D. H. Lawrence

El Amante de Lady Chatterley

(texto completo, con índice activo)



Título original: Lady Chatterley's Lover (1928)


e-artnow, 2013
ISBN 978-80-268-0320-1

CAPITULO 9

Connie misma se sorprendía de la aversión que sentía hacia Clifford. Y lo que es más, se daba cuenta de que siempre le había disgustado en el fondo. No se trataba de odio: no intervenía en ello la pasión. Era una profunda antipatía física. Casi, le parecía, se había casado con él porque le repelía de una forma secreta, física. Aunque, desde luego, se había casado con él en realidad porque desde un punto de vista mental la atraía y la excitaba. De alguna forma, y a pesar de ella misma, le había parecido su dueño.
Ahora la emoción mental había pasado por el desgaste y la destrucción y sólo le quedaba la conciencia de la aversión física. Emanaba de sus mismas entrañas: y se daba cuenta ahora de que había ido consumiendo su vida.
Se sentía débil e infinitamente abandonada. Deseaba que algo viniera de fuera en su ayuda. Ayuda que de modo ninguno se presentaba. La sociedad era horrible porque estaba loca. La sociedad civilizada es un despropósito. El dinero y el llamado amor son sus dos grandes manías; con el dinero muy a la cabeza. En su inconexa locura el individuo se identifica a sí mismo de esas dos formas: dinero y amor. ¡Michaelis, por ejemplo! Su vida y su actividad eran una simple locura. Su amor era una especie de enajenación.
Lo mismo sucedía con Clifford. ¡Toda aquella palabrería! ¡Todo aquel emborronar páginas! ¡Toda aquella lucha feroz para trepar! Lisa y llanamente locura, cada vez más acentuada; de maníacos.
Connie se sentía agostada por el temor. Pero al menos Clifford estaba trasladando su tiranía de ella a la señora Bolton. El no lo sabía. Como sucede con tantos locos, su locura podía medirse por las cosas de las que no se daba cuenta; los grandes espacios desiertos de su consciencia.
La señora Bolton era admirable en muchos sentidos. Pero tenía esa extraña especie de mandonería, ese infinito siempre tener razón, que es uno de los signos de locura en la mujer moderna. Pensaba que era absolutamente servil y que vivía para otros. Clifford la fascinaba porque siempre, o muy a menudo, frustraba sus intenciones, como provisto de un instinto más fino. Tenía una voluntad de autoafirmación más refinada, más sutil, que la de ella misma. Y en eso residía su encanto para ella.
Aquél había sido quizás también su encanto para Connie.
—¡Hace un día hermoso! —podía decir la señora Bolton con su voz convincente y acariciadora—. Supongo que disfrutaría usted saliendo a dar una vuelta en la silla, fíjese qué sol.
—¿Sí? ¿Quiere pasarme ese libro, ése, el amarillo? Y pienso que sería mejor sacar de aquí esos jacintos.
—¡Pero si son lindísssimos! —lo decía con la «ese» alargada así: ¡lindíssimos!—. Y el perfume es una maravilla.
—Es el perfume lo que no me gusta —decía él—. Es un poco fúnebre.
—¿Usted cree? —exclamaba ella sorprendida, como ofendiéndose, pero impresionada.
Y se llevaba los jacintos de la habitación, afectada por tan exquisita delicadeza.
—¿Desea que le afeite hoy, o preferiría hacerlo usted mismo?
Siempre la misma voz, suave, acariciante, servil y sin embargo autoritaria.
—No lo sé. ¿No le importa esperar un poco? La llamaré cuando esté listo.
—Muy bien, Sir Clifford —contestaba ella, siempre tan suave y tan obediente, mientras se retiraba en silencio.
Pero cualquier signo de rechazo no hacía más que reforzar su voluntad.
Cuando la llamaba, después de un tiempo, ella aparecía inmediatamente y él decía:
—Creo que sería mejor que hoy me afeitara usted. Su corazón daba un pequeño vuelco y contestaba con una suavidad especial:
—¡Muy bien, Sir Clifford!
Era muy hábil, ligera, volátil, algo lenta. Al principio a él le desagradaba el contacto infinitamente suave de sus dedos sobre la cara. Pero ahora empezaba a gustarle con una creciente voluptuosidad. Hacía que le afeitara casi cada día: con su cara cerca de la suya, y sus ojos tan concentrados en el esfuerzo de hacerlo bien. Gradualmente las puntas de sus dedos llegaron a conocer perfectamente sus mejillas y labios, sus mandíbulas, barbilla y cuello. Estaba bien alimentado y terso; su cara y su cuello eran bastante hermosos; un caballero.
También ella era hermosa, pálida, de cara un tanto alargada y absolutamente serena, de ojos brillantes pero reservados. Gradualmente, con una suavidad infinita, con amor casi, le sujetaba del cuello y él se entregaba.
Era ella quien hacía ahora casi todo lo que él necesitaba, y él se sentía más a gusto con ella, menos avergonzado de aceptar su ayuda cotidiana, que con Connie.
A ella le gustaba manejarle. Le encantaba tener su cuerpo a su cargo, absolutamente, hasta en los cuidados más humildes. Un día le dijo a Connie:
—Todos los hombres son como niños cuando se llega hasta el fondo. Sí, he tenido a mi cargo a algunos de los hombres más duros que hayan bajado al pozo de Tevershall. Pero basta que algo les duela y que te necesiten para que se conviertan en niños, niños grandes. ¡No hay mucha diferencia entre ellos!
Al principio la señora Bolton había pensado que existía una diferencia en el caso de un caballero, un caballero de verdad, como Sir Clifford. Y así Clifford había jugado con aquella ventaja sobre ella al principio. Pero poco a poco, a medida que ella le había ido llegando al fondo, por usar sus propias palabras, fue descubriendo que era como los demás, un niño que había crecido hasta llegar a las proporciones de un hombre: pero un niño de mal humor y buenos modales, con el poder en sus manos y todo tipo de extraños conocimientos que ella nunca había soñado que existieran y con los que todavía podía apabullarla.
A veces Connie sentía la tentación de decirle:
—¡Por Dios, no te dejes dominar tan terriblemente por esa mujer!
Pero a la larga se daba cuenta de que él ya no le importaba tanto como para decírselo.
Seguían teniendo la costumbre de pasar juntos las últimas horas del día, hasta las diez. Hablaban, leían juntos o repasaban lo que estaba escribiendo. Pero ya no había ninguna emoción en ello. Sus escritos la aburrían. Pero ella seguía pasándoselos a máquina, aunque con el tiempo la señora Bolton se ocuparía incluso de aquello.
Porque Connie le había sugerido que aprendiera a escribir a máquina. Y la señora Bolton, siempre dispuesta, había comenzado inmediatamente y practicaba con asiduidad. De modo que ahora Clifford le dictaba de vez en cuando una carta y ella la copiaba, lentamente pero sin faltas. El tenía una gran paciencia, deletreaba las palabras difíciles o las frases ocasionales en francés. Para ella era tan emocionante que casi se convertía en un placer irla enseñando.
Connie a veces se quejaba de dolor de cabeza como excusa para retirarse a su habitación después de la cena.
—Quizás la señora Bolton pueda jugar al piquet contigo —le dijo a Clifford.
—Oh, no te preocupes. Vete a tu habitación y descansa, querida.
Pero no había acabado de irse cuando ya estaba llamando a la señora Bolton para decirle que jugara con él una partida de piquet, bezique o incluso de ajedrez. Le había enseñado todos aquellos juegos. Y a Connie le parecía curiosamente rechazable ver a la señora Bolton, ruborosa y temblando como una niña, tocando una reina o un rey con los dedos inseguros y retirando la mano de nuevo, mientras Clifford sonreía levemente con una superioridad medio en broma y decía:
—¡Tiene que decir usted j'adoube!
Ella le miraba con los ojos brillantes y sorprendidos y luego murmuraba tímida y obediente:
—¡J´adoube!
Sí, la estaba educando. Aquello le divertía y le daba una sensación de fuerza. Y ella estaba emocionada. Estaba llegando poco a poco a poseer todos los conocimientos de la aristocracia, todo lo que les convertía en clase alta: aparte del dinero. Aquello la encantaba. Y al mismo tiempo estaba haciendo que él deseara tenerla allí haciéndole compañía. Era un halago sutil y profundo para él; el auténtico encanto que emanaba de ella.
Para Connie, Clifford parecía estarse manifestando bajo su verdadero aspecto: algo vulgar, algo común y falto de inspiración; más bien gordete. Los trucos de Ivy Bolton y su humilde autoritarismo eran también demasiado evidentes. Pero Connie se maravillaba de la auténtica emoción que Clifford producía en aquella mujer. Decir que estaba enamorada de él no hubiera sido exacto. Estaba deslumbrada por el contacto con un hombre de clase alta, aquel caballero con título, aquel autor que podía escribir libros y poemas y cuya foto aparecía en la prensa ilustrada. Aquello despertaba en ella una extraña pasión. Y el que la estuviera «educando» despertaba en ella una apasionada emoción y una reacción mucho más profunda que cualquier relación amorosa. En realidad el hecho mismo de la imposibilidad de una relación amorosa la dejaba libre para vibrar hasta la médula con aquella otra pasión, la pasión específica de saber, saber como él sabía.
No cabía duda alguna de que la mujer estaba de alguna forma enamorada de él: demos la fuerza que demos a la palabra amor. Su aspecto era hermoso y joven y sus ojos grises eran a veces maravillosos. Al mismo tiempo había en ella una satisfacción sosegada y latente, casi triunfante e íntima. ¡Uff, aquella satisfacción íntima! ¡Cómo la despreciaba Connie!
¡Pero no era extraño que Clifford se hubiera dejado atrapar por la mujer! Ella le adoraba absolutamente, de forma constante, y se ponía absolutamente a su servicio para que hiciera con ella lo que quisiera. ¡No era extraño que se sintiera halagado!
Connie escuchaba largas conversaciones entre los dos. Aunque más bien era la señora Bolton la que hablaba siempre. Ella había sacado a la palestra la larga cadena de cotilleo sobre el pueblo de Tevershall. Era más que cotilleo. Eran la señora Gaskell, George Eliot y la señorita Mitford en una sola persona, con muchas otras cosas que aquellas mujeres se habían dejado en el tintero. Una vez que empezaba a hablar, la señora Bolton era mejor que cualquier libro sobre la vida de la gente. Los conocía a todos tan íntimamente y sentía un interés tan ardiente y tan peculiar por todos sus asuntos, que era maravilloso escucharla, si bien algo humillante. Al principio no se había atrevido a "pasar lista a Tevershall», como ella decía, ante Clifford. Pero una vez que hubo comenzado siguió adelante. Clifford escuchaba en busca de «material» y lo encontró en abundancia. Connie se dio cuenta de que su supuesto genio no era más que eso: un notable talento para la murmuración, inteligente y aparentemente desinteresado. La señora Bolton, desde luego, era muy explícita cuando "pasaba lista a Tevershall». De hecho se entusiasmaba. Y era maravilloso las cosas que sucedían y todo lo que ella sabía al respecto. Podría haber llenado docenas de volúmenes.
A Connie le fascinaba escucharla. Pero luego se sentía algo avergonzada. No debería escuchar con aquella extraña y ávida curiosidad. Después de todo, uno puede escuchar las cosas más íntimas de otra gente, pero siempre con un espíritu de respeto hacia esa cosa convulsiva y apaleada que es cualquier alma humana, y con un espíritu de simpatía delicada y personal. Porque incluso la sátira es una forma de simpatía. Es la forma en que nuestra simpatía fluye y refluye lo que realmente determina nuestras vidas. En esto reside la enorme importancia de la novela cuando el tratamiento es el adecuado. Puede informarnos y trasladar a nuevos lugares el curso de nuestra consciencia solidaria, o puede hacer que nuestra simpatía se repliegue como rechazo a las cosas que han muerto. Por eso la novela, con un tratamiento adecuado, puede poner al descubierto los recovecos más secretos de la vida: porque son los lugares pasionalmente secretos de la vida, por encima de todo, los que la marea de la conciencia sensible debe cubrir y dejar al descubierto, limpiar y refrescar.
Pero la novela, como el cotilleo, puede también excitar simpatías y rechazos ilícitos, mecánicos y letales para la mente. La novela puede glorificar los sentimientos más corrompidos, siempre que sean convencionalmente «puros». En ese caso la novela, como la maledicencia, acaba estando viciada y, como la maledicencia, tanto más viciada en cuanto que siempre está de modo ostensible del lado de los ángeles. El cotilleo de la señora Bolton siempre estaba del lado de los ángeles. «El era un hombre tan malo, y ella una mujer tan buena.» Mientras que, como Connie podía ver, incluso deduciéndolo de las habladurías de la señora Bolton, la mujer había sido simplemente una bocazas y el hombre un bruto honesto. Pero la brutalidad honesta le convertía en un «hombre maloy, y la charlatanería la hacía a ella una «buena mujer» en la forma convencional y viciada que la señora Bolton tenía de canalizar sus simpatías.
Por esta razón el cotilleo era humillante. Y por la misma razón la mayoría de las novelas, especialmente las populares, son humillantes también. Actualmente el público responde sólo positivamente cuando se apela a sus vicios.
En cualquier caso, a través de las charlas de la señora Bolton se adquiría una nueva visión de Tevershall. Era como un terrible crisol de sordideces; y no en absoluto esa llanura gris que parecía desde fuera Clifford, desde luego, conocía de vista a la mayoría de la gente de que se hablaba. Connie sólo conocía a uno o dos. Pero realmente parecía más un recuento de la jungla centroafricana que de un pueblo inglés.
—¡Supongo que ya han oído que la señorita Allsopp se casó la semana pasada! ¡Imagínense! La señorita Allsopp, la hija del viejo lames Allsopp, el zapatero. Ya saben que se hicieron una casa en Pye Croft. El viejo se murió el año pasado después de una caída; tenía ochenta y tres años y estaba fuerte como un chaval. Pero se cayó en Bestwood Hill por la pista de nieve que los chicos habían hecho el invierno pasado y se rompió la cadera; eso acabó con él, pobre hombre, una verdadera pena. Bueno, pues le dejó todo el dinero a Tattie: ni una perra para los chicos. Y Tattie, yo lo sé, tiene cinco años más..., sí, hizo cincuenta y tres el otoño pasado. ¡Y ya saben que eran muy de iglesia, pero mucho! Ella había enseñado la catequesis los domingos durante treinta años; hasta que murió su padre. Y entonces empezó a liarse con uno de Kinbrook, no sé si le conocen ustedes, uno ya mayor, con la nariz roja, muy señorito, Willcoock, que trabaja en el aserradero de Harrison. Bueno, pues o tiene sesenta y cinco años o no tiene ninguno; pues viéndolos así, cogiditos del brazo, dándose el pico en la puerta, parecían una pareja de tórtolos: sí, y ella sentada en sus rodillas en la ventana que da a la calle de Pye Croft, que los podía ver todo el mundo. Y él tiene hijos de más de cuarenta años: sólo hace dos años que se murió su mujer. Si el viejo lames Allsopp no se ha levantado de su tumba es porque los muertos no resucitan: ¡porque la tenía amarrada bien corto! Ahora se han casado y se han ido a vivir a Kinbrook, y dicen que ella se pasea en salto de cama de la mañana a la noche, hecha una visión. ¡Horrible, a la vejez viruelas! Claro, si son peores que los viejos, y mucho más sucias. Para mí que la culpa la tiene el cine. Pero no hay manera de acabar con las películas. Yo siempre decía: se puede ir a ver una buena película, una película instructiva, pero que no vayan a ver esos melodramas y esas películas de amores. ¡O por lo menos que no las vean los niños! Pero, ya ven, los mayores son peor todavía que los niños: y los viejos los peores. ¡Háblenles de moral! A nadie le importa nada. La gente hace lo que le da la gana, y la verdad es que hay que reconocer que les va mejor así. Pero van a tener que apretarse los cinturones ahora que las minas van tan mal y todo el mundo anda sin dinero. Y cómo se quejan, es horrible, especialmente las mujeres. ¡Los hombres son tan buenos y tienen tanta paciencia...! ¿Qué pueden hacer los pobres? ¡Pero las mujeres no se cansan nunca! No les gusta más que presumir: ponen dinero para un regalo de bodas para la princesa Mary y cuando ven lo estupendos que son los regalos se enfurecen: «¡Se habrá creído que es mejor que los demás! ¿Por qué no me da a mí Swan & Edgar un abrigo de pieles, en lugar de darle seis a ella? ¡Si lo llego a saber no doy los seis chelines! ¿Qué es lo que me va a dar ella a mí? Me gustaría saberlo. Mi padre trabaja como un burro y yo no puedo comprarme un abrigo de entretiempo y a ella se los regalan por toneladas. Ya es hora de que los pobres tengan algo de dinero para gastar; bastante tiempo lo han tenido los ricos. A mí me hace falta un abrigo de entretiempo, me hace falta de verdad, ¿y quién va a dármelo?» Yo les digo: «¡Podéis estar contentas de estar alimentadas y bien vestidas sin todos esos lujos inútiles!» Y me sueltan: «¿Por qué no se contenta la princesa Mary con unos harapos y con no tener nada? A la gente como ella les dan carretadas de cosas y yo no puedo tener ni un abrigo de entretiempo. Es una vergüenza. ¡Princesa! ¡El dinero es lo importante, y como ella tiene mucho le dan más todavía! A mí nadie me da nada y tengo tanto derecho como el que más. No me hables de educación. Es el dinero lo que cuenta. Yo necesito un abrigo de entretiempo, porque lo necesito, pero me quedo sin él porque no hay dinero... Eso es lo único que les importa, trapos. Les da igual gastarse siete u ocho guineas en un abrigo de invierno —hijas de mineros, imagínense y dos guineas en un gorrito de verano para el niño. Y así se presentan en la capilla metodista con su sombrerito de dos guineas niñas que habrían estado orgullosas en mis tiempos de tener uno de cuatro chelines. ¡Yo he oído decir que en el aniversario metodista de este año, cuando instalan una plataforma para los niños de la catequesis, un catafalco que casi llega hasta el techo, he oído decir a la señorita Thompson, la que da la primera catequesis de niñas, le he oído que iba a haber más de mil libras de ropa de domingo encima de la plataforma! ¡Y eso con los tiempos que estamos viviendo! Pero no hay manera de pararlas. La ropa las vuelve locas. Y con los chicos pasa igual. Se gastan hasta la última perra: ropa, tabaco, bebidas en la cantina de la Asociación de Mineros y una escapada a Sheffield dos o tres veces a la semana. ¡Cómo ha cambiado el mundo! ¡Los jóvenes no tienen miedo a nada ni respetan nada! Los viejos tienen paciencia, son buena gente; la verdad es que dejan que las mujeres hagan lo que quieran. Así pasa lo que pasa. Las mujeres son peor que demonios. Pero los chicos no han salido como sus padres. No están dispuestos a sacrificarse por nada, por nada: no piensan más que en sí mismos. Si se les dice que piensen en ahorrar un poco para comprarse una casa, dicen: «Eso puede esperar, no hay prisa, lo que hay que hacer es divertirse uno mientras pueda. ¡Y todo lo demás que espere!» Son brutales y egoístas. Y todo se echa sobre las espaldas de los viejos; mala pinta tienen las cosas.
Clifford había comenzado a adquirir una idea diferente de su propio pueblo. Un pueblo que siempre le había asustado, pero que él consideraba hasta entonces más o menos estable. ¿Y ahora?
—¿Hay mucho socialismo, bolchevismo, entre la gente? —preguntó.
—¡Oh! —dijo la señora Bolton—. Hay algunos que abren demasiado la boca. Pero la mayoría son mujeres que tienen deudas. Los hombres no se preocupan de eso. No creo que nadie logre convertir a los hombres de Tevershall en rojos. Demasiado buena gente para eso. Los jóvenes a veces se van de la lengua. Pero no es que les preocupe en realidad. Lo único que quieren es algo de dinero en el bolsillo para gastarlo en el casino de los obreros o para ir a dar una vuelta a Sheffield. Eso es lo único que les importa. Cuando andan sin una perra, entonces escuchan la palabrería de los rojos. Pero en el fondo nadie cree una palabra.
—¿O sea, que usted cree que no hay peligro?
—¡Claro que no! Si los negocios marchan bien no hay ninguno. Pero si las cosas marcharan mal durante mucho tiempo, a los jóvenes les daría por pensar tonterías. Ya le digo, son un montón de gente egoísta y mimada. Pero no creo que llegaran a hacer nada. Nunca toman nada en serio, excepto presumir de moto y bailar en el Palais-de-danse en Sheffield. Y nada les hará volverse serios. Los más formales se ponen un traje por la tarde y van al Pally a presumir delante de las chicas y bailar esos nuevos charlestones y lo que se les ocurra. A veces el autobús está lleno de jóvenes de traje oscuro, mineros, que van al Pally: además de los que van con sus chicas en moto o en motocicleta. Y no se paran a pensar en nada ni un segundo; a no ser en las carreras de Doncaster y en el Derby: porque todos apuestan en las carreras. ¡Y el fútbol! Aunque ni siquiera el fútbol es lo que era, en absoluto. Se parece demasiado al trabajo, dicen. No, prefieren ir en motocicleta a Sheffield o a Nottingham los sábados por la tarde.
—¿Pero qué hacen una vez allí?
—Oh, dar vueltas y tomar té en algún sitio elegante como el Mikado, luego ir al Pally, o al cine, o al Empire, con alguna chica. Las chicas son tan libres como ellos. Hacen lo que les da la gana.
—¿Y qué hacen cuando no tienen dinero para esas cosas?
—Parece que se las arreglan siempre para sacarlo de algún lado. Es entonces cuando dicen cosas malas. Pero no veo cómo van a hacerse bolcheviques si lo único que quieren es tener dinero y divertirse; y las chicas lo mismo con la ropa elegante: es lo único que les preocupa. No tienen inteligencia para hacerse socialistas. Les falta seriedad para tomarse algo realmente a pecho, y no la tendrán nunca.
Connie pensó que las clases bajas parecían una copia exacta de todas las demás clases. Siempre la misma copla una y otra vez; fuera en Tevershall, en Mayfair o en Kensington. Sólo había una clase hoy día: chicos con dinero. El chico con dinero y la chica con dinero; la única diferencia era cuánto se tenía y cuánto se quería tener.
Bajo la influencia de la señora Bolton, Clifford comenzó a sentir de nuevo interés por las minas. Comenzó a sentir que era parte de ellas. Comenzó a adquirir una nueva especie de seguridad en sí mismo. Después de todo, él era el verdadero amo de Tevershall, él era las minas. Era una nueva sensación de poder, algo que, por miedo, había evitado hasta entonces.
Las minas de Tevershall eran cada vez menos productivas. Sólo quedaban dos minas: Tevershall mismo y New London. Tevershall había sido en tiempos una mina famosa y había producido un dinero famoso. Pero su mejor época había pasado ya. New London no había sido nunca una mina muy rica y en tiempos normales daba justo lo suficiente para seguir adelante no mal del todo. Pero aquélla era una mala época y eran las minas como New London las que se cerraban.
—Muchos de los hombres de Tevershall se han despedido y se han ido a Stacks Gate y a Whiteover —dijo la señora Bolton—. Usted no ha visto las nuevas fábricas de Stacks Gate que abrieron después de la guerra, ¿no es verdad, Sir Clifford? Tiene usted que ir un día, son totalmente nuevas: con grandes complejos químicos en la boca del pozo, no se parece en nada a una mina. Dicen que sacan más dinero de los derivados químicos que del carbón; ya no me acuerdo de lo que fabrican. ¡Y las casas nuevas y grandes para los hombres, verdaderos palacios! Claro que eso ha hecho que venga la peor gente de todo el país. Pero muchos hombres de Tevershall se han ido allí, y les va bien, mucho mejor que a los que se han quedado. Dicen que Tevershall está muerto, acabado: sólo es cuestión de algunos años más y tendrá que cerrar. Y que New London cerrará primero. La verdad es que va a ser poco divertido cuando el pozo de Tevershall deje de funcionar. Ya es duro cuando hay huelga, pero la verdad es que si se cierra del todo será como el fin del mundo. Cuando yo era niña era el mejor pozo del país, y un hombre se consideraba afortunado si podía trabajar aquí. Cuidado que se ha ganado dinero en Tevershall. Y ahora los hombres dicen que es un barco que se va a pique y que ya es hora de que se vayan todos. ¿No le parece horrible? Pero desde luego hay muchos que sólo se irán si no les queda otro remedio. No les gustan esas minas nuevas, tan de colmillo retorcido, tan profundas y con tanta maquinaria. A muchos les asustan esos obreros metálicos, como les llaman, esas máquinas que desmenuzan el carbón, algo que siempre hacían antes los hombres. Y además dicen que se pierde mucho carbón con ese sistema. Pero lo que se pierde en carbón se gana en sueldos; más todavía. Casi parece que pronto los hombres no servirán para nada sobre la superficie de la tierra, no habrá más que máquinas. Pero eso mismo dicen que es lo que dijo la gente cuando hubo que dejar de trabajar en los viejos telares. Yo me acuerdo todavía de uno o dos. Pero, lo que yo digo, ¡cuantas más máquinas, parece que hay más gente! Dicen que no salen los mismos productos químicos de Tevershall que de Stacks Gate; y, qué raro, si no están ni a tres millas. Pero lo dicen. Todo el mundo dice que es una vergüenza que no se pueda hacer algo para que a los hombres les vaya mejor y las chicas tengan trabajo. ¡Todas las chicas a Sheffield, a dar vueltas por allí todos los días! —Lo que yo digo, qué cosa si las minas de Tevershall respiraran un poco, después de que todo el mundo haya dicho que se han acabado, y eso del barco que se hunde y que los hombres tendrían que dejarlas como al barco que se va a pique que no se queda ni una rata. Pero la gente habla demasiado. Desde luego todo fue muy bien durante la guerra, cuando Sir Geoffrey logró hacerse apoderado y puso el dinero a buen recaudo para siempre, fuera pomo fuera. ¡Eso es lo que dicen! Pero dicen que ahora ni los amos ni los dueños sacan mucho del asunto. ¡Casi no puede creerse! ¿Verdad? Yo siempre he creído que la mina no se acabaría nunca. ¿Quién se lo hubiera imaginado cuando yo era niña? Pero New England está cerrada y lo mismo pasa con Colwick Wood: sí, es una bonita excursión atravesar el bosquecillo y ver Colwick Wood abandonada entre los árboles, los matorrales tapando la boca de la mina y los raíles oxidados. Es como la muerte misma; una mina muerta. ¿Qué íbamos a hacer si se cerrara Tevershall? No le cabe a una en la cabeza. Siempre hemos visto ese bullicio de la mina, menos cuando había huelgas, e incluso entonces no se paraban los ventiladores hasta que no habían subido los caballos. La verdad es que el mundo es una locura, nunca se sabe qué va a pasar al año siguiente, no hay manera de saberlo.
Fueron las conversaciones con la señora Bolton lo que realmente despertó un nuevo espíritu combativo en Clifford. Sus rentas, como ella le hizo notar, estaban seguras gracias al fideicomiso establecido por su padre, aunque la cantidad no era excesiva. Las minas no le interesaban realmente. Era otro mundo el que quería conquistar, el mundo de la literatura y la fama; el mundo del prestigio, no el del trabajo.
Ahora se daba cuenta de la diferencia entre el éxito popular y el éxito laboral: el populacho del placer y el populacho del trabajo. El, como individuo privado, había estado sirviendo con sus narraciones al populacho del placer. Y había triunfado. Pero por debajo del populacho del placer estaba el populacho del trabajo, siniestro, deprimente y un tanto horrible. También ellos tenían que tener sus proveedores. Y era un asunto mucho más siniestro cubrir las necesidades del populacho del trabajo que las del populacho del placer. Mientras él escribía sus historias y «salía a flote» en el mundo, Tevershall se estaba hundiendo.
Se daba cuenta ahora de que la diosa bastarda del éxito tenía esencialmente dos apetitos: uno, el de la adulación, la lisonja, las caricias y cosquilleos que le proporcionaban los escritores y artistas; pero el otro era un apetito más siniestro de sangre y huesos. Y la sangre y los huesos para la diosa bastarda los proporcionaban los hombres que ganaban su dinero en la industria.
Sí, había dos grandes familias de perros disputándose el favor de la diosa bastarda: el grupo de los aduladores, los que le ofrendaban diversión, novelas, películas, obras de teatro; y los otros, menos espectaculares. pero mucho más salvajes, que le proporcionaban carne, la verdadera sustancia del dinero. Los perros exhibicionistas y bien educados de la diversión se disputaban entre mutuos ladridos los favores de la diosa bastarda. Pero aquello no era nada en comparación con la muda lucha a muerte que se desarrollaba entre los indispensables, los proveedores de carnaza.
Pero bajo la influencia de la señora Bolton, Clifford se sentía tentado a entrar en aquel otro tipo de pugna, a hacerse con las riendas de la diosa bastarda a través de los caminos brutales de la producción industrial. De alguna manera había llegado a armarse de valor. En un cierto sentido la señora Bolton le había convertido en un hombre, algo de lo que Connie había sido incapaz. Connie le había mantenido aislado, había despertado su sensibilidad y le había hecho consciente de sí mismo y de sus estados de ánimo. La señora Bolton sólo despertaba su consciencia de las cosas externas. Su interior comenzó a ablandarse como un puré. Pero exteriormente empezó a cobrar existencia.
Se forzó incluso a volver una vez más a las minas: una vez allí bajó en una cuba y en una cuba le pasearon por las instalaciones. Lo que había aprendido antes de la guerra, y que parecía haber olvidado por completo, le volvía ahora a la memoria. Allí estaba, paralítico, en una cuba, mientras el capataz le enseñaba el filón con una potente linterna. El apenas dijo nada. Pero su cerebro se puso en funcionamiento.
Comenzó a leer de nuevo obras técnicas sobre la minería del carbón, analizó los informes del gobierno y comenzó a estudiar minuciosamente lo último que se había escrito en alemán sobre minería y sobre el tratamiento químico del carbón y las pizarras bituminosas. Naturalmente, los descubrimientos más valiosos se mantenían en secreto todo el tiempo posible. Pero una vez que se adentraba uno en el campo de la minería del carbón, en el estudio de métodos y procedimientos, en el análisis de los subproductos y las posibilidades químicas del carbón, eran asombrosos el ingenio y la casi misteriosa inteligencia de la moderna mentalidad técnica, como si realmente el demonio mismo hubiera prestado una inteligencia maligna a los científicos técnicos de la industria. Aquella ciencia técnica industrial era muchísimo más interesante que el arte, más que la literatura, materias puramente afectivas y faltas de contenido. En aquel campo los hombres eran como dioses, o como demonios, poseídos de una inspiración que les conducía a efectuar descubrimientos y a luchar por llevarlos a la práctica. En esta actividad los hombres estaban más allá de cualquier edad mental calculable. Pero Clifford sabía que cuando se trataba de la vida sentimental y humana, aquellos hombres que se habían hecho a sí mismos tenían una edad mental de unos trece años, eran pobres niños. La discrepancia era enorme y apabullante.
Pero tanto daba. Que el hombre se sumiera en un estado general de idiotez en el terreno de la mente emotiva y "humana" era algo que no preocupaba a Clifford. Todo aquello podía irse al cuerno. Lo le interesaba era el aspecto técnico de la moderna minería del carbón y sacar a Tevershall del agujero.
Bajaba al pozo día tras día, estudiaba, sometía al di— rector general, al director técnico de superficie y al de las galerías, a los ingenieros, a una presión que no habían imaginado antes. ¡Poder! Un nuevo sentido del poder se había apoderado de él: poder sobre todos aquellos hombres, sobre los cientos y cientos de mineros. Descubría y descubría: y poco a poco tomaba el!. control en sus manos.
Parecía haber nacido realmente de nuevo. ¡La vida penetraba en él! Con Connie había ido gradualmente muriendo en la vida privada y aislada del artista, del ser consciente. Ahora todo aquello podía desaparecer, dormir. Sentía que la vida le salía al encuentro desde la mina, desde el carbón. El mismo aire pútrido de la mina era para él mejor que el oxígeno. Le daba un sentido de fuerza, de poder. Estaba haciendo algo e iba a hacer algo. Iba a ganar, a vencer: no como había vencido con sus obras literarias, mera notoriedad en medio de un despliegue de energía y maldad, sino una victoria de hombre.
Al principio pensó que la solución estaba en la electricidad: transformar el carbón en energía eléctrica. Luego tuvo una nueva idea. Los alemanes habían inventado una nueva locomotora con un motor que se autoalimentaba y no necesitaba fogonero. Y había que suministrarle un nuevo combustible que ardía a gran temperatura en pequeñas cantidades bajo determinadas condiciones.
La idea de un nuevo combustible concentrado que ardía con una enorme lentitud a temperaturas altísimas fue lo que primero atrajo a Clifford. Tenía que haber alguna especie de estímulo externo para la combustión de un aceite así, algo más que la simple provisión de aire. Comenzó a experimentar y contrató a un joven inteligente que había demostrado su brillantez en el campo químico para que le ayudara.
Y tuvo la impresión de haber triunfado. Por fin había logrado salir de.-su encerramiento. Había logrado su anhelo de toda la vida: salir de sí mismo. El arte no había sido capaz de lograrlo. Más bien había agravado la situación. Pero ahora lo había conseguido.
No era consciente de lo mucho que la señora Bolton estaba tras él. No sabía lo mucho que dependía de ella. Pero, con eso y con todo, era evidente que cuando estaba con ella su voz descendía a un agradable ritmo de intimidad, casi ligeramente vulgar.
Con Connie se manifestaba un tanto envarado. Se daba cuenta de que le debía todo, absolutamente todo, y le mostraba el mayor respeto y consideración, siempre que ella le manifestara un simple respeto externo. Pero era evidente que sentía un temor interno ante ella. El nuevo Aquiles que se había despertado en él tenía un talón vulnerable, y en aquel talón la mujer, una mujer como Connie, su mujer, podía infligir una herida fatal. Sentía ante ella un miedo casi servil que le hacía extremar la cortesía. Pero su voz se agarrotaba un tanto cuando hablaba con ella y empezó a mantenerse en silencio cuando ella estaba presente.
Únicamente cuando estaba a solas con la señora Bolton se sentía realmente amo y señor, y su voz se hacía tan fluida y dicharachera como la de ella misma. Y dejaba que ella le afeitara o le limpiara todo el cuerpo con una esponja como si fuera un niño, realmente como un niño.

CAPITULO 10

Connie estaba a menudo sola ahora. Venían menos visitas a Wragby. Clifford ya no las quería. Rechazaba incluso al círculo de los íntimos. Era un ser extraño. Había llegado a preferir la radio que había instalado con no poco gasto y que había llegado a conseguir que funcionara bastante bien. A veces lograba oír Madrid o Frankfurt incluso allí, en la atmósfera turbulenta de los Midlands.
Y se quedaba sentado durante horas escuchando los chirridos del altavoz. Para Connie era algo asombroso y desconcertante. Pero él permanecía sentado allí con una expresión vacía, en trance, como alguien que saliera de sí mismo para escuchar, o parecer escuchar, lo innombrable.
¿Escuchaba realmente? ¿O era para él una especie de soporífero que tomaba mientras algo diferente cocía en su interior? Connie no lo sabía. Se refugiaba entonces en su habitación o fuera, en el bosque. Una especie de terror le asaltaba a veces, terror a la incipiente locura de toda la especie civilizada.
Pero ahora que la corriente le llevaba a Clifford a aquella otra enfermedad de la actividad industrial, transformándose casi en un engendro, con un caparazón exterior de dureza y eficacia y un interior pastoso, uno de los increíbles centollos y langostas del moderno mundo industrial y financiero, invertebrado del orden de los crustáceos, con conchas de acero, como máquinas, y un interior blandengue y gelatinoso, Connie misma se sentía totalmente a la deriva.
Ni siquiera era libre, porque Clifford tenía que tenerla allí. Parecía sentir un horror nervioso a que ella le abandonara. Su parte extrañamente gelatinosa, su parte sentimental y emocionalmente humana, dependía de ella con terror, como un niño, casi como un idiota. Tenía que estar allí, allí en Wragby, una Lady Chatterley, su mujer. De otra forma se sentiría perdido, como un idiota en un terreno pantanoso.
Connie se dio cuenta de aquella inconcebible dependencia con una especie de pánico. Ella le oía hablar con los directivos de la mina, con los miembros de su consejo de administración, con los jóvenes científicos, y le asombraba su hábil captación de las cosas, su fuerza, su asombroso poder material sobre lo que se llama gente práctica. El mismo se había convertido en un hombre práctico; uno asombrosamente astuto y lleno de poder, un amo. Connie lo atribuía a la influencia de la señora Bolton sobre él en el momento más crítico de su vida.
Pero aquel hombre astuto y práctico era casi un idiota cuando se quedaba a solas con su vida sentimental. Adoraba a Connie. Era su mujer, un ser superior, y la adoraba con una idolatría extraña y cobarde, como un salvaje; una idolatría basada en un enorme miedo, y un odio incluso, al poder del ídolo, el temido ídolo. Lo único que quería era que Connie jurara que no le abandonaría, que no renunciaría a él.
—Clifford —dijo ella, una vez que tuvo en su poder la llave de la choza—, ¿de verdad te gustaría que tuviera un hijo alguna vez?
El la miró con una inquietud furtiva en sus ojos un tanto prominentes y pálidos.
—No me importaría si eso no cambiara las cosas entre nosotros —dijo él.
—¿No las cambiara en qué? —dijo ella. —Entre tú y yo; en el amor que nos tenemos. Si va a afectarnos en eso, entonces estoy en contra. ¡Sin contar con que hasta es posible que un día yo mismo pudiera tener un hijo!
Ella le miró desconcertada.
—Quiero decir que eso... podría volverme uno de estos días.
Ella siguió mirándole desconcertada y él se sintió incómodo.
—¿Entonces no te gustaría que tuviera un hijo? —dijo ella.
—Ya te he dicho —contestó é1 inmediatamente, como un perro acorralado— que estoy totalmente dispuesto, siempre que eso no afecte a tu amor por mí. Si lo afectara estoy decididamente en contra.
Connie pudo sólo mantenerse en silencio con un frío temor y desprecio. Aquella manera de expresarse parecía más bien el balbuceo de un imbécil. Clifford ya ni siquiera sabía de qué hablaba.
—Oh, no cambiaría en nada mis sentimientos hacia ti —dijo con un cierto sarcasmo.
—¡Eso es! —dijo él—. ¡Eso es lo importante! En ese caso no me importa en absoluto. Quiero decir que sería una maravilla tener un niño corriendo por la casa, y saber que se está construyendo un futuro para él. Entonces tendría algo por lo que luchar, y sabría que se trata de tu hijo, ¿no es verdad, querida? Y sería lo mismo que si fuera mío. Porque lo que importa eres tú en esas cosas. Eso ya lo sabes, ¿no es cierto, querida? Yo no cuento para nada, no soy más que un número. Tú eres el gran yo, por lo que se refiere a la vida. Y eso lo sabes, ¿no? Quiero decir, por lo que a mí respecta. Quiero decir que si no es por ti y para ti, yo no soy absolutamente nada. Vivo por ti y por tu futuro. Yo mismo no soy nada.
Connie le escuchaba con un creciente desánimo y repulsión. Aquélla era una de las siniestras verdades a medias que envenenan la existencia humana. ¿Qué hombre sensato se atrevería a decir aquellas cosas a una mujer? Pero los hombres carecen de sentido. ¿Qué hombre con un resquicio de sentido del honor habría echado aquella siniestra carga de responsabilidad ante la vida sobre los hombros de una mujer, para dejarla luego allí, en el vacío?
Y aún más, media hora después Connie oyó a Clifford hablando con la señora Bolton, con una voz excitada e impulsiva, mostrándose con una especie de pasión desapasionada ante la mujer, como si fuera mitad su amante, mitad su madre adoptiva. Y la señora Bolton le estaba vistiendo un traje oscuro, porque había importantes hombres de negocios de visita.
En aquella época Connie creía a veces que iba a morir. Se sentía aplastada por la opresión de las burdas mentiras y la asombrosa crueldad de la estupidez. La extraña eficacia de Clifford para los negocios la aniquilaba en cierto sentido, y su declaración de adoración privada la llenó de pánico. No había nada entre ellos. Ahora ya ni siquiera le tocaba y él nunca la tocaba a ella. Ni siquiera le tomaba la mano y la mantenía tiernamente. No, y justamente porque estaba tan fuera de contacto, la torturaba con aquella declaración de idolatría. Era la crueldad de la impotencia absoluta. Y ella sentía que llegaría a perder la razón o morir.
Se refugiaba en el bosque siempre que le era posible. Una tarde en que estaba perezosamente sentada observando las frías burbujas del manantial en John's Well, el guarda se había acercado a ella.
—Ya me han hecho su llave, excelencia —dijo saludando militarmente y ofreciéndole la llave.
—¡Muchas gracias! —dijo ella asustada.
—La choza no está muy limpia. Espero que no le importe —dijo—. He quitado del medio lo que he podido.
—¡No quería que se hubiera molestado! —dijo ella.
—Oh, no ha sido molestia. Meteré los polluelos en una semana más o menos. Y tendré que ocuparme de ellos por la mañana y por la noche, pero la molestaré lo menos posible.
—No me molesta en absoluto —insistió ella—. Preferiría no ir siquiera a la choza si le voy a estorbar.
La miró con sus ojos azules y despiertos. Parecía amable pero distante. Por lo menos era sano y robusto, aunque pareciera delgado y enfermizo. Parecía molestarle la tos.
—Está usted acatarrado —dijo ella.
—No es nada, un resfriado. La última pulmonía me ha dejado con algo de tos, pero no es nada.
Se mantenía apartado de ella, sin avanzar un paso. Ella empezó a ir a menudo a la choza por la mañana o por la tarde, pero él nunca estaba allí. Era evidente que la evitaba adrede. Quería mantener su propia intimidad.
Había limpiado la choza. Había colocado la mesita y la silla junto a la chimenea; había dejado una pequeña pila de astillas y troncos y retirado lo más posible la herramienta y las trampas, como borrando su presencia. Fuera, junto al claro, había construido un pequeño cobertizo de ramas y paja para abrigar a los faisanes; bajo él estaban las cinco jaulas. Un día, al llegar, vio dos gallinas marrones sentadas alerta y orgullosas en las jaulas, incubando los huevos de faisán, ahuecando el plumaje, altivas y esponjosas, con el calor de la sangre femenina en ebullición. El corazón de Connie dio un vuelco. Ella misma se encontraba tan olvidada y desusada que casi no era una hembra, sino una simple criatura aterrorizada.
Más tarde las cinco jaulas fueron ocupadas por gallinas, tres marrones, una ceniza y una negra. Todas ellas, de la misma manera, se apretaban sobre los huevos con la suave languidez del instinto femenino, de la naturaleza femenina, ahuecando las plumas. Observaban con ojos brillantes a Connie cuando se agachaba ante ellas, y emitían un cacareo de alarma y furor, aunque era esencialmente la ira de la hembra cuando alguien se le acerca.
Connie encontró grano en un arcón de la choza. Se lo ofreció a las gallinas en la palma de la mano. No querían comerlo. Sólo una de ellas se lanzó sobre la mano con un picotazo feroz que asustó a Connie. Pero tenía un enorme deseo de dar algo a aquellas madres incubadoras que ni comían ni bebían. Les llevó agua en una latita y le llenó de placer ver cómo bebía una de las gallinas.
Empezó a ir todos los días a verlas, eran lo único en el mundo que daba algo de calor a su corazón. Las aseveraciones de Clifford la dejaban fría de pies a cabeza. La voz de la señora Bolton la dejaba fría y lo mismo sucedía con los hombres de negocios que les visitaban. Alguna carta espaciada de Michaelis producía en ella el mismo efecto de frialdad. Se sentía morir si aquello duraba mucho más tiempo.
Sin embargo era primavera y las campanillas comenzaban a abrirse en el bosque y los pimpollos de los avellanos brotaban como una ducha de lluvia verde. ¡Qué cosa tan horrible que fuera primavera y todo estuviera helado, sin corazón! ¡Sólo las gallinas, maravillosamente cluecas sobre los huevos, emitían el calor de sus cuerpos femeninos creando nueva vida! Connie se sentía perennemente a punto de perder el sentido.
Luego, un día, un maravilloso día de sol lleno de grandes manojos de prímulas bajo los avellanos, y cantidades de violetas punteando los senderos, se acercó por la tarde a las jaulas y había allí un polluelo minúsculo y descarado pavoneándose en torno a una de las jaulas, con la gallina madre cacareando de horror. El polluelo era de un marrón ceniciento con marcas oscuras y era el pedacito de criatura más vivo sobre la faz de la tierra en aquel momento. Connie se agachó para observarlo en una especie de éxtasis. ¡Vida, vida! ¡Vida pura, burbujeante, libre de miedos! ¡Vida nueva! ¡Tan diminuto y tan absolutamente desprovisto de temores! Incluso cuando se dio a la fuga volviendo titubeante a la jaula y desapareciendo bajo las plumas de la gallina en respuesta a los salvajes gritos de alarma de la madre, lo hizo sin estar realmente asustado, sino más bien como un juego, el juego de la vida. Porque un momento más tarde una cabecita aparecía bajo las plumas marrón dorado de la gallina, mirando al cosmos.
Connie estaba fascinada. Y al mismo tiempo, nunca había sentido de una forma tan aguda la agonía de su condición de mujer abandonada, que se estaba convirtiendo en algo insoportable.
Sólo tenía un deseo en aquella época: acercarse al claro del bosque. Lo demás era una especie de sueño doloroso. Pero a veces sus deberes de anfitriona la mantenían todo el día en Wragby. Y entonces se sentía como si ella también estuviera cayendo en el vacío, el vacío y la locura.
Una tarde, con invitados o sin ellos, se escapó después del té. Era tarde y atravesó corriendo el parque, como quien teme que le llamen para que vuelva. El sol se estaba poniendo, con un color rosado, cuando entró en el bosque, pero ella se apresuró entre las flores. Arriba la luz duraría aún mucho tiempo.
Llegó al claro del bosque sofocada y semiinconsciente. Allí estaba el guarda en mangas de camisa, acabando de cerrar las jaulas para que los diminutos ocupantes estuvieran a salvo durante la noche. Aun así, un pequeño trío seguía triscando sobre sus piececitos bajo el cobertizo de paja, pequeñas criaturas despiertas y parduzcas, negándose a escuchar la llamada de la madre inquieta.
—¡He tenido que venir a ver a los polluelos! —dijo jadeante, mirando tímida al guarda, casi sin prestar atención a su presencia—. ¿Hay alguno más?
—Treinta y seis hasta ahora —dijo él—. ¡No está mal!
También a él le producía un extraño placer ver salir a los animalitos.
Connie se agachó frente a la última jaula. Los tres polluelos habían entrado. Pero sus cabecitas asomaban todavía abriéndose paso entre las plumas amarillas para retirarse de nuevo. Luego una sola cabeza aventurándose a mirar desde el vasto cuerpo de la madre.
—Me gustaría tocarlos —dijo, metiendo los dedos con prudencia entre los barrotes de la jaula.
Pero la gallina madre le lanzó un picotazo feroz y Connie se apartó temerosa y asustada.
—¡Cómo quiere picarme! ¡Me odia! —dijo con voz desconcertada—. ¡Pero si no voy a hacerles ningún daño!