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Primera edición digital: julio 2017
Imagen de la cubierta: Simon Caspersen | Unsplash
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Alexandra Jiménez
Revisión: Sandra Soriano

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Antonio Valderrama Vidal
© 2017 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17023-57-7

Antonio Valderrama Vidal

Hombres armados

A ella.

«El gusano es el único emperador de la dieta; nosotros cebamos a todos los demás animales para engordarnos y nos engordamos a nosotros mismos para cebar a los gusanos. El rey gordo y el escuálido mendigo no son más que servicios distintos, dos platos de una misma mesa; he aquí el fin de todo».

Hamlet, Shakespeare

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Primera parte
  6. Segunda parte
  7. Tercera parte
  8. Cuarta parte
  9. Mecenas
  10. Contraportada

Primera parte

Exordio

 

Eran tres. Caminaban en silencio, por una senda intuida entre los terrones rotos del suelo. Uno, poco más que un hombre por hacer, abría la marcha algunos pasos por delante. Proyectaba una sombra desgajada sobre el camino, abrigándose con una pelliza vieja su cuerpo menudo de adolescente. Parecía darle a sus piernas un cierto ritmo de pretendida formalidad; el cansancio lo consumía. Forzaba sus rodillas con un gesto mecánico, y el suelo crujía bajo sus pies. El eco de los pasos, al arrastrar las botas, quedaba amortiguado por la colcha arenosa del roquedal por el que los tres transitaban. Detrás le seguían dos hombres que andaban muy juntos, pero sin mirarse, como evitándose con mutua apatía. Cirros largos y blancos como sábanas de mortaja se entrelazaban en el cielo, que parecía hecho aquella tarde de espuma naranja. Los trazos coloreados hendían el añil profundo de las nubes y rompían con tajos ocres la continuidad oscura con que se anunciaba la noche. Caía el relente, plomo húmedo, sin viento, sobre las cabezas. Una manta de frío los envolvía, pero los tres parecían ajenos a lo de afuera. Caminaban silenciosos, hacia el norte, buscando un paso abierto entre las montañas por el que alcanzar la meseta. De los que cerraban la marcha, el más joven se hundía en un gabán negro que tenía las mangas descosidas. Los puños de su camisa estaban sucios. En otro tiempo debió ser blanca; ahora su dueño se agarraba con la mano un pañuelo deshilachado que llevaba atado al cuello. A su lado, el otro se embutía en un capote gris, echado con desgana sobre los hombros. Mantenía el paso con dificultad, pero no parecía molestarle la marcialidad terca con la que los llevaba a ambos el niño de la pelliza oscura. Fijos sus ojos en el cielo, se le encrespaba sobre el rostro una barba de días, canosa y dejada, sucia, punteada de canas por el mentón y la gruesa papada. Era un hombre avejentado como de pronto, súbitamente. Estaba ajeno a todo, y seguía a los otros dos instintivamente, guiado por una especie de sentido gregario de supervivencia.

La cadencia sorda de las pisadas del grupo se fue espaciando hasta que, tácitamente y sin hablarse, los tres fijaron un acuerdo. Se arrastraron hasta un recodo donde la vereda hacía esquina y una amplitud oculta bajo el escalón de matorrales se ofrecía para pernoctar al raso. Era un socavón abierto como a propósito por la mano invisible de algún dios antiguo y piadoso, indulgente con los errantes por sierras tan inhóspitas como aquella. Un austero castaño se erguía entre dos rocas muy altas, y cubría el lugar con una presencia hospitalaria. Tenía el tronco lleno de nudos y derramaba sus ramas secas en torno a la cava. Un colchón de hojarasca y grama muerta tapizaba el suelo, lo hacía mullido, acogedor. Al hombre flaco del gabán, tras un breve reconocimiento, el sitio le pareció suficiente para protegerse del frío y la intemperie. El otro se despojó del capote raído que tenía sobre los hombros, y los dos, dejando al niño en medio, se acurrucaron, mudos y hambrientos, sobre la alfombra tierna que cubría la tierra. Agradecieron aquella benevolencia de la naturaleza, que por inesperada les resultaba más consoladora aún. En el firmamento, el espumón naranja se plegaba hacia el horizonte, haciéndose finito; adelgazando en una línea de brillo tenue y muriendo, finalmente, enterrado debajo de la negrura que se había adueñado del cielo nublado. No había luna. El más viejo recompuso el abrigo del joven, que ya cabeceaba con la barbilla colgando sobre el cuello huesudo y sin carne, por el que sobresalían dos pronunciados pomos de clavícula. De los tres, era el único que dormitaba. Los dos hombres, uno a cada lado, clavaban la mirada frente a sí, en el matorral y la piedra que los rodeaba procurándoles refugio.

—Mañana habrá que buscar algo de comer —musitó el primero, apretujándose contra el cuerpo del de en medio.

—Habrá, habrá —dijo el otro, en un susurro casi imperceptible.

Capítulo I

 

Había un lugar. Entre la aldea de Cardeña y el villorrio de Conquista, entrando en Los Pedroches, la carretera se levantaba serpenteando entre lomas alfombradas de encinas, olivos y alcornoques. El camino acariciaba el paisaje, deslizándose por el lomo de los picachos, subiendo, contorneándose grácil y aleteando sobre la montaña. Una garganta forrada de copas verdes iba quedando acurrucada a un lado de la carretera, cada vez más abajo, profunda y lobuna a medida que se avanzaba por la cañada. En lontananza, hacia el oriente, podían verse las líneas amarillas de algunos trigales, regulares y simétricas; su resplandor áureo chocaba con el relieve zaíno de las crestas bajas por las que nacía Sierra Morena, allí hacia donde la vista se perdía hasta morir en un horizonte ambiguo. Precisamente cuando el paraje empezaba a pelarse, mientras se continuaba la ascensión por la carretera, un camino estrecho abierto entre la espesura emergía de súbito en un repecho pronunciado. Escondido por los matorrales bajos, palmas y olivos pequeños, sólo un claro arrancado al hormigón, en un recodo sin firme, lleno de baches, anunciaba el carril polvoriento abierto a machetazos por un bosque oscuro y feroz. Terminaba la carretera en ese punto y comenzaba una trocha sin asfaltar, desigual, estrecha y angosta. Desde allí la vereda bajaba irregularmente, como huyendo del abrazo pesado de esos extraños olivos que crecen en Córdoba garrapiñados en las faldas de las colinas. Ese era el camino que llevaba hasta Munda.

Porfirio Bonaplata, meciendo los hombros y espantándose las moscas que le flagelaban la nuca, se paró ante la trocha, indeciso. Había nacido en Munda veintitrés años antes. En junio de 1937 debía estar en Córdoba, como cada año al llegar el verano. Pero la guerra había dispuesto que las cosas sucediesen de otro modo. En aquella época, Bonaplata vivía ligero, sin amueblar. Tenía ideas muy equivocadas acerca de la vida y las personas, y solía despreocuparse acerca del futuro con esa soberbia de los muchachos jóvenes y confiados. Esto lo descubrió con los años, y la tardanza de tal hallazgo redundó en su perjuicio durante mucho tiempo. Cuando acabó la guerra, Porfirio Bonaplata no creía en ninguna de las alegres bravuconadas con las que gustaba pasar el tiempo asustando a las viejas que iban a misa y a los curas pobres de Córdoba durante sus años de estudiante asilvestrado. Pero aquella mañana de verano, cuando enfilaba la boca negra del camino hacia su aldea, Bonaplata estaba lejos de comprender la huella oscura con que el mundo barniza el trasiego cotidiano de los hombres por la vida. Estaba en Munda por la guerra; vivía entre la aldea de su padre y la ciudad, donde se juntaba con otros balas perdidas, compañeros de calaveradas. Gritaban mueras al capital y a la religión; quemaban alpacas de paja tras robárselas a infelices vaqueros de la campiña y les ponían sombreros de charol, simulando que condenaban a muerte a los burgueses barrigudos de la ciudad. Así pasaban el tiempo, cuando no envueltos en riñas con falangistas de camisas azul mahón o en pendencias de taberna. Pero en julio de 1936 los militares conquistaron Córdoba en un golpe de mano sencillo, fulminante. Estuvo entonces Porfirio Bonaplata muy cerca de conocer la caja de pino. Tuvo suerte y escapó; mientras sus camaradas de francachela y algaradas politiquillas caían como moscas en los suburbios de la ciudad, él recorría la carretera hasta Cardeña junto a otros milicianos que marchaban a Pozoblanco, encajado bajo la capota de un Hispano-Suiza T48 del año 25, que alguien había incautado en un barrio elegante de Córdoba. Uno de los muchachos le había serrado la capota de metal y en él fueron subidos quince fulanos colgados como del pescante de una diligencia.

Bonaplata los acompañó. Durante algunos meses, se afanó en ayudar a la organización de partidas de milicianos que, desde Los Pedroches, bajaban a la campiña o se internaban alrededor de Córdoba buscando gresca con los militares. Hasta había liberado un pueblo, como ellos decían en su jerga revolucionaria, antes de que el contraataque organizado de una columna que vino desde Cádiz arrollándolo todo los dispersase lejos de allí. Luego, sin más, se dedicó en Pozoblanco a lo mismo a lo que habíase dedicado en Córdoba toda su vida: bebió, robó, porfió y se aburrió. Un día le dieron un navajazo en el muslo. Fue sólo un corte superficial, pero casi le rozaron la arteria. Se dio asco, y durante dos días no salió a ninguna parte, compadeciéndose por la vacuidad de su vida. Todos estaban en guerra y él, sin embargo, sólo era parte de una batalla ridícula contra sí mismo. Sintió que estaba perdido, y quiso regresar a Munda, a pesar de que allí tampoco tenía nada que hacer.

Sencillamente, una mañana, mucho antes de que amaneciera, se largó sin decirle nada a nadie. Ese era su estilo, y los meses pasados entre camaradas, fusiles, partidas en la sierra y muertes absurdas en disparatadas empresas contra los militares sublevados le habían vuelto más brusco, y más desconfiado. Caminó solo hacia Cardeña mientras se hacía de día y se detuvo frente al camino estrecho que descendía hasta la aldea cuando el sol llegaba a lo alto. Empezaba a hacer calor de verdad. Intuyó la senda entre la maleza, espesa y abigarrada de aquella sierra que no concedía nada a los hombres. Recreó en su imaginación la vaguada donde Munda se acurrucaba como una isleta perdida en la inmensidad oceánica. Conocía muy bien el camino hacia allí, los baches entre los que baqueteaban los vehículos justo antes de enfilar la cuesta y el repecho. El Hispano-Suiza tosía con pesadez cuando pasó por aquel mismo lugar, meses antes, a la ida, cuando se fugaba de Córdoba todavía alegre, todavía despreocupado, rumbo a Pozoblanco con tantos otros alegres y despreocupados cadáveres de permiso como él. A alguien se le ocurrió una chacota muy celebrada que comparaba el pesado mugir del coche con un viejo con neumonía. Se acordó de eso, sin saber por qué, y de aquellos pobres muchachos, joviales, valientes a pesar de la matanza de que escapaban, con los que continuó su camino hacia Pozoblanco y los cuartelillos donde se decía que la República ya estaba enganchando a los sublevados con el Ejército del Centro que venía desde la Mancha. A él, aquello, la guerra, le importaba ya una higa. Se adentró por la trocha arrastrando sus alpargatas viejas, que se hundían en la arena del camino, llenándole los pies de tierra. Se sintió, sin embargo, extrañamente alegre por ello, como si de repente se hubiera conectado al vientre de la tierra por dejar que la arena cálida se le colase entre los dedos. Hacía muchos días que su naturaleza impresionable no recibía sensaciones positivas, y aquello le produjo cierto optimismo contenido.

El trayecto estaba esculpido con giros y recodos hasta una espesa hoya en la cual se asentaba Munda. El caserío de la aldea estaba arrimado al cauce exiguo de un riachuelo que irrumpía abruptamente sobre la superficie: la corriente emergía del suelo de la dehesa extendida a modo de manta entre Munda y las montañas, trayendo el agua necesaria para abastecer a las doscientas almas escasas que vivían allí. Munda estaba en una cañada fértil como por magia, arrancada a la aspereza del paisaje yermo que la rodeaba. Dos oteros mochos se destacaban frente al lugar, abajo, silenciosos centinelas. En sus pastos dulces que no servían para otra cosa que para ser comidos por las vacas, algunos vaqueros de Munda llevaban cada mañana a sus animales. El ganado semejaba de lejos manchas negras que coloreaban los cendales del alba cada mañana de invierno y de verano, cuando a Bonaplata le gustaba alargar las noches aburridas de Munda esperando al sol con la vieja petaca de aguardiente de su padre. La ruta se bifurcaba en esas lomas, y desde allí dominábase Munda hasta los trigales que amansaban la tierra en dirección a las montañas. Allí, detrás de los campos, había otra carretera que cruzaba el arroyo y que iba hasta la Sierra del Fierro. De las peñas de esta sierra, en verdad, procedía el riachuelo al que los campesinos de Munda bautizaban desde antiguo como Coqueto o Burlaor, en función del carácter veleidoso del acuífero y de su dadivosidad a la hora de regularles el caudal de agua con el que subsistían. Cuando los inviernos eran duros y el hielo formaba por derecho en las crestas del Fierro, vestíbulo de Sierra Morena, los campesinos de Munda alababan a Coqueto por la generosidad con la que bañaba sus primaveras. Mas, si el invierno no hacía cuajar de blanco los picos del Fierro, y Burlaor les ofrecía no más que un trago con el que humedecerse apenas los labios, los campesinos de Munda maldecían su suerte, puesto que, en efecto, la cosecha no sería buena, y era muy probable que muchas cabezas de ganado muriesen deshidratadas. De algo estaban seguros los campesinos de Munda: el verano, siempre, vendría con el mismo fuego saliendo desde sus entrañas.

En Munda había una plaza que, como en todos los pueblitos de España, era el eje de la vida comunitaria. A su alrededor orbitaban edificios y personas, como un pequeño sistema solar, microscópico y adusto y, sin embargo, vivo. De la plaza manaba todo, y en ella convergían las energías de los campesinos, así como sus lamentos: para celebrar y para lamentarse, todos se congregaban allí, todos acudían allí como a un lugar sagrado donde se manifiesta la deidad antigua. La plaza articulaba ese sentido común y les daba identidad, un vínculo irrompible que los hacía no sentirse solos en medio de aquella inmensidad de rocas y árboles que los rodeaba y los aislaba del exterior. Estaba presidida por una iglesia grande y austera hecha de piedra; una iglesia fea, cuyo aspecto pesado, no obstante, transmitía seguridad y fortaleza. La fachada no contenía más que un torpe rosetón labrado sin arte por el que apenas entraba luz al interior, y una torre erguida orgullosamente que a la sazón era el punto más elevado de Munda. Desde su campanario se podían ver los oteros donde pastaban las vacas, la alfombra verde y parda que las estribaciones del oeste y el camino que subía hasta la carretera de Pozoblanco. Puede que incluso se viera también la carretera, si no fuera por los requiebros del terreno que la hurtaban a la vista y aumentaban esa sensación de soledad que se abatía sobre la aldea: no estaban conectados a ninguna parte, y esa emoción, apenas inteligible por aquellos campesinos ignorantes que no habían podido ir a la escuela, persistía dentro de sus corazones. Aunque no supieran explicársela, todos la sentían, y la compartían acentuando el afecto que las labores del campo y el trabajo compartido, la dura faena de sacarle vida a la tierra, arrancársela de las entrañas, hacía brotar entre ellos.

También se divisaban desde el campanario las sombras púrpuras del otro lado, las que ascendían como por magia desde el horizonte, en lontananza, al final de la línea dorada de los trigales. Esa suerte de humo morado, vapor misterioso y etéreo, no terminaba en las paredes pétreas de la Sierra del Fierro, sino que se volvía cobrizo y se atenuaba conforme tocaba el cielo, silueteando las cándidas nieves de sus cimas como cuña o intersticio y separando la tierra del cielo. A Porfirio Bonaplata le divertía subir allí de chico, cuando el padre Salvatierra cerraba la iglesia, tras decir misa. Se escondía en los bancos del final, bajo las pilastras de alguna de las naves laterales. Cuando marchaban los feligreses, y ya al final cada vez eran menos y más viejos, él oía aturullado el paso lento del cura. El sacerdote recogía el misal y lo guardaba todo dentro, en la salita que hacía de sacristía. Salía Porfirio entonces y encajaba el portillo que daba acceso a la escalera que subía a la torre. Pasaba allí el tiempo entre las sombras, viendo cómo caía la noche y mirando el vuelo de las cigüeñas.

Junto a la iglesia estaba plantado el ayuntamiento, un caserón de dos plantas cuya fachada poseía todas las características propias de lo que la mente humana olvida pronto. Era una casa que parecía embalsamada, y ofrecía el aspecto de un velero antiguo e inservible que alguien había dejado olvidado en una playa desierta. No concordaba con nada de lo que había alrededor. Tenía una ridícula galería abovedada, quizá única licencia del arquitecto a su desfasada y reprimida vanidad. Parecía fuera de lugar allí en medio, entre la iglesia austera, como de misión tropical, y las casas bajas y blancas trazadas todas del mismo modo sencillo y redondeado. En diagonal, ocupando el lateral oriental de la plaza, estaba el cuartel de la Guardia Civil, del mismo estilo que el ayuntamiento y también de dos plantas. El resto de Munda era, hablando con sencillez, una colmena arracimada en torno a estos tres edificios. El caserío se alargaba hacia el norte, lamiendo el riachuelo hasta terminar en una ribera abierta sobre un pequeño promontorio donde se resguardaba un pozo. Su brocal delimitaba la otra amplitud de Munda, una explanada de albero que servía de abrevadero para las bestias y de lavadero. Las mujeres iban allí todas las tardes, después de comer, con las tablas de fregar y la ropa sucia de todos los días. Algunos mozos de Munda aprovechaban el verano, a la vuelta de la siega, para quedárselas mirando. La mitad de las pendencias que habían traído muertos y ruina a Munda se fabricaron allí, en el bosquecillo que guardaba el lavadero por la otra orilla, donde comenzaban los trigales. Las riñas siempre iban a cuenta de las mujeres. Había algunas, sobre todo las más jóvenes, que no sujetaban la turgencia de carne. A otras, sin embargo, se les asomaba por el escote el mundo febril que pierde las cabezas, sobre todo en verano. Bonaplata aprendió a mirarlas también desde allí, descubriendo entre las vainas altas del trigo y entre los jaramagos secos en agosto la manera de aliviar esa tumefacción sorprendente que un día, hacía ya muchos años, sintió de golpe en el bajo vientre. Sabía que el resto de los muchachos de su edad hacían lo mismo, e incluso Tomás, el nieto de los Dalle, el señorito, alardeaba de ello. A él siempre le gustó ir por su cuenta. Le molestaba la presencia de extraños y se sentía incapaz de comunicarse con los demás, sintiéndose a gusto en soledad, lejos de la vista suspicaz del resto. Se aficionó, naturalmente, a esconderse allí y observar, él también, a las mujeres. Fue por la época en que, al mismo tiempo, el bozo comenzó a sombreársele. Fue allí y volvió todas las tardes, hasta una en que sintió moverse algo unos metros más allá de donde estaba agazapado, y temblando apartó el ramaje y vio a Carabuey masturbándose frenético. Sus ojos blancos parecían dos borlas de tela mullida a punto de descoserse, mirando de fijo a las mujeres que se agachaban o se adentraban en el agua del arroyo con la camisa remangada por el ombligo. Carabuey era un campesino quince o veinte años más grande que Bonaplata; de cara angulosa y fea, desagradable y perruno pero de una nobleza inverosímil, como descubrió más adelante. Se miraron un momento, y no se dijeron nada; Carabuey dejó de pelársela y se fue en silencio. Desde entonces se estableció entre ellos una discreta comunicación que no precisaba de verbos. Ambos evitaban en lo posible coincidir, lo que no era difícil puesto que hacia la primera quincena de septiembre Bonaplata solía abandonar Munda, camino de sus perdiciones en Córdoba.

La amplitud frente al pozo la flanqueaban dos graneros de adobe cuyas techumbres eran cañas y pasto cortado de la ribera cenagosa del cauce, por donde se adentraban con el cieno hasta las rodillas los hombres de Munda empuñando navajas grandes como alfanjes. A él siempre le dieron miedo esos puñales, que se abrían mecánicamente haciendo cling y silbaban cuando salían de los bolsillos de tela grandes de los pantalones de los campesinos. Le fascinaba la rudeza de aquellos hombres, tan distintos de los zagales de su edad, estúpidos hombrecitos, y tan diferentes de su taciturno padre. Quizá por eso, pronto hubo de acercarse a ellos, viéndoles con la naturalidad de los hermanos. Eso molestó mucho a su padre, capitán del puesto de la Guardia Civil en Munda. Teodoro Bonaplata no era el personaje más querido entre aquellos siervos de la tierra de Munda. Llevaba allí toda la vida, desde que llegó siendo un número desde Córdoba. Cuando aquel día de julio de 1937 en que su hijo Porfirio regresaba caminando a Munda por el camino de lombriz que se deslizaba entre los olivos, rememorando plácidamente todos los detalles de su aldea y contrastándolos ligeramente con los penosos recuerdos de sus últimas semanas en Pozoblanco, lo primero que se encontró, colgado en uno de los últimos castaños de la vereda, desde donde ya podía advertir las primeras fachadas blancas de Munda refulgiendo al sol del mediodía, fue la cara cerúlea de su padre mirándolo con sus ojos glaucos.

Capítulo II

 

Se detuvo y durante un instante sintió cómo se le iba la cabeza. Creyó que su mente iba a desdoblarse, y tuvo que parpadear repetidamente hasta que su vista pudo, al fin, fijarse de nuevo en lo que tenía delante. Aquellos ojos glaucos de Teodoro Bonaplata habían turbado durante toda su vida de día pero, sobre todo, de noche, a Porfirio. Lo habían provisto de un bestiario mental con el que su cerebro atormentado compuso vigilias noctámbulas que no terminaban nunca. Cuando muy de niño regresaba a casa lleno de polvo, barro y heridas de peleas con los hijos de los campesinos, su padre ya se había transformado en la efigie con que Bonaplata habría de recordarlo en su vejez: algo achispado y sin decir nada, la cena a un lado sin tocar y la bota de vino parda junto a su mano derecha, nervuda y carente de vida pero fuerte como un cable de acero. Se quedaba así hasta dormirse vestido sobre la silla, frente a la pared encalada del salón. Aquellos ojos glaucos que sólo se habían teñido de fuego ya en la primera vejez, cuando descubrió que su único hijo tenía extrañas ideas acerca de la propiedad de la tierra y gastaba el dinero que le mandaba a Córdoba en putas y coñac; aquellos ojos de vidrio que ardían como brasas al verlo regresar cada verano a Munda, y cuando Bonaplata le espetaba, sin rubor, que lo que quería era escribir para emancipar a las masas. Que a eso dedicaba, precisamente, el tiempo que en Córdoba él le dispensaba con su exiguo jornal de capitán de la Guardia Civil en una aldea miserable para que estudiara bachiller y leyes, y que él lo pasaba corriendo ante las fábricas y agitando conciencias vacías de jornaleros borrachos y obreros analfabetos en tugurios purulentos.

Esos ojos glaucos eran los que miraban sin ver a su hijo Porfirio Bonaplata desde aquel árbol en el que lo habían colgado de su propia canana de cuero negro. Habían ahorcado a su padre a la entrada de Munda junto con otro civil más, después de quemar el cuartel y tomarlo al asalto con los bieldos y las hoces de segar el trigo. De eso se enteró después. Lo miró sin pasión. El sol, ya en lo alto de un cielo tan azul que parecía a punto de explotar en millones de partículas de luz incandescente, golpeaba tras la nuca de Teodoro Bonaplata hasta oscurecerle la tez de manera que su hijo sólo pudiera distinguir sus enormes ojos glaucos de ceniza muerta. Ni una brizna de aire sofocaba el calor del mediodía, pero su cuerpo rígido se bamboleaba casi imperceptiblemente, proyectando una sombra huidiza bajo sus pies descalzos. Le habían robado las botas, y Porfirio, espantado, sólo pudo seguir caminando hacia el pueblo una vez hubo salido del ensalmo de muerte que lo había paralizado. Pensaba en su madre.

Entró en la aldea caminando despacio. Los hombres no trabajaban. Olía a quemado y pronto advirtió que el olor dulzón que embargaba el aire estanco de Munda venía de un lado de la plaza, de los restos humeantes del cuartel de la Guardia Civil. Ofrecían el espectáculo desolado de un amasijo de ladrillos ennegrecidos por el fuego. Llegó hasta allí deslizándose fantasmagóricamente, sin ser consciente de que movía sus propios pies. Caminaba impulsado por algún tipo de inercia ajena del todo a su voluntad. Podía ver celdas, traviesas, el yeso de las junturas, lo que quedaba del techo despedazado. Porfirio Bonaplata se paró frente al cuartel, escudriñando entre las piedras por si veía algo parecido a un hombre. Sabía que lo estaban observando. También era consciente de la fama que tenía en Munda, de zagal solitario y excéntrico del que se sabía escribía furibundos artículos en la prensa sindicalista de Córdoba, y armaba alguna que otra batahola en los centros obreros y con la policía. Eso le había granjeado, al fin y sin que a él le agradara demasiado, la simpatía callada y algo distante de los muchachos de su edad, y la aquiescencia desinteresada de los viejos. Pero al fin y al cabo, aquella gente había pasado por las armas el puesto mandado por su padre, y a Teodoro Bonaplata lo habían ahorcado en un castaño. Él era su hijo, a pesar de que el distanciamiento entre los dos era la comidilla de todos en Munda. Pero él estaba allí plantado, hechizado por la visión espectral del cuartel humeante y sin poder quitarse de la cabeza los ojos glaucos, yertos, de su padre. No sentía nada, y en realidad, tenía un calor insoportable. Se preguntaba si alguien en aquel pueblo en apariencia desolado y en vigilia podía darle un trago de algo que le mitigase aquella puñetera sed.

—Ven, niño.

Lo interpeló una voz desde las arcadas diminutas del ayuntamiento. Desde donde estaba, Bonaplata era incapaz de distinguir quién lo llamaba, pero en aquel grito ronco percibió autoridad. Se quedó mirando hacia el lugar del que procedía aquella voz. Bajo la trasnochada galería del edificio, a la sombra, se agrupaban unos bultos. A simple vista no los pudo contar. Avanzó unos pasos, y sintió el plomo del sol caerle sobre la cabeza descubierta, el cuello y los brazos.

—Acércate, ven.

Porfirio Bonaplata pensó que el cuerpo de aquel hombre tenía unas formas muy extrañas. Notó que se le erizaba el vello de la espalda, y varios goterones muy gruesos de sudor le cayeron hasta las nalgas, pegándole la camisa empapada con la carne. Se siente igual el frío que el calor, se dijo. Y que el miedo, añadió mentalmente. Entonces reconoció a Julio Castillo, y un alivio incomprensible le desanudó todas las fibras de su estómago.

Capítulo III

 

Las noticias llegaban a Munda muy despacio. Al principio, la guerra no fue más que una semana de alborotos. Se pegó fuego a la iglesia y se asaltó el ayuntamiento, aunque lo de la iglesia no fue más que una trifulca parada por los viejos del lugar antes de que ocurriera una desgracia. Constantino Salvatierra recordaba todo aquello como si las imágenes que acudían a su mente procedieran de un lugar muy lejano. Recordó cómo el alcalde, Ángel Bastida, un socialista con muchas tablas aunque algo ingenuo y cándido, notario, último miembro de una familia emparentada con los Dalle a quien el viejo Raimundo se lo había quitado todo merced a los préstamos que el padre del alcalde había pedido con mucha ligereza y cada vez más desesperación cuando su hijo era estudiante, se marchó la noche antes de que en Munda se supiera que los militares se habían sublevado. Se sorprendió a sí mismo al comprobar que los días en que los campesinos de Munda se alzaron en armas contra toda la autoridad establecida, eran para él fragmentos confusos y dispersos; haces de luz que se concretaban en figuras deformadas de color rojo y naranja. Él, Salvatierra, se llevaba bien con Bastida. El alcalde era un hombre sensato que no podía verse ni con Raimundo, cuando vivía, ni con Joaquín, el hijo, de su misma edad que se había hecho comunista para llamar la atención de su padre, primero, y para lograr en política lo que no era capaz de conseguir con su talento natural, del que carecía absolutamente. Bastida supo ganarse a los campesinos viejos, y estos se portaron bien con él cuando todo se fue al garete. Le avisaron con antelación de que no podrían contener a sus compadres, excitados por lo que oían fuera y por las noticias que les llegaban, de alborotos y disturbios en la ciudad. El alcalde se marchó y el asalto al ayuntamiento quedó como una cosa simbólica, una niñería que satisfacía a aquellos hombretones exacerbados por la política. Él, monseñor Salvatierra, se mantuvo al margen, como de todo siempre. Salvó al final la vida del único modo en que había vivido todos y cada uno de sus cincuenta años: quedándose quieto, callado, contemplando el transcurrir de las cosas y esquivando las balas antes de que saliesen disparadas de las bocas de los fusiles. Acomodándose.

Esa mañana de verano del año 37, Salvatierra se rascaba la coronilla mientras observaba distraído sus alpargatas negras. Hacía tiempo que estaban rotas, raídas, sucias y desastradas, pero no tenía ninguna esperanza de que le diesen unas nuevas. Casi todos, en Munda, andaban con las mismas alpargatas agujereadas, con los flecos saliéndose por los bordes. Los niños iban descalzos, y algunos ya tenían la suela de los pies tan negras y duras que incluso las picaduras de los escorpiones no les hacían ningún daño. Antes de que todo empezara, le gustaba cuidar su aspecto de cura de pueblo y no parecer aldeano. Conservaba ese trazo de urbanidad de su antigua vida en el seminario. Se mantenía bien, era más o menos alto, y sólo una redondez bajo el vientre anunciaba, desde que frisó los cuarenta, cierto abandono. Y la papada, claro, colgajo de piel que él consideraba inmunda pero que, sin embargo, no combatía. No tenía fuerzas. Con la vejez habíase vuelto perezoso. Antes de eso había sido vanidoso; él sabía que ambos eran pecados intolerables, aunque menores. Seguramente habría tratado de erradicarlos de su vida si todavía creyese en Dios. Pero no creía, ni había creído en los últimos treinta años, por lo menos.

Tenía la boca seca. En el cuarto donde estaba un jergón de paja era todo su lecho. Le daban de comer y de beber una vez al día, y para eso todavía faltaba un poco. Desde hacía dos noches no dormía. Lo habían descubierto tratando de contactar con los que resistían en el cuartel. Diez meses mal contados se habían llevado allí, dentro de las dos plantas de adobe mal encaladas cuya bandera tricolor seguía izada de un trozo de vuelo aún erguido —los campesinos habían olvidado arriarla y, como por milagro, el trapo no había ardido—, once guardias civiles, el secretario del ayuntamiento y las mujeres de tres de aquellos guardias tenaces, feroces y hoscos. Diez meses en los que, en realidad, apenas había habido combates, más allá de algunas escaramuzas con los campesinos que montaron guardia ininterrumpidamente delante y detrás del edificio, hasta que el papelito escrito por el cura y dirigido al capitán Teodoro Bonaplata en el que le proponía una salida definitiva contra los campesinos a la hora del almuerzo, en que todos se reunían y era más fácil anularlos de golpe, desencadenó la matanza.

Si Salvatierra, monseñor Constantino, como lo llamaban desde antes de la guerra algunos campesinos con guasa, hubiera sabido la pulsión de muerte que anidaba en los corazones de aquellos hombres simples y brutos, hubiese continuado soportando la existencia sumisa pero tranquila con la que había sobrevivido desde julio de 1936. Decidió quedarse junto a su iglesia, aunque no tuviera acceso a ella. Era una sombra silenciosa que se plegaba a todos y que miraba sin comprender a los que resistían en el cuartel. El puñado de guardias civiles, y el secretario, no habían querido marcharse a pesar de que el alcalde, contando con la indulgencia de los campesinos viejos, les había avisado con tiempo. No tenían tampoco a dónde marcharse, ni cómo. Córdoba estaba muy lejos. Durante meses, Salvatierra había ayudado con la contabilidad, lidiando con el recelo de los más jóvenes de entre aquellos campesinos poseídos por el demonio de la ideología. Tenía ciertos rudimentos en números y letras. No era, desde luego, un docto, pero al lado de aquella gente, casi toda iletrada, como sacerdote sabía amansar el espíritu incendiado de hombres duros como la tierra que labraban, pero inocentes y crédulos en el trato cercano. La cuadrilla de Tomás Dalle, no obstante, se la tenía jurada. Le habían amenazado un par de veces. Componían el núcleo adicto al comunismo, niños raros, algo leídos, imbuidos por las extrañas formas autoritarias que venían de Rusia a través de folletos, magacines y revistas. Estaban muy influenciados por Joaquín, el tío de Tomás. Aunque Joaquín hacía mucho tiempo que no pisaba Munda, era una presencia tangible allí gracias a su sobrino. El grueso de los campesinos de Munda era anarquista, aunque sin brío y casi sin beligerancia por la experiencia de los años. Gente de piedra, individualista y peligrosa, pero buena. Los jóvenes eran otra cosa, y los Dalle, particularmente, eran una cosa aparte. Los más veteranos habían mantenido el cerco al cuartel bajo control, benévolos. Pasaron muchos días sin que se pegara un sólo tiro, y la guardia era relajada, por las dos partes. Nadie quería una matanza, salvo Tomás, que jugaba con las cartas que le marcaba su tío desde Pozoblanco y sobre todo, quien aspiraba a hacer cosas extraordinarias y crudas que le valieran fama y prestigio a ojos de Joaquín, el cabeza de su familia desde la muerte de su abuelo.

Monseñor recibía cada vez más miradas torvas de la gente de Tomás, y empezó a guardar algo del dinero que pasaba por sus manos en una bolsita de tela que anudaba con un lazo y escondía entre su jergón, disimuladamente. A pesar de todo, no se le había dejado volver a la iglesia, convertida en granero y almacén de la colectividad agraria que ahora era Munda. Se habían dado ese rimbombante nombre por un acuerdo más o menos unánime alcanzado bajo la autoridad firme y serena de Julio Castillo y de Claudio Ferro, los dos jefes naturales de aquella aldea. Eran los que decidían cómo y en qué momento se debían hacer las cosas, y las cosas funcionaban: se atendía el campo y el ganado, y eso era suficiente para aquellos hombres a quienes Constantino Salvatierra comparaba a veces con unos chiquillos. Tanto Julio como Claudio tenían condiciones innatas para el liderazgo, y eso lo sabía Salvatierra. También lo sabía Joaquín Dalle, enfrentado con ellos por un antagonismo de cuna. Joaquín sólo pudo encontrar, a lo largo de su vida, un único modo de imponerse a aquellos dos hombres pobres, campesinos que sólo tenían sus brazos y su prestigio natural y que con ellos se bastaban: su dinero, o mejor dicho, el dinero de Raimundo Dalle, su padre. Eso lo había mortificado siempre. Ahora no podía volver a Munda, no mientras aquellos dos patriarcas lo dirigieran todo de la manera en que lo hacían, y por eso Tomás actuaba por él, a su conveniencia, enturbiando la tranquilidad que, tras los primeros altercados, se había instalado en Munda.

Pero Julio tenía un hijo pequeño, Manuel. A Manuel convenció el sacerdote para que llevara el mensaje por la noche al cuartel y lo deslizara por una de las marquesinas desvencijadas que daban a la iglesia por la cara oeste. Lo había interceptado Colorado, un campesino borrachín que solía merodear la tasca de Ducas hasta que lo echaban de allí a empellones o su mujer lo reclamaba dando voces desde su casa. Llevaron a Manuel, esmorecido, hasta su casa, a la de su padre, el único campesino de Munda que no tenía mote porque de mozo había participado en todas las revueltas anarcosindicalistas de la provincia de Córdoba y todo el mundo reverenciaba su mirada penetrante y los diez segundos de silencio que siempre tardaba en empezar a hablar. Julio, cuyo nombre no evocaba la ferocidad y umbría de su alma, tenía un corpachón grande y abigarrado. Cuando alzaba los brazos por encima de su cabezota de piedra, semejaba un gorila del África ecuatorial en actitud de combate. Delante del padre, Manuel lo confesó todo y en Munda la gente se volvió loca. Unos gritaron que había que quemar el cuartel con todos los que había dentro, y otros, que Constantino Salvatierra tenía hueco suficiente en su orondo pecho para cobijar siete puñales como siete brazos de segador. Entre todos, alzando mucho la voz, se dirigieron al cuartel y ni Julio ni Monosabio, otro anarquista viejo de Munda que había sido novillero de joven con tan escaso mérito que todo el mundo lo llamaba Monosabio con cariño, a pesar de todo, pudieron frenar a los jóvenes. Discretamente, Julio Castillo se apartó de la turba y fue a por el cura. Encerró a monseñor Salvatierra en un cuarto de su casa, a cargo de las mujeres de su familia, y con aire resignado marchó con los demás. Los campesinos se armaron. Los más exaltados empujaron al resto y entre todos pusieron sitio de verdad al cuartel.

Eso había pasado hacía dos días. Allí estuvieron hasta la madrugada. Constantino Salvatierra oyó los tiros, pocos y seleccionados, de los hombres de Teodoro Bonaplata, y la cacofonía de disparos sin disciplina de los campesinos, durante toda la noche. Estaba tumbado justo donde ahora se sentaba mirándose las alpargatas. En un momento de la noche, cuando se adormilaba, la voz ronca del capitán de la Guardia Civil bramando a lo lejos lo sobresaltó, y ya sólo escuchó el crepitar de la paja del techo del cuartel y las vigas cayéndose, y los gritos de la gente de Munda llevándose a Teodoro Bonaplata hasta los árboles que había a la entrada de la aldea, subiendo a través del sendero.

El siseo de unos pasos deslizándose entre la puerta, y el crujido de la gruesa madera que separaba su estancia de las demás en aquella casa, lo sacó de sus cavilaciones. Una de aquellas campesinas jóvenes y tímidas se le acercó en silencio, trayéndole un mendrugo de pan y un bacín cargado con algo de guiso. Patatas aguadas. Desde que empezó la guerra, en Munda sólo se comían patatas. Las mujeres de aquel pueblo hacían milagros con aquellos bultos harinosos que sabían a tierra, duros y podridos casi todos. Quedaban aún muchos sacos de patatas, y más que habían encontrado en la despensa del cuartel de los civiles. Por eso habían resistido tanto, porque tenían patatas.

—Los hombres están reunidos. Van a hablar de usted.

Salvatierra la miró con ternura. Era una de las hijas de Julio, Marina, hermana de Manuelín. Aún reconocía en su voz el suave terciopelo del respeto reverencial. Todas las mujeres lo trataban así. Los hombres eran más hoscos.

—Gracias, niña. Ve adentro.

La chica estaba saliendo cuando Salvatierra la asió por la muñeca. Ella se volvió, asustada. El sacerdote la calmó con una mirada en la que dibujábase una tregua.

—Con lo que decidan, ven a contármelo.

La muchacha afirmó en silencio con los grandes ojos blancos, y salió.

Capítulo IV

 

—Hay que matarlo.

—Pero sin balas. No hay que gastar balas en esa escoria.

—¿Te atreverías a matar a un cura?

—¿Qué diferencia hay entre un cura y cualquier otro hombre?

Porfirio Bonaplata se sentó bajo uno de los arquillos del ayuntamiento, mirando hacia la plaza. Julio le había dado de beber, le había sentado a su lado, sin decir nada. Hizo que todos se marcharan y los dejaran solos; entonces se dedicó a mirar a Porfirio sin pronunciar ni un sólo sonido, dejando que el canto de los pájaros en la plaza sofocase el murmullo de los que cuchicheaban un poco más lejos, refugiados en la sombra de los arcos del corredor. Bonaplata sentía una enorme pesadez en la cabeza. Las sienes le latían, y el sudor empezaba a secársele, produciéndole escalofríos. Entonces vio cómo se acercaban, doblando la esquina de la iglesia, seis o siete figuras oscurecidas por el sol. No pudo distinguirlas, pero sintió cómo a su lado Julio se levantaba. Enseguida se disolvieron todos los corrillos, y la gente empezó a caminar hacia el centro de la plaza, en silencio.

Hundida dos metros por debajo de la calzada, la plaza se abría en rectángulo desde la calle principal, que era una larguísima vía que bajaba desde el camino principal de entrada al pueblo, por donde él mismo había llegado. La calle fecundaba Munda; la aldeíta comenzaba a poblarse a partir de ella y las casas se iban agrupando en racimos blancos apelotonados entre sí. La calle zigzagueaba por la masa compacta de edificios pequeños, de ladrillo y adobe, y conectaba con el corredor abovedado por tramos que rodeaba la plaza y unía bajo sus arcos el cuartel y el ayuntamiento, terminando en la iglesia. En medio de la plaza, congregados en torno a dos grupos que se retaban a poca distancia, los hombres gritaban. Los grupos discutían qué hacer con el cura, retenido a unos pocos pasos de allí, en la casa de Julio Castillo, quien a la sazón, patriarca, se enfrentaba a un puñado de hombres jóvenes y en apariencia bastante iracundos. Era en este segundo grupo donde resaltaba la prominente figura de Tomás Dalle.

Porfirio lo observó: alto, apuesto, bien plantado, el gesto desafiante y chulo, como el de los toreros. Desplegaba a su alrededor un aura de seguridad y autoconfianza. Saltaba a la vista que disfrutaba teniendo a su retortero a muchachotes de su misma edad o incluso más viejos, todos subyugados bajo su arrogante liderazgo. Bonaplata podía verlo. Julio también, por eso le sostenía la mirada, tranquilo y sin alterarse.

Los viejos, casi todos anarquistas por el recuerdo de la juventud, no querían matar al sacerdote. Esa era una idea de los jóvenes, todos comunistas y muy activos en lo que llamaban conciencia de clase. Los viejos creían que matar al cura era una idea disparatada. Peligrosa. Al fin y al cabo, el cura sólo había intentado fugarse, como habría hecho cualquiera de ellos en su lugar, y no entendían nada de ese lenguaje abstruso que utilizaban los jóvenes, sin duda ideas espigadas en obras que no habían leído y que a ellos, bragados por la experiencia de su propia y ya antigua juventud, les sonaban como las palabras con que les exaltaban a ellos aquellos forasteros extraños que propagaban la Idea[1] de pueblo en pueblo, hacía muchos años.

—Es una temeridad tenerlo más tiempo entre nosotros. Es un agente enemigo —dijo Tomás Dalle, que parecía rugir como un cachorro de león fogoso.

Dalle era sobrino de Joaquín Dalle, distinguido militante del Partido Comunista en Córdoba antes de la guerra. En Munda se sabía que Dalle estaba bien conectado. Se decía que su tío tenía poder e influencia en el acuartelamiento de Pozoblanco, donde era, al parecer, comisario. Eso se comentaba con cada vez más insistencia, aunque nadie, en realidad, sabía muy bien cómo aquella especie había llegado, a través de quién, ni de qué modo alguien en Munda había podido averiguarlo. Pero se tenía ya por una verdad absoluta. Al parecer lo habían nombrado hacía no mucho tiempo, y tanto Julio Castillo como Claudio Ferro sabían que aquello, en efecto, era lo que hacía que Tomás se moviera por el pueblo con la barbilla levantada. Fuera verdad o no, saberse temido y respetado hacía que la sangre Dalle, orgullosa y mezquina como era, corriese hirviendo por las venas del muchacho. Algunos de los más cerrados y reservados campesinos viejos de Munda eran de la opinión de que a ese chico convendría partirle el labio que tan subido lucía; otros creían que era mejor mantenerse callados y a la expectativa, dada la presencia invisible pero real de unidades del ejército republicano en la sierra, a una distancia lo suficientemente razonable como para tener en cuenta el poder de Joaquín Dalle. De cuando en cuando se oía el cañoneo lejano del frente. Los fascistas, contaban a veces quienes iban a alguno de los villorios vecinos de Los Pedroches, rondaban Peñarroya y hasta se aventuraban desde Córdoba en correrías nocturnas sin impor-tancia.

—Menuda parla tienen estos mocitos. Se te está pegando el lenguaje del partido.

—Cállate, o te callo, viejo.

—Todavía no tienes suficientes pelos en los huevos para hacerme callar tú a mí, niñato.

—Pruébame. Lo estoy deseando.

Una agitación turbó el grupo de los jóvenes. La plaza se dividía en dos. Nadie respiraba. Por entre los arcos que la circundaban se oía silbar el viento.

El grupo de los anarquistas viejos no se movía. Los rostros eran pergaminos arrugados, rotos por el viento y hechos cartón por el sol. Biergo, que era el que había hablado, se sujetó cuando advirtió la mirada reprobadora de Julio fija en él. Pero ya había mordido la serpiente, y el veneno estaba esparcido, flotando en aquella atmósfera que el sol cayendo a plomo hacía opresiva.

—Matar al cura es una tontería.

La voz de Claudio sonó como un golpe de azada. Era tan largo como una espiga de trigo. Los brazos le caían como peso muerto por debajo de la cintura. La autoridad emanaba de su cuerpo como una extensión invisible del mismo. Junto a Biergo, Monosabio y Julio Castillo, había corrido por toda Córdoba y más allá, llegando hasta Sevilla en sus años mozos. Habían participado en más huelgas y en más desórdenes de los que podían recordar. Hacía tiempo que todo aquello no les interesaba, y justo cuando la vida les dejaba labrar la tierra de Munda, había explotado la guerra. Eran, desde entonces, quienes dirigían la colectividad que habíase establecido en Munda. Las nociones que habían aprendido de niños, en la lucha, acerca de la distribución y el mérito, la necesidad y el desprendimiento de toda avaricia, les habían servido para agrupar a los más válidos para las distintas tareas. Con los vagos no tenían piedad, ni con los borrachos. Solían ser los mismos.

—No vamos a matar al cura. Sólo traería problemas.

A Tomás Dalle se le iban a salir los ojos de la cuencas.

—¡Dejarlo vivo sería condenarnos! ¿Es que no lo veis?