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Francesca Denegri es profesora principal del Departamento de Humanidades y directora de la Maestría en Literatura Hispanoamericana de la PUCP, y del grupo de investigación RIEL XIX. Ha publicado El abanico y la cigarrera. La primera generación de mujeres ilustradas en el Perú (1995, 2004) y Soy señora. Testimonio de Irene Jara (2000), entre otros.

Alexandra Hibbett es licenciada en lingüística y literatura por la PUCP, magíster por la Universidad de Oxford y doctora por la Universidad de Londres. Es profesora ordinaria del Departamento de Humanidades de la PUCP. Ha publicado sobre José María Arguedas y la literatura de la violencia política en el Perú.

Francesca Denegri y Alexandra Hibbett
Editoras

Dando cuenta:
estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000)

Dando cuenta: estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000)
Francesca Denegri y Alexandra Hibbett, editoras

© Francesca Denegri y Alexandra Hibbett, 2016

© Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015
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Foto de portada: Alfredo Márquez. Katatay (Temblar)
Paradero público intervenido. Colección de Arte Contemporáneo del MALI, Perú, 2006.

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

ISBN: 978-612-317-220-6

Agradecimientos

Este libro le debe mucho a Gonzalo Portocarrero, por su compromiso de principio a fin con el proyecto. También a Aldo Panfichi y a los colegas del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP por su entusiasmo y afecto durante la estancia de Francesca Denegri como profesora visitante en la cátedra Franklin Pease 2009. A Miguel Giusti y a Carlos Garatea del Departamento de Humanidades de la PUCP, por apoyarnos de diversas formas, entre ellas con la asignación de rol investigador-docente a Francesca Denegri en 2012-2013. A Emilio Salcedo y a Daniella Wurst, asistentes del primer seminario sobre Violencia y Testimonio, por su amistad y su disposición permanente a dar la mano en todo lo que se necesitara. A Ruth Borja, directora del Centro de Información para la Memoria Colectiva y los Derechos Humanos de la Defensoría del Pueblo, por habernos recibido y respondido a cada una de nuestras preguntas sobre los archivos del Centro. A Rocío Silva Santisteban, por su valiosa y sostenida participación en el seminario del 2009. A Lucy Trapnell por darnos de su tiempo para nuestras consultas. A Pepi Patrón por apoyarnos con la traducción del artículo de Jelke Boelsten; a Sofía Macher por los debates, por su compromiso y por su generosidad con la información solicitada. A Nae Hanashiro, por su apoyo imprescindible en las etapas finales de edición. A los alumnos y alumnas de la Pontificia Universidad Católica del Perú, de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y de la University of California (Los Ángeles) que participaron en los seminarios de «Testimonio, Violencia y Memoria», dictados en 2009, 2010 y 2013, muchos de ellos colaboradores en este libro, por sus valiosas preguntas y comentarios. A todos los demás autores y autoras del libro, por la fidelidad a la causa.

Prólogo

Mabel Moraña

Dentro del repertorio de temas y debates que acompañaron el cambio de siglo y que se proyectan sin signos de debilitamiento hacia el nuevo milenio, pocos llegaron a invadir con más fuerza la conciencia social de nuestro tiempo como el de la violencia, núcleo candente, multifacético y polémico de un amplísimo espectro de problemas de orden económico, político y social que se han intensificado a partir del fin de la Guerra Fría. Como es sabido, el ejercicio de la violencia compromete dominios muy variados: desde la constitución del Estado moderno hasta el tema de las identidades; desde las formas reguladas de la gestión política y los mecanismos de consenso y disenso en sociedades contemporáneas hasta la construcción de subjetividades colectivas en formaciones sociales marcadas por el trauma inicial de la devastación colonialista; desde las políticas de la lengua y las retóricas del poder hasta las formas estetizadas integradas al mercado y a los medios de comunicación, donde el horror se expone como un dispositivo generador de emociones, glamour y experiencias «alternativas» al statu quo.

Radicalizada y manipulada ideológicamente por el neoliberalismo, sobre todo en sociedades periféricas, globalizada o regional, localizada en el interior más recóndito de nuestras sociedades o en los espacios transnacionalizados y en los mundos virtuales que forman parte de nuestra (ir)realidad cotidiana, la violencia despliega su máquina de guerra en el mundo político y doméstico, público y privado, rural, urbano y fronterizo, como si se tratara de una fuerza monstruosa que, a través de incontables avatares, se resignifica de manera constante, sin dar muestras de abatimiento. Tecnologizada e incorporada a los flujos etéreos de la informática, la violencia de hoy se desdobla ante nosotros muchas veces con visos arcaístas que evocan las nociones de barbarie y de primitivismo, revitalizando el mito de sociedades ingobernables e irreductibles a los recursos de la ley. La pirotécnica performatividad de ciertas formas de agresión y de intimidación individual o colectiva contribuye con frecuencia al oscurecimiento de formas más profundas y persistentes de violencia material y simbólica que se encuentran entronizadas en los mecanismos «legítimos» e invisibles de la modernidad: en cuerpos jurídicos que legalizan el abuso, la marginalidad, la impunidad y el privilegio; en sistemas que naturalizan la desigualdad de clase, raza y género; en hábitos sociales que se apoyan justamente en la violencia estructural o sistémica que aprendimos a considerar parte del orden social en el mundo que nos tocó vivir.

En América Latina cada país tiene un archivo oscuro entronizado en la historia nacional, un memorial de agravios que va desde la colonización hasta el presente, un registro revuelto de documentos mutilados, relatos inconclusos, reclamos desoídos, afrentas, persecuciones y genocidios que constituyen, más que la lengua, las tradiciones o la creencia, un denominador común indestructible entre pueblos diversos a los que José Martí llamara con acierto «nuestras dolorosas repúblicas americanas». Casos abiertos que esperan resolución, cadáveres sin nombre, fosas comunes, crímenes impunes, relatos contradictorios y desarticulados, forman el paisaje desolador de la historia al mismo tiempo conocida y oculta de la violencia política, económica y cultural, en todas las regiones de nuestro continente.

El caso del Perú, menos analizado, comparativamente, que los de Guatemala, Colombia, Chile o México en distintos momentos de su historia, ocupa sin embargo uno de los lugares prominentes en la historia contemporánea del terror político, no solamente por la magnitud de la violencia desplegada en el país especialmente en las últimas décadas del siglo XX sino por las características singulares de los procesos que tuvieron numerosos pináculos del terror y que se desplegaron en amplios territorios y sobre todo entre los sectores más marginales y desposeídos.

En un artículo que publiqué hace algún tiempo titulado «El ojo que llora: biopolítica, nudos de la memoria y arte público en el Perú de hoy» yo misma consignaba que, de acuerdo con los datos aportados por la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el Informe final que se diera a conocer el 28 de agosto de 2003, el número de víctimas de la violencia política (específicamente muertos y desaparecidos) entre 1980 y 2000 alcanzó la cifra escalofriante de 69 280. El número de huérfanos que registra ese informe asciende a cuarenta mil y se eleva a seiscientos mil el número de habitantes desplazados de sus territorios a consecuencia de la guerra interna que arrasó sobre todo los departamentos de Ayacucho, Apurímac, Junín, Huancavélica y San Martín, donde se habría registrado el 85% de las víctimas.

Junto al imprescindible análisis político de los sucesos que dieron lugar a esta catástrofe social y a la implementación de estrategias que intenten encontrar sentido a la tremenda dislocación de ese periodo, la elaboración de la memoria se plantea como uno de los grandes desafíos del presente. Pero ¿cómo pasar a la elaboración del duelo, a la interpretación, el homenaje, la condena, la conmemoración, es decir a los rituales que organizan la convivencia comunitaria, si no hay acuerdo aún sobre el nivel empírico: los sucesos, las causas, los efectos, los modos, las culpas, las complicidades, en suma, la intrahistoria secreta que involucra a todos los miembros del cuerpo social? ¿Qué documentación fidedigna viene en auxilio de este proceso que pasa de la experiencia a la rememoración? ¿Qué voz (da) cuenta? ¿En qué lengua, desde qué posiciones de discurso, ante quién, para qué? ¿A partir de qué parámetros llegan a converger verdad y poder? ¿Qué verdad, cuál poder?

La narrativa que organiza el recuerdo, la conmemoración y el duelo es necesariamente subjetiva, ambigua y provisional, sujeta a lecturas que pueden esclarecer aspectos desconocidos, complejizar o simplificar la interpretación de los hechos, articularse a propósitos diversos y hasta opuestos de recuperación simbólica. Las dinámicas entre pasado y presente, memoria y olvido, víctima y victimario, ética y política, establecen relaciones fluctuantes y opacas, donde los binarismos tienden a diluirse en la complejidad de los relatos y en la enrarecida relación que conecta experiencia y discurso.

Sumándose a los fundamentales aportes de estudios anteriores que han abordado estos temas desde perspectivas ideológicas, sociológicas, políticas, culturales y lingüísticas, Dando cuenta: estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000), editado por Francesca Denegri y Alexandra Hibbett, constituye una contribución polifacética al estudio de las estrategias y significados de las acciones que tuvieron en Sendero Luminoso uno de sus protagonistas principales en las décadas señaladas. Como las editoras del libro indican, los hechos principales que se concentran en ese periodo se enraízan en tramas muy complejas que alcanzan diversos niveles de institucionalidad a nivel nacional. De la misma manera, históricamente, puede establecerse una continuidad de factores y actores sociales que permite contextualizar hechos, estudiar sus orígenes, desarrollos y derivaciones. Puede afirmarse, sin lugar a dudas, que la historia de agresiones y victimizaciones políticas acompaña el desarrollo de las sociedades americanas desde sus orígenes y, sin embargo, tal aseveración no puede conducir a una naturalización de la violencia. La relación entre el particularismo de ciertos escenarios políticos y socioculturales y las causas estructurales de la violencia tampoco puede subsumir su significado contingente en la vaguedad de un contexto infinito. Con ser cierto que la violencia acompaña el surgimiento y desarrollo de sociedades poscoloniales desde sus orígenes, el contexto histórico y sociocultural también (da) cuenta (de) los hechos ya que permite singularizar actores, agencias, escenarios, motivos específicos, que son imprescindibles para entender al menos algunas de las múltiples aristas del fenómeno. Y sin embargo, además de los contextos particulares y de los largos desarrollos de la trama social, algo en la experiencia de la violencia permanece arcano, es por naturaleza incomunicable, un desafío para la racionalidad y la emocionalidad, un sustrato instintivo que apela a lo simbólico, que toca el límite y mira hacia el abismo.

Imposible entonces, insisto, frente a temas de este calibre, aislar el fenómeno de sus contextos, generalizar juicios, prescribir posicionalidades o modelos de interpretación histórica y política con exclusión de otros. Las editoras de este libro comprenden la densidad cultural, política y social del desafío. El texto se despliega como un muestrario diversificado temática e ideológicamente, en el que cada estudio aporta elementos al gran collage histórico de la violencia en Perú, pero deconstruyendo al mismo tiempo cualquier idea de totalización ética o ideológica. Más bien, cada análisis de los que se articulan en esta visión múltiple constituye una entrada tentativa en un tema muy vasto, pues permite ajustar las preguntas, proponer otras vías de acceso, otros apoyos conceptuales, otros datos, otras variantes, sin pretender cancelar interrogantes ni desautorizar unos enfoques a favor de otros. El libro intenta problematizar productivamente un tema álgido e inaplazable, y lo consigue.

Un reconocimiento clave encabeza la colección de estudios de este libro: el de que carecemos de una lengua que pueda aproximarse al núcleo atormentado e intransferible del dolor, de la pérdida y del duelo. En efecto, no hay palabra que logre nombrar el trauma, traducir la experiencia en lenguaje, la imagen dislocada en racionalidad comunicativa. La falta de un vocabulario consensuado que permita registrar los matices de la tortura, los detalles del sacrificio, el vaciamiento de la vida y su sustitución por el tormento irrenunciable de la memoria herida crea ya, de por sí, un descalabro radical en la conciencia colectiva. La violencia constituye una frontera, un borde, y como tal impide ser captada —capturada— en «la cárcel del lenguaje». Como se estudió extensamente respecto a las grandes catástrofes humanas —la esclavitud, la guerra, el Holocausto— la violencia nos enfrenta a lo innombrable, a lo irrepresentable, a lo inconmensurable, ante lo cual la sociedad emite, con frecuencia, como compensación vacua y convencional, discursos proliferantes, vaciados de sentido, saturados de neutralidad, eufemismos, derivaciones, reticencias, borraduras, silencios. Las voces oficiales co-optan la expresión de vivencias personales y se apropian del dolor ajeno convirtiéndolo en patrimonio nacional, para intentar domesticar su sentido y diluir responsabilidades. Esos mismos discursos suelen descalificar el valor de verdad del enunciado de las víctimas en razón de su exceso de subjetividad, su falta de coherencia, de pruebas o de oportunidad. En otros casos, las mismas políticas de la lengua hacen ininteligible, como en Uchuraccay, el discurso del otro, lo someten a traducciones/traiciones, lo regulan y administran desde posiciones oficialistas y parciales, lo clasifican etnográficamente, con lo cual se impide que la memoria se plasme, se disemine, se implante en otros y prolifere en muchos. Operaciones como las de la borradura, la negación, la tergiversación, el falseamiento, son estrategias cómplices ejercidas desde la hegemonía, dispositivos diseminadores de falsa conciencia que no llegan a mitigar la culpa ni a cancelar del todo la memoria, aunque logren retardarla, quitarle espacio y tiempo, falsearla, restarle impacto público. Sometida a dilaciones, mediaciones y represiones, la voz herida del cuerpo social puede llegar a enmudecer temporalmente, pero eventualmente encuentra canales de expresión, cajas de resonancia, mecanismos simbólicos que perforan la trama apretada del «orden» y lo desautorizan, y dejan al descubierto sus perversiones y sus perversidades.

En este libro Denegri y Hibbett realizan una doble apuesta: por la voz testimonial y por la memoria que esta voz ayuda a construir y a instalar en el espacio público. Distinguen entre «el buen recordar», un ejercicio interminable que no conduce necesariamente a la calma final del olvido pero que sí «aspira a la comprensión, la purificación y la «redención» (cristiana) final y «el recordar sucio» que pone en cuestión la fidelidad y transparencia del recuerdo y se abre a las «zonas grises» en las que habitan procesos naturalmente «impuros». Ejemplos de esta impureza que se integra al proceso es la construcción discursiva de la memoria, los flujos interiores e incontenibles de vivencias de violencia y duelo que se reactualizan, recomponen y reconfiguran de manera constante y que al hacerlo desautorizan otras memorias, entran en lucha con ellas, las desplazan, complementan, anulan o confirman. Este proceso interminable no conduce, sin embargo, —no puede conducir— a un relativismo total, a la definitiva falta de certidumbre, a la incapacidad de implementar justicia, a la impunidad, a la frustración de toda posibilidad de establecer responsabilidades, culpas y condenas, ya que la verdad, cuando logra abrirse paso a través de la maraña de discursos, papeles, actuaciones y recursos, reclama su lugar prominente en la escena social. El problema es cuándo, cómo, quiénes.

Para lo que Denegri y Hibbett aluden como el «recordar sucio» yo misma he utilizado antes los conceptos de «memoria impura» y de «memoria crítica» pero la intencionalidad, me parece, es la misma: problematizar los cómodos dualismos bien y mal, justo e injusto, ética y política, resistencia y poder, víctima y victimario. Estos términos esconden una inmensa gama de matices, condicionantes y contradicciones, crean una zona intermedia, contaminada y fluida, que sin anular las posibilidades y la necesidad de establecer las bases para el ejercicio de la justicia y la cancelación de la impunidad, consideren los múltiples aspectos de un problema que despliega constantemente sus tramas más ocultas. Esta apretada malla que incluye contradicciones, silencios, paradojas, obliga a repensar, por la urgencia inaplazable de justicia, la consideración de las formas intrincadas en las que se manifiesta la subjetividad individual y colectiva y las tensiones que la constituyen. En otras palabras, si la complejidad de los procesos y de los sucesos impide emitir juicios claros y terminantes, la alternativa no puede ser tampoco un relativismo sin fin, una parálisis de la sociedad civil frente a los crímenes que la han atravesado. El proceso, sí, es increíblemente arduo y se perfila como interminable.

En mis propios estudios sobre violencia y memoria he destacado, en varias ocasiones, además de la idea de la necesaria contextualización que aludí antes en estas páginas, dos conceptos más. El primero, el rechazo a la idea de que la violencia carece de significado. Es un discurso diabólico, cifrado, performativo, expresión del exceso y también de lo que falta, de lo elidido. Es la marca profusa y desproporcionada de una identidad que toma por asalto el espacio social; la marca, entonces, de un desquiciamiento que sume a la comunidad en la confusión y en el desasosiego, pero que es producido para ser descifrado; un lenguaje, entonces, que expresa aunque no llegue a veces a comunicar, que remite a otros espirales de sentido que van desde las estructuras sistémicas a la profundidad de la psiquis, desde la performatividad hasta el sentimiento, desde el cuerpo individual hasta el cuerpo social, creando una cadena de significados que no debe ser confundida con el caos, aunque se le parezca. La segunda idea sugiere que lo que Elizabeth Jelin llamara «los trabajos de la memoria» remite a una multiplicidad inmensa de relatos, narrativas, a veces balbuceantes, que no solo se desafían mutuamente, en la lucha por la representación, sino que coexisten en vertiginosa simultaneidad. Esta coexistencia con frecuencia beligerante y exaltada, es parte del proceso; no obliga a opciones, no debe conducir, a mi criterio, a descartar versiones, visiones, direcciones, sino a admitir la multiplicidad como parte del quiebre epistémico que produce la experiencia del límite. No creo, por ejemplo, que para respetar la impureza constitutiva de la memoria, la idea de memoria herida deba ser desplazada, porque esta es esencial a la víctima, a los deudos, a la comunidad. Es su existencia la que guía los procesos hacia la justicia social; tiene, por tanto, un carácter irrenunciable. Esa memoria herida coexiste con todas las demás, con las memorias oficiales, pretendidamente totalizadoras, con las pretensiones de la «verdad» emitida por decreto, con las narrativas íntimas, quizá inexpresadas, de los deudos, con las falsas memorias de quienes empatizan con una experiencia que en realidad no vivieron, con los recuerdos reprimidos, convertidos en trauma, que esperan su momento para reaparecer. Las memorias de otros coexisten con la nuestra, la nuestra con la del enemigo, todas juntas, simultáneas, buscando espacio y fuerza para prevalecer.

Este libro da un lugar prominente al testimonio, en sus múltiples modalidades: narrativa mediada, opaca y generalmente disgregada, donde una subjetividad se expresa o es lanzada al lenguaje, como en caso de Waldo, en un buceo donde, literalmente, «las palabras no entienden lo que pasa». A través del estudio de múltiples casos, diversos testimonios nos acercan a la problemática que rodea el establecimiento de una verdad que no surge por decreto, ni emana por sí misma, independientemente de la subjetividad que la produce, sino que se va elaborando trabajosamente, de modo interminable y colectivo, como parte de la conciencia de una comunidad que necesita hacer paz con su historia y definir sus formas de identidad y de supervivencia. Memoria y testimonio, violencia y género, violencia y vida doméstica, memoria y lenguaje, violencia y raza, memoria y poder, crean articulaciones a partir de las cuales los colaboradores del volumen van componiendo un collage desafiante, provisional, multifacético, que, por supuesto, no soluciona nada: plantea, replantea, pone en duda, da cuenta, para que la memoria colectiva continúe trabajando.