LA OPCIÓN WESSER

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EDICIONES LABNAR

 

 

 

 

 

 

 

Título: La opción Wesser

Autor: Rafa Limones

© Rafa Limones, 2017

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2017.

 

Imagen y diseño de cubierta por Ediciones Labnar

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ISBN: 9788416366231

Código BIC: FJMS-5AX

Primera Edición: Octubre 2017

 

 

 

 

 

 

A mi padre, a mi hijo y a Ana

 

 

 

Prólogo

 

 

Cuando Rafael me hizo llegar el manuscrito de esta, su primera novela, no imaginé que entre sus líneas encontraría una historia tan llena de humanidad y que con tanta fluidez y velocidad me atraparía en el interior de las vidas de los protagonistas de esta inquietante narración. La segunda y grata sorpresa llegó en el momento en que, desde nuestra reciente amistad, Rafael me regaló el deseo de que fuese yo quien prologara su primera obra. Le agradezco desde estas líneas que me haya permitido formar parte de tan emocionante nacimiento, siendo de las primeras personas que ha tenido la suerte de acoger entre mis manos a la recién llegada criatura.

Como él, yo también sé de las dificultades de hacerse un hueco, como escritor, en este abigarrado mundo literario de autores noveles, editoriales valientes y arriesgadas que apuestan por la cultura contra viento y marea, y librerías que luchan por mantenerse en pie mientras otras muchas han de cerrar las puertas debido a las presiones económicas que, en estos tiempos poco amables con la cultura, padecemos en nuestro país. Por ello es grande mi felicidad y estamos todos de enhorabuena porque Rafael haya logrado su sueño, merecidamente, además, y vea publicada su obra gracias al esmerado trabajo de Ediciones Labnar, editorial que cuida de sus autores y que continúa apostando, cada día, por las nuevas promesas.

Y a quienes acabáis de abrir por primera vez las páginas de esta novela, sería bueno que os advirtiera de algo. Porque, una vez comenzada la lectura, os sentiréis atraídos hacia su interior; mágicamente y sin saber cómo, os hallaréis —gracias a la soltura en el lenguaje y la escritura de su autor— convertidos en uno más de los personajes que habitan en el interior de la trama.

La opción Wesser es un recorrido por la Alemania nazi entre los años 1930 y 1940. Ajustándose fielmente a los hechos históricos acaecidos en la Europa de aquellos años del pasado siglo, el autor, merced a un exhaustivo trabajo previo de documentación, nos toma de la mano y volando nos lleva sobre los tejados de la ciudad de Berlín para, acto seguido, abrirnos la puerta del hogar de una familia judía, la familia Wesser. Al hacerlo entramos, al mismo tiempo, en el periodo previo al horror que la locura de una mente enferma como la de Adolf Hitler y de otros tantos monstruos como él desencadenarían unos pocos años más tarde de la fecha en la que arranca esta novela; acontecimientos que todos nosotros, triste y sobradamente, conocemos.

Mucho se ha escrito hasta nuestros días acerca de aquellos terribles sucesos, pero esta vez nos encontramos con una diferencia, pocas veces lograda, y es que, en esta ocasión —tal y como he señalado antes— la mano hábil y la ágil escritura de Rafael Limones nos mantiene pegados a la trama, viviendo no desde la distancia de quien observa, sino en el interior mismo de lo observado, los hechos que se desencadenan con ascendente velocidad. Junto con los personajes de esta ficción experimentamos la tensión y el estupor, atentos a un futuro que a ellos les resulta imposible de imaginar y que nosotros, absorbidos como estamos dentro de su microcosmos familiar, en realidad desconocemos. Se establece una relación similar a la existente entre los vasos comunicantes, con camino de ida y vuelta, desde nuestra carnalidad y existencia real, a los sentimientos encontrados y emociones llevadas al extremo de los personajes de ficción que conforman esta novela. Es delgada la línea que separa la ficción de la realidad, la corporeidad de lo intangible. Y Rafael Limones consigue recordárnoslo.

Como telón de fondo, como un enorme tsunami que desde la lejanía del horizonte se va acercando en amenazante crecimiento y tamaño, engullendo a cada ser vivo que tiene el infortunio de hallarse en su radio de acción, contemplamos, con ojos incrédulos primero y asombrados después (a pesar de conocer, como habitantes que somos de nuestro tiempo, privilegiados y descuidados testigos de una historia demasiado reciente como para olvidarla —y no obstante, tan cerca del riesgo de repetirla—, el desenlace final), el desarrollo de los acontecimientos políticos y sociales en el país alemán, las reacciones de las otras naciones y sus relaciones directas e implicaciones en los acontecimientos, el advenimiento y, finalmente, el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Así que tenemos la impresión, en todo momento, de estar viviendo los sucesos en tiempo real. Con destreza, el autor nos va conduciendo de un personaje a otro. Nos da la oportunidad de conocerlos con detalle, mostrándonos su humanidad, sus virtudes y defectos, sus temores, sus emociones, su pequeñez y su grandeza, su evoluciones y transformaciones en el interior de un mundo convulso y desgarrador. Con fluidez nos deslizamos atravesando las relaciones que entre los personajes de esta historia se van estableciendo. Y como ya señalé al inicio de estas líneas, en muchos momentos tenemos la sensación de sobrevolar los tejados del Berlín de los años treinta, adentrándonos en sus calles, unas veces desiertas y oscuras, preñadas de presentidos peligros, y otras repletas de movimiento, multitudes y voces, gritos donde retumba el rugido de la bestia incontrolable y violenta, lo peor del ser humano, su otra cara, frente al amor, el heroísmo y la valentía de mujeres y hombres comprometidos, evidencia de las mejores virtudes del ser humano. Y por esas calles nos deslizamos, subiendo y bajando, doblando esquinas, entrando y saliendo de los edificios, los hogares, los lugares donde se celebran clandestinas reuniones, los centros de trabajo y escuelas donde cada día respiran los miembros de la familia Wesser y los demás personajes que giran a su alrededor. Cinematográficamente entramos y salimos de sus vidas y nos movemos, cámara en mano, por el interior de las estancias, acercando unas veces el objetivo a la fragilidad o fortaleza de su humanidad —en ocasiones deshumanizada— y alejándonos otras hacia planos más generales, divisando algo parecido al movimiento incansable de una colonia de hormigas en febril actividad.

Estas imágenes nos atrapan e hipnotizan, y testigos como somos de la historia de aquel tiempo, asistimos impotentes ante los sucesos que, como lectores del siglo xxi, viajeros llegados del futuro, sobradamente conocemos; tan cerca de los personajes, de sus vidas tan sumamente reales nos hallamos, que llegamos a desear poder advertirlos, gritarles, avisarlos del peligro que corren… Tal es la autenticidad con la que el autor impregna las páginas en las que tú, lector, estás a punto de entrar. Y, al igual que yo, querrás que llegue la noche y, al terminar la jornada, tomar este libro entre tus manos y salir al encuentro de esta pequeña familia. Acompañar a Atzel, a Dana, a Rebeca, a Jedrek en su caminar, conocer sus destinos, vivir junto a ellos —dentro de ellos—, sus emociones, tribulaciones y anhelos; entrar en sus mentes y en sus latidos. Personajes que sin ser de carne y hueso lo son. Y realizan, sin ellos saberlo, el sortilegio de desvanecer nuestro mundo, a este lado del libro, cada vez que abramos sus páginas para volver a sumergirnos dentro.

Bienvenidos al mágico mundo de la literatura de la mano, esta vez, de un joven escritor, nueva promesa de este género literario que es la novela histórica. Disfruta de La opción Wesser tanto como he tenido la suerte de hacerlo yo.

Gracias, Rafael.

Gracias, amigo.

 

María José Hernández Hernández

Escritora, poetisa, madre, abuela y sobresaliente amiga.

 

 

 

I
Sabor agridulce

Berlín parecía vivir ajena a lo que acontecía en gran parte del país en 1930. Alemania se levantaba a diario con los discursos de Adolf Hitler en primera página, donde también podían leerse los asesinatos y batallas en las calles a manos de los diferentes partidos políticos. En aquella ciudad, las noches de cabaré y las fiestas de la alta sociedad no hacían augurar que, en un futuro próximo, pudiesen darse hechos relevantes. Sus ciudadanos no daban importancia a las palabras de unos o de otros, la guerra había pasado y el país parecía en calma. Solo podía alterar aquella calma la nueva crisis económica que amenazaba desde Estados Unidos.

Aquella mañana de miércoles no era diferente, se respiraba normalidad, los habitantes de Berlín se dirigían a sus trabajos o a los comercios cercanos a sus hogares, se movían deprisa por las incontables calles que, pocos minutos antes, habían quedado mojadas por el trabajo de los funcionarios municipales. El adoquinado brillaba a la luz del sol y devolvía tenues hilos de luz irisados por el agua. En Oranienburger Straße, una céntrica calle situada en el corazón del barrio judío, los Wesser iniciaban una jornada especial para toda la familia.

—¡Papá, se hace tarde! —Una jovencita que vestía de forma muy elegante gritaba desde la calle pasados unos minutos de las nueve de aquella mañana de junio de 1930.

Su padre, Atzel Wesser, un comerciante muy conocido en la ciudad, apareció por una de las ventanas del edificio. Le hacía señales pidiéndole que no vociferara. La pequeña insistía.

—¡Llegaremos tarde!

Atzel no tuvo más remedio que contestar para tratar de calmarla.

—Aún es pronto, Rebeca. Llegaremos puntuales, no te preocupes, espera que deje a tu madre acomodada y le dé instrucciones a Míriam.

—Está bien. ¡Pero no tardes!

El hombre se desesperaba al oír que la jovencita no cesaba en sus gritos a hora tan temprana en plena calle. Atzel y su hija Rebeca asistirían aquella mañana a un acto donde Dana, la mayor de las dos hijas del matrimonio Wesser, recibiría un diploma que acreditaba su excelente nivel de inglés. Como padre se sentía lleno de orgullo.

Al llegar a la calle, cogió a la pequeña Rebeca de la mano:

—No se debe gritar por las calles. No se debe gritar en ningún sitio, ya eres mayor.

—Pero se hace tarde. —Rebeca sonreía de la mano de su padre.

—La entrega de diplomas es a las diez y mira. —Atzel mostró su reloj a Rebeca—. Faltan treinta minutos.

Pocos metros después, padre e hija se encontraron con Bruno Herber y su inseparable bicicleta:

—Hola, señor Wesser. ¿Van a la entrega de diplomas? ¿Y Dana?

—Dana ha salido antes de casa, debía ayudar a preparar la sala. Deberías pasar por la tienda, Jedrek te dará un par de entregas para esta mañana.

—Pero pensaba ir a la entrega de diplomas, si a usted no le molesta.

—Joven Bruno, primero el trabajo, luego ven si quieres a la entrega de diplomas. Lo primero es lo primero, hijo.

El chico puso sus pies sobre los pedales de su vieja bicicleta y salió veloz rumbo a la tienda de Atzel con la intención de acabar lo antes posible y acudir a la ceremonia donde Dana, su amor de juventud no correspondido, estaría vestida de princesa.

La academia donde la joven había estudiado no estaba a más de quince minutos de casa de los Wesser. Cuando llegaron, el salón de actos presentaba ya un fastuoso aspecto festivo. Guirnaldas y flores decoraban el salón, los padres de las alumnas se habían vestido con sus mejores galas, el ambiente era familiar a la vez que sobrio. Atzel intuyó que no sería fácil dar con su hija.

Poco después de acceder al interior de la academia, Rebeca se soltó de la mano de su padre y entró como un rayo hacia el salón. Atzel intentó pararla sin éxito.

—Rebeca, no te sueltes. Vuelve.

La pequeña estaba impaciente por ver a su hermana mayor.

—¡Voy a buscar a Dana!

«Siempre gritando», pensó Atzel. El hombre buscaba a sus hijas entre la multitud; no había forma de verlas, todos los familiares de las alumnas se concentraban en un salón no demasiado grande para una ocasión así.

—¿Dónde estarán metidas?

Una mano tocó el hombro de Atzel. Se trataba de Richard Ludermann, padre de Frida, la mejor amiga de Dana, con la que, en breve, iba a emprender la aventura de viajar a Inglaterra, donde cursaría sus estudios mayores.

—Atzel, qué alegría verle por aquí. ¿No abre hoy su negocio?

Ludermann era un funcionario de rango medio del Imperio Alemán. Un hombre de prominente barriga, amante de los licores, las comidas copiosas y la buena vida. Más alto que Atzel, lucía barba y bigote muy al estilo del imperio austro-húngaro, imitando sin duda la de su emperador ya fallecido, Francisco José I. Trabajaba en las oficinas que el Ministerio de Trabajo, el Reichsarbeitsamt, tenía en Berlín. Era un hombre muy correcto, de buena educación, agradable en el trato y que, siete años antes, había quedado viudo. Su mujer había sufrido un terrible cáncer que la llevó a la muerte en pocos meses. Se podía decir que fuera de la comunidad judía, Ludermann era una persona de total confianza para Atzel.

—Al fin una cara conocida. No podía perderme este acto. —Atzel sonreía orgulloso.

—¿Y su esposa? ¿No viene? —Ludermann se dio cuenta al instante del error cometido, sabía del estado de salud de la buena de Bitia. Quiso enmendar su error lo antes posible—. Disculpe, Atzel.

—No se preocupe, Ludermann. Supongo que una pregunta así la exige la cortesía, pero como usted ya sabe, no puede asistir.

Atzel bajó la mirada y pensó en cuantas cosas se perdía Bitia por aquella dichosa enfermedad. Ludermann intentó arreglarlo cambiando de forma poco sutil de tema:

—Perdone que se lo pregunte así, pero… —Ludermann bajó la voz—. ¿Qué le parecen los discursos que se oyen en las calles de Múnich?

—¿Discursos? —Atzel, por educación y cortesía, intentaba prestar la máxima atención a la conversación con Ludermann, pero no podía dejar de ponerse de puntillas buscando a la pequeña Rebeca.

—Estoy seguro de que habrá oído rumores. Esos incitadores del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán que acusan a los judíos de traición a la República, y los miembros de la SA acallan a todo aquel que no piensa como los nazis. Es una situación comprometida.

Atzel dejó de buscar a la pequeña Rebeca y puso toda su atención en la conversación con Ludermann, que prosiguió:

—Alemania vive convulsa. Pende de un hilo el imperio tal y como lo conocemos, el pueblo no está contento con los acontecimientos pasados y pide soluciones, algunas de ellas drásticas. El Diktat sigue creando divisiones.

—He leído sobre el tema, Ludermann, aunque no había hecho un análisis tan profundo. Aquí en Berlín todo parece tranquilo.

—El problema es más manifiesto en Múnich o Stuttgart. Muchos de esos hombres han llegado al partido desde los Feikorps, esas unidades paramilitares. Racistas, Atzel, odian a los judíos, los gitanos y todo aquel que no sea de su agrado, los culpan de todo.

Atzel le miró mientras le lanzaba una pregunta directa:

—¿A qué se refiere con que culpan a los judíos de todo?

—Judíos y otros. ¿No sale a la calle? Los ánimos están alterados y su comunidad es el blanco de muchos de los discursos.

—Como de costumbre, nosotros los judíos y el Diktat suponemos los problemas de Alemania.

—Sin duda, sabrá que el Partido Nazi obtuvo en las elecciones de mayo doce escaños en el parlamento del Reichstag.

—Por supuesto. Es el partido de ese hombre que encerraron en prisión por el golpe de estado de 1923. ¿Cómo se llamaba?

—Hitler, amigo mío. Su nombre es Adolf Hitler. ¿No sabe qué proclaman los integrantes del Partido Nazi?

—Sí. Hitler. Leo mucho sobre él últimamente y sí, tiene usted razón, acusa a los judíos de muchos de los males de este país. Pero también acusa a otros grupos y partidos políticos.

Ludermann pasó el brazo sobre el hombro de Atzel y lo llevó a una zona más apartada del gentío.

—Atzel. Ese hombre es peligroso, un animal que habla sin reparos de extirpar a los judíos del imperio.

—Solo es otro charlatán, no creo que deba preocuparnos.

—Tiene seguidores, quizá no millones, pero los tiene. Algunos de ellos son muy poderosos y ahora, además, tiene representación en el parlamento. Hermann Göring forma parte del partido y el doctor Joseph Goebbels también; y esa bandera suya, la esvástica, produce temor solo con verla.

—¿Göring? ¿El héroe de guerra?

—El mismo. Un adicto a la morfina que ha engordado como un mulo viejo.

Atzel se dio cuenta de la preocupación de Ludermann, vio miedo en sus ojos. En la cara de Atzel se dibujó una sonrisa con el fin de tranquilizarle. Ludermann quedó extrañado y esta vez fue el judío quien pasó la mano por el hombro del funcionario.

—Ludermann, nací judío y desde que nací siempre he oído que somos el problema de todo lo que pasa en el mundo. Nosotros vinimos a Alemania hace ya muchos años desde Polonia. ¿Sabe que algunos historiadores habían llamado a Polonia «El Paraíso Judío» por su tolerancia a todas las religiones? —Ludermann negó con la cabeza, Atzel continuó—. De eso hace ya años… Siglos. Después llegó la unión con Lituania y algunas invasiones extranjeras. Polonia dejó de ser un país soberano y los judíos, que tenían allí su paraíso según los historiadores, se vieron privados de muchos de sus derechos.

—Atzel, amigo mío, no sé adónde pretende llegar. —Ludermann se había perdido en algún momento de la conversación.

Atzel sonrió y se acercó al oído de Ludermann diciéndole en voz baja:

—Que cuando hay un problema en el mundo y no se encuentra culpable, la culpa es de los judíos.

Ambos rieron ante el comentario, aun así, Ludermann insistió:

—Atzel, ese Hitler es diferente. Se ha armado con promesas contra el Diktat y contra ustedes. Le adoran y no cuestionan su discurso. En las próximas elecciones de septiembre podría dar una sorpresa.

Atzel hizo un gesto de poca preocupación por el tema, no en vano Hitler era en aquellos años solo un político más.

—Creo sinceramente, amigo mío, que si hemos superado la guerra y los posteriores años, sobre todo desde 1919 hasta 1923, con todas esas manifestaciones e intentos de golpe de estado, este país podrá soportar a unos cuantos exaltados. Me preocupa más esa crisis americana.

—En eso tiene usted razón. Esta nueva crisis nos está arrastrando al abismo, hay ya más de tres millones de desempleados. El Ministerio de Trabajo no da abasto, aun así, quiero insistir en mi preocupación por ustedes, les tengo gran aprecio.

Richard Ludermann ciertamente tenía un gran aprecio por los Wesser, sus hijas se marcharían juntas a Manchester. Se veían a diario y tanto los Ludermann como los Wesser habían creado un fuerte lazo de amistad.

Cuando Atzel iba a contestarle, alguien chocó bruscamente contra sus piernas, era Rebeca.

—Papá, he encontrado a Dana.

—¿Dónde está?

Rebeca cogió de la mano a su padre, que hizo un gesto a modo de disculpa a Ludermann. La pequeña le hizo cruzar la gran sala hasta donde estaba su hermana. Atzel nunca se había tenido que disculpar en tantas ocasiones. La pequeña le arrastraba entre la gente, y aunque ella parecía pasar sin problema, su buen padre topaba con cada uno de los asistentes. Finalmente, llegaron hasta el fondo de la sala, donde se encontraba Dana.

—¿Qué haces aquí? Busquemos un sitio donde sentarnos antes de que empiece todo.

—Papá, yo debo sentarme en las primeras filas, los familiares os sentaréis detrás, no podemos estar juntos ahora.

Atzel hubiese preferido ver la ceremonia junto a sus dos hijas, Dana lo vio en sus ojos.

—Grandullón, no te enfades. Será solo un momento, luego estaré con vosotros.

Frida llegó saltando entre la gente:

—¡Vamos a buscar nuestro sitio, Dana!

Dana se encogió de hombros mirando a su padre y se fue con Frida para desaparecer entre las personas que se encontraban en el gran salón. Atzel y Rebeca se quedaron con sensación de soledad, el padre miró a la pequeña e intentó consolarla.

—El día que tú tengas que recoger un diploma, harás lo mismo que tu hermana y nos dejarás solos.

—Yo no, papá.

—Claro que sí, es lo normal.

—¡No! Yo nunca os dejaré solos, ni a ti ni a mamá ni a tío Jedrek.

Atzel se agachó para darle un beso a su hija, los dos se dirigieron a buscar acomodo donde ver la entrega de diplomas. Ludermann muy amablemente le había reservado dos asientos junto a él. Aunque Rebeca prefirió sentarse en las rodillas de Atzel para ver la ceremonia, Ludermann no quería dar el tema de Hitler por zanjado:

—Me gustaría conocer si van a tomar alguna medida con respecto a Hitler.

—¿Medidas? No sé qué podemos hacer nosotros, el gobierno es el que debe parar los pies a los agitadores. Este país ya ha tenido bastantes guerras, externas e internas, creo que todos queremos la paz, incluso esos nazis.

—Así debería ser. Pero estoy intranquilo, nuestras hijas saldrán del país y quiero estar seguro de que, cuando vuelvan, lo harán a una Alemania segura y conciliada.

—Nadie puede garantizar que un país no sufra altibajos de todo tipo, aun así. —En la sala se pidió silencio—. No se preocupe, Ludermann, no pasará nada.

En la foto de todas las diplomadas, Dana y Frida estaban sentadas la una junto a la otra. Ludermann hizo un comentario que hizo a Atzel pensar.

—Parecen hermanas. ¿No cree?

Atzel miró a Ludermann con los ojos llenos de lágrimas. Su hija se había hecho mayor y se había convertido en una auténtica mujer de los años treinta.

La entrega de diplomas fue una ceremonia clásica. Después, se celebró un cóctel en honor de las diplomadas, las cuales hicieron de anfitrionas, y poco después se dio por finalizado el acto. A la salida, Ludermann volvió a abordar a Atzel:

—Estaremos en contacto para los detalles de la marcha de nuestras hijas y —Ludermann bajó de nuevo la voz— piense en lo que le he dicho, no dejen nada al azar, en los ministerios cada vez se habla más de Hitler y de su posible llegada al poder.

Atzel afirmó con la cabeza y estrechó la mano de Ludermann. Cada uno de ellos junto a sus hijas salieron en dirección a sus casas. Frida y Dana se citaban para el día siguiente a gritos. Atzel pensaba: «Nunca conseguiré que estas chiquillas no griten».

Atzel y sus dos hijas llegaron en pocos minutos a su hogar en Oranienburger Straße. Después de saludar al tío Jedrek en la tienda, subieron y encontraron a Bitia sentada en su sillón mientras Míriam preparaba la comida para la familia.

Dana enseñó orgullosa el diploma a su madre, que sonrió y acarició el pelo de la joven. Viendo aquella escena el marido y padre pensaba: «¿Y si lo entiende todo? ¿Y si simplemente ha perdido la capacidad de hablar?». Pero Bitia no solo había perdido la capacidad de hablar. Esa enfermedad le había perturbado de tal manera que era incapaz de reconocer a sus hijas o a su marido. Parecía que solo se podía esperar un fatal desenlace. Atzel disfrutaba de la escena familiar desde su silla, no había duda de que el sabor de aquella mañana de junio era algo agridulce.

 

 

 

II
Una familia modélica

La familia Wesser había llegado a Alemania desde Polonia en 1897 con la intención de continuar allí su negocio de venta de plata y cristal. La elección de la zona para su vivienda no fue al azar, se instalaron en el centro neurálgico de la comunidad judía de Berlín. En pocos metros a la redonda de su casa, estaban tanto la escuela judía como la sinagoga.

Atzel había sido un hombre destacado en su comunidad por su talante reflexivo y conciliador, gozaba de excelentes dotes negociadoras y proponía soluciones sencillas a los problemas de la comunidad en caso de conflictos entre comerciantes o vecinos. Ese talante le hacía digno de ser llamado por el rabino para que le prestase consejo cuando alguna situación estaba tomando un aire tenso.

¿Un defecto de Atzel? Era demasiado confiado.

Creía en la palabra de un hombre y esto le había creado más de un problema. Aun así, su predisposición a ayudar seguía siendo la misma. No mucho tiempo atrás, la palabra de aquel hombre había sido ley dentro de la comunidad, pero Atzel se fue alejando poco a poco de los asuntos comunitarios. La vida le había reservado una sorpresa muy desagradable en forma de una enfermedad que había afectado a su esposa Bitia.

Atzel quedó huérfano a los dieciocho años. Sus padres fallecieron en un terrible incendio que asoló su vivienda mientras él estaba de viaje por Varsovia. Cuando aquello sucedió, Atzel y su esposa Bitia aún vivían con ellos en la casa que se incendió. Aquello los dejó en la más absoluta pobreza y sin un sitio donde vivir. Un amigo de ambos, Jedrek, les ofreció su casa hasta que las cosas fuesen mejor para la pareja. Estos aceptaron y pasaron algo más de un año bajo el techo del buen amigo. Atzel retomó el negocio de su padre, haciendo compra y venta de todo tipo de enseres. Pasado algún tiempo, se dio cuenta de que todo aquello suponía un esfuerzo que le costaba asumir, por lo que fue centrando sus negocios en el cristal y la plata. Entendió entonces que su futuro estaba en Alemania, ya que cuanto más al este intentaba hacer negocios, más problemas encontraba debido a su condición de judío.

Poco a poco, los negocios empezaron a ir bien. El dinero comenzó a fluir y pensaron mucho sobre la posibilidad de emigrar de Polonia. Cracovia empezaba a quedarse pequeña para ellos, de modo que Atzel y Bitia tomaron la decisión de partir rumbo a Berlín para comenzar una nueva vida.

En Alemania, los Wesser alquilaron, no sin dificultad, una casa de tres plantas y bajo, donde instalaron su pequeño comercio. No tardaron en hacerse un nombre en Berlín, ofreciendo productos de calidad, finos y cuidados hasta el más mínimo detalle. El comercio de Atzel respiraba elegancia, las maderas nobles con las que lo había decorado mostraban aún más, si cabía, la nobleza de sus productos. Los ciudadanos de Berlín y de los alrededores acudían a comprar o, simplemente, a admirar las copas de cristal de Bohemia, una de sus especialidades, o las bandejas de plata donde ofrecer a sus invitados un buen strudel. Toda la burguesía alemana, ya fuese judía, católica o atea, acudía a su comercio cuando necesitaban un atuendo especial para la mesa.

De trato amable y educado, Atzel había sido capaz de parecer un hombre culto aun sin haber estudiado. Siempre mostraba una impecable presencia a base de trajes oscuros y camisas blancas. Se había ganado el respeto de toda una ciudad. Era un hombre poco corpulento, de mediana estatura y escaso pelo. Aun siendo de constitución media, era fuerte y escondía bajo sus trajes un cuerpo curtido a base de mover peso a diario cuando era más joven. Atzel no tardó ni dos años en comprar el edificio y crear un hogar definitivo para su familia.

Los Wesser padecieron, como todos, la Gran Guerra. Las ventas se congelaron, la gran inflación, que arrasaba el país en los primeros años veinte, creó millones de desempleados en Alemania. Con este panorama, los charlatanes y titiriteros de taberna hicieron acto de presencia. Hitler era uno de ellos, quien no tardó en hacerse un nombre en el país.

Bitia, esposa de Atzel, era una mujer alta para la época. Esbelta, de facciones suaves, su pelo era claro y tenía unos ojos verdes como el trigo en primavera. Había heredado de la familia de su madre un aire nórdico que la hacía muy atractiva. Bitia era descendiente de finlandeses que se habían convertido al judaísmo un par de generaciones antes de su nacimiento. Se había criado en el campo, junto a sus padres y cinco hermanos, todos ellos varones, lo que hizo de ella una mujer fuerte y acostumbrada a bregar con hombres. Su madre y ella eran las que organizaban la casa. Nunca fueron una familia acomodada; acostumbrados a vivir al día, madre e hija sabían administrar el dinero como el mejor de los banqueros. En el mercado, había aprendido a regatear por las patatas y la carne obteniendo un buen precio en sus compras. Años atrás, durante una jornada de mercado en Cracovia, la joven quedó prendada de un pañuelo de colores brillantes y tacto de seda. Pasó ante aquel pañuelo más de diez veces, no podía dejar de mirarlo, le hubiese encantado llevarlo puesto. El muchacho que regentaba el puesto en el mercado se percató de que la joven había fijado su mirada en la prenda, y de que sus ojos verdes delataban el deseo de tenerlo. El chico llamó a Bitia para que se lo probara, pero la joven, sabedora de que no podía permitirse aquel capricho, rechazó la oferta.

Cuando el mercado cerraba y los vendedores se iban, Bitia siempre paseaba por la zona, al igual que otras mujeres, buscando frutas y verduras que ya no eran aptas para la venta por su madurez. A veces solo por su imagen, ya que presentaban algunos golpes debido al transporte por los caminos en los carros tirados por caballos. Su madre le enseñó este tipo de artimañas para traer a casa la cesta más llena por menos dinero.

Bitia se encontraba agachada escudriñando unos tomates cuando alguien le tocó el hombro levemente. Cuando se giró, vio al muchacho del puesto con el pañuelo en la mano. Bitia se levantó y le miró sin entender muy bien qué quería. El muchacho le puso el pañuelo sobre los hombros y se marchó.

Desde aquel día, todos los miércoles de mercado Bitia pasaba a ver a su amigo Atzel. Paseaban y se contaban sueños mientras Bitia recogía del suelo algunas buenas verduras. Desde que Atzel le regaló aquel pañuelo a Bitia, el amor de uno por el otro fue creciendo y nunca más se separarían.

De aquel matrimonio habían nacido sus dos hijas, Dana y Rebeca. La primera había nacido en Alemania en agosto de 1912 y la pequeña de la familia, Rebeca, en febrero de 1919.

Pocos meses después del nacimiento de su segunda hija, Bitia comenzó a estar diferente. Parecía olvidarse de cosas básicas del día a día, no reconocía a los suyos; poco a poco se fue apagando y, en menos de dos años, pasó de ser una mujer fuerte a verse postrada en un sillón de casa. Una terrible enfermedad había entrado en la mente de la buena de Bitia.

La hija mayor del matrimonio, Dana, era la persona más responsable que Atzel conocía. Tenía dieciocho años y había decidido marcharse a estudiar a Inglaterra. Su padre no dudó ni por un segundo cuando Dana le expresó su deseo de estudiar Filología Inglesa y Magisterio en Gran Bretaña. Sabía que no era un capricho de niña mimada, aunque también sabía que una de sus mejores amigas en la academia de inglés, Frida Ludermann, iba a asistir al mismo colegio mayor que ella, y que ese había sido un motivo de peso para la elección del centro de estudios. Quería conocer otras culturas, perfeccionar su inglés, estudiar otras lenguas como italiano, griego y francés, leer a los grandes autores y pensadores de todas las épocas y ampliar sus horizontes de conocimiento. Todo ello con el fin de convertirse, pasados los años, en una destacada profesora en la Universidad de Berlín; así lo había decidido desde muy niña y poco a poco su sueño se iba haciendo realidad. Dana había heredado las facciones de su madre, aunque estas se perfeccionaron con el paso de los años. Era alta y esbelta, y, además de una notable estudiante, era también una excelente deportista aficionada al atletismo y la natación. De pelo rubio, sus ojos se habían tornado de un verde más claro que el de su madre, y ningún lunar lucía en su clara piel. No pocas veces Atzel había salido de su tienda a «espantar» a los jóvenes que venían a cortejar a Dana. No era de extrañar, la joven era una auténtica belleza y no pasaba desapercibida. Uno de aquellos muchachos era Bruno Herber, que ayudaba a Atzel en la tienda cuando el trabajo lo requería. Por proximidad, era el más insistente de todos.

Bruno se ocupaba de hacer algunos recados, sobre todo entregas a señoras de la burguesía de Berlín que, una vez realizadas sus compras, también deseaban que estas fuesen entregadas en sus casas. Bruno, de la misma edad que Dana, hacía aquellos recados por algunas monedas y, montado en su bicicleta, llevaba de un lado a otro aquellos delicados materiales. En más de una ocasión, Bruno le había dicho a Atzel que se casaría con Dana algún día. Bruno era alemán, un alemán puro y ario al cien por cien. Dana había contestado que no tantas veces como Bruno insinuaba dicha opción.

Rebeca era menos terrenal que su hermana. Había salido al abuelo Wesser, de cabello moreno y largo, y de piel más oscura que la de su hermana. Tenía dos lunares en la mejilla derecha, lunares que el abuelo tenía justo en el mismo lugar. Sus ojos eran grandes y negros, y su nariz era grande para su edad. Sus facciones eran más duras que las de su hermana, sin duda era una Wesser, y sin duda sería una mujer bella con el paso de los años, aunque una belleza totalmente diferente a la de su hermana. Era soñadora, le gustaba la pintura y la poesía, hablaba de príncipes y princesas y no era una buena estudiante. Sus notas en el colegio eran modestas y parecía hacer lo justo para aprobar cada asignatura. Rebeca era una autodidacta, había aprendido a dibujar por sus medios y pintaba sobre lienzos que le pedía a su padre que le comprara. Lo cierto es que aquellos cuadros denotaban talento y parecía claro que la benjamina no seguiría los pasos de su hermana. No se cansaba de decir que, de mayor, sería pintora, escritora de poesía o de cuentos para niños o quizá una gran fotógrafa. No en vano pedía a su padre, cada día al pasar por el aparador de una tienda de fotografía que se encontraba de camino entre la escuela y su casa, que le comprase como regalo una cámara Leika, a lo que Atzel siempre le contestaba que ese tipo de aparatos no eran para niñas de once años.

Rebeca pintaba a su madre sentada en su sillón, a su padre trabajando en la tienda o al tío Jedrek, con el semblante siempre enfadado. También a su hermana Dana, a la que imaginaba sentada con su enorme trenza rubia frente al mar, un mar que la pequeña Rebeca aún no había visto en sus once años de vida. Lo cierto es que el segundo piso de los Wesser, donde Jedrek tenía su habitación, se fue llenando de lienzos, pinturas y enseres varios para que Rebeca explotase su creatividad, y mientras su hermana estudiaba, ella pasaba horas arriba en silencio, pintando, escribiendo o simplemente soñando.

Otro componente de la familia era el tío Jedrek. El buen amigo que tanto los ayudó cuando las cosas iban mal para el joven matrimonio. Jedrek era un gigante polaco de casi dos metros, de manos grandes y llenas de fuerza, capaces de cargar con todo. Infundía respeto ya que su voz era ronca y su imponente físico no dejaba lugar a dudas de que era un hombre que sabía defenderse. Era poco hablador, excepto si se trataba de Atzel, y se notaba cuando hablaba que era un hombre que no se andaba por las ramas. Sabía leer, escribir y no dejarse engañar con el dinero, pero nada más. Jedrek había sido contrabandista y no muchos años atrás se dedicaba a comprar y vender todo tipo de joyas y enseres de dudosa procedencia. Así fue como conoció a Atzel. El gigante polaco era uno de sus proveedores y, aunque Atzel desconfiaba en muchas ocasiones de la procedencia de algunas piezas, siempre acababa por hacer negocios con él.

Antes de emigrar a Alemania, Jedrek viajó al sur de Francia, a la ciudad portuaria de Marsella, para hacer negocios con otros contrabandistas y estraperlistas. Procedían de países en guerra y de la otra orilla del Mediterráneo. Llegaban desde Túnez, Argelia o Marruecos, incluso de Libia, aunque con menos frecuencia. Otros procedían de países más cercanos, como Italia, Portugal y España. El bueno de Jedrek bebió de más aquella noche al acabar la jornada y no dejó de mostrar una gran bolsa repleta de dinero en una taberna de mala muerte cercana al puerto donde, a la salida, un grupo de contrabandistas portugueses le abordaron. Jedrek se defendió sacando su cuchillo y matando a uno de ellos, pero, pese a su fuerza bruta, no puedo zafarse del resto de los hombres. Varios de ellos resultaron malheridos por los golpes de mano y cuchillo, pero el gigante polaco perdió su ojo izquierdo y una cojera muy visible le quedó en la pierna derecha debido a las múltiples cuchilladas que recibió.

Cuando llegó el momento de la marcha a Alemania, Atzel no dudó ni un segundo en que su gran amigo, que casi se había convertido en su hermano, debía acompañarlos. Reacio en principio a la proposición de dejar Polonia, Jedrek entendió después que su única familia había sido aquel matrimonio. No tenía familiares conocidos, se había criado en conventos como expósito y tampoco tenía esposa ni hijos, al menos no conocidos. Jedrek, ante la falta de sentido de seguir en Polonia, decidió marcharse con aquellos que se habían convertido en lo más parecido que había tenido nunca a una familia. Esto le convirtió de por vida en el tío Jedrek. Se marchó sin dejar rastro, y así continuaría, ya que no constaba en ningún censo de la población de Cracovia. Muy pocas veces se dejaba ver por las calles a la luz del día, solo era visible en el interior de la tienda, salía por las noches y volvía bien entrada la madrugada. Jedrek era el único componente de aquella casa que no era judío, lo cual nunca supuso un problema para ninguno de ellos.

En la casa trabajaba en las tareas del hogar Míriam, también polaca y judía como los Wesser. Míriam dedicaba mucho tiempo al cuidado de Bitia. Era una buena mujer que solo hablaba de tanto en tanto, y cuando lo hacía semejaba hacerlo de mala gana.

Los Wesser formaban una familia modélica de los años treinta en Alemania.

 

 

 

III
Las encrucijadas de Atzel

Aquel verano discurrió más o menos tranquilo en Berlín. Atzel comenzó a mostrar más interés por la política y devoraba a diario la prensa; aquella conversación con Ludermann le había hecho ver que no podía vivir de espaldas al mundo, y que como destacado miembro que era de su comunidad, quizá podría ayudar si se presentaban problemas de naturaleza política.

Hitler y su partido nazi seguían siendo noticia. Los únicos temas eran él y los enfrentamientos entre partidos: comunistas, nazis, derechas e izquierdas, que peleaban entre sí por medrar en la vida política del país. La policía debía realizar enormes esfuerzos para contener aquel delirio, y en ocasiones se veían superados por fuerzas paramilitares como las SA (Sturmabteilung), llamados también Camisas Pardas, hombres feroces y sanguinarios. Los levantamientos y huelgas eran el pan de cada día. Los enfrentamientos en las calles eran del todo violentos y, en muchas ocasiones, dejaban cientos de heridos y algunos muertos.

Habían pasado ya casi dos meses desde la entrega de diplomas. El calor de agosto era insoportable, y Dana estaba ya a pocos días de su marcha a Inglaterra. Ludermann apareció por sorpresa en el comercio de Atzel aquella mañana. Sudaba y parecía muy nervioso, hacía días que no se veían y el comerciante de plata y cristal se alegró de verlo:

—¡Ludermann! Tenía pensado ir a visitarle, el día se acerca y quería tratar algunos detalles con usted. Dana está muy nerviosa. Frida pasó por casa hace poco, parece que el mayor problema de estas dos señoritas es qué vestidos pondrán en sus maletas para asistir a un colegio en el que deben ir uniformadas. ¿Qué le parece, Ludermann?

El funcionario estaba petrificado, no había pronunciado ni una palabra, su rostro estaba pálido y parecía haberse quedado bloqueado en la puerta del negocio de Atzel. Este se preocupó por su buen amigo.

—Ludermann, ¿se encuentra bien?

—Sí. No. Atzel, tengo que hablar con usted.

Si algo era evidente es que Ludermann tenía algún tipo de problema. Atzel intentó tranquilizarle saliendo de la parte trasera de su mostrador:

—Ludermann, amigo mío, tranquilícese. ¿Quiere que le traiga un poco de agua?

—Sí, por favor, se lo agradecería mucho.

Atzel hizo un gesto a Jedrek para que trajese un vaso de agua. Acompañó a Ludermann hasta una silla y esperó a que hablara. No decía nada, solo balbuceaba algunas palabras y se secaba el sudor de las manos en el pantalón de su traje. Cuando Jedrek le dio el agua, Ludermann la engulló de un trago, como si acabase de llegar de una travesía por el desierto. Pareció calmarse un poco y recuperó en la medida de sus posibilidades la compostura.

—Atzel, perdone que me presente así, yo… tengo algo que decirle. Bueno, en realidad quiero pedirle algo. ¡Oh, Dios mío, quién me mandaría a mí…!

Atzel miró hacia el techo pensando «Ayúdame, Yahvé» e invitó a hablar a Ludermann:

—Dígame, Ludermann. Pero cálmese, está muy alterado.

Ludermann miró a Jedrek y luego a Atzel, indicando que no se encontraba cómodo con la presencia del gigante polaco. Atzel lo entendió al instante.

—Vayamos a mi oficina, allí podremos charlar con más tranquilidad.

Cogió por el brazo al hombre, que temblaba cual flan, y se dispuso a llevarle hasta la trastienda. Jedrek miró a Atzel esperando algún tipo de instrucción, pero Atzel solo pudo encogerse de hombros, no sabía qué podía ser aquello tan importante. Una vez dentro de la oficina, y con Ludermann más calmado, Atzel intentó salir de dudas.

—¿Ha ocurrido algo, Ludermann? ¿Frida está bien?

—Sí, sí. Frida está perfectamente. Nerviosa por el viaje, ya sabe usted como son las chicas a su edad… Atzel, he venido a pedirle un favor, un gran favor que no le pediría si tuviese otra opción, pero no tengo a nadie más a quien recurrir. Yo…, bueno, no sé si usted sabe… Atzel, tiene que ayudarme.

El vendedor de plata creyó saber lo que le ocurría a Ludermann. Pocos días antes había recibido una carta del colegio mayor donde Dana y Frida estudiarían durante un periodo no inferior a seis años. Las cosas tampoco andaban bien por Inglaterra, la caída de las bolsas en Estados Unidos había tenido un efecto global e inmediato. La rectora del colegio mayor había escrito a todas las familias de las alumnas que llegarían ese año solicitando un ingreso anticipado de mil quinientos marcos, una cifra nada desdeñable en aquellos años. Atzel intuyó que se trataba de un problema de dinero, y estaba dispuesto a ayudar al bueno de Ludermann para que su hija pudiese empezar sus estudios junto a Dana.

—Dígame en que puedo ayudarle, lo haré si está en mi mano.

—Atzel, ¿usted sabe que soy viudo, verdad?

Atzel, ante la obviedad de la pregunta, se preocupó realmente por el estado de su amigo.

—Claro que lo sé, amigo mío. He visitado su casa en diferentes ocasiones, y su hija pasa mucho tiempo aquí en la mía. Todos conocemos la desgracia que sufrió su esposa.

—Verá, Atzel, después de morir mi esposa yo me encontraba solo, no tenía ganas de vivir, tenía mi trabajo y a Frida, pero la soledad me convirtió en un ermitaño en mi propia casa. Un día en el Ministerio, donde se hacen los listados de personas que buscan un trabajo, conocí a una mujer que buscaba emplearse en una buena casa donde le diesen cobijo y comida a cambio de hacer las labores del hogar, no sé si me entiende.

—Sí, le entiendo, aunque ahora sí que no imagino en qué pretende que le ayude.

—Verá, Atzel, presenté a esa mujer a unos amigos que tienen una villa en las afueras de Berlín. La acogieron de buen grado para las necesidades de la misma y el cuidado de sus hijos; son una familia muy numerosa, tienen seis hijos y dos de ellos son aún de corta edad. Yo iba a visitarlos con frecuencia y me di cuenta de que cuanto más acudía a verlos, más ganas tenía de volver. Pero ya no volvía con el único interés de verlos a ellos, sino también a su ama de llaves, a la que yo mismo les había presentado. Me había enamorado de aquella mujer, Atzel.

Atzel estaba atónito, tenía ante él a un hombre al que consideraba cabal, pero que ahora le explicaba su vida sentimental como si de un chiquillo se tratara. Atzel no tenía ni la más remota intuición de adónde los llevaría aquella conversación. Pensó que quizá se trataba de que aquella mujer le había rechazado y quería consejo.

—Ludermann, creo que no soy la persona adecuada para este tipo de cuestiones. Estoy convencido de que usted tiene amigos más experimentados que yo. No sabría decirle qué hay que hacer en los temas del corazón cuando estos no son como uno espera. —Ludermann cortó a Atzel cogiéndole la mano.

—No, Atzel, no se trata de eso. ¡Ella me corresponde! Me quiere. Al principio solo paseábamos por los campos cercanos a la casa, charlábamos y reíamos, pero poco a poco fue surgiendo amor verdadero. Entonces, en los días en que no tenía obligaciones en la casa y Frida no estaba, yo la recogía. Pasábamos juntos buenos momentos; en fin, ya se imaginará usted de qué le hablo. Nos enamoramos locamente el uno del otro, nos queremos.

Atzel cogió a Ludermann por los hombros y le hizo levantar la cabeza.

—Ludermann, por favor, explíqueme de una vez qué está pasando y en qué puedo ayudarle, está usted asustándome.

—Verá. Hoy ha venido a verme al trabajo Helena. Se llama Helena, ¿sabe? Helena es judía. —Ludermann esperó alguna reacción de Atzel, pero no hubo ninguna.

—Mis amigos la han echado de su casa. Le han obligado a hacer las maletas y la han empujado a la calle como a un perro. No le han dado más que unos minutos para recogerlo todo, diciéndole que no querían a una judía al cuidado de sus hijos, que les podía traer enfermedades y hacer que crecieran con sentimientos contra el Imperio. Incluso, al salir, la señora de la casa ha escupido en sus pies.

Atzel no salía de su asombro, cada vez miraba con más extrañeza a Ludermann.

—Esos amigos míos han confiado en ella durante más de dos años y ahora la tiran a la calle, como si de ropa vieja se tratara. ¿Lo entiende?

—Lo entiendo, Ludermann, pero aún no sé qué papel juego yo en esto.

—He llamado a mi amigo, me ha dicho que debería tener cuidado, que no debo mezclarme con judíos, y me ha invitado a afiliarme al partido nazi. Me ha dicho que la solución a los problemas del país pasa por hacer crecer el partido, que necesitan hombres como yo, en puestos clave. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en la entrega de diplomas? Está pasando, Atzel.