Buenos Aires, julio de 1976: largo viaje sin movernos

Ritmo de pulmones de la ciudad que duerme. Afuera hace frío.

De pronto, un estrépito atraviesa la ventana cerrada. Me hundís las uñas en el brazo. No respiro. Escuchamos un barullo de golpes y puteadas y el largo aullido de una voz humana.

Después, silencio.

—¿No te peso?

Nudo marinero.

Hermosuras y dormideces más poderosas que el miedo.

Cuando entra el sol, parpadeo y me desperezo con cuatro brazos. Nadie sabe quién es el dueño de esa rodilla, ni de quién es este codo o este pie, esta voz que murmura buen día.

Entonces el animal de dos cabezas piensa o dice o quisiera:

—A gente que se despierta así, no puede pasarle nada malo.

El universo visto por el ojo de la cerradura

En aquel tiempo todo era gigante. Todo: la casa de piedra en la cumbre, el camino de hortensias, los hombres que volvían a la casa, por el camino, cuando caía la noche. En los alrededores crecían las frutillas salvajes y la tierra era roja y daban ganas de morderla.

Bajabas a la ciudad para acompañar a la Abuela Deidamia a misa de seis. Los patios y las veredas, recién baldeados, olían a frescura de verano.

La Abuela Deidamia guardaba en su cajón, envueltos en encajes, los ombligos de sus diez hijos.

—Las desnudeces vienen de Buenos Aires —decía, cuando ustedes volvían de la capital con camisas de manga corta.

La Abuela Deidamia jamás había recibido un rayo de sol en la cara y no había descruzado nunca sus manos.

Sentada a la sombra, en la mecedora, mano sobre mano, la Abuela decía:

—Aquí estoy, estando.

Las manos de la Abuela Deidamia eran transparentes y azulosas de venas y tenían las uñitas muy prolijas.

El sistema

Caminamos por las ramblas de Barcelona, frescos túneles del verano, y nos acercamos a un quiosco de venta de pajaritos.

Hay jaulas de muchos y jaulas de a uno. Adoum me explica que a las jaulas de a uno les ponen un espejito, para que los pájaros no sepan que están solos.

Después, en el almuerzo, Guayasamín cuenta cosas de New York. Dice que allá ha visto hombres bebiendo solos en los mostradores. Que tras la hilera de botellas hay un espejo y que a veces, bien entrada la noche, los hombres arrojan el vaso y el espejo vuela en pedazos.

Crónica de Gran Tierra

1.



Yo había estado en Cuba, por primera vez, a mediados del 64. Eran tiempos de pleno bloqueo: se impedía el paso de las personas y las cosas.

Viajamos hacia Lima y luego a México. De México a Windsor y Montreal. Tuvimos cinco días de espera en Montreal —la belle province en las chapas de los automóviles; private property en los carteles al borde de los lagos— y desde allí a París y de París a Madrid.

En Madrid aterrizamos por la mañana. Sólo nos faltaba pasar por Oceanía. Pero en Madrid supimos que el avión partía hacia La Habana por la noche.

Resolvimos, Reina y yo, visitar el Museo del Prado. Reina, compañera de delegación al aniversario del Moncada, era una abuela gorda y sabia, profesora de varias generaciones, con un incansable brillo de inteligencia en los ojos y un modo muy suyo de suspirar. Nos habíamos hecho compinches en el largo viaje.

Por obra y gracia del bloqueo se me ofrecía, aquella tarde, una experiencia deseada desde siempre: ver los caballeros del Greco tal como habían sido pintados por su mano, la luz de Velázquez no mentida por las reproducciones y, sobre todo, la pintura negra de Goya, los monstruos que le habían nacido del alma y se habían quedado con él, en la Quinta del Sordo, hasta el final de sus días.

Llegamos a las puertas del museo. El Paseo del Prado estaba que era una maravilla en aquel limpio mediodía de verano.

—¿Nos tomamos un cafecito, antes de entrar?

Había mesas en las veredas. Pedimos café y jerez seco.

Reina no guardaba rencores., pero bostezaba al recordar su primer matrimonio. Había vivido unos cuantos años de madre formal y señora de su casa. Una noche, en una fiesta, le presentaron a un señor. Le dio la mano y él se la apretó y la retuvo, y ella sintió, por primera vez, una electricidad rara, y súbitamente descubrió que su cuerpo había vivido, hasta ese instante, mudo y sin música. No se dijeron ni una palabra. Reina nunca más lo vio. Del otro, del hombre que le cambió la vida, ella no recordaba el nombre ni la cara.

Pedimos más café y más jerez.

Reina hablaba de sus amores y ni me di cuenta del paso de las horas. Cuando quisimos acordar, ya se había hecho tarde. No fuimos al Museo del Prado. Me olvidé de que existía el Museo del Prado.

Entramos al avión muertos de risa.



2.



Cuando volví a Cuba, seis años después, la revolución vivía su hora más dificil. La zafra de los diez millones había fracasado. La concentración de esfuerzos en la caña de azúcar había dejado chueca la economía del país. Por fin los niños tenían leche y zapatos, pero en los comedores de los centros de trabajo la carne era un milagro y de algunas frutas y verduras no había más que recuerdos.

Con voz grave, Fidel Castro leyó cifras dramáticas ante la multitud: “Aquí están los secretos de la economía cubana”, dijo.

—¡Sí, señores imperialistas! —dijo—. ¡Es muy dificil construir el socialismo!

La revolución había derribado los altos muros. Ahora eran de todos el techo y la ropa y la comida, el alfabeto y la salud, la dignidad nacional. Pero, ¿no había sido el país entrenado durante siglos para la impotencia y la resignación? ¿Con qué piernas podía la producción dar alcance al galope del consumo? ¿Podía Cuba correr, si recién estaba aprendiendo a pararse sobre sus propios pies?

Fidel habló, mientras anochecía en la plaza inmensa, de las tensiones y las dificultades. Y más largamente habló de los errores. Analizó los vicios de desorganización, las desviaciones burocráticas, las equivocaciones cometidas. Reconoció su propia inexperiencia, que lo había hecho actuar a veces con poco realismo, y dijo que había quien creía que él estaba donde estaba porque le gustaban el poder y la gloria.

—Yo he entregado a esta revolución los mejores años de mi vida —dijo.

Y con el ceño fruncido preguntó:

—¿Qué significa la gloria? ¡Si todas las glorias del mundo caben en un solo grano de maíz!

Explicó que una revolución, cuando es verdadera, trabaja para los tiempos y los hombres que vendrán.

La revolución vivía con el pulso acelerado y sin aliento, ante el acoso y el bloqueo y la amenaza.

—El enemigo dice que en Cuba tenemos dificultades —dijo Fidel.

La multitud, que escuchaba en silencio, crispó los rostros y los puños:

—Y en eso el enemigo tiene razón.

—El enemigo dice que en Cuba hay descontento —agregó—. Y también en eso el enemigo tiene razón.

—¡Pero hay una cosa en la que se equivoca el enemigo!

Y entonces afirmó que el pasado no iba a volver, con voz de trueno afirmó que nunca Cuba regresaría al infierno de la plantación colonial y la humillación imperial, y la multitud le respondió con un alarido que hizo temblar la tierra.

Aquella noche las teletipos se enloquecieron anunciando la inminente caída de Fidel Castro. Entrenados para la mentira, ciertos periodistas no pudieron entender el coraje de la verdad. La sinceridad de Fidel había dado, aquella noche, la medida de la grandeza y la fuerza de la revolución. Yo tuve la suerte de estar y no lo olvido.



3.



En su casa de La Habana, Bola de Nieve me acosó a preguntas sobre Montevideo y Buenos Aires. Quería saber qué era de la vida de gentes y lugares que él había conocido y querido hacía treinta o cuarenta años. Al rato me di cuenta de que no tenía sentido seguir diciendo: “Ya no existe” o: “Fue olvidado.” El también comprendió, creo, porque se puso a hablar de Cuba, de eso que él llamaba yoruba-marxismo-leninismo, síntesis invencible de la magia africana y la ciencia de los blancos, y pasó horas contando chismes de la alta sociedad que antes le pagaba para cantar: “Rosalía Abreu tenía dos orangutanes. Los vestía con overol. Uno le servía el desayuno y el otro le hacía el amor.”

Me mostró cuadros de Amalia Peláez, que había sido su amiga:

—Murió de bruta —dijo—. A los setenta y un años era todavía señorita. Nunca había tenido amante ni amanta ni nada.

Confesó su pánico por los gallos vivos y los monos sueltos.

Se sentó al piano. Cantó Drume, negrita. Después cantó Ay, mama Inés y el pregón del manisero. Tenía la voz muy gastada, pero el piano lo ayudaba a levantarla cada vez que se caía.

En cierto momento interrumpió la canción y se quedó con las manos en el aire. Se volvió hacia mí y con estupor me dijo:

—El piano me cree. Me cree todo, todito.



4.



Cuando terminaron los trabajos de Casa de las Américas, Sergio Chaple me propuso que viajáramos a Gran Tierra.

Volamos en una cáscara de nuez sobre la selva. Aterrizamos al final del país. Las montañas de Haití brillaban, azules, en el horizonte.

—No, no —dijo Magüito—. Aquí no termina Cuba. Aquí empieza.

Son secas las tierras de la punta de Maisí, aunque están al borde del mar. Las sequías arrasan los cultivos de verduras y frijoles. En Maisí se cruzan los cuatro vientos, que se llevan las nubes y alejan la lluvia.

Magüito nos llevó a su casa a tomar un café.

Al entrar, despertamos a una chancha que dormía en el portal. Se puso furiosa. Bebimos el café rodeados de niños, chanchos, chivos y gallinas. En las paredes, Santa Bárbara se alzaba flanqueada por dos Budas y un Corazón de Cristo. Había muchas velas encendidas. La semana anterior, Magüito había perdido una nieta.

—El tiempo llegado. Se quedó sin color; estaba hecha una flor de algodón. Nada vale de nada cuando el tiempo es llegado. Todos venimos por un tiempo. Y a veces antes de ese tiempo le ponen a uno las velas, como hicieron conmigo hace treinta y siete años y no aguanta a mañana, dicen, y en eso se endereza uno.

Por la puerta, abierta de par en par, vimos pasar a los pescadores. Venían del mar, con pargos y aguajises colgados de las varas, ya limpios y salados, listos para secar. El polvo del camino levantaba nubes de niebla a sus espaldas.

Cuando apareció en estas comarcas el primer helicóptero, la gente huyó despavorida. Hasta el triunfo de la revolución, se trasladaba a pulso a los enfermos graves, en literas, a través de la selva, y se morían antes de llegar a Baracoa. Pero nadie se asustó cuando nuestro avioncito llegó al aeropuerto nuevo; y hacía tiempo que los barbudos habían construido el primer hospital en Los Llanos.

—El hombre de sangre no puede ver abuso —dijo Magüito—. Es mi defecto. Si tengo enemigos, son escondidos. Fui bailador de son y danzón, bebedor y parrandero, buen amigo. De aquí para arriba, toditos me conocen.

Y nos advirtió:

—Aquí no somos bronqueros. Nos curtimos pero no nos fajamos. Los de allá arriba, los de Gran Tierra, son más malos que el mosquito azul.



5.



En el camino, los resplandores herían los ojos. El viento, que soplaba bajo y en remolino, cubría con máscaras de polvo rojizo a los hombres y a las cosas.

La gente del lugar odiaba a los murciélagos. Por las noches, los murciélagos salían de las cuevas y se abatían sobre el café. Mordían los granos, les arrancaban la miel. Los granos se secaban y se caían.



6.



Sobre los acantilados, dominando el mar, Patana Arriba. Al pie, frente a los arrecifes, Patana Abajo. Todo el mundo se llamaba Mosqueda.

—Entre hijos y nietos —dijo don Cecilio— estuve contando las otras noches y había una aproximación de trescientos. Ya no hay mujer en la casa. Estoy cumpliendo ochenta y siete. Yo antes hacía crianza de chivos, reses y puercos, allá abajo. Aquí parece que me vino la suerte al café. ¿Que si yo he pescado? ¿Pescado

o pecado? ¿Que si todavía me acuerdo? Nos hizo una guiñada: queda. —Algo queda la memoria y en el impulso. Y agregó, con una sonrisa que dejaba al aire

las encías sin dientes: —Por algo Mosqueda es el apellido más reinato, el que multiplica. Teníamos sed. Don Cecilio Mosqueda saltó de la mecedora.

—Yo subo —dijo.

Uno de los nietos, o bisnietos, Braulio, lo agarró de un brazo y lo sentó.

Braulio trepó por el alto tronco con los pies amarrados. Se balanceó en las ramas, machete en mano. Una lluvia de cocos cayó al suelo.

A don Cecilio, el grabador le daba curiosidad. Le mostré cómo funcionaba.

—Ese aparato es verdaderamente científico —opinó— porque conserva viva la voz de los muertos.

Se rascó la barbilla. Apuntó al grabador con el dedo índice y dijo: “Quiero que meta esto allí”. Y habló mientras se mecía con los ojos cerrados.

Braulio era el jefe de los carceleros del patriarca. Las brigadas de nietos y bisnietos se turnaban para dormir. Al menor descuido, don Cecilio se les escapaba a caballo y de un solo galope atravesaba la selva y llegaba a Baracoa al amanecer, para piropear a la muchacha que lo tenía loco, o se les iba caminando por las lomas hasta Montecristo, que era bien lejos, para cantar serenatas a la otra niña que le estaba quitando el sueño.

A don Cecilio la revolución no le parecía mal.

—La gente vivía muy aislada, tipo alzao —me explicó—. Ahora se intercambian las culturas.

El había descubierto la radio. El papagayo de la casa había aprendido una canción de los Beatles y don Cecilio se había enterado de ciertas cosas que ocurrían en La Habana.

—A mí la playa no me gusta. Casimente no voy. Pero he oído que en La Habana hay una cosa que se llama biskini, que las mujeres quedan con todo el flequerío al aire. Y pasa una cosa ahí. Que lo de su mujer ha de verlo usté nomás. ¿Usté no es quien la asiste? Yo soy hombre de mucho orden y por la playa y los bailitos es que entra el relajo. ¿Que cómo se vestía mi mujer? Por la cabeza, chico, y se desnudaba por los pies.

También le preocupaba el divorcio. Había sabido que hay mucho divorcio y eso no es serio.

—Pero don Cecilio —interrumpió Sergio—. ¿Es o no es verdad que usted tuvo cuarenta y tanta mujeres?

—Cuarenta y nueve —reconoció don Cecilio—. Pero no me casé nunca. El que se casa, se jode.

Después quisimos tirarle de la lengua, pero don Cecilio no largó prenda sobre el tesoro. En la región todos sabían que él tenía un tesoro enterrado en una cueva.



7.



Ibamos rumbo a un pueblito que se llamaba La Máquina.

El camión recogía a la gente. Todo el mundo a la asamblea.

—¡Plácido, ven, vamos! ¡No te escapes, Plácido!

—¡A mí no me avisaron!

Esperaban al camión recién bañados y planchados, las viejas con sombrillas de colores, las muchachas vestidas como de fiesta, los hombres chuecos por culpa de los zapatos nuevos. En el camión el polvo cubría en un santiamén las pieles y las ropas y había que cerrar los ojos: ellos se reconocían por las voces.

—¿Don Cecilio? Ese es un viejo de los antiguos de antes. Tiene más de cien años.

—Se va a morir sin decir dónde tiene el tesoro. Nadie va a rezarle la tremisa.

—¿Qué tu dices, Ormidia?

—Que no le va a descansar el alma, Iraida.

—Y qué va a descansar. Con tanto pecado y la tremenda carga de tierra que va a tener encima.

—¿Tengo mucha tierra, yo?

—No te veo, Urbino.

—¡Qué va! La que se necesita y nada más.

—A ti nadie te ha preguntado, Arcónida.

El camión saltaba de pozo en pozo. El ramaje nos azotaba las caras y de los árboles se desprendían caracoles de colores. A los manotazos, entre tumbo y tumbo, yo me los metía en los bolsillos.

—¡No te asustes, que el mundo no se termina!

—¡El mundo recién está empezando, Urbino!

También viajaban varios niños, dos perros y un papagayo. Cada cual se colgaba como podía. Yo iba abrazado a una pipa de agua.

Dos por tres se apagaba el motor y había que bajarse a empujar.

—Yo soy elegido —decía Urbino—. Bueno para todo menos para irme.

Faltaba mucho para llegar cuando pinchó una goma.

—No tiene arreglo. Se murió.

Y se lanzó la procesión por el camino.

Todo lo que faltaba era cuesta arriba.

Hombres y mujeres, niños y bichos subían la montaña cantando.

—Aplumé la voz, ¿han visto? ¡Qué pecho tengo!

Iban pegajosos de transpiración y polvo y embestían felices, contra el sol del verano, sol de las tres de la tarde, que castigaba sin piedad.

El día que yo me muera ¿quién se acordará de mi? Solamente la tinaja por el agua que bebí.

Urbino, que era rengo, marchaba prendido de mi camisa.

—Yo canto lo que sé y al mundo no le debo ni le temo dijo—. Ese ritmo, ¿lo conoces? Es nuestro. Se llama nengón. Es un ritmo de Patana, pero de Patana Abajo. Se toca con maracas. Y con guitarra, de cuatro cuerdas de alambre, que también es invento nuestro. En el país de Patana, en aquel monte desierto, tenemos que inventar.

Las crestas de las palmas ardían contra un fulgor blanco: si alzaba la mirada, me mareaba. Yo pensé: una cerveza helada sería como una transfusión de sangre.

—Diez mil cosas están pasando aquí que Fidel ni sabe —decía Urbino—. Tú diles en La Habana que me manden los habelos que me tienen prometidos. No lo olvides, ¿eh?

El había comprado un motor eléctrico para su taller de carpintero. Había consultado antes y le habían dicho que sí, que lo comprara, así podía dar luz a los pataneros además de hacer muebles para todos. Pero el motor no había funcionado nunca y los pataneros se burlaban: esos hierros vacíos, le decían, ese motor es tremendo paquete, Urbino, te embarcaron.

—Sin el motor, seguimos a oscuras. ¿Me entiendes? Tú diles que me los manden. Los habelitos, para habelitar el motor, que viene a ser todo eso que va adentro.

La cuesta quedó atrás y vimos las primeras casitas de madera. Unos toros cimarrones atravesaron el camino y huyeron al galope. De los platanales colgaban los capullos violetas, hinchados, a punto de reventar. Me paré a esperar a una vieja que venía arrastrando su largo vestido verde.

—Yo, de joven, volaba —me dijo—. Ahora no.

Toda Gran Tierra estaba en la asamblea. Nadie se quejaba y las bromas y las canciones continuaron hasta que tomó la palabra un campesino rubio, de altos pómulos y rasgos duros, que habló de la organización y las tareas. Era el técnico en mecanización agrícola más importante de la región.

Después él nos invitó, a Sergio y a mí, a comer plátano frito.

Había aprendido a leer y a escribir a los veinticinco años.



8.



Juntamos una buena cantidad de caracoles de colores. Los vaciamos con una aguja, uno por uno, y los dejamos secar al sol. Yo estaba deslumbrado por esas minúsculas maravillas, las polimitas, de colores y diseños siempre diversos. Vivían en los troncos de los árboles y bajo las hojas anchas de los plátanos. Cada babosa pintaba su casa mejor que Picasso o Miró.

En las Patanas me habían regalado un caracol difícil de encontrar. Se llamaba Ermitaño. Vaciarlo me costó bastante trabajo. La babosa estaba muy escondida al fondo del largo tirabuzón de nácar; muerta y todo se negaba a salir. El Ermitaño largaba un olor asqueroso, pero era de rara belleza. Su caparazón, con estrías de color cobre y forma de puñal malayo, no parecía creado para girar gordamente como un trompo, sino para desplegarse y volar.



9.



Aurelio nos contó que le habían advertido: “No vayas a Patana, que allí queman a la gente y la entierran escondida. Además, caminan a prisa como el carajo, los pataneros.”

Estábamos en La Asunción. Durante el día, Aurelio nos acompañaba a todas partes. Por las noches, no dormía. Se quedaba con nosotros hasta que alguien, allá abajo, silbaba tres veces. Aurelio saltaba por la ventana y se perdía en el follaje. Al rato regresaba. Se quedaba en su cama, fumando, hasta el amanecer.

—Tú estás salado, Aurelio —le decía Sergio.

Nos golpeaba la puerta a cualquier hora de la noche.

Tenía miedo a las pesadillas. Se concentraba pensando en un punto dentro del círculo y cuando conseguía dormir llegaba un clavo gigante que se le hundía en el pecho, o un enorme imán del que no podía desprenderse,

o un pistón de hierro que lo apretaba contra la pared y le rompía una vértebra. Aurelio era del ejército, séptimo curso del arma de artillería. —Me quieren dar la baja. Yo les pedí que esperen. Estoy allí a cojones, porque me gusta.

Había intentado irse a pelear a Venezuela. Ya estaban saliendo, él y otros becarios, cuando los pescaron. Les habló Fidel. Les dijo que eran muy jóvenes, que mejor estudiaban.

—Cuando venía para Gran Tierra, en la avioneta, pensaba que tenía una misión. Yo era correo y estaba en Venezuela o en Bolivia. En el aeropuerto, la policía esperándome. Yo me escapaba en el techo de un tren.



10.



Nos cruzamos con Aurelio, tempranito, a la salida del pueblo. Llevaba una horqueta en una mano y un machete en la otra. Nos dijo que venía de matar serpientes. Las buscaba entre las rocas y las malezas y les cortaba la cabeza o les rompía los huesos.

Nos mostró el machete, que había sido del padre.

—Una vez, en Camagüey, el haitiano Matías me lo quitó. No jaló brusco ni nada. Ellos saben hacerlo. Mira que te voy a tirar el golpe, le dije, y alcé el machete. El viejo Matías ni siquiera me tocó. Puso los brazos en cruz, los descruzó y yo me quedé como ciego, no sé, y él ya tenía el machete amarrado por el mango.

En la cafetería encontramos una nube de muchachas.

—¿Qué hicieron del caracol? —preguntó una—. ¿Lo tienes tú, trigueño?

Aurelio se puso colorado.

Sergio recomendaba, secreteando:

—Esa flaca es salsosa.

Ellas discutían:

—Para los gustos se han hecho los colores.

—La forma de vestir no tiene nada que ver. Eso no influye en el ser de la persona.

—Qué va. El mejor vestido de novia es la piel.

—Una se casa de una vez para siempre.

—¿Y si el hombre te sale pajarito? Hay que vivir con él, para saber.

—Dí, Narda. ¿De dónde era aquél que decía que para enamorarse...?

—Pues yo tengo una moral más alta que el Pico Turquino.

—Ay, Dios mío. Aquí vivimos una antigüedad que yo ya no resisto esto.

La flaca se llamaba Bismania. Ella había elegido su nombre, cuando dejó de gustarle el que tenía.



11.



Allí cerca había una brigada levantando paredes. Nos ofrecimos a dar una mano.

—A mí, de ésas, no me gusta ninguna —dijo Aurelio.

Trabajamos hasta el anochecer. Quedamos los tres blancos de cal y duros de cemento.

Aurelio nos confesó que había venido a Gran Tierra persiguiendo a una muchacha. Se habían conocido en La Habana, cuando ella fue a estudiar. Ahora la tenían encerrada bajo llave. Era ella quien mandaba los mensajeros que silbaban por las noches al pie de la ventana. Así se encontraba con Aurelio, por un instante, entre los árboles.

Pero aquella noche nadie silbó y Aurelio no golpeó la puerta.

No lo vimos al día siguiente.

Cuando preguntamos por él, ya estaba volando de vuelta a La Habana.

—Quería robarse a la guajira —nos dijeron—. El padre lo mandó buscar.

El padre de Aurelio llevaba en el cuello las tres barras de primer capitán. (Aurelio tenía seis años y hacia cuatro días que Fulgencio Batista se había fugado en un avión. Aurelio vio venir un hombre inmenso por la playa de Baracoa. Llevaba barba hasta el pecho y un uniforme color aceituna.

—Ves —le dijo la madre—. Ese es tu papá.

Aurelio corrió por la playa. El hombre inmenso lo alzó y lo abrazó.

—No llores —le dijo—. No llores.)

Esta tarde rompí la Porky y tiré los pedacitos a la basura

Me había acompañado a todas partes. Se aguantó a mi lado intemperies y maltratos y caídas. Perdió la espiral de alambre y se le salieron las hojas. De las tapas, color lacre, no quedaban más que jirones. La Porky, que supo ser una elegante agenda francesa, se había reducido a un montón de papeles y papelitos atados con un elástico, y andaba toda tajeada y rotosa y sucia de tinta y tierra.

Me costó decidirme. A esa gorda descuajeringada, yo la quería. Me estallaba en las manos cada vez que le pedía una dirección o un teléfono.

Ninguna computadora hubiera podido con ella. La Porky estaba a salvo de espías y policías. En ella yo encontraba lo que buscaba sin esfuerzo: sabía descifrarla manchita por manchita y retazo por retazo.

Entre la A y la Z, la Porky contenía diez años de mi vida.

Nunca la había pasado en limpio. Por pereza, decía; pero era por miedo.

Hoy la maté.

Unos pocos nombres me dolieron de verdad. A la mayoría ya no los reconocía. La libreta estaba llena de muertos; y también de vivos que ya no tenían ningún significado para mí.

Confirmé que en estos años, quien había muerto varias veces y varias veces nacido, era yo.

Guerra de la calle, guerra del alma

Escribir, ¿tiene sentido? La pregunta me pesa en la mano.

Se organizan aduanas de palabras, quemaderos de palabras, cementerios de palabras. Para que nos resignemos a vivir una vida que no es la nuestra, se nos obliga a aceptar como nuestra una memoria ajena. Realidad enmascarada, historia contada por los vencedores: quizás escribir no sea mas que una tentativa de poner a salvo, en el tiempo de la infamia, las voces que darán testimonio de que aquí estuvimos y así fuimos. Un modo de guardar para los que no conocemos todavía, como quería Espriu, “el nombre de cada cosa”. Quien no sabe de dónde viene, ¿cómo puede averiguar adónde va?

Río de Janeiro, octubre de 1975: esa mañana salió de su...

1.



Estamos en el Luna, bebemos cerveza, comemos casquinhas de sirí.

Tengo los zapatos blancos de talco y mis amigos quieren convencerme de que el talco se pone antes.

Esta tarde una periodista me ha hecho un reportaje, en casa de Galeno de Freitas. Grabó dos o tres horas de conversación. El grabador no registró nada. Lo único que quedó fue un zumbido. Zé Fernando propuso un artículo sobre la vida sexual de las abejas.

Zé anuncia un banquete, una gran fuente de muqueca de robalo, para el próximo domingo, en su casa de Niteroi.

Pido más casquinhas de sirí, y luego más; me dicen que soy un congreso de pirañas.

Nos reímos de cualquier cosa esta noche, en el Luna nos reímos de todo; y nos quedamos mudos cuando aparece, en la puerta, una mujer de grandes ojos y piel de aceituna, que lleva un pañuelo rojo atado en la cabeza, como una gitana. Ella se deja ver por un instante, por un instante es una diosa, y se esfuma.



2.



Estamos en el Luna cuando Ary trae la noticia:

—Lo suicidaron —dice.

Torres se lo ha contado por teléfono. Le avisaron desde San Pablo.

Eric se levanta, pálido, boquiabierto. Le aprieto el brazo; se vuelve a sentar. Yo sé que él había quedado en verse con Vlado y Vlado no había ido ni lo había llamado.

—Pero si él no estaba en nada —dice.

—Lo mataron por no saber —dice Galeno.

—La máquina está loca —pienso, o digo—. Han de haberle atribuido hasta la revolución del 17.

Eric dice:

—Yo creía que esto se había acabado.

Se le cae la cabeza entre las manos.

—Yo... —se queja.

—No, Eric —le digo.

—No entendés —me dice—. No entendés nada. No entendés un carajo.

Los vasos están vacíos. Pido más cerveza. Pido que nos llenen los platos.

Eric me clava una mirada furiosa y se mete en el baño.

Abro la puerta. Lo encuentro de espaldas contra la pared. Tiene la cara estrujada y los ojos húmedos; los puños en tensión.

—Yo creía que se había acabado. Creía que todo esto se había acabado —dice.

Eric era amigo de Vlado y sabe lo que Vlado había hecho y tanta cosa que iba a hacer y no pudo.



3.



No hace mucho, nació el hijo de Eric. Se llama Felipe.

—Dentro de veinte años —dice— yo voy a contarle las cosas de ahora. Le hablaré de los amigos muertos y presos y de lo dura que era la vida en nuestros países, y quiero que él me mire a los ojos y no me crea y me diga que miento. La única prueba será que él estuvo aquí, pero ya no recordará nada de todo esto. Yo quiero que él no pueda creer que todo esto fue posible alguna vez.



4.



Felipe nació a las cinco y media de la mañana del 4 de setiembre. Eric telefoneó a su mejor amigo de San Pablo:

—Marta está teniendo un hijo. Me siento solo. Me siento mal.

El amigo anunció que venía en media hora, pero se quedó dormido y no fue.

Eric salió a la calle. Compró el diario. Pagó con un billete de cien cruzeiros.

—No —le dijo el diariero—. No tengo cambio.

Eric alzó la mano y señaló el edificio de la maternidad.

—¿Ve? —dijo—. En aquella ventana mi mujer está teniendo un hijo. Véngase a tomar una cerveza conmigo. Me convida con ese billete.



5.



Felipe está en la cuna y Eric le cuenta cosas:

—¿Sabés que soy muy bruto para la nafta? Hoy volví a quedarme sin nafta. Tendrías que avisarme cuando pasamos por la estación.

Le dice:

—Naciste con todo decidido. Tenés un padre que no va a parar nunca y nunca va a tener dinero. A los amigos de tu papá los han jodido. Ahora nos vamos a Buenos Aires. Disculpá; estoy siendo injusto. Te llevo y no podés decidir.

Y piensa:

—¿Y si mañana él opina que el mundo no está errado? ¿Y si hubiera preferido nacer hijo de un corredor de bolsa?

Lo alza, lo lleva a la terraza, le muestra las plantas:

—Mirá. Es el segundo jazmín que tenemos en cuatro años. El primero nunca dio flores. Este nos dio cuatro. Nacieron cuando yo estaba afuera. Me dio pena no verlas nacer. Yo le había matado los bichos al jazmín y alcancé a ver los brotes. Ahora habrá que esperar un año. Tenía que irme, ¿sabés? No había más remedio. Tenía que trabajar.

En el campo, Eric se sube a los árboles, para que Felipe vea cómo se hace.



6.



Vlado Herzog se bañó, se afeitó; besó a la mujer. Ella no se levantó para acompañarlo hasta la puerta.

—No hay nada que temer —dijo él—. Me presento, aclaro todo y vuelvo a casa.

El noticiero de televisión de esa noche salió firmado por él. Cuando la gente vio el noticiero, él ya estaba muerto.

El comunicado oficial dijo que se había ahorcado. Las autoridades no permitieron una nueva autopsia.

Vlado no fue enterrado en el pabellón de los suicidas.


7.



8.


Lamas,

Tristes y mudos bebemos cerveza, un vaso tras otro. Desde la mesa del fondo, Canarinho, peregrino de los bares de Río, increpa al mundo.

—Yo leí a Nietszche y ustedes no saben nada —ataca.

Está pequeñito y flaco y solo y muy borracho. Le sale un silbido del buche al final de cada frase. Un silbido de canarito:

—Y vamos a hablar siempre. ¿Se creen que nos van a hacer callar la boca? ¡No, no! ¡Cobardes!

Canarinho silba.

—¡Son todos jóvenes! ¡Ellos odian a los jóvenes!

Y silba.

—San Pablo no puede parar de matar. No puede parar de matar.

Y silba.