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Del otro lado del espejo
La narrativa fantástica peruana

 

José Güich Rodríguez • Carlos López Degregori • Alejandro Susti Gonzales

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Colección Investigaciones
Del otro lado del espejo. La narrativa fantástica peruana
Primera edición digital, octubre de 2016

©    Universidad de Lima

Fondo Editorial

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Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Ilustración de carátula: cuadro Delicate balance, de Carlos Revilla

Versión ebook 2017
Digitalizado y distribuido por Saxo.com Peru S.A.C.
https://yopublico.saxo.com/
Teléfono: 51-1-221-9998
Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores
Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-365-6

Índice

Proemio

Introducción

Del otro lado del espejo: lo fantástico o el reino de la transgresión

Alejandro Susti

Primera parte. Modernismo y Vanguardia

Claves secretas del romanticismo en la narrativa de Clemente Palma

José Güich Rodríguez

“Entre las paredes de la celda”: una revaloración de Escalas de César Vallejo

Alejandro Susti

Abraham Valdelomar y lo fantástico: una identidad esquiva

Carlos López Degregori

Segunda parte. Cuatro autores de los cincuenta

Los meandros fantásticos de José Durand

José Güich Rodríguez

La encrucijada de lo fantástico: los primeros cuentos de Julio Ramón Ribeyro

Alejandro Susti

Minimalismo fantástico en El avaro de Luis Loayza

José Güich Rodríguez

Espejos y descentramientos: la narrativa fantástica de Mejía Valera

Carlos López Degregori

Tercera parte. De los sesenta a los noventa: cinco espejos y visiones

La ironía como eje de lo fantástico en la escritura de José B. Adolph

José Güich Rodríguez

Parodia e ironía en “Las memorias de Drácula” de Rodolfo Hinostroza

Alejandro Susti

Los universos hipertextuales en la narrativa de Harry Belevan

José Güich Rodríguez

Los periplos eternos de Carlos Calderón Fajardo

José Güich Rodríguez

Mundos vagamente humanos: la narrativa de Enrique Prochazka

Carlos López Degregori

Proemio

Modernismo, Vanguardia y Generación del Cincuenta

En numerosas ocasiones, se ha afirmado con poca exactitud que la poesía peruana de la Generación del Cincuenta se escinde en dos grandes vertientes identificadas con los rótulos de “poesía pura” y “poesía social”. La primera, heredera de las vanguardias, se caracterizaría por la experimentación, la conciencia del poema como realidad formal y la búsqueda de lo esencial; la segunda, en cambio, vinculada a los presupuestos del social realismo y el compromiso político, desarrollaría una poesía situada y abocada a la representación crítica de la realidad. Esta distinción es esquemática y poco fiable, pues cualquier poema valioso posee, en mayor o menor medida, esta doble identidad; por ello, Marco Martos ha querido reformularla proponiendo una dicotomía que opone los poetas aristotélicos a los poetas platónicos. Con esta distinción se aminoran los componentes políticos e ideológicos, vinculados a una famosa polémica desarrollada en la literatura peruana en los años cincuenta, para privilegiar una actitud ante la realidad. Los primeros desarrollarían una poesía idealista y volcada a una dimensión o bien trascendente o bien interior; los segundos, en cambio, buscarían una poesía definida por su capacidad para representar la realidad contingente. Es factible extender esta distinción a los narradores para evaluar, en el proceso de la narrativa peruana del siglo XX, la presencia de una forma de ficción que propone universos en los que cobran fuerza dimensiones imaginarias e irracionales. Podría reconocerse, pues, una amplia corriente de aliento realista que ha ofrecido múltiples modulaciones, en contraposición a otra línea de corte experimental y fantástico. Esta doble actitud ha estado presente, con intermitencias a todo lo largo del siglo XX, con la salvedad de que la primera ha terminado escamoteando el reconocimiento y el valor de la segunda.

Hasta los años ochenta, hubo una mirada casi unánime en la crítica que resaltaba la preferencia de nuestros narradores por el realismo y la actitud crítica ante la realidad. El paradigma de las décadas de los veinte, treinta y cuarenta fue el indigenismo, para ceder su lugar preponderante al neoindigenismo y neorrealismo, vinculados a las transformaciones de la sociedad y la ciudad de Lima, en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. En ambos casos se trataba de ofrecerle al lector microcosmos ficcionales dotados de un valor mimético y testimonial, cuya fuerza narrativa residía en la capacidad de representar en sus situaciones y personajes, el complejo sistema de tensiones que sostiene la sociedad peruana. Novelas totales como El mundo es ancho y ajeno, Todas las sangres, La casa verde o Conversación en La Catedral se convirtieron así en los signos mayores de ese compromiso realista. “La letra viene de la sangre y la vida, con el ritmo y las experiencias del creador”, afirmaba Ciro Alegría (1991) en “Novela de mis novelas”, y añadía inmediatamente: “Si es arte el mío y si en arte es una virtud la sinceridad, yo la reclamo”1. Podemos entender “sinceridad” como “verdad” y esta como trasposición fidedigna de la realidad. Hay, pues, en las palabras de Ciro Alegría un reclamo de la “verdad” en el tejido de la narrativa, pues la ficción es coherente en tanto es capaz de representar artísticamente el mundo que nos rodea. Pero el dominio de este paradigma no ha significado la inexistencia de otras propuestas ficcionales desvinculadas de los cánones realistas; es más, ellas han existido no como excepciones o propuestas insulares, sino como una constante que ha ido creciendo en el tiempo para forjar su propia identidad y tradición.

Le corresponde a Harry Belevan el primer esfuerzo sistemático para explorar el hilo fantástico en nuestra narrativa. Su Antología del cuento fantástico peruano (1975) es ya un texto clásico que demuestra la existencia en nuestra literatura de “una línea de expresión fantástica y no como un componente de casos aislados, sino, inclusive, como una tradición perfectamente definible” (p. XLVIII). Ya en la década del ochenta, empieza el reconocimiento crítico de esta tradición como un corpus significativo en el proceso de la narrativa peruana del siglo XX.

Uno de los primeros trabajos que busca ofrecer una perspectiva integral de nuestra ficción es el artículo “La narrativa peruana después de 1950” de Ricardo González Vigil (1984). Si bien el autor explica que eligió 1948 como fecha límite (en ese año Carlos Eduardo Zavaleta publicó El cínico) para observar la renovación de nuestra narrativa, su análisis incorpora la revisión de numerosos autores y obras anteriores a este límite. González Vigil reconoce la existencia de cinco corrientes que han tenido un peso específico distinto en diferentes ciclos de nuestra narrativa. La primera de ellas corresponde al “Realismo maravilloso” que encarna en la renovación del indigenismo, en la visión interna de la Amazonía y en la dimensión maravillosa de cierta narrativa de la costa. El “Neorrealismo” es la segunda corriente e implica la reformulación del realismo tradicional para ofrecer una visión más amplia y compleja de la realidad en todos sus niveles. Es significativo que estas dos tendencias, que tienen un anclaje en la realidad, sean las más desarrolladas en el estudio por la gran cantidad de autores que pueden afiliarse a estas zonas de creación. Las tres vertientes restantes tienen una visibilidad menor, pero no por ello menos importante. González Vigil las identifica con los rótulos de “El experimentalismo”, definido así porque convierte al lenguaje en protagonista, y la “Revalorización de la sub-literatura”. Hemos dejado para el final la “Literatura fantástica” que comienza en el Modernismo como “una línea menor que lleva del Indigenismo al Realismo maravilloso y del Costumbrismo al Neorrealismo urbano” (p. 244).

Como puede observarse, en el tránsito correspondiente a los años setenta y ochenta, la narrativa fantástica peruana deja de ser vista como una rareza o un ejercicio epigonal y es el objetivo de nuestro trabajo observar, a través de un conjunto de ensayos, los rostros y singularidades de algunos cultores de la ficción de aliento fantástico en nuestra tradición. Sin embargo, un breve recuento es indispensable en esta introducción.

Siguiendo a Belevan, es factible detectar dos ciclos significativos en el desarrollo de esta modalidad de relato en la primera mitad del siglo XX. Efectivamente, la narrativa fantástica peruana surge vinculada al Modernismo y le corresponde a Clemente Palma iniciarla con Cuentos malévolos (1904) y dos de sus novelas: Mors ex vita (1923) y XYZ (1934). Siguiendo la impronta de Poe, Hoffmann y Maupassant, Clemente Palma logra peculiares relatos que fusionan el horror y elementos sobrenaturales. Más logrados y complejos son algunos cuentos de Abraham Valdelomar como “Los ojos de Judas”, “El hipocampo de oro” o “Finis desolatrix veritae” que suponen diversas incursiones en predios fantásticos. Casualmente, el primero de ellos es uno de sus relatos más notables, además de articular un sugerente giro fantástico en una atmósfera de corte evocativa y situada en espacios muy concretos de la costa peruana.

La otra gran presencia que sienta las bases para la fundación del relato fantástico peruano es César Vallejo, quien integra las rupturas vanguardistas con ficciones existenciales que diluyen los límites realistas. Si bien su genial poesía ha relegado un poco su rol narrativo, libros como Escalas melografiadas, Fabla salvaje y algunos textos de Contra el secreto profesional son hitos significativos que anuncian la modernización de nuestra narrativa y la incursión fructífera en dominios fantásticos. No puede dejar de mencionarse, en este ciclo, el aporte de Ventura García Calderón en algunos de sus relatos de La venganza del cóndor, a pesar de la mirada exótica que los define.

Después de esta primera eclosión hay que esperar hasta la Generación del Cincuenta para hallar un conjunto significativo de nuevas incursiones en este género. Como sugiere Juana Martínez Gómez en “Intrusismos fantásticos en el cuento peruano” (1992), en los cincuenta pueden identificarse dos dominios principales en el ámbito de lo fantástico. En el primero de ellos pueden ubicarse algunos cuentos de Julio Ramón Ribeyro, Felipe Buendía, Alejandro Arias y José Durand. Estos relatos, explica Martínez, no abandonan “el referente urbano preferido por la generación, de modo que en el asiento realista se infiltra suavemente la expresión fantástica, desviando el foco de atención del lector desde los problemas sociales y colectivos a los más íntimos del ser humano” (p.150). El otro dominio es más elusivo y heterodoxo al articular o sugerir elementos fantásticos con otros que se relacionan con el cuestionamiento del lenguaje propio de la narrativa experimental, el microcuento y el poema en prosa. Es el caso de algunos textos de El avaro de Luis Loayza o el juego de espejos de Un cuarto de conversación de Manuel Mejía Valera.

Otra propuesta para evaluar la diversidad de la narrativa fantástica en los cincuenta es la de Elton Honores en Mundos imposibles. Lo fantástico en la narrativa peruana (2010) que identifica cuatro vertientes fundamentales. La primera de ellas corresponde al “cuento fantástico estilístico-minificcional” caracterizado por su componente metaficcional y el cuidado por el estilo; allí pueden inscribirse los relatos de Luis Loayza, Manuel Mejía Valera, José Miguel Oviedo y José Durand. Una segunda vertiente es la del “cuento fantástico humorístico” que apela a la parodia de subgéneros populares como la ciencia ficción, el policial y el terror; aquí se sitúan Luis Rey de Castro, Luis León Herrera, Luis Felipe Angell y Juan Rivera Saavedra. Una tercera línea corresponde al “cuento fantástico maravilloso” en la que pueden ubicarse los relatos de José Durand, Edgardo Rivera Martínez y Manuel Velázquez Rojas. La última vertiente es la del “cuento fantástico absurdo existencialista” vinculado a la crisis del sujeto en el mundo moderno; allí se reconocen los relatos de Julio Ramón Ribeyro o Felipe Buendía.

La Generación del Cincuenta fue responsable de insertar a la narrativa peruana en la Modernidad; en ese lapso, el neorrealismo urbano, el neoindigenismo y lo fantástico cohabitaron en nuestro sistema literario peruano con equilibrio de fuerzas. Cada uno era tributario de las mutaciones operadas en la cultura occidental durante la primera mitad del siglo XX en los dominios de las formas y de los contenidos. En América Latina, la Vanguardia había preparado el terreno para la asimilación de novísimas prácticas literarias.

En la última de estas líneas, la fantástica, destacaron Buendía, Loayza, Durand o Ribeyro, entre otros. La opción desrealizadora perdía de modo paulatino un halo marginal o periférico para ofrecer producción de calidad, tanto en formato de libro como en revistas y medios de prensa. Ello lo corrobora el acucioso y fundacional libro de Elton Honores, Mundos imposibles. Lo fantástico en la narrativa peruana (2010); Honores es el crítico que mejor conoce el desarrollo de este complejísimo proceso. Los autores citados se encuentran a la espera de investigaciones meticulosas que establezcan con fundamento su real valor de posición, pero Honores ya ha abierto el camino que pocos, por ahora, se han decidido a recorrer con herramientas teóricas consistentes y con conocimiento amplio de las fuentes primarias y secundarias.

Retomando la década del cincuenta, lo fantástico ya no devenía un territorio excéntrico, pues los creadores de tal tendencia practicaban esta narrativa bajo los presupuestos de un proyecto artístico o intelectual, apoyados en la asimilación reflexiva de creadores extranjeros que poco a poco alcanzaban reconocimiento y prestigio fuera de sus países de origen. Los nombres de Borges, Cortázar, Bioy Casares o Arreola ya no resultaban extraños o ajenos; existía, a la sazón, una corriente fantástica en lengua castellana; además, primaba la sensación de que literaturas próximas resolvían con versatilidad el viejo (y trivial) antagonismo entre opciones realistas canónicas y otras miradas, más centradas en lo insólito, lo extraño o la fantasía pura.

En el Perú, el Modernismo y la Vanguardia habían inaugurado las exploraciones que más tarde esa generación asumiría con rigor poético o artístico personales. Clemente Palma (1872-1946), Abraham Valdelomar (1888-1918) y César Vallejo (1892-1938) son paradigmáticos al respecto. Son, de algún modo, las piedras angulares de esta corriente en el Perú. En el caso del gran poeta nacido en Santiago de Chuco, no es aventurado afirmar que ostentaba las condiciones adecuadas para convertirse en el más importante narrador peruano del género, de no haber sido la poesía el eje esencial de su carrera. Libros como Escalas melografiadas son de lectura y mención obligatorias, como se apreciará posteriormente en este trabajo

La década de 1960

A principios de la década de 1960, antes de la explosión vargasllosiana acaecida con la aparición de La ciudad y los perros (1963), una línea paralela a los usos convencionales dentro de la narrativa peruana parecía haberse consolidado, gracias a los aportes de escritores que, en años precedentes, cultivaron el relato fantástico como parte de una propuesta más o menos articulada.

La década de 1960 implicó un aparente retroceso en relación al posicionamiento fructífero de los años previos. No solo debe atribuirse tal situación a la emergencia de Vargas Llosa como referente mediático, sino también a la incapacidad de la mayor parte de la crítica contemporánea para efectuar una decantación eficaz del fenómeno. Para gran parte de los académicos, lo fantástico peruano se limitaba a la condición de mero esparcimiento evasivo. Este reduccionismo intelectual trajo como consecuencia la lenta desaparición de lo fantástico como un hecho central de las letras locales, para convertirse en una práctica casi ocultista o secreta.

Los dos escritores más visibles de la tendencia en esos años, Edgardo Rivera Martínez (1933) y José B. Adolph (1933-2008), pertenecen, por edad, a la Generación del Cincuenta. El primero publicó El unicornio en 1963. El volumen pasó desapercibido y apenas aparecieron tímidas respuestas de la crítica. Este notable conjunto de narraciones solo será redescubierto en los noventa, cuando su autor alcanzó reconocimiento con la novela País de Jauja que, en parte, proseguía las búsquedas de síntesis culturales anunciadas por El unicornio.

Adolph lanzó en 1968 El retorno de Aladino, conjunto de narraciones que también avanzaba hacia direcciones transgresoras para lo que hasta ese instante dictaba el canon (controlado, en cierta medida, por una crítica de izquierda que exigía “compromisos con la realidad” y que pretendía que los textos cumplieran a cabalidad con estándares políticos a su medida).

La deliberada apuesta de este escritor por la ciencia ficción, lo absurdo y lo fantástico fue un paso por delante de los dictadores de opinión suscritos a una crítica conservadora. Eso lo transformará en un autor de “culto” quien, como ocurrió con Rivera Martínez, será revalorado tiempo después por escritores jóvenes, especialmente desde comienzos de la década de 1980. Adolph encarnó un espíritu heterodoxo. Será una influencia clave tanto para los escritores que se decidan por un camino más próximo a los tratamientos clásicos del género, como para aquellos que apuntan hacia la ciencia ficción, que por ahora preferimos considerar un capítulo de la literatura fantástica, a sabiendas de que no todos estarán de acuerdo con esta observación.

Desde el punto de vista epocal, es llamativo que ambos autores desarrollasen su trabajo en un período de crisis, enmarcados en los primeros años del gobierno de Belaunde Terry (elegido en 1963) y la caída de este, en 1968. Fueron cuatro años de tensiones sociales y políticas (movimientos guerrilleros, devaluaciones, inserción del país en la problemática global, activismo ideológico, nexos estrechos con el capital extranjero) que condujeron al régimen de facto de Juan Velasco Alvarado. Si recurriéramos a un paralelismo, deberíamos concluir que esos períodos de conflicto han sido los más propicios para el desarrollo de tendencias apartadas de lo “oficial”. Recordemos que la narrativa fantástica de los años cincuenta se articuló en un espacio similar en cuanto a las vicisitudes coyunturales; la dictadura de Odría (1948-1956) conllevó a una suerte de estabilidad económica, pero no dentro de los cauces de una democracia, sino en una vía autoritaria y conservadora, poco abierta a la convivencia de ideologías distintas o hasta contrapuestas entre sí.

Las persecuciones de las que fueron víctimas los miembros de la oposición y el activismo de los jóvenes contra la dictadura permitirán la convocatoria a elecciones, merced a las cuales la oligarquía tradicional retornó al ejercicio efectivo del poder vía Manuel Prado, cuyo gobierno también sufrió un corte abrupto en 1962. Los militares que lo depusieron convocaron a comicios, cuyos resultados, a favor de Haya de la Torre, fueron vetados por la Junta Militar. Al año siguiente, Belaunde, perdedor de las dos justas anteriores, obtuvo el triunfo con un programa progresista que desde los primeros meses fue obstaculizado por el aprismo. Su derrocamiento, en octubre de 1968, supuso la cancelación de un ciclo. Velasco inició una reforma de las estructuras económicas y de la tenencia de los medios de producción.

La década de 1970

Los primeros años de este período no presentaron ángulos diferentes en cuanto al silenciamiento de lo fantástico o su retorno a la periferia de la institución literaria. El realismo, en sus diversas facetas, fue la corriente atendida preferentemente por la crítica y la que ocupó las primeras planas de la prensa cultural.

Hacia 1975, José B. Adolph había culminado la primera parte de su obra, configurada por cinco volúmenes de cuentos, hoy considerados esenciales. En ese momento se produjo un segundo impulso que corroboró la existencia de una tendencia fantástica de perfiles locales. Aquel año, el escritor y diplomático Harry Belevan (Lima, 1945) publicó en España, en la prestigiosa editorial Tusquets, Escuchando tras la puerta, cuentos insertos en los dominios de lo fantástico. El prólogo era de Mario Vargas Llosa, quien saludaba con grandes elogios la aparición de este libro, tributario de las especulaciones borgianas. El país, luego de siete años de dictadura, comenzaba a mostrar síntomas de agotamiento frente al intervencionismo y control sobre todas las esferas de la vida cotidiana.

Las reformas velasquistas habían deteriorado la economía del ciudadano común. La movilización social que el gobierno promovió a favor del modelo, también sucumbía para dar paso a protestas y paros cuya dura represión significó el principio del fin. Juan Velasco Alvarado fue derrocado por uno de sus colaboradores, Francisco Morales Bermúdez, encargado de clausurar el ciclo progresista y reemplazarlo por una economía de mercado. Morales Bermúdez convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente (1978) y a presidenciales y parlamentarias para 1980, donde vencería con holgura Fernando Belaunde Terry, enfrentado nuevamente a los apristas, sus adversarios de costumbre.

Belevan también impulsó el estudio sistemático de esta producción “fantasmal”. En 1976, publicó Teoría de lo fantástico, que obtuvo al año siguiente el Premio Anagrama de Ensayo. Y en 1977 apareció su decisiva Antología del cuento fantástico peruano, punto de no retorno, por cuanto el volumen no se limitaba a una simple recopilación de relatos, sino que pretendía explicar “el síntoma fantástico” desde una perspectiva informada y meditada. El complejo ensayo que funge de introducción, así lo demuestra.

El volumen contaba con escasos precedentes en nuestros predios y debería ser considerado histórico a efectos de una lenta emergencia de este género de cara al desdén de la crítica. La libertad de Belevan es un elemento catalizador: al no provenir de canteras especializadas, sus enfoques no se encuentran limitados por sesgos o parámetros. De ahí los vientos frescos que lo animaron para justificar sin ataduras la existencia de una corriente alternativa y sólida (aunque no necesariamente articulada en torno de influencias o continuidades), con escritores como Clemente Palma, Valdelomar, Vallejo, García-Calderón, López Albújar, Carvallo de Núñez, Buendía, Ribeyro, Adolph, González Viaña y el propio antologador. Hubo que esperar hasta la década presente para que ese ánimo de analizar el “estado de la cuestión” resurgiera con fuerza, a propósito del auge y vitalidad que la literatura fantástica experimenta hoy, como expondremos en otros apartados de este libro.

De la década del ochenta a la actualidad

Desde inicios de la década de 1980, la literatura peruana comenzó a experimentar un giro inusitado. Acorde con los cambios de paradigma en el orden político, como el retorno del país a la democracia y, más tarde, en el plano global, la reunificación de Alemania y la desaparición de la Unión Soviética, autores nacidos durante la década de 1960 apostaron por poéticas que superasen las previsiones. Sin embargo, los ochenta, asimismo, sirvieron de marco a la terrible violencia desatada por Sendero Luminoso contra el Estado peruano.

También fue la época de la hiperinflación, producto de la inoperancia y corrupción del primer gobierno de Alan García. ¿Por qué, entonces, si los autores más jóvenes debían haber tomado partido por el realismo más visceral para dar cuenta de esos años infernales, optaban por reclamar como suyas las escrituras de clásicos como Borges, Cortázar o Monterroso? Y esto no implica que los narradores renunciaran a recrear con fidelidad el mundo de pesadilla en el que se había transformado nuestra sociedad. Muchos recorrían esos territorios, afines a íconos como Vargas Llosa, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso o Bryce Echenique, pero eso no era impedimento para plantear, de manera alterna, escrituras más próximas a la irrealidad en diversos grados. Los cambios de rumbo estaban muy relacionados con la crisis del realismo como uso artístico excluyente. El país ya era otro y la escritura debía ampliar su registro para dar cuenta de que esas mutaciones también podían transferirse a ficciones desrealizadoras.

Quizá hubo una intuición de que las estéticas del siglo XIX, que maduraron durante el siglo XX, ya no bastaban para testimoniar la demencia colectiva que el cataclismo de la guerra interna engendraba. ¿No escribió Kafka sus historias entre las cenizas dejadas por la Guerra Mundial de 1914? El gran narrador checo vio a su generación desaparecer en el marasmo del conflicto. Salvando diferencias, lo fantástico emerge en los períodos de crisis e incertidumbre. En ellas es que la semilla germina con creces. Pero, sintomáticamente, en nuestros lares, escasos autores se arriesgaban a practicarlo de modo exclusivo, como parte de un proyecto asumido sin temor a los riesgos.

Dos escritores nacidos en 1960 deben considerarse puntales de esta dinámica: Mario Bellatín y Carlos Herrera, cuyos primeros libros Mujeres de sal y Morgana aparecieron en 1986 y 1988, respectivamente. El caso de Bellatín es particular, pues se formó en el Perú, aunque nació en Ciudad de México. Más tarde, reivindicaría ese hecho instalándose en la populosa capital azteca. En ambos autores subsiste una voluntad de romper con lo convencional y previsible, distanciándose de las representaciones usuales a las que nos tenía acostumbrados el sistema literario.

En la década siguiente, la de 1990, los proyectos de estos dos escritores se consolidaron, deviniendo referencias importantes de nuestras letras. Puede decirse que las condiciones imperantes fueron las mismas durante los dos primeros años, hasta que en setiembre de 1992, se produjo la captura del líder subversivo Abimael Guzmán. El gobierno de Fujimori, amparado en esta coyuntura (había cerrado el Congreso en abril del mismo año) se transformó en una dictadura civil que supuso un alto costo para la institucionalidad.

Cuando parecía que el realismo más descarnado relegaría a la narrativa fantástica nuevamente al desván, nombres como los de Enrique Prochazka (1960) y Gonzalo Portals (1961) anunciaron lo contrario. Publicaron libros (Un único desierto y El designio de la luz) que fueron muy bien recibidos por la crítica especializada en 1997 y 1999, respectivamente. Ambos desplegaron una escritura orientada a lo insólito, lo extraño, la fantasía clásica y especulativa, así como el horror refinado.

Debe destacarse aquí que uno de los escasos investigadores que siempre ha incluido lo fantástico peruano en sus abordajes, es Ricardo González Vigil (1949). A través de ensayos y especialmente, en los pormenorizados prólogos a los volúmenes El cuento peruano, publicados por Ediciones COPE hasta 2001, Gonzáles Vigil también ha procurado atender al género con apertura intelectual. En el tomo que cubre la década que va de 1990 al año 2000, el crítico sostuvo que:

[...] bastante significativa fue, también, la literatura fantástica, muchas veces fusionada con un toque surreal u onírico: Rivera Martínez, Ninapayta de la Rosa, Nilo Espinoza Haro, el Reynoso de En busca de Aladino, Robles Godoy, Prochazka, Carlos Herrera, Portals Zubiate, Mellet [...]. Llama la atención la des-realización practicada por tres autores de casi la misma edad, insulares y personalísimos: Prochazka, Carlos Herrera y Portals Zubiate. (p. 21)

Hacia fines de los noventa y comienzos de la década del 2000, etapa señalada por la caída del fujimorato, una nueva hornada de narradores orientados a la fantasía comenzó a emerger. Eran, evidentemente, herederos de autores ya mencionados, por lo menos en la actitud. Y más de uno se reconocía en los esfuerzos de figuras como José B. Adolph o Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), quien cultivó con brillantez (aunque no con constancia), una veta fantástica.

La década pasada vio surgir, poco a poco, a autores que han sabido evadir hasta hoy con astucia las trabas impuestas por el circuito editorial, renuente a lanzar productos que los gerentes de marketing no consideran rentables. A través de publicaciones electrónicas de diversa índole, como revistas, páginas web o blogs, muchos dan a conocer sin ataduras sus trabajos. El universo virtual es otra de las circunstancias que ha permitido mejorar el posicionamiento de esta narrativa. Gracias a los nuevos medios, lo fantástico excedió las fronteras previsibles. Dejó de ser una práctica marginal para desplazarse hacia el centro de las miradas.

En paralelo, se publicaron importantes antologías, como La estirpe del ensueño (2007), del también mencionado Gonzalo Portals y Diecisiete fantásticos cuentos peruanos(2008), de Gabriel Rimachi y Carlos Sotomayor. En formato físico, testimoniaban que lo fantástico siempre flotó, como un fantasma, entre nosotros. Si se estableció como una tradición, es un tema que aún inspirará abordajes críticos diversos.

Lo cierto es que estas publicaciones supieron equilibrar los aportes de los mayores con las propuestas de los noveles, quienes manifestaron pocos tapujos si se trataba de incorporar referentes que no procedían en exclusiva de la literatura, sino de otros formatos, como el cine, la televisión, los cómics y cuanto fuese posible procesar. Y es probable que esa circunstancia, la de haberse alimentado no solo de textos literarios, sino de cultura pop en varias de sus facetas, constituya una marca en el caso de quienes publican desde el año 2000. Ellos comparten dominios con figuras consagradas que, en mayor o menor medida, han cultivado la fantasía a lo largo de sus carreras. Por ejemplo, Carlos Calderón Fajardo (1946) o Fernando Iwasaki (1961).

Las tendencias son heterogéneas y por lo tanto, una lista de ellas podría estar sujeta a discusión, lo mismo que sus representantes más destacados. Ningún término es absoluto; todos son provisionales:

I. Intelectualismo y especulación (micro-relato y relato breve):

José Donayre Hoefken y Ricardo Sumalavia.

II. Ciencia ficción:

Daniel Salvo, Pablo Nicoli y Carlos Saldívar.

III. Ficción fantástica poética y/o experimental:

Carlos Yushimito y Johan Page.

IV. Historias de fantasmas:

Carlos Freyre.

V. Fantasía histórica:

Sandro Bossio.

VI. Fantasía paródica:

Gonzalo Málaga.

VII. Fantasía de impronta policial y/o enigma:

Alexis Iparraguirre.

La nómina es solo una tentativa y no pretende agotar el ejercicio de comprender a cabalidad hacia dónde se dirige la literatura fantástica en el Perú. Por lo menos tres de estos escritores (Salvo, Bossio y Málaga) no son limeños, lo que demuestra con nitidez que el género no es privativo de escritores capitalinos. Lo que cada tendencia signifique será materia de futuras reelaboraciones. También es posible que esta taxonomía sea refutada por otras. Se han dejado a un lado orientaciones que aún no se asientan, puesto que la mayoría de sus cultores o son muy jóvenes o han asumido el ejercicio de la literatura como una actividad que, para ellos, no parece ser absorbente o seria (o es más una cuestión de frivolidad). En muchos casos, y en declaraciones difundidas por los foros, promueven el concepto erróneo de que para escribir no se necesita rigor técnico y conocimientos.

Sobre los caminos que la narrativa fantástica recorrerá los próximos años, solo cabe presumir que las tendencias continuarán diversificándose y ofrecerán proyectos cada vez menos localizados en un contexto reconocible y más orientado a la indefinición o la ambivalencia. Habrá una vocación global y un interés cada vez más creciente por la hibridez. De ese modo, la línea que va desde el Modernismo hasta nuestra época probará que siempre fuimos un país donde realidad y ficción son dos planos muy difíciles de separar.

* * *

El presente trabajo, compuesto por doce ensayos, pretende brindar un panorama sobre los autores más representativos e influyentes en la consolidación de este modo literario. Hemos optado por una estructura dividida en tres grandes periodos (Modernismo y Vanguardia, Generación del Cincuenta y las tendencias de los años sesenta a los noventa). Este recorrido esclarece un proceso que da cuenta de una etapa fundacional, aún impregnada de ciertos componentes estéticos del siglo XIX, la eclosión vanguardista, la afirmación de la narrativa de contornos fantásticos propios en la Generación del Cincuenta y las diversas exploraciones en las décadas posteriores.

Nuestra selección obedece a un criterio de representatividad e innovación y a escritores que han supuesto un hito decisivo en el modo de lo fantástico y que han ido configurando una tradición. Si bien es cierto que esta no fue gran protagonista en la primera mitad del siglo XX, hoy ha alcanzado una posición relevante y atendida por los estudiosos tanto nacionales como extranjeros. Cada ensayo se aboca a un autor decisivo y nuestra lista incluye a Clemente Palma, Abraham Valdelomar, César Vallejo, Julio Ramón Ribeyro, José Durand, Luis Loayza, Manuel Mejía Valera, José Adolph, Rodolfo Hinostroza, Harry Belevan, Carlos Calderón Fajardo y Enrique Prochazka. Aun cuando cada ensayo tiene una impronta distinta, hemos procurado mantener una estructura semejante. En todos los casos ofrecemos una presentación del autor, su posición en el marco de la narrativa peruana y el modo fantástico, y un trabajo de análisis textual que privilegia los relatos que mejor grafican la opción por esta práctica ficcional.

Somos conscientes de que quedan fuera de nuestra selección algunos escritores valiosos mencionados anteriormente en nuestro panorama. Sin embargo, este libro es también una selección y un testimonio de parte en el que los tres coautores eligen las voces que consideran centrales. Creemos que la justificación puede hallarla el lector en cada ensayo particular. Por eso, este libro es una invitación a los futuros estudiosos para que continúen explorando este fructífero dominio.

Introducción

Del otro lado del espejo: lo fantástico o el reino de la transgresión

Alejandro Susti

Elusivo y siempre proteico, lo fantástico resurge a lo largo de la historia de la literatura moderna como un medio de expresión que indaga en terrenos disímiles que abarcan, entre otros, lo “extraño”, lo “transgresivo”, lo “reprimido” o lo “irracional” que, en general, se vinculan al universo de la imaginación y el deseo1. De ahí que, como señala Rosemary Jackson (1986), se haya constituido siempre por su “resistencia a toda definición”, es decir, por su capacidad de disolver y contravenir las convenciones y restricciones que translucen aquellos otros textos que la crítica literaria suele clasificar como “realistas”, por su rechazo a la observación empírica de “las unidades de tiempo, espacio y personaje, el alejamiento del orden cronológico y la tridimensionalidad, así como las rígidas distinciones y oposiciones que separan a los objetos en animados e inanimados, a la constitución de la identidad y la diferencia entre el sujeto y los otros y, por último, a los límites que distinguen la vida de la muerte” (pp. 1-2). Planteado de esta manera, lo fantástico se erige no solo como un modo2 que privilegia la exploración y experimentación de las categorías que conforman el discurso literario (lo verosímil, la búsqueda de un nuevo lenguaje, la construcción del personaje, el manejo del tiempo y el espacio, entre otras) sino, además, como un mecanismo que indaga acerca de los límites con los que la cultura define históricamente su conocimiento del mundo contribuyendo con ello a revelar las formaciones ideológicas que gobiernan la subjetividad en una determinada época. De ahí que todo acercamiento a lo fantástico deberá necesariamente ahondar no solo en el ámbito de su poética –esto es, la reflexión acerca del proceso productivo por el cual el texto fantástico se constituye como tal–, sino, además, en el de su inserción como formación cultural en un orden social y político dentro del cual se presta ya sea al cuestionamiento o a la validación de los supuestos filosóficos y/o epistemológicos que privilegian determinadas formas de conocimiento del mundo (Jackson, pp. 5-6). Este doble enfoque, que atañe tanto a la estructura interna del texto como a su vínculo con el orden político y social dominante en un determinado periodo, permite comprender mejor la naturaleza dialógica, polivalente y antinómica de lo fantástico en la que “se presupone una percepción esencialmente relativa de las convicciones e ideologías del momento, puestas en obra por el autor” (Irène Bessière, 1974, p. 11). Por ello, lo fantástico “no constituye una categoría o un género literario, sino que supone una lógica narrativa a la vez formal y temática que, ya sea sorprendente o arbitraria para el lector, refleja, bajo la apariencia del juego de la invención pura, las metamorfosis culturales de la razón y el imaginario comunitario” (Bessière, p. 10). Por todas estas razones, lo fantástico –usando los términos usados por Bessière–, propone una lógica narrativa que encuentra su razón de ser en la medida en que paradójicamente vincula categorías tales como lo real, lo racional y lo dicho con “lo no dicho y lo invisible de la cultura: aquello que ha sido silenciado, hecho invisible, cubierto y hecho ausente” (Jackson, p. 4)

La configuración de lo fantástico, por lo tanto, se sustenta sobre la base de una búsqueda tanto formal como temática, que coloca en un lugar privilegiado el cuestionamiento de los procedimientos de la representación mimética verbal3, y se formula a través de una crítica sistemática de la capacidad expresiva del lenguaje para dar cuenta de aquello que escapa a lo real, de aquella “presencia espectral” que elude toda formulación lógica y que, sin embargo, paradójicamente “recombina e invierte lo real” (Jackson, p. 20). En tal sentido, el tropo literario que mejor representaría la naturaleza contradictoria y proteica de lo fantástico sería el oxímoron, figura que, por su capacidad de contraponer conceptos que se complementan a su vez4 se presta a la formulación de un sentido o significado que modela aquellas experiencias que exceden los parámetros de interpretación que organizan el pensamiento y comportan la aprehensión de lo que se conoce como “lo real”.

Dentro de este proceso de búsqueda de una expresión para la experiencia de “lo extraño” se ha señalado también el distanciamiento operado entre el significante y el significado en la literatura fantástica, lo que ha dado lugar a que haya sido caracterizada como una “literatura de la separación”, un discurso que carece de objeto o referente (Jackson, p. 40). Autores como Jean Paul Sartre –quien estudia el universo ficcional en la obra de Franz Kafka– han abordado el “exceso semiótico” de los textos fantásticos modernos:

The law of the fantastic condemns it to encounter instruments only. These instruments are not [...] meant to serve men, but rather to manifest unremittingly an evasive, preposterous finality. This accounts for the labyrinth of corridors, doors and staircases that lead to nothing, the sign posts that lead to nothing, the innumerable signs that line the road and that mean nothing5.

Esta proliferación y abundancia de signos y objetos presente en los textos fantásticos señalaría paradójicamente el fenómeno de vaciamiento de sentido del mundo que se pretende representar a través del lenguaje, con lo cual lo fantástico se configuraría a través de una economía del lenguaje en la cual la multiplicación semiótica evocaría precisamente su signo contrario: la imposibilidad de precisar verbalmente y con exactitud la naturaleza de “lo extraño”. A partir de este principio de tensión –que es el que también se expresa en el oxímoron–, se generaría un proceso de resemantización para una representación más exacta de un objeto/referente siempre elusivo. El proceso, sin embargo, estaría permanentemente signado por el riesgo y la imposibilidad expresiva, es decir, por la tendencia a una representación metonímica del referente, siempre parcial, incompleta e inadecuada6. El modo de lo fantástico se fundaría así a partir de un permanente cuestionamiento de los medios de representación de la escritura que subrayaría la inestabilidad y mutación constante tanto de medios como de fines, rasgo que, además, lo vincularía con el surgimiento de la modernidad7. Sin embargo, se hace necesario advertir que el proceso de búsqueda y resemantización que se produce en la literatura fantástica obedece a la necesidad de representación de un universo que no participa de las leyes y modelos que gobiernan el mundo de lo cotidiano, universo cuya posición no se subordina a las realidades empíricas sino que más bien prefigura una alteridad perturbadora que desdice y subvierte sus fundamentos8. Esta naturaleza paralela del universo de lo fantástico, manifiesta muchas veces una preocupación por una visibilidad siempre insuficiente de los fenómenos u objetos que se sitúan en él junto con una proliferación de instrumentos vinculados a la visión como espejos, reflejos, retratos, entre otros (Jackson, p. 43). El cuestionamiento de los medios no únicamente expresivos del lenguaje sino, además, de aquellos que conciernen a la percepción del mundo –que incluyen tanto los instrumentos diseñados para su aprehensión como los mecanismos sensoriales del sujeto–, coloca el universo de lo fantástico en un territorio muy distante de aquel al que apela, por ejemplo, la imaginación poética, pues en este caso el procesamiento de la experiencia del sujeto se realiza a través de los procedimientos que proporcionan la razón y la lógica. Como bien señala Susana Reisz (1986):

No es el carácter aterrador o inquietante de un suceso el que lo vuelve apto para una ficción fantástica sino, antes bien, su irreductibilidad tanto a una causa natural como a una causa sobrenatural más o menos institucionalizada. El temor o la inquietud que pueda producir, según la sensibilidad del lector y su grado de inmersión en la ilusión suscitada por el texto, es sólo una consecuencia de esa irreductibilidad: es un sentimiento que se deriva de la incapacidad de concebir –aceptar– la coexistencia de lo posible con un imposible como el que se acaba de describir, o, lo que es lo mismo, de admitir la ausencia de explicación –natural o sobrenatural codificada– para el suceso que se opone a todas las formas de legalidad comunitariamente aceptadas, que no se deja reducir ni siquiera a un grado mínimo de lo posible (llámese milagro o alucinación). (p. 169)

La preocupación que atañe a la resemantización del lenguaje, como puede observarse, está fuertemente vinculada a la temática de los textos fantásticos lo cual a su vez revela el vínculo indisoluble entre estructura y temática, expresión y contenido que expresan estos textos. La experiencia de las fisuras o fracturas que se perciben ya sea en el orden del tiempo, del espacio o en la subjetividad de los personajes –por citar tan solo algunas de las variantes que presenta este complejo universo–, conducen a la disolución de las categorías y niveles de aprehensión de la realidad y conlleva la ruptura de la visión monológica que se expresa con mayor claridad en la novela realista decimonónica. Tal como propone Mijaíl Bajtín, el origen y antecedente de esta fragmentación y disolución se encontraría en un género literario tradicional ya presente en la literatura cristiana y bizantina y que se extiende a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento hasta llegar al siglo XVIII: la sátira menipea. Según Bajtín, la sátira menipea estuvo estrechamente vinculada al concepto del carnaval, un evento festivo y ritualizado en el que se trastocan los valores y roles comunitarios (Jackson, pp. 15-16); durante el breve tiempo de duración del carnaval, el mundo y la vida literalmente son “puestos de cabeza”. Por otra parte, se ha hecho notar el vínculo de lo fantástico con aquellas fuerzas que se constituyen en contra de un orden cultural en el que se privilegia el racionalismo9, cuyo origen y crítica se remontan a la Antigüedad clásica y son referidas implícitamente por Platón en la República. Según Jackson, “Plato expelled from his ideal Republic all transgressive energies, all those energies which have been to be expressed through the fantastic: eroticism, violence, madness, laughter, nightmares, dreams, blasphemy, lamentation, uncertainty, female energy, excess” (p. 177)10. Puede, por lo tanto, trazarse una línea genealógica que vincularía el principio de lo dionisíaco en la cultura griega –por oposición al principio de lo apolíneo–11, con las posteriores manifestaciones presentes en la literatura cristiana y posterior, a través de la sátira menipea, tal como la examina Bajtín. Así, el modo de lo fantástico surgiría del entroncamiento con un discurso en el que se ofrece la posibilidad de revertir los roles y funciones sociales y dar rienda suelta a la manifestación de los deseos y pulsiones reprimidos en el subconsciente12. Este discurso vinculado a aquellas “energías transgresoras” invocadas por Jackson encuentra su expresión a través de lo fantástico a mediados del siglo XVIII, en el seno de una sociedad secular que gradualmente abandona la creencia de lo sobrenatural para enmarcarlo dentro de una concepción racionalista de la realidad, como explica David Roas (2001):

Durante la época de la Ilustración se produjo un cambio radical en la relación con lo sobrenatural: dominado por la razón, el hombre deja de creer en la existencia objetiva de tales fenómenos. Reducido su ámbito a lo científico, la razón excluyó todo lo desconocido, provocando el descrédito de la religión y el rechazo de la superstición como medios para explicar e interpretar la realidad. Por tanto, podemos afirmar que hasta el siglo XVIII lo verosímil incluía tanto la naturaleza como el mundo sobrenatural, unidos de forma coherente por la religión. Sin embargo, con el racionalismo del Siglo de las Luces, estos dos planos se hicieron antinómicos y, suprimida la fe en lo sobrenatural, el hombre quedó amparado sólo por la ciencia frente a un mundo hostil y desconocido. (p. 21)

Es, por lo tanto, a partir de este diálogo y confrontación con el racionalismo que la literatura fantástica se configura como un modo de expresión que canaliza una nueva forma de verosimilitud que corresponde a las coordenadas históricas y sociales trazadas desde los inicios de la modernidad13. Esta nueva forma de verosimilitud, como resulta evidente, adopta una serie de convenciones que incluyen, entre otras, una voluntad realista del narrador determinada por la necesidad de enmarcar y contrastar el fenómeno sobrenatural en la búsqueda de una explicación/causa de este (Roas, p. 25)14. Por otra parte, resulta también claro que la perspectiva o punto de vista más propicio para la narración –aunque no excluyente–, será aquel que se identifique con la mirada particular de un personaje de la ficción, es decir, el uso de la primera persona, herramienta que posibilitaría una percepción de mayor inmediatez y cercanía ante la experiencia de lo sobrenatural. El uso de este recurso –repetimos– no constituye en modo alguno un requisito como tampoco conlleva a una percepción necesariamente unitaria y coherente de la experiencia, sino que más bien posibilita el cuestionamiento de la pretendida objetividad del narrador en tercera persona –característica de la novela realista– que, colocado ya sea dentro o fuera de la ficción, observa con relativa certidumbre y parsimonia los acontecimientos relatados. Resulta también evidente que el uso de la forma pronominal de la primera persona permite establecer con mayor énfasis y eficacia el problema de la llamada indistinción entre el sujeto y su entorno o entre el sujeto y “el otro”, rasgo también presente en la narrativa fantástica del siglo XIX15locus