Charles Dickens

Cuento de Navidad

(texto completo, con índice activo)



Título original:
A Christmas Carol (1843)


e-artnow, 2013
ISBN 978-80-268-0316-4


PREFACIO

Con este fantasmal librito he procurado despertar al espíritu de una idea sin que provocara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmigo. Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.
Su fiel amigo y servidor, C. D.
Diciembre de 1843

PRIMERA ESTROFA
El fantasma de Marley

Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su enterramiento. También Scrooge había firmado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apareciera. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd como el más muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros ancestros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por consiguiente, permítaseme repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que estaba muerto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamentario, su único administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemnizado por él a precio de ganga.
La mención del funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No cabe duda de que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda claridad, pues de otro modo no habría nada prodigioso en la historia que voy a relatar. Si no estuviésemos completamente convencidos de que el padre de Hamlet ya había fallecido antes de levantarse el telón, no habría nada notable en sus paseos nocturnos por las murallas de su propiedad, con viento del Este, como para causar asombro —en sentido literal— en la mente enfermiza de su hijo; sería como si cualquier otro caballero de mediana edad saliese irreflexivamente tras la caída de la noche a un lugar oreado, por ejemplo, el camposanto de Saint Paul.
Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años después, allí seguía sobre la entrada del almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era conocida por «Scrooge y Marley». Algunas personas, nuevas en el negocio, algunas veces llamaban a Scrooge «Scrooge» y otras «Marley» pero él atendía por los dos nombres; le daba lo mismo.
¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba, tergiversaba, usurpaba, rebañaba, apresaba! Duro y agudo como un pedernal al que ningún eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario como una ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y afilaba su nariz puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba rigidez a su porte; había enrojecido sus ojos, azulado sus finos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante. Había escarcha canosa en su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacía que su despacho estuviese helado en los días más calurosos del verano, y en Navidad no se deshelaba ni un grado.
Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Ninguna fuente de calor podría calentarle, ningún frío invernal escalofriarle. Él era más cortante que cualquier viento, más pertinaz que cualquier nevada, más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las inclemencias del tiempo no podían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y neviscas podrían presumir de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas "se desprendían" con generosidad, cosa que Scrooge nunca hacía.
Jamás le paraba nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¿Cuándo vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le pedía limosna; ningún niño le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le había preguntado por una dirección ni una sola vez en su vida. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle; al verle acercarse, arrastraban precipitadamente a sus dueños hasta los portales y los patios, y después daban el rabo, como diciendo: «¡Es mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo ciego!»
Pero a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso era precisamente lo que le gustaba. Para él era una "gozada" abrirse camino entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo sentimiento de simpatía humana que guardase las distancias.

 

Erase una vez —concretamente en los días mejores del año, la víspera de Navidad— en que el viejo Scrooge estaba muy atareado sentado en su despacho. El tiempo era frío, desapacible y cortante; además, con niebla. Se podía oír el ruido de la gente en el patio de fuera, caminando de un lado a otro con jadeos, palmeándose el pecho y pateando el suelo para entrar en calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya casi había oscurecido; no había habido luz en todo el día y las velas brillaban en las ventanas de las oficinas cercanas como manchas rojizas en la espesa atmósfera parda. Bajó la niebla y fluyó por todas las junturas, resquicios, ojos de cerradura, y en el exterior era tan densa que, aunque el patio era de los más estrechos, las casas de enfrente no eran más que sombras. Al ver como caía desmayadamente la sucia nube oscureciendo todo, se hubiera pensado que la Naturaleza vivía cerca y estaba elaborando cerveza en gran escala.
La puerta del despacho de Scrooge permanecía abierta de modo que pudiera atisbar a su empleado que estaba copiando cartas en una deprimente y pequeña celda, una especie de cisterna. Scrooge tenía un fuego muy escaso, pero la lumbre del empleado era todavía mucho más pequeña: parecía un solo tizón. Pero no podía recargar la estufa porque Scrooge guardaba el carbón en su propio cuarto, y seguro que si el empleado entraba con la pala su jefe anticiparía que tenían que marcharse ya. Por consiguiente, el empleado se arropó con su bufanda blanca e intentó calentarse con la vela; no era hombre de gran imaginación y fracasaron sus esfuerzos.
—¡Feliz Navidad, tío; que Dios lo guarde! —exclamó una alegre voz. Era la voz del sobrino de Scrooge, que apareció ante él con tal rapidez que no tuvo tiempo a darse cuenta de que venía.
—¡Bah! —dijo Scrooge— ¡Tonterías!
El sobrino de Scrooge estaba todo acalorado por la rápida caminata bajo la niebla y la helada; tenía un rostro agraciado y sonrosado; sus ojos chispeaban y su aliento volvió a condensarse cuando dijo:
—¿Navidad una tontería, tío? Seguro que no lo dices en serio.
—Sí que lo digo. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a ser feliz? ¿Qué motivos tienes para estar feliz? Eres bastante pobre.
—Vamos, vamos —respondió el sobrino cordialmente—. ¿Qué derecho tienes a estar triste? ¿Qué motivos tienes para sentirte desgraciado? Eres bastante rico.
Scrooge, sin una mejor contrarréplica, dijo otra vez:
—¡Bah! —y siguió con— ¡Tonterías!
—No te enfades, tío, —dijo el sobrino.
—¿Cómo no me voy a enfadar —respondió el tío— si vivo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! ¿Qué son las Pascuas sino el momento de pagar cuentas atrasadas sin tener dinero; el momento de darte cuenta de que eres un año más viejo y ni una hora más rico; el momento de hacer el balance y comprobar que cada una de las anotaciones de los libros te resulta desfavorable a lo largo de los doce meses del año? Si de mí dependiera —dijo Scrooge con indignación— a todos esos idiotas que van por ahí con el Felices Navidades en la boca habría que cocerlos en su propio pudding y enterrarlos con una estaca de acebo clavada en el corazón. Eso es lo que habría que hacer.
—¡Tío! —imploró el sobrino.
—¡Sobrino! —replicó el tío secamente— celebra la Navidad a tu modo, que yo la celebraré al mío.
—¡Celebraré! —repitió el sobrino de Scrooge—. Pero si tú no celebras nada...
—Entonces déjame en paz —dijo Scrooge—. ¡Que te aprovechen! ¡Mucho te han aprovechado!
—Puede que haya muchas cosas buenas de las que no he sacado provecho —replicó el sobrino— entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que al llegar la Navidad, aparte de la veneración debida a su sagrado nombre y a su origen, si es que eso se puede apartar, siempre he pensado que son unas fechas deliciosas, un tiempo de perdón, de afecto, de caridad; el único momento que concozo en el largo calendario del año, en que hombres y mujeres parecen haberse puesto de acuerdo para abrir libremente sus cerrados corazones y para considerar a la gente que está por debajo de ellos como compañeros de viaje hacia la tumba y no como seres de otra especie embarcados con otro destino. Y por tanto, tío, aunque nunca ha puesto en mis bolsillos ni un gramo de oro ni de plata, creo que sí me ha aprovechado y me seguirá aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!
El escribiente de la cisterna aplaudió involuntariamente; se dio cuenta en el acto de su inconveniencia, se puso a hurgar en la lumbre y se apagó del todo el último rescoldo.
—Como oiga otro ruido de usted —dijo Scrooge— va a celebrar la Navidad con la pérdida de empleo. Es usted un orador convincente, señor —agregó volviéndose hacia su sobrino—. Me pregunto por qué no está en el Parlamento.
—No te enfades, tío. ¡Vamos! Cena con nosotros mañana.
Scrooge dijo que le acompañaría —sí, de veras que lo dijo—. Pero completó la frase diciendo que le acompañaría antes en la calamidad.
—Pero ¿por qué? —exclamó el sobrino de Scrooge—. ¿Por qué?
—¿Por qué te casaste? —dijo Scrooge.
—Porque me enamoré.
—¡Porque te enamoraste! —gruñó Scrooge, como si fuese la única cosa en el mundo más ridícula que una feliz Navidad—. ¡Buenas tardes!
—No, tío, tú nunca venías a verme antes. ¿Por qué lo pones como excusa para no venir ahora?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—No quiero nada de ti; no te estoy pidiendo nada; ¿por qué no podernos ser amigos?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—Lamento de todo corazón verte tan inflexible. Tú y yo no hemos tenido ninguna querella, al menos por mi parte; pero he hecho esta prueba en honor a la Navidad y mantendré el espíritu de la Navidad hasta el final. Así, pues, ¡Felices Pascuas, tío!
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
A pesar de todo, el sobrino salió del cuarto sin una palabra de enfado. Se detuvo para felicitar al escribiente, quien, frío como estaba, fue más afable que Scrooge y devolvió cordialmente la salutación.
—Otro que tal baila —murmuró Scrooge que le había oído—. Mi escribiente, con quince chelines semanales, esposa y familia, hablando de Felices Pascuas. Es de locos.
Aquel lunático, al acompañar al sobrino de Scrooge hasta la puerta, dejó entrar a otras dos personas. Eran unos caballeros corpulentos, de agradable presencia, y ahora estaban de pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge. Llevaban en la mano libros y papeles, y le saludaron con una inclinación de cabeza.
—De Scrooge y Marley, creo —dijo uno de los caballeros comprobando su lista—. ¿Tengo el placer de dirigirme a Mr. Scrooge o a Mr. Marley?
—Mr. Marley lleva muerto estos últimos siete años —repuso Scrooge—. Murió hace siete años, esta misma noche.
—No nos cabe duda de que su generosidad está bien representada por su socio superviviente —dijo el caballero presentando sus credenciales.
Y era cierto porque ellos habían sido dos almas gemelas. Al oír la ominosa palabra "generosidad" Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y devolvió las credenciales.
—En estas festividades, Mr. Scrooge —dijo el caballero tomando una pluma— es más deseable que nunca que hagamos alguna ligera provisión para los pobres y menesterosos, que sufren muchísimo en estos momentos. Muchos miles carecen de lo más indispensable y cientos de miles necesitan una ayuda, señor.
—¿Ya no hay cárceles? —preguntó Scrooge.
—Está lleno de cárceles —dijo el caballero volviendo a posar la pluma.
—¿Y los asilos de la Unión? —inquirió Scrooge—. ¿Siguen en activo?
—Sí, todavía siguen —afirmó el caballero— y desearía poder decir que no.
—Entonces, ¿están en pleno vigor la Ley de Pobres y el Treadmill? —dijo Scrooge.
—Los dos muy atareados, señor.
—¡Ah! Me temía, con lo que usted dijo al principio, que hubiera ocurrido algo que les impidiera seguir su beneficioso derrotero —dijo Scrooge—. Me alegro mucho de oírlo.
—Teniendo la impresión de que esas instituciones probablemente no proporcionan a las masas alegría cristiana de mente ni de cuerpo —respondió el caballero— unos cuantos de nosotros estamos intentando reunir fondos para comprar a los pobres algo de comida y bebida y medios con que calentarse. Hemos elegido estas fechas porque es cuando la necesidad se sufre con mayor intensidad y más alegra la abundancia. ¿Con cuánto le apunto?
—¡Con nada! —replicó Scrooge.
—¿Desea usted mantener el anonimato?
—Deseo que me dejen en paz —dijo Scrooge—. Ya que me preguntan lo que deseo, caballeros, esa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo permitirme el lujo de que gente ociosa la celebre a mi costa. Colaboro en el sostenimiento de los establecimientos que he mencionado; ya me cuestan bastante, y quienes están en mala situación deben ir a ellos.
—Muchos no pueden ir; y muchos preferirían la muerte antes de ir.
—Si preferirían morirse, que lo hagan; es lo mejor. Así descendería el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, a mí no me consta.
—Pero usted tiene que saberlo —observó el caballero.
—No es asunto mío —respondió Scrooge—. A un hombre le basta con dedicarse a sus propios asuntos sin interferir en los de los demás. Los míos me tienen a mí continuamente ocupado. ¡Buenas tardes, caballeros!
Viendo claramente que sería inútil seguir insistiendo, los caballeros se retiraron. Scrooge reanudó sus ocupaciones con una opinión de sí mismo muy mejorada y mejor humor del que en él era habitual.
Entretanto la niebla y la oscuridad se habían intensificado de tal modo que unas cuantas personas corrían de un lado a otro con resplandecientes hachas de viento, ofreciendo sus servicios para ir delante de los coches de caballos hasta su destino. Se hizo invisible la antigua torre de una iglesia cuya vieja y ronca campana siempre estaba espiando sigilosamente en dirección a Scrooge por un ventanal gótico del muro, y daba las horas y los cuartos en las nubes con trémulas vibraciones posteriores, como si allí arriba le castañeasen los dientes en su cabeza helada. El frío se extremó. En la calle principal, hacia la esquina del patio, unos obreros estaban reparando la conducción del gas y habían encendido una gran hoguera en un brasero; en torno al fuego se había reunido un grupo de hombres y muchachos andrajosos que, en éxtasis, se calentaban las manos y guiñaban los ojos ante las llamaradas. La llave del agua había quedado abierta y, al rebosar, se congelaba en rencoroso silencio hasta convertirse en hielo misantrópico. La brillantez de los escaparates, donde al calor de las lámparas crujían las ramitas y bayas de acebo, volvía rojizos los pálidos rostros al pasar. Los comercios de pollería y ultramarinos ofrecían una espléndida escena; resultaba casi imposible creer que allí pintasen algo unos principios tan tediosos como los de la compraventa. El Lord Mayor, en su baluarte de la magnífica Mansion House, daba órdenes a sus cincuenta mayordomos y cocineros para celebrar las Navidades como correspondía a la casa de un lord mayor; y hasta el sastrecillo, a quien él había multado con cinco chelines el lunes pasado por andar borracho y pendenciero por las calles, estaba en su buhardilla revolviendo la masa del pudding del día siguiente, mientras su flaca esposa y el bebé habían salido a comprar carne de ternera.