el mar ceñía el bulto del mundo como un abrigo azul, pero por lo que fuera mi conocimiento nunca conectó con lo que veía: agua arrastrada hasta la mitad del aire, una persiana plana y cristalina; con rastros de caracol de vapores en el borde. Que yo supiera, circundaban aquella línea para siempre. ¿Qué había detrás? «España», dijo Harry Bean, el de ojos de búho, mi amigo. Pero el mapa pueblerino de mi mente no podía asimilarlo. España. Mantillas y castillos dorados y toros. Sirenas sobre rocas, cofres de joyas, lo fantástico. Un trozo de lo cual el mar, comiendo y agitando sin cesar, podía hacer encallar a mis pies en cualquier momento. En señal.

¿En señal de qué?

En señal de elección y excepcionalidad. En señal de que no iba a estar proscrita siempre. Y vi una señal. De una pulpa de algas, brillante aún, con un olor húmedo, fresco, salía una manita marrón. ¿Qué podía ser? ¿Qué quería yo que fuera? ¿Una sirena, una infanta española?

Lo que era, era un mono.

No un mono de verdad, sino un mono de madera. Pesado por el agua que había tragado y con cicatrices de alquitrán, estaba agazapado sobre su pedestal, remoto y santo, de largo hocico, y extrañamente extranjero. Lo cepillé, y lo sequé, y admiré su pelo delicadamente tallado. No se parecía a ningún mono que hubiera visto, comiendo cacahuetes y tonto. Tenía la noble pose de un Pensador simiesco. Ahora descubro que el tótem que amorosamente separé de su amnios de algas (y que en el ínterin, ay, he extraviado con el resto del equipaje de la infancia) era un Babuino Sagrado.

Así que el mar, percibiendo mi necesidad, me había concedido una bendición. Mi hermano pequeño ocupó su lugar en la casa aquel día, pero también mi maravilloso y (¿quién lo habría imaginado?) valioso babuino.

Entonces, ¿mi amor al cambio y al estado salvaje viene del paisaje marino de mi infancia? Las montañas me dan miedo: están ahí sin hacer nada, son muy orgullosas. Las colinas me asfixian con su quietud de almohadas altas. Cuando no estaba andando junto al mar, estaba en él o bajo él. Mi joven tío, atlético y manitas, nos construyó un columpio de playa. Cuando la marea estaba en el punto exacto, podías impulsarte hasta el pico del arco, soltarlo y caer en el agua.

Nadie me enseñó a nadar. Ocurrió sin más. Estaba de pie en un círculo de compañeros de juego en la bahía tranquila, el agua me llegaba por las axilas, las olas me mecían. Un niño mimado tenía una rueda de caucho en la que estaba sentado y pataleaba, aunque no sabía nadar. Mi madre nunca permitió que a mi hermano o a mí nos dejasen manguitos, flotadores o colchonetas, por temor a que nos llevasen donde no hiciéramos pie, y nos dieran una muerte temprana. Su inflexible lema era «primero, aprended a nadar». El niño se bajó de la rueda, se movía arriba y abajo, y la aferraba, no quería compartirla. «Es mía», decía con toda la razón. De pronto, una ráfaga de viento oscureció el agua, se soltó, y la rueda con forma de salvavidas se alejó. La pérdida le abrió los ojos de par en par; se echó a llorar. «Yo te lo traigo», dije, y mi bravuconería ocultaba un ardiente deseo de montar. Salté batiendo de lado con las manos; dejé de hacer pie. Estaba en ese país prohibido: «Donde no hacía pie». Según Mamá, debería haberme hundido como una piedra, pero no lo hice. Tenía la barbilla alzada, mis manos y mis pies molían el verde frío. Atrapé la rueda que se movía rápidamente, y entré nadando. Estaba nadando. Sabía nadar.

Al otro lado de la bahía, el aeropuerto soltó un dirigible. Subió como una pompa de plata, una salva.

Aquel verano mi tío y su menuda prometida construyeron un barco. Mi hermano y yo llevábamos clavos relucientes. Nos despertábamos con el tamp-tamp del martillo. El color de miel de la madera nueva, las virutas blancas (transformadas en anillos) y el dulce serrín estaban creando un ídolo, algo hermoso…, un barco auténtico. Mi tío trajo caballas del mar. Brocados negro azulado-verdoso frescos, llegaron a la mesa. Y vivimos del mar. Con la cabeza y la cola de un bacalao, mi abuela sabía hacer una crema que al enfriarse se asentaba en su jalea triunfal. Hacíamos cenas de cremosas almejas al vapor, y colocábamos líneas de nasas. Pero nunca soporté ver a mi madre echar los bogavantes verde oscuro, agitando las pinzas cerradas con madera, en la olla hirviendo de la que un minuto después eran sacados, rojos, muertos y comestibles. Sentía la horrible escaldadura del agua demasiado vivamente en mi piel.

El mar era nuestro pasatiempo principal. Cuando venían invitados, los poníamos delante encima de unas alfombras, con termos y bocadillos y sombrillas de colores, como si mirar el agua —azul, verde, gris, azul marino o plateada, según el día— fuera suficiente. En aquellos tiempos los adultos aún llevaban los trajes de baño negros puritanos que hacen tan arcaicos los álbumes de fotos de la familia.

Mi último recuerdo del mar es de violencia, un día tranquilo e insalubremente amarillo de 1939, el mar fundido, aceitoso y acerado, tirando de la correa como un animal con instinto maternal, violetas malvados en la mirada. Llamadas ansiosas de mi abuela, en el lado del mar abierto, expuesto, cruzaron hasta mi madre, en la bahía. Mi hermano y yo, que aún éramos muy pequeños, absorbimos la conversación sobre maremotos, terreno alto, ventanas aseguradas con tablas y barcos flotantes como un elixir milagroso. Se esperaba el huracán al caer la noche. En aquellos tiempos, los huracanes no brotaban en Florida y florecían sobre Cape Cod cada otoño como hacen ahora…, bang, bang, bang, frecuentes como petardos el Cuatro de Julio y con caprichosos nombres de mujer. Aquello era una singularidad monstruosa, un leviatán. Nuestro mundo podía ser comido, hecho pedazos. Queríamos formar parte.

La tarde sulfurosa oscureció a hora antinaturalmente temprana, como si lo que había de llegar no pudiese ser iluminado por las estrellas, por las antorchas, contemplado. Se instaló la lluvia, una enorme ducha de Noé. Luego el viento. El mundo se había convertido en tambor. Golpeado, aullaba y se sacudía. Pálidos y exultantes en nuestras camas, mi hermano y yo bebíamos a sorbos nuestra bebida caliente de cada noche. No queríamos dormir, claro está. Fuimos a hurtadillas a una persiana, y levantamos una rendija. Sobre un espejo de negro fluvial nuestras caras vacilaban como polillas, intentando forzar la entrada. No se veía nada. El único sonido era un aullido, con la vida que daban los estallidos, los golpes, los gruñidos y los resquebrajamientos de objetos tirados como vajillas en una pelea de gigantes. La casa se mecía sobre su raíz. Se mecía y mecía, y meció a sus dos pequeños observadores hasta que quedaron dormidos.

Al día siguiente los daños eran como una se imaginaba: árboles y postes de teléfono arrancados, casitas de verano de mala calidad que flotaban junto al faro y una basura de costillas de barquitos. La casa de mi abuela había aguantado valiente, aunque las olas rompieron justo sobre el camino y llegaron a la bahía. El rompeolas de mi abuelo la había salvado, dijeron los vecinos. La arena le hundió el horno en espirales de oro; la sal manchó el sofá tapizado, y un tiburón muerto llenaba lo que había sido el arriate de geranios, pero mi abuela había sacado la escoba, no tardaría en estar en orden.

Y así se anquilosa mi visión de esa infancia junto al mar. Mi padre murió, nos mudamos tierra adentro. Ante lo cual aquellos nueve primeros años de mi vida se aislaron como un barco en una botella: hermosos, inaccesibles, anticuados, un hermoso, blanco mito volador.

2 Según la traducción de Fernando Maristany. (N. del T.).

3 Juego de palabras intraducible. Pipe tree, en el original, es cualquier arbusto con cuyas ramas se pueden fabricar pipas, como el saúco o el lilo. (N. del T.).