José Luis Gómez Lobo



La otra pantalla



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Traducción
de "Jugband Blues": Jorge Pérez



© José Luis Gómez Lobo



D.R. © 2017 Arlequín
Editorial y Servicios, S.A. de C.V.



Se editó para publicación digital en julio de 2017



ISBN 978-607-9046-35-4



Editado en México






Con la intención de expresar de manera total el amor profundo que muchas veces se me escurre en situaciones confusas, quiero dedicar este libro a mi compañera Damaris, a mi hija Natalia, a mi familia y a cada uno de mis amigos, quienes siempre habrán de recibirlo, pese a mis dificultades para demostrarlo.


 



Es atroz tu cortesía al pensarme aquí,

y casi estoy en deuda contigo por aclarar que no estoy aquí.

Y nunca supe que la luna podría ser tan grande,

y nunca supe que la luna podría ser tan azul:

y estoy agradecido de que hayas tirado mis zapatos viejos

y que en cambio me trajeras aquí vestido de rojo.



Y me pregunto quién estará escribiendo esta canción.

Y no me importa si el sol no brilla;

y no me importa si nada me pertenece;

y no me importa si me pongo nervioso contigo:

tendré mis amoríos en invierno.



Y el mar no es verde,

y quiero a la reina,

¿y exactamente qué es un sueño?,

¿y exactamente qué es un juego?



«Jugband Blues»,

SYD BARRETT


1





Mi nombre es Gerson. Gerson Rivelino. Gerson se escribe con «G» pero se pronuncia como «Ll». Así. Mi papá fue el que me escogió el nombre. El nombre lo tomó de un par de futbolistas brasileños que jugaron en el mundial de México 70. Aquí en Guadalajara todos le iban a Brasil. Dicen que más que al propio México. Pero yo no nací ese año, el año del mundial en México. Mi papá vio el mundial en un televisor marca Zonda. La televisión Zonda resultó muy buena. En ella miré las caricaturas del Tío Carmelo y Plaza Sésamo. Con Plaza Sésamo aprendí a leer. Yo no nací en el 70. Yo nací un año después. Nací en el 71. Mi papá escogió ese nombre para un hijo suyo, en pleno mundial. Mi mamá tenía ocho meses de embarazo. El embarazo se complicó y el niño murió. Abortó. Murió Gerson Rivelino. Se volvió pronto a embarazar y luego nací yo. Me pusieron Gerson Rivelino. El nombre de mi hermanito muerto. Así.



2





Gerson Rivelino. Escribo mi nombre y siento como si yo no fuera yo. Gerson Rivelino. Escucho mi nombre y siento como si no me hablaran a mí. Como si más bien le hablaran a mi hermanito muerto. En el México 70. Cuando mi papá decía: «Gerson Rivelino», hablándome a mí, yo sentía que en verdad necesitaba algo del par de futbolistas brasileños que jugaron en el mundial de aquí. Y lo que necesitaba mi papá del par de brasileños, tal vez mi hermanito muerto no se lo podía dar. Así lo siento yo. Porque después sólo me miraba como si estuviera viendo un canal de televisión que ha puesto fin a su programación del día. Triste. Y ya no esperaba ninguna respuesta mía.

 

3





Me gusta el nombre. Gerson Rivelino. Suena bien. Suena como a nombre de televisión. Porque entre los nombres que hay en el mundo están los que suenan a televisión y los que no suenan a televisión. Y los que no suenan a televisión suenan diferente. Suenan a público espectador. Yo siempre he podido diferenciar estos dos tipos de nombres. Aprendí desde muy niño. Y lo aprendí en aquel viejo televisor Zonda. Así. Y lo que aprendí lo aprendí bien, porque hasta la fecha lo sigo comprobando. Pero ahora en mi Samsung de 18 pulgadas. Me ponía a ver tele todas las tardes. Y también en las mañanas. En las noches también. Y todas las tardes mientras veía tele iba aprendiendo que en la tele viven los personajes de la tele. Viven dentro de la tele. Y cada uno de ellos nació con el destino de vivir ahí, así como otros, o como yo, vivimos con el destino de vivir fuera de la tele, como público espectador. Mi Zonda proyectaba el mundo de la tele. Un mundo diferente al mundo en el que yo estaba sentado con un sándwich en la mano viendo el viejo Zonda. Y la vida en ese mundo empezaba al momento en que se encendía la tele. Cuando el televisor estaba apagado sabía que el Chavo del 8 y sus amigos de la vecindad, encerrados ahí dentro, permanecían sentados echándose aire con un abanico o mordiéndose aburridos las uñas, en espera de que yo oprimiera la franjita negra del encendido para continuar con su destino de vivir ahí. Eso aprendía mientras veía tele todas las tardes. Y también en las mañanas. Y en las noches también.

 

4





Paquito el gordo era Ricky. Hugo era Johnny. Luis, hermano de Hugo, Charlie. Yo era Xavier. Así, con «X». Ricky decía que se pronunciaba Javier, o sea, con «J». Paquito decía que se pronunciaba Javier. Yo decía que no, se dice Xavier, o sea, con «Cs». Tomás, que era René, decía que yo tenía razón, o sea, con «Cs». Xavier. Luis también decía que era con «J». Javier. Johnny a veces le daba la razón a uno y luego al otro. Hugo decía un día, Javier, y al otro día, Xavier. Y los demás chavalos de la cuadra decían que éramos putos. Y nosotros cantábamos: «Bailo y canto en la televisión, porque quiero que te fijes en mí». Usábamos playeras de colores sin mangas para imitar al grupo Menudo. Pero luego ya no lo hicimos. Lo dejamos de hacer cuando supimos que René, o sea, Tomás, sí era puto.

 

5





Porque luego vas a la tienda y sabes que el tipo que atiende no se llama José José, ni su esposa Anel. Se llama Margarito o don Raúl, y su esposa doña María. Así. El del otro lado de tu casa no se llama Paco Stanley, se llama Isidro. Ni el chofer del camión se llama Héctor Suárez o César Évora. Ni tu prima Niurka. Ni tu mamá Rocío Dúrcal. Porque sólo los que viven en la televisión tienen nombres de tele. Aunque yo conozco a alguien que se llama Luis Miguel, como Luis Miguel. Pero su nombre no suena igual, le dices Luis Miguel y suena como a Juan, o Pepe, o a Raymundo. Pero en ocasiones creemos que el ponerle un nombre de tele a un espectador, es una manera de prepararlo para un día ingresar al mundo de la tele. Yo me llamo Gerson Rivelino. Y Gerson Rivelino es un nombre de tele. Pero Gerson Rivelino es el nombre de mi hermanito muerto.

 

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Si un día alguien, por cualquier razón, entra al mundo de la tele y tiene un nombre de público espectador, de inmediato debe encontrarse un nombre de televisión.

 

7





Víctor Gordoa no es el nombre del dueño del departamento donde vivo. Víctor Gordoa era conductor del antiguo sistema noticioso de Televisa, Eco. Víctor Gordoa es ahora consultor en imagen pública. En una revista de TVyNovelas dice que en la tele se buscan personajes con prototipos y rasgos físicos considerados, a nivel psicológico, superiores. Y algo así, aquí dice en la revista, como explotar el complejo de inferioridad de las razas que no son rubias. Así. Así los actores de la tele representan un elemento aspiracional. Que a la gente le gusta ver a lo que quiere aspirar. Aspirar: pretender con ansia: aspirar a los honores. Aspirar a ser algo. (Sinon. V. Ambicionar). Así dice el diccionario. Y nuestro gran orgullo, mío y de Tomás, era ser Xavier y René. Los rubios del grupo Menudo. Y más por el coraje que le provocábamos a los demás.

 

8





Mi padre un día llegó bien contento a la casa. Dijo que le darían trabajo de taxista. Mi madre y yo veíamos Los polivoces. Pero lo oímos decir que le darían trabajo de taxista. Bien contento. Y nos dijo cuanto iba a ganar. Y en un papel estaba el número telefónico del dueño del taxi. Y nos dijo lo que le iba a decir por teléfono. Bien contento. Cuando llegaron los comerciales lo acompañamos al teléfono público. Marcó sin dejar de decirnos cada número marcado. El dueño del taxi había salido de la ciudad y no regresaría hasta después de un mes. Cuando regresamos don Teofilito le tiraba de bastonazos a Andobas. Mi padre se durmió viendo las noticias de Jacobo. Don Teofilito nunca le pudo dar un solo bastonazo a Andobas.

 

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Fue en la campaña de José López Portillo. Fue que mi mamá me llevó a ver al candidato a presidente. Mi mamá no era del PRI. Mi madre no tenía ningún interés por la política. Y nos fuimos a pie al centro de la ciudad. López Portillo era el único candidato a presidente de los Estados Unidos Mexicanos. De México. De la República. Entre todo el gentío ella me tuvo que cargar. El candidato con su guayabera blanca y un sombrerito dijo que sus raíces pertenecían a Guadalajara. Y algo dijo de su abuelo. Y algo dijo de su padre. Y de algunos buenísimos libros que alguien de ellos escribió, y que nadie conocía. Mi mamá y yo nos comíamos unos lonches que ahí nos dieron. Todos teníamos la piel quemada. Roja y negra. Y el pelo ardiente. Luego López Portillo terminó de hablar y caminó entre la gente. Y ahí fue la primera vez que sucedió uno de esos eventos extraños de los tantos que han pasado a lo largo de mi vida. López Portillo le pidió a mi madre que lo dejara cargarme en brazos. Me cargó. Sonreía al abrazarme. La gente me gritaba que le pidiera algo. Muchos tomaron fotografías. López Portillo ya no traía su sombrero. Una cámara de televisión filmaba todo. La gente gritaba que quería agua potable, alumbrado público, seguro social. Y yo mire que él estaba pálido. Y que era calvo. Y muy pálido. Como si el sol que lo seguía fuera diferente al sol que nos sigue a nosotros. No le dije nada y me regresó a los brazos de mi mamá. Y la cámara se fue detrás de él.

 

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Mi tía me quería mucho. Faustina se llamaba. Era la hermana menor de mi madre. «Ándale pues, aquí déjamelo» le decía mi tía a mi mamá cuando me encargaba con ella. Y mi tía tenía una hija que a diario le dolía la cabeza. Como a mí. Yo siempre he tenido dolor de cabeza. Y luego mi tía nos amarraba la cabeza con trapos húmedos. A mí se me ponían blancos los ojos y mi prima Maguito se desmayaba. Y mi tía se apresuraba a hacerla volver en sí, con mil formas. Cuando mi prima volvía se abrazaba a su mamá y su mamá la cubría de besos. Yo me quedaba con la idea de que en la competencia de dolores de cabeza el perdedor era yo.

 

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A José Luis lo miré ayer. Era el chofer del camión en que me subí. No me cobró el pasaje y me senté detrás suyo. Y no platicamos nada, y qué bueno, porque ayer me dolía mucho la cabeza. Me dolía como nunca me había dolido. Pero José Luis parecía no enterarse y sólo manejaba su camión. Y miraba por los espejos. Y frenaba. Y subía más pasaje. Y hacía gestos malhumorado. Y no hablamos nada. A José Luis lo conozco desde niño. Vivía en un baldío a una cuadra de mi casa. Tenía techos de lámina y bardas de ladrillo sin enjarre. Y sin mezcla. Encimados uno sobre el otro. José Luis de tan prietito parecía negrito y le decíamos Zamorita. Era encargado de limpiar los camiones de la terminal cercana al barrio. Siempre sonriendo, así, con sus dientotes de fuera. Blancos, blancos. Y así sonriendo siempre nos contaba alguna anécdota de los chóferes. Y siempre llegaba con algo que mostrarnos. Decía: «¿Quieren ver lo que me encontré en un camión?» Y nos hacía la seña que lo encontrado lo llevaba encajado bajo su playera, en el botón de su pantalón. Y luego levantaba su playera. Y veíamos la cabeza de su pito asomándose por encima del fajo. Se carcajeaba. Otro día nos mostró un colibrí disecado, y decía que hablaba. Otra vez llegó con una cajita de fierro con dos rodillos incrustados giratorios y dijo: «Con esto puedo fabricar billetes de cincuenta pesos». Una vez llegó con una bolsa de pegamento amarillo y todos la aspiramos como el nos dijo que lo hiciéramos. Y siempre sonreía. José Luis era el único de nuestra edad que podía salir más allá de los límites de nuestra cuadra. Y era el único que al regresar lo hacía con algo que nos indicaba cómo era la realidad. José Luis era la realidad. Años después me presentó una prima suya que luego fue mi esposa y luego mi ex esposa. Y ayer no hablamos nada ni recordamos nada y la cabeza me dolió como nunca me había dolido. Bueno, sólo otras dos veces más ha dolido así.

 

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Primero era un tumor en la cabeza. Pero luego era cáncer lo que tenía en la cabeza mi prima Maguito. Y comenzó a usar un gorrito de estambre como los que usan los niños que tienen cáncer. «El cáncer es como un grupo de niños que ante el final del recreo se desordenan, negándose a dejar de jugar, acumulándose enloquecidos frente a la injusticia de ver terminado su recreo». Algo parecido a esto fue la explicación de mi tía cuando le pregunté acerca del cáncer. Pero dijo que en lugar de niños pusiera células. Y a mí me pareció que la explicación no me la daba mi tía sino el mismo José Luis, el Zamorita. Y la cabeza de Maguito creció y creció como empeñada en alcanzar el límite de estiramiento del gorrito de estambre.

 

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Que había unas víboras que en la noche apartaban a los bebés de sus madres, y que luego éstas le succionaban la leche de la teta y al bebé le metían la colita para que siguiera mamando sin despertarse. Que se apareció el diablo en el Centro Médico. A una señora enferma en plena noche después de la cena. Que así lo dijo Chimely en su noticiero. Que en el taller de los camiones a veces pasa un búho que puede hablar. «¿Y qué dice?» Lo que está por suceder. Allá por el río de San Juan de Dios, en un árbol grandote, en eucalipto, ya se dibujó la forma de una virgencita. Los ovnis van y aterrizan en la barranca de Oblatos. Si te asomas por encima del portón de una casa abandonada, allá en Abascal y Souza, se ve un ataúd con un cirio encendido, pero tiene que ser de noche, porque en la mañana ya no se mira nada. Los caballos del señor de la verdura tienen ojos de fuego. El Zamorita nos llegaba a diario con noticias de la realidad. Por un momento nos alejaba de la mentira del mundo familiar. Porque era mentira el color opaco de los focos. Las risas de mi madre. Y las canciones del radio. Y el cinturonzazo que pintaba rayas rojas en mi culo. Y el cáncer de Maguito. Y las lágrimas de los ojos, así, de repente. El Zamorita nos traía la realidad. Y a veces la traía en una bolsita de pegamento amarillo. Y la realidad era muy parecida a la televisión. Y luego nos reíamos de los charquitos de baba a nuestros pies.

 

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Una asociación civil se interesó en Maguito. Una A.C. que se interesaba en los niños con cáncer. Su misión era cumplirles a los niños su último deseo. Maguito con sus vómitos, con sus mareos, con sus dolores y su desamparo, así se enteró que ya lo que deseara sería su pasaporte a la muerte. Y no deseó nada. Y los de la A.C. supusieron que su último deseo consistía en conocer a Mickey Mouse. Y Mickey saludó a todos los niños. Y una cámara de película de 8 milímetros lo filmó todo, hasta que un niño tuvo la ocurrencia de vomitar.

 

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Cuando veo la filmación hecha en 8 milímetros que luego mi tía traspasó a un caset de beta, veo a los niños con cáncer rodeando al sonriente Mickey. O a la muerte rodeando a la felicidad. Y supongo que Mickey les decía: «No se van a morir, amiguitos, nada más se van a quedar dormiditos como mi amiga la bella durmiente». Porque a eso había ido el ratoncito, a prometerles la felicidad de su reino. Cuando veo la filmación en el beta que grabó mi tía y que yo luego traspasé a un VHS, y después a un devedé, luego de tantos años transcurridos, veo a Maguito instalada en la tierra prometida, en el mundo de la tele donde todo es eternidad, donde nada es finitud. Y entiendo por qué Mickey saluda a la muerte sin quitarse sus guantes blancos. Porque sabe que la muerte es algo obsceno.

 

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Varios muchachos del barrio hicieron un equipo de futbol. El short era blanco y la playera azul. Mi padre quería que yo jugara en el equipo del barrio. Mi nombre, el de mi hermanito muerto, es nombre de futbolista. Y yo le dije a mi padre que jugaba de delantero. Como Gerson y como Rivelino, delanteros de Brasil. Mi padre me preguntó por el equipo de futbol. Se veía en el espejito del patio. Su cara llena de espuma de jabón. Un rastrillo en la mano. Le conté de mi gol. Un centro de Héctor que no pudo rematar Efrén y el defensa despejó y yo recobré y disparé al arco y la bola dio en el travesaño y luego en el poste y luego se metió y luego todos gritaron gol y varios me abrazaron. Los mismos varios que nunca me invitaron a entrar al equipo. Los varios que ni siquiera me dirigían el saludo. Los varios de short blanco y playera azul que después del partido platicaban con las muchachas en una esquina. Y luego mi padre se cortó el cachete con el rastrillo. Y la sangre goteó hasta el piso. Yo no entré nunca al equipo. Pero Gerson Rivelino sí, mi hermanito muerto. Y metía muchos goles. Miré cómo mi padre me vio a través del espejo. Con el rastrillo detenido en la mano. Y la sangre se escurría como pesadas lágrimas que brotan por algo que no anda bien. Así.

 

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Ahora a la distancia puedo decir que mi padre era optimista. Se la pasó pensando que los buenos tiempos llegarían de un momento a otro. Y hablaba de ellos en la mesa a la hora de la comida. Y a mi madre se le venían algunos bostezos. Luego mi padre mejor se calló. Y sólo se escuchó el sonido de la tele. El programa consistía en que un tipo visitaba las casas de las estrellas de la tele. La estrella en turno era Casandra Talavera. Y su casa tenía fuentes de agua. Y animales. Y varios carros. Y un gran comedor. Y una hija que era de mi edad, Mara Loudet. La conductora despidió el programa y a su espalda madre e hija se hacían arrumacos, sonrientes, en un sillón de mimbre lleno de cojines lustrosos que atoraban la venida de esos buenos tiempos de los que siempre habló mi padre.

 

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Desde que oí su nombre me sonó bonito. Mara Loudet. Digamos que era un nombre hecho a su medida. Sin duda desde antes de nacer el nombre ya la esperaba. Ahí pululó cada letra del nombre hasta que ella naciera. Hasta que ella naciera y se amoldara a él. Que la esperó junto a las jaulas de su casa con cientos de aves dentro. Junto a su recámara adornada con cenefas del maravilloso mundo de Disney. En la mirada azul y radiante de su madre. En los planes a futuro de su padre. En las marquesinas de los lugares en donde habría de actuar. En los créditos de alguna telenovela. En las revistas de las estrellas de televisión. Desde que lo oí, su nombre me sonó bonito y justo a la altura de esa niña de castaños bucles y de amplia frente, de hoyuelos en las mejillas y vestiditos de cortes finos. Así. Y no como el de Paquito el gordo. Su nombre es Francisco. Y su mamá así le puso para homenajear al personaje de una película que la entusiasmó. Y de paso en honor al suegro, de nombre Francisco. Y también porque, decía, un día soñó que tendría un hijo con el nombre de Francisco, que luego fue Paquito porque sonaba a nombre de gordito como era el bebé que luego le nació, en una casa sin jaulas con cientos de aves, sin recámaras con cenefas, y con una mirada en vez de azul y radiante, opaca y llena de espanto de percibir el mundo que le esperaba a Paquito, quien años después solía presentarse con el nombre de Ricky.

 

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Mi padre tenía una pistola. Una calibre 22, revólver. Hay mil historias alrededor de cada pistola del mundo. Me gustó siempre jugar con ella. Apuntaba contra mi cabeza, simulaba disparar frente al espejo haciendo el sonido del disparo con la boca, mataba enemigos como Clint Eastwood, me la metía a la boca. Luego me descubría mi padre y él la escondía. Y yo la encontraba. Y le platicaba a Paquito que mi papá con esa pistola había matado a la persona que mató a su padre. Y se la ponía a Paquito en la cabeza. Y Paquito lloró. Y la mamá de Paquito le dijo a mi mamá que algo en mí no andaba bien. Y mi mamá le dijo a mi papá que algo en mí no andaba bien. Y mi papá me dijo que algo en mí no andaba bien. Y yo no pude decirle a Clint Eastwood que algo en él no andaba bien. Porque por otra parte yo no lo creía. Así como a Mara Loudet la recibió un mundo con fuentes de agua y escaleras de mármol, el mundo de Paquito, al igual que el mío, nos recibió con pistolas y sus mil historias alrededor.

 

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Los del futbol me hablaron un día. Ese día no era día de futbol entonces vestían sin los uniformes de futbol. Eran fuertes y un poco más altos que yo. Todos bien peinados. Uno de ellos me tomó del hombro y me indicó que camináramos. Mientras lo hacíamos miré lo diferente que eran a Paquito, a Hugo y a Luis. Y por supuesto a Tomás. Luego otro me dijo que irían a presentarme a una de sus amigas. Y para darme valor me dieron cerveza. Un trago. Otro. Y otro. En el camino fui creciendo hasta casi llegar a la altura de ellos. Las amigas aparecieron en la esquina. Llegamos a ella pero no nos detuvimos. Siguió la caminata. Las amigas se unieron a nosotros. Y reían. Bebí más tragos de cerveza. Llegamos al jardín de la parroquia. En una banca apareció una niña obesa con lentes de fondo de botella. El pelo casi a rape. Me aventaron hacia ella y ella al atraparme empezó a llorar. Todos se revolcaron de risa y yo volteaba a todas partes. Sabía que cualquier momento aparecería Óscar Cadena y su cámara escondida.

 

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Hubiera podido tomar la pistola de mi papá y salir a disparar en las cabezas de los del futbol. Sólo había que imaginarlos vietnamitas y a mí descamisado, musculoso, con una banda negra en la cabellera y con el nombre de J.J. Rambo. Pero no hice nada. Era como si me hubiera estado adaptando al mundo paralelo que tiene el mundo. Y la noción de ambos mundos la aprendí en la tele, un tiempo atrás, cuando Jacobo dio la noticia de que un gordo traumado de nombre Mark Chapman asesinó a balazos a John Lennon.

 

22





Luego mi mamá se enfermó. Y mi papá tenía un trabajo. Era parte de la administración de una empresa de bicicletas. Era una empresa mexicana. Las bicicletas también eran mexicanas. Las usabas un tiempo y luego se les caía el manubrio. Y luego la cadena. Luego los pedales. Primero uno y luego el otro. Pero el asiento era lo primero en aflojarse. El culo de uno corría un verdadero peligro. Podías quedar ensartado en el tubo de caerse el asiento en plena carrera. Pero entonces mi papá tenía seguro social, y de ahí llegó con mi mamá enferma. Y yo me dediqué a cuidarla. A pasarle las pastillas. A limpiar las bacinicas. Y cada que hablaba conmigo iniciaba con la frase: «Ahora que me muera…» Ahora que me muera te encargo mis plantitas. Ahora que me muera a ver qué haces. Ahora que me muera procura ya andar bien y portarte bien. Ahora que me muera, esto, ahora que me muera, lo otro. Y me platicó todo el tiempo de familiares muertos hace muchos años. Y lo hacía como si no estuvieran muertos. Y en las mañanas decía que en la noche vio a la virgen, o a san Judas, o a san Hilario, y que le decían: «Ven… ven…» Y todas las noches se despedía de mí, porque según ella, esa noche sería la última de su vida. Y todas las mañanas la encontraba viva, cepillándose el cabello, horas y horas. Y no se murió. Mi mamá se parecía a las bicicletas de la empresa de mi papá. Salían de producción siempre con algo flojo, pero seguían sirviendo, con peligro de que al caerse el asiento el tubo te estropeara el culo, pero funcionando.

 

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Nada más al entrar a casa mi papá comenzaba a gritar. Pero antes le daba vuelo a su mochila. Y decía cosas inentendibles para mí. Puras siglas. Decía CROC. Decía CTM. Decía PDM. PRI. Y PAN. PST. PARM. CNOP. Luego venían los nombres: Fidel Velásquez, Pedro Ojeda Paullada, Hank González, Reyes Heroles y más. Luego se detenía y me volteaba a ver. Y decía que yo a mi corta edad debía no sé cuanto dinero a la deuda externa. Y seguían las siglas. IVA, PEMEX, PIB, y más. Y mi mamá sacaba un santito de no sé donde y lo ponía por ahí. Se encomendaba al santito. Y mi papá con sus siglas. ISSSTE. IMSS. INJUVE, y más. Luego mi mamá le exponía los eventos del día. Con su dedo señalándome. GERSON RIVELINO, gritaba mi papá. Con el cinturón en la mano. Le gritaba a ese niño esmirriado que en ese momento se divertía soltando un hilo de baba espesa y volviéndola a subir a su boca, como un yo-yo Duncan. Y venían los cinturonazos que yo ni siquiera esperaba. Uno tras otro. Los necesarios para ir eliminando la crisis del país atorada en todas estas siglas. Y letra por letra, las siglas GERSON RIVELINO iban cayendo como un buen empiezo a su labor. Y luego yo apagaba mi mente. Y encendía la televisión.

 

24





Y en la televisión apareció el papa. Juan Pablo II. Nada más al bajarse del avión se agachó y besó el suelo. Así, como saludando de besito el cachete de México. Y todos lo vimos como un acto de misericordia. Así, lo apreciamos como se aprecia a alguien que se atreve a besar el cachete de un leproso. Y después lo vimos dándonos la bendición. Y mi mamá me ordenó que me arrodillara. Y me arrodillé frente a la tele. Junto a todos los santitos que mi mamá había colocado frente a la tele para que se bendijeran. Y sentí el llamado de dios. Así nombró mi mamá al dolor de cabeza que tuve y que me puso los ojos en blanco. Mi mamá encimó un mantelito blanco sobre la tele y un par de cirios encendidos, y el papa ahí dentro. Y yo enfrente arrodillado con los ojos en blanco. Con el llamado de dios taladrándome la cabeza. Y mi papá decía que Juan Pablo II sólo había sido traído por el gobierno para distraernos de la crisis. Y me dio un fuerte coscorrón para que me levantara. Mi mamá le dijo que era un hijo de puta descreído y se salió de la casa. Y mi papá le cambió de canal. Y en todos los canales estaba el papa. Y mi papá también se salió de la casa. Y yo me quedé atendiendo el llamado de dios. Frente a la televisión apagada. Y con su mantelito blanco, sus cirios encendidos, la vi más hermosa que nunca.

 

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Era Jovita. Su nombre es Jovita. O era Jovita su nombre. Vendía dulces en el jardín del templo para ayudar en los gastos a su mamá. Su pelo era casi a rape. Y gorda. Los muchachos del futbol le decían «Gorda». Así. Su mamá hacía un cono de un pliego de cartoncillo y le decía que metiera la cara en el hueco más ancho del cono. Y luego con una bomba para rociar DDT le rociaba de DDT el pelo. Pero los piojos no se morían. O si se morían volvían a resucitar como los zombis esos con quienes luchaba el Santo. Y mejor le rapaban el pelo. Y a sus doce años tenía unos senos enormes. Creo que de respirar tan profundo dentro del cono así se le pusieron. Los muchachos se divertían con ella. «Tú le gustas a alguien que conocemos», le decían. Y ella se lo creía, y todo. Y siempre algo pasaba que al final terminaba llorando. Y los del futbol riendo. Y yo terminé en sus brazos. Con una pierna sobre el respaldo de la banca y la otra en la mesita de los dulces. Y con mi cara incrustada en sus senos gordos. Que parecían inflarse. Poco a poco. Y mi cabeza subiendo y bajando junto con ellos. Como si estuviéramos ella y yo metidos en un enorme cono. Y tratáramos con desesperación de respirar por el extremo angosto del cono. Y protegernos de todo lo que nos rociaba el exterior.

 

 

26





A mi papá lo nombraron líder de una sección del sindicato de obreros de la bicicleta. Así llegó a la casa, gritando eso, así. Sus ojos tenían el mismo brillo de los ganadores del concurso de Sube Pelayo sube.