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Thomas Paine (1737-1809), filósofo, político y revolucionario angloamericano. Es considerado un Padre Fundador de los Estados Unidos de América por sus contribuciones expuestas en el ensayo El sentido común, donde aboga por la independencia de las colonias. Asimismo, fue incluido dentro de la Asamblea Nacional en Francia y le otorgaron la nacionalidad honorífica. En su texto Los derechos del hombre defendió los ideales de la Revolución francesa. Sin embargo, sus ideas políticas y religiosas lo llevaron a ser aislado políticamente y murió ignorado el 8 de junio de 1809 en Nueva York.

SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO


LOS DERECHOS DEL HOMBRE

Traducción
JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ DE CASTRO
TOMÁS MUÑOZ MOLINA

THOMAS PAINE

Los derechos del hombre

Prólogo
BERNARDO ALTAMIRANO RODRÍGUEZ

Introducción
H. N. BRAILSFORD

Fondo de Cultura Económica

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en inglés, 1791-1792
Primera edición en español, 1944
Segunda edición, 1986
Tercera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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ÍNDICE

  1. Prólogo, Bernardo Altamirano Rodríguez
  2. Introducción. Thomas Paine, Henry N. Brailsford
  3. LOS DERECHOS DEL HOMBRE
    1. Prefacio a la edición inglesa
    2. Primera parte
      1. Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (hecha por la Asamblea Nacional de Francia)
      2. Observaciones sobre la declaración de derechos
      3. Capítulo misceláneo
    3. Segunda parte
      Combinación del principio y la práctica
      1. Al señor de La Fayette
      2. Prefacio
      3. Introducción
      4. Capítulo I. De la sociedad y de la civilización
      5. Capítulo II. Del origen de los gobiernos viejos que hoy subsisten
      6. Capítulo III. De los viejos y nuevos sistemas de gobierno
      7. Capítulo IV. De las constituciones
      8. Capítulo V. Modos y medios de mejorar la condición de Europa, mezclados con observaciones misceláneas
  4. Apéndice
  5. Índice de nombres

1 El caballero que firmó la Alocución y Declaración como presidente de la reunión, señor Horne Tooke, a quien se atribuía generalmente la redacción de ella, y que habló largamente en su elogio, ha sido acusado jocosamente de alabar su propia obra. Para liberarlo de esta molestia, y para ahorrarle la preocupación reiterada de mencionar a su autor, cosa que no ha querido hacer, no titubeo en decir que, como la oportunidad de beneficiarse de la Revolución francesa se me había ocurrido fácilmente, redacté la publicación de que se trata y se la mostré a él y algunos otros caballeros; los cuales, aprobándola plenamente, celebraron una reunión con el propósito de hacerla pública e hicieron una derrama para reunir las 50 guineas necesarias para cubrir los gastos de anunciarla. Creo que en esta época hay en Inglaterra un gran número de hombres que actúan desinteresadamente y decididos a examinar por sí mismos la naturaleza y las prácticas del gobierno, y no a confiar ciegamente, como hasta entonces había sido el caso, en el gobierno general, o en los parlamentos, o en la oposición parlamentaria, y ello más que en ningún periodo anterior. Si tal cosa se hubiese hecho hace un siglo, la corrupción y la imposición tributaria no hubieran llegado al extremo en que hoy se encuentran.


1 Joseph J. Ellis, American Creation. Triumphs and Tragedies at the Founding of the Republic, Alfred A. Knopf, Nueva York, 2007, p. 41.

2 Chris Hedges, “Thomas Paine, Our Contemporary”, opinión editorial en Truthdig, Los Ángeles, mayo de 2014.

3 Joseph J. Ellis, op. cit., p. 44.

4 Esta declaración mantiene vigencia en el derecho positivo francés, gracias a una resolución del Consejo Constitucional que la incluyó dentro del “bloque de constitucionalidad”, el cual integra diferentes normas jurídicas que tienen valor supremo.

5 Mireille Delmas-Marty y Claude Lucas de Leyssac, Libertés et droits fondamentaux, Éditions du Seuil, París, 1996, p. 42.

6 Este concepto ya se encontraba en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (1776), donde se determinó uno de los principios políticos más trascendentes en la historia: “Sostenemos que […] todos los Hombres son creados iguales, que su Creador los ha dotado de ciertos Derechos inalienables, que entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos Derechos se instituyen Gobiernos entre los Hombres”. La Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América, edición bilingüe, Cato Institute, Washington, 2012, p. 25.

7 Edmund Burke, Reflections on the Revolution of France, Oxford University Press, Oxford, 1993, p. 15 (Oxford World’s Classics).

8 Ibidem, p. 15.

9 En efecto, Paine define que los derechos naturales “corresponden al hombre por el mero hecho de existir”, mientras que los derechos civiles son “aquellos que corresponden al hombre por el hecho de ser un miembro de la sociedad”, pp. 78-79.

10 Jon Meacham, Thomas Jefferson, The Art of Power, Random House, Nueva York, 2013, p. 251.

11 Resulta fundamental subrayar la correlación que establece Paine entre derechos y responsabilidades: “una Declaración de Derechos constituye, por reciprocidad, una Declaración de Deberes. Todo lo que es mi derecho como hombre es también el derecho de otro hombre, y se convierte en mi deber garantizarlo, tanto como poseerlo”, p. 127.

12 Eric Hobsbawm, The Age of Revolution, Abacus, Inglaterra, 1999, p. 74.

13 José Antonio Aguilar Rivera, “Vicente Rocafuerte y la invención de la República hispanoamericana”, en José A. Aguilar y Rafael Rojas (coords.), El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política, FCE / CIDE, México, 2002 (Historia), p. 362.

14 Manuel González Oropeza, Historia de dos influencias, Instituto de Investigaciones Jurídicas / UNAM, México, 1988, p. 482.

15 Jaime E. Rodríguez y Kathryn Vincent (eds.), Common Border, Uncommon Paths: Race, Culture, and National Identity in U.S.-Mexican Relations, University of California Institute for Mexico and the United States, Los Ángeles, 1997, p. 147.

16 Ernesto de la Torre Villar, “Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana, 1814”, en Patricia Galeana (comp.), México y sus constituciones, FCE, México (Política y Derecho), 2003, p. 33.

17 Ibidem, p. 38.

PRÓLOGO

BERNARDO ALTAMIRANO RODRÍGUEZ

Paine fue un ave de tempestades en todos los sentidos. Gracias al vuelo de su pluma, el horizonte de las monarquías tiránicas enfrentó las peores tormentas de su existencia, y las olas revolucionarias se elevaron, lo que condujo al hundimiento del barco del despotismo y al surgimiento del camino de la libertad. Pero también su pluma y espíritu revolucionarios lo arrastraron al naufragio propio. Sólo así se explica la paradoja de que, habiendo nacido inglés, sea reconocido como uno de los Padres Fundadores de América; que Francia le haya concedido su nacionalidad honorífica e incluido dentro de la Asamblea Nacional, pero que también fuera encarcelado durante la era del Terror; que sus otrora hermanos americanos de causa le hayan dado la espalda y aislado políticamente, y que a su funeral sólo hayan asistido seis personas. Esto parece inexplicable a primera vista, pues Paine no sólo fue leído por cientos de miles en América, Inglaterra o Francia, sino que su trabajo El sentido común fue el que dio contenido, valores y sustancia popular a la causa de la inminente independencia de los Estados Unidos. Asimismo, su obra Los derechos del hombre fue un fenómeno literario y gozó de una enorme popularidad en Francia e Inglaterra. Tal vez esto pueda explicarse al entender que Thomas Paine fue un hombre alejado del cálculo político, y que en todo momento priorizó el ejercicio de sus libertades, en particular aquellas del espíritu: pensamiento y opinión. Por eso no asimiló que la tormenta revolucionaria que alimentó con sus palabras no se convertiría en un movimiento perpetuo, sino que en algún instante buscaría establecerse en instituciones que dieran sentido y protección a esas libertades que él promovió. Tampoco vislumbró que una revolución podría derivar en terror y exacerbar el despotismo que originalmente combatió, por lo que incluso alguien como él fue defenestrado por no abrazar el radicalismo. Sin duda enfrentó las consecuencias de un libre pensador en una era de insurrecciones; luchó por las causas más nobles, pero quedó atrapado en un laberinto en el instante en que éstas comenzaron a edificarse mediante la concreción de instituciones construidas con base en acuerdos políticos.

La influencia de Paine en su época no tiene precedentes, sobre todo considerando su modesto origen alejado de las élites y sin ningún éxito previo comercial, literario ni político relevante. Migró de Inglaterra a Filadelfia a los 37 años con una carta de recomendación de Benjamin Franklin, quien lo describió como un “ingenioso joven”. No se sabe con claridad qué vio Franklin en Paine, pero Joseph J. Ellis explica dos talentos que ameritaron dicha recomendación: “un profundo sentido de justicia social, formado a partir de las injusticias que él atestiguó y experimentó en la clase trabajadora urbana de Londres, y una habilidad inusual para que su prosa expresara sus convicciones políticas en un lenguaje que era simultáneamente sencillo y deslumbrante”.1 Incluso, como señala Chris Hedges, “fue el primer escritor en extender el debate político más allá de salones refinados a las tabernas… y de observar a la libertad íntimamente conectada con el lenguaje”. Lo anterior además con un efecto exponencial, gracias a su “sentido de oportunidad”, elementos con los que se convirtió en “el profeta de la expansiva promesa americana”.2

Su famoso trabajo El sentido común, editado a manera de panfleto, vendió 150 000 copias en sólo tres meses. Posteriormente se publicó Los derechos del hombre que conserva los mismos estándares y expectativas del anterior, y es igualmente útil para provocar e interpelar, aunque se trata de un trabajo más profundo, teórico y extenso, y en su época tuvo un impresionante tiraje cercano a un millón de copias. Sin duda alguna cifras escandalosas para su tiempo. En la actualidad, no obstante la expansión de tecnologías y medios de comunicación, son escasos los periodistas, académicos o políticos que gozan de la misma influencia y reconocimiento popular que tuvieron estas obras. Ambas son representantes de la Ilustración, y en su estilo combinó la activa militancia —incluso cargó el mosquete en combate— con un lenguaje claro y ordinario, lo que permitió su amplia difusión.

En el último tercio del convulso siglo XVIII, las colonias padecieron leyes e impuestos —no aprobados por el parlamento británico, como la Ley del Timbre o las Leyes Townshend— lo que derivó en una grave y violenta agitación social, que fue reprimida constantemente por la fuerza. Las principales críticas al monarca Jorge III empleaban un lenguaje muy técnico y legal, cuyo objetivo era combatir la validez y justicia de sus decisiones sobre las colonias, y sobre todo enfocaban los cuestionamientos a los ministros. Para definir su posición y acciones, las colonias se agruparon en torno al Congreso Continental (1774 y 1775) en Filadelfia, donde entre la pluralidad de voces y soluciones se encontraban quienes apelaban por la diplomacia y en favor de la negociación con la Corona. La diferencia de cuestionamientos y visiones prevalecientes no sólo fue de forma, sino de fondo y de conceptualización del adversario. En ese contexto, y ya iniciada la revolución, vio la luz El sentido común (1776), panfleto que se convirtió en la narrativa ágil y familiar que fue abrazada por la sociedad. “Mientras que (John) Adams defendió las demandas americanas en favor de su soberanía legal sobre sus propios asuntos nacionales… Paine abanderó el argumento de que una isla no puede gobernar un continente… lanzó un ataque frontal contra Jorge III y la idea de la monarquía misma”.3 Sin duda, sus baterías las enfocó certeramente contra la corrupción y tiranía de la monarquía británica, cuestión que nadie había osado hacer con esa contundencia y temeridad. Así, Paine lanzó esta histórica convocatoria: “La causa de América es en mayor medida la causa de toda la humanidad... El nacimiento del mundo está en nuestras manos”. Su radicalismo, su sentido de oportunidad y prosa hicieron a los norteamericanos sentir que el momento de la libertad había llegado, y así la balanza se inclinó para que el 4 de julio de 1776 se firmara la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Si bien es difícil identificar la influencia directa de El sentido común en la declaración, protagonistas como Adams reconocieron la aportación de Thomas Paine a la causa de la independencia.

Una vez concluido el movimiento revolucionario, Paine regresó en 1787 a Londres, donde continuó su activismo y vivió de cerca la Revolución francesa de 1789, cuya ópera prima fue la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,4 publicada el 26 de agosto de 1789. En este histórico documento se afirma que “la ignorancia, olvido o desprecio de los derechos del hombre son las causas únicas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos”, razón por la cual se emite dicha Declaración, que contiene “los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre… para recordar (a la sociedad) sus derechos y deberes”.5 Entre los principios consagrados en dicho documento se encuentra la “libertad e igualdad en derechos” que por nacimiento tienen los hombres, así como la definición fundamental del objetivo de toda asociación política:6 “la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre”, los cuales son “la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”, cuyo ejercicio no tiene límites “más que aquellos que aseguran a los otros miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos” y que no pueden estar determinados por la ley —aspecto fundamental, pues impide a los parlamentos restringirlos, dada su superior naturaleza—. Una vez publicada esta declaración, pasaron cerca de dos años para que, en 1791, se publicara la primera Constitución de Francia, que definió la estructura orgánica del poder. Justo en medio de la aprobación de estos dos procesos se da uno de los debates políticos y filosóficos más apasionantes y profundos de la Ilustración del cual resurge Thomas Paine.

El primer cañonazo lo detonó el político y filósofo irlandés Edmund Burke, quien gozaba de gran influencia en Inglaterra y temía que los aires revolucionarios franceses se extendieran a Inglaterra y contagiaran los ánimos de las voces radicales y jacobinas locales. No obstante, Burke coincidió y justificó en gran medida la revolución de los Estados Unidos —incluso teniendo convergencias con el propio Paine—; empleó prácticamente la misma razón para ser un feroz opositor de los medios y causas de la Revolución francesa. En este contexto escribe Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790) —con un tiraje inicial cercano a 30 000 ejemplares—, donde presenta sus objeciones de principio y de método en torno a los revolucionarios, y en el que vislumbra la era del terror que Francia viviría, ya que las causas de la Revolución estaban desde su origen sesgadas. Según Leslie Mitchell, para Burke, “los principios de libertad e igualdad sólo eran la mitad de la historia. El hombre era ciertamente capaz de razonar, pero también capaz de mucho más. Podía ser apasionado y parcial. Podía ser supersticioso y violento… Escribir sobre el hombre, como los franceses hicieron entonces, equivalía a construir una imagen unidimensional. Legislar con base en esta descripción era, predeciblemente, producir el caos y la inestabilidad”.7 Por otro lado, Burke cuestionó que los revolucionarios antepusieran la declaración a una constitución, pues más allá de la dificultad de que existiera un acuerdo unánime sobre los derechos del hombre, no existía fórmula institucional ni política que identificara cómo éstos deberían ser materializados ni salvaguardados. Asimismo, se plantó con firmeza frente a las corrientes más radicales y defendió el valor social de las instituciones: “debe ser con infinita cautela que cualquier hombre habrá de aventurarse a tirar un edificio que ha respondido en cualquier grado tolerable por años a los propósitos comunes de la sociedad, o a construirlo de nuevo sin tener modelos o patrones de utilidad aprobada ante sus ojos”.8 En esta defensa se identifica la preocupación de Burke por la incertidumbre que generan los procesos revolucionarios para transitar a un orden posterior y es parte sustancial del debate de esa época: cómo evitar que la lucha por la libertad e igualdad degeneren en desastre, al arrasar con valores e instrumentos de utilidad social, romper con el pasado e iniciar desde cero, sin perder de vista el objetivo de definir el régimen legal a aplicar y enfrentar los retos de la nueva gobernabilidad que den viabilidad a una sociedad.

La respuesta de Paine fue inmediata y contraatacó con Los derechos del Hombre (publicado en dos partes: en 1791 y 1792). Enfocó sus baterías a dos objetivos: al igual que en El sentido común volvió a lanzarse contra la ilegitimidad de la monarquía hereditaria y a definir y justificar los derechos del hombre. Por un lado, se encuentran los derechos naturales e inalienables de pensamiento y opinión, los cuales se ejercen de manera individual y sin necesidad de asistencia exterior. Para Paine, estos derechos son previos al Estado —de ahí su carácter de naturales— y si los gobiernos no los protegen, entonces la sociedad tiene el derecho de derrocarlos y comenzar de nuevo. Por el otro, se encuentran los derechos que pueden negociarse por seguridad y otros factores, como son justamente los de propiedad y los civiles.9 Esta elevación de derechos del hombre enfrenta la ilegitimidad de la monarquía. Cuando Madison le dio una copia de la primera parte de Los derechos del hombre a Thomas Jefferson, éste indicó: “no tengo duda de que nuestros ciudadanos se reunirán una segunda ocasión alrededor del estándar de El sentido común”,10 es decir Paine. Sin lugar a dudas, la argumentación de Los derechos del hombre es consistente y profundiza con la idea básica de El sentido común, en cuanto a no sólo cuestionar el origen de la divinidad que legitima la autoridad de un monarca, sino invertir la ecuación y poner el centro de gravedad sobre los derechos naturales del individuo, que son previos y superiores a aquél, lo cual se fortalecía con el principio de igualdad ante la ley y de soberanía popular. Es un gran paso en la separación entre la sociedad civil y el Estado, que equivale a un giro copernicano sin el cual no podría entenderse la democracia moderna.

La diferencia de los valores y argumentos sostenidos por ambos son los que dieron la pauta para dividir el espectro político liberal en izquierda y derecha, progresistas y conservadores. Paine ejemplifica al primero, se acerca al Estado benefactor, parte del principio de que la sociedad tiene el derecho de pensar libremente y el gobierno no puede restringirlo, enarbola una visión optimista en torno a la construcción de una sociedad liberal como una forma de innovación y de rompimiento con el pasado, coincide con principios de John Locke, en los que el pacto en el que convergen los individuos es con el que se constituye la sociedad para proteger esos derechos naturales.11 Burke representa al segundo, que parte del cuestionamiento de la filosofía rousseauniana —ningún ser humano ha vivido jamás en estado natural—, y define los derechos, libertades e igualdad en función de una sociedad previa, y por herencia se definen nuestras relaciones con otras personas; prioriza el gradualismo, las instituciones tradicionales como la familia y el mercado, da valor superior a la libertad personal.

El furor que provocó en Inglaterra Los derechos del hombre no tuvo precedentes. Sin embargo, pronto Paine tuvo que desviar su atención, pues se encontró a fuego cruzado entre dos contrincantes. Por un lado, en Inglaterra, en 1792, es acusado de sedición a causa de la segunda parte de Los derechos del hombre, por agitar al pueblo contra su gobierno. Paine vivió este proceso desde Francia y consecuentemente tuvo puertas cerradas para regresar a Londres. Lo anterior tendría consecuencias adversas, pues derivado de la publicación, fue nombrado ciudadano honorario de Francia y electo a la Asamblea Nacional —encargada de elaborar la Constitución—, donde, por manifestarse contra el terror como un instrumento político y posicionarse contra la ejecución del rey Luis XVI, tuvo conflictos con el ala radical y fue encarcelado. Se salvó providencialmente de ser ejecutado, pero obviamente Inglaterra no tuvo el menor interés de interceder por él, y por su exacerbado radicalismo el embajador estadunidense también se negó a asistirlo. No fue sino hasta que James Monroe fue designado embajador que se le brindó apoyo para su regreso a los Estados Unidos. Como bien lo explica Eric Hobsbawm: “No es accidental que los revolucionarios norteamericanos y los jacobinos británicos que migraron a Francia debido a sus simpatías políticas se encontraran a sí mismos como moderados en Francia. Tom Paine fue un extremista en Gran Bretaña y los Estados Unidos, pero en París se encontraba entre los más moderados de los girondinos”.12

Por otro lado, es posible encontrar influencia de Paine en Latinoamérica. Antonio Aguilar Rivera nos recuerda que el ecuatoriano Vicente Rocafuerte tradujo al español El sentido común, y reconoció que su autor contribuyó “más que nadie a arrancar el cetro despótico de las manos del realismo”, y junto con Jefferson, Washington y Bolívar halló “el verdadero credo político que debemos seguir”.13 En México, Manuel González Oropeza14 describe que Servando Teresa de Mier citaba frecuentemente a Paine para “respaldar su idea de la creación de la sociedad mediante un pacto” y tomó la revolución de nuestros vecinos del norte como el referente para México. Sobre este aspecto profundizan Jaime Rodríguez y Kathryn Vincent, quienes describen cómo Mier regresó de los Estados Unidos a México en 1821 y, “bajo una variedad de influencias, entre ellas El sentido común, escribió la Memoria político-instructiva, un trabajo que favoreció a la república en lugar del imperio que Agustín de Iturbide estaba estableciendo”.15 Adicionalmente, en el plano jurídico se identifican conceptos consistentes con la corriente de Los derechos del hombre y la declaración de 1789. De manera muy particular en la Constitución de Apatzingán de 1814, que, como indica Ernesto de la Torre, “marca el nivel cultural e ideológico de los constituyentes mexicanos, su gran preparación jurídica y política, su capacidad para organizar una nación, para convertirla en un ente jurídico autónomo, librándola de la secular dependencia, y para introducirla en un régimen de derecho que garantizara la paz, la justicia y la libertad”.16 En efecto, sabemos que “los redactores del Decreto Constitucional de 1814… no eran ajenos al pensamiento de Locke, Hume, Paine, Burke y también de Montesquieu, de Rousseau”.17

En el capítulo V de la Constitución de Apatzingán, denominado “De la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos”, se consagran principios que después no fueron reincorporados en otros textos constitucionales, como “la felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad, y la íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas”. Asimismo, reconoce principios que posteriormente fueron actualizados en otros constituyentes, como “la libertad de hablar, de discurrir y de manifestar sus opiniones por medio de la imprenta, no debe prohibirse a ningún ciudadano, a menos que en sus producciones ataque el dogma, turbe la tranquilidad pública u ofenda el honor de los ciudadanos”. Sin duda, a pesar de que no rompe su vínculo con la religión, esta Constitución es de gran valor en la historia del pensamiento liberal mexicano y supera el debate Paine-Burke, al aprobar en un solo instrumento la forma de gobierno y la carta de derechos.

Thomas Paine escribió otras obras e intervino en diversas acciones de relevancia. Pero la congruencia entre las dos descritas a lo largo de estas líneas representa una evolución y perfeccionamiento de su pensamiento político que es un pilar de las democracias modernas y que tiene como sustento las dos más importantes revoluciones de la Ilustración del siglo XVIII. Paine fue también un promotor de la abolición de la esclavitud y de los contrapesos a las legislaturas, para evitar que fueran tan despóticas como los propios monarcas que fueron depuestos. La magnitud de su influencia y repercusión se vio afectada por dos razones principales: por un lado, sus posiciones religiosas y, por otro, haber confrontado públicamente en 1796 ni más ni menos que a George Washington, a quien acusó de alejarse de los principios de la revolución. Paine terminó sus días en el absoluto ostracismo y en la soledad. El ejercicio de sus libertades de pensamiento y opinión lo encumbraron, pero también lo derrumbaron. Vivió en plenitud su romanticismo revolucionario. Con el paso del tiempo su obra e influencia fueron ganando terreno entre líderes políticos y académicos de los Estados Unidos, Francia, Inglaterra, entre muchos otros países. No sólo fue designado Padre Fundador en los Estados Unidos de América, sino que, de acuerdo con una encuesta de la BBC, se encuentra entre los 100 mejores británicos de toda la historia. Por estas razones es que Bertrand Russell, al recordar el origen popular de Thomas Paine, describió que “hizo democrática la prédica por la democracia” y reconoció “que la articulación de una conciencia radical del bienestar humano e integridad intelectual dependen de la insistencia valiente en favor de la libertad para hombres y mujeres”.

El pensamiento de Thomas Paine trascendió su época y es vigente en la actualidad. Los principios de su obra sustentan un complejo entramado de constituciones, tratados e instituciones nacionales y globales tendientes a proteger las libertades y derechos humanos, ya sea mediante mecanismos de prevención y denuncia, tribunales y ombudsmen, así como una robusta plataforma educativa. Por otro lado, conforme estos derechos han evolucionado en prestaciones a cargo del Estado, se han promovido presupuestos y políticas públicas cuyo objetivo es materializar su goce y cumplimiento y así avanzar en la edificación de una sociedad con mayor libertad e igualdad. A pesar de que en el mundo observamos diariamente violaciones a estos derechos, todo este entramado representa uno de los valores comunes que comparten múltiples naciones y organismos internacionales. Los abusos y la barbarie que amenazan la viabilidad de las democracias liberales y de los derechos humanos ubican a Thomas Paine en la primera línea de defensa en una lucha de la cual él fue pionero. Sin duda la acertada visión del Fondo de Cultura Económica para reeditar Los derechos del hombre nos recuerda que esta obra y su autor son parte de nuestra vida contemporánea.


1 Paine explica en una nota de los Derechos del hombre en qué consiste esa costumbre de “cabalga y ata” (ride and tie): “Es una práctica seguida en algunas partes del país la de que, cuando dos viajeros no tienen más que un caballo que, como el tesoro nacional, no soporta a los dos jinetes, uno de ellos monta y cabalga adelantándose dos o tres millas, ata después la cabalgadura a una valla, y sigue su camino a pie. Cuando el segundo viajero alcanza el caballo, lo monta, se adelanta a su compañero en una milla o dos y vuelve a atar la cabalgadura, y así sucesivamente. Cabalgo y ato. [T.]

LOS DERECHOS DEL HOMBRE

A George Washington,
presidente de los Estados Unidos de América

Señor:

Tengo el gusto de ofreceros un pequeño Tratado en defensa de aquellos Principios de Libertad que vuestra ejemplar Virtud ha contribuido de manera tan evidente a establecer: Que los Derechos del Hombre lleguen a ser tan universales como vuestra Benevolencia pueda desear y que disfrutéis de la Felicidad de ver al Nuevo Mundo regenerando al Viejo, es la plegaria,

Señor,

de Vuestro muy obligado y obediente y humilde servidor

THOMAS PAINE

PREFACIO A LA EDICIÓN INGLESA

A juzgar por la posición que el señor Burke tomó en la revolución norteamericana, era natural que yo lo considerase como un amigo de la humanidad; y como nuestro conocimiento se inició en ese terreno, hubiera sido para mí mucho más agradable tener motivo para continuar manteniendo esa opinión en lugar de verme obligado a cambiarla.

En el momento en que el señor Burke pronunció en el Parlamento inglés su violento discurso del pasado invierno contra la Revolución francesa y la Asamblea Nacional me encontraba en París y le había escrito poco tiempo antes, para informarle del camino próspero que tomaban los asuntos. Poco después de esto vi el anuncio del folleto que intentaba publicar. Como el ataque iba a hacerse en un idioma poco estudiado y menos entendido en Francia, y como toda obra literaria sufre al ser traducida, prometí a algunos de los amigos de la Revolución en aquel país que, en cualquier momento en que apareciese el folleto del señor Burke, yo le saldría al paso contestándolo. Me pareció tanto más necesario hacerlo desde que vi las flagrantes tergiversaciones que contenía dicho folleto, que es al mismo tiempo un ataque injurioso a la Revolución francesa y a los principios de libertad, y un engaño al resto del mundo.

Estoy tanto más asombrado y disgustado por esta conducta del señor Burke, ya que (por las circunstancias que voy a mencionar) me había forjado otras esperanzas.

He visto suficiente de las miserias de la guerra para desear que aquélla desaparezca del mundo y que pueda encontrarse otro modo de resolver las diferencias que surjan ocasionalmente entre las naciones. Esto podría ocurrir si las Cortes estuvieran dispuestas a resolverlas honradamente o si los pueblos estuvieran lo suficientemente ilustrados para no ser simples juguetes de las Cortes. El pueblo norteamericano había sido educado en los mismos prejuicios contra Francia que en un tiempo caracterizaron al pueblo de Inglaterra; pero la experiencia y el conocimiento de la nación francesa han demostrado a los norteamericanos la falsedad de dichos prejuicios; y no creo que haya relaciones más cordiales y sinceras entre dos pueblos que las que existen hoy entre Norteamérica y Francia.

Cuando vine a Francia en la primavera de 1787, el arzobispo de Toulouse era entonces ministro y en aquella fecha altamente estimado. Cultivé íntimas relaciones con el secretario particular de ese ministro, hombre de corazón grande y benévolo, encontrando que coincidían nuestros sentimientos respecto a la locura de la guerra y a la absurda y contraproducente política entre dos naciones como la de Inglaterra y la de Francia, molestándose mutuamente de continuo, sin llegar a otra solución que un aumento en ambos países de nuevas cargas y nuevos impuestos. Con el propósito de estar seguro de que no había entre nosotros ninguna mala interpretación, puse por escrito lo fundamental de nuestras opiniones y se lo envié, acompañado de la pregunta de hasta qué punto, en el caso de que yo considerase que existía entre el pueblo de Inglaterra alguna disposición a cultivar un mejor entendimiento entre ambos países que el hasta entonces prevaleciente, estaba yo autorizado a sostener que existía por parte de Francia idéntica disposición. Me contestó por carta, sin reservas de ninguna clase, que no sólo lo creía él, sino que el ministro, con cuyo consentimiento me escribía, participaba de la misma opinión.

Puse esta carta en manos del señor Burke hace casi tres años, y en su poder está todavía, con el deseo y la esperanza natural —dada la opinión que había concebido de él— de que encontraría oportunidad de hacer buen uso de ella, con el propósito de destruir aquellos errores y prejuicios que se mantienen entre dos naciones vecinas, por falta de mutuo conocimiento y que sólo producen daño para ambas.

Cuando estalló la Revolución francesa se le presentó ciertamente al señor Burke una oportunidad de hacer algún bien, si se hubiera encontrado dispuesto para ello; en lugar de esto, en cuanto vio que los viejos prejuicios iban desvaneciéndose, se apresuró a sembrar las semillas de una nueva causa de hostilidad, como si tuviera miedo que Inglaterra y Francia cesaran de ser enemigas. Es tan cierto como lamentable que en todos los países existen hombres que sacan partido de la guerra y de mantener vivas las luchas entre las naciones; pero cuando quienes dirigen el gobierno de un país se dedican a sembrar la discordia cultivando esos prejuicios, esa actividad es más imperdonable aún.

En cuanto a un párrafo de esta obra que alude a que el señor Burke disfruta de una pensión, debo decir que el rumor ha estado circulando por lo menos desde hace dos meses; y, como ocurre a veces que el interesado es el último en enterarse acerca de lo que más le importa, lo menciono aquí para que el señor Burke pueda tener una oportunidad de desmentir el rumor, si lo creyese oportuno.

THOMAS PAINE

PRIMERA PARTE


1 Cf. Edmund Burke, Textos políticos, Fondo de Cultura Económica, México, 1942, pp. 60 y ss. [T.]

2 Cf. Burke, op. cit., pp. 54-57. [T.]

3 Ibid., p. 60. [T.]

4 Ibid., p. 56. [T.]

5 En francés en el original. [T.]

6 Cf. Burke, op. cit., p. 107. [T.]

7 Después de escrito lo anterior, hemos encontrado otras dos menciones de la Bastilla en el panfleto de Burke, pero siempre en el mismo tono. En una le introduce en una especie de problema oscuro: “¿Obedecerá de buen grado cualquiera de los ministros que sirven a tal rey, o como se le quiera llamar, aunque no sea más que con una apariencia decorosa de respeto, las órdenes de aquéllos a quienes no más tarde que anteayer habían enviado a la Bastilla por orden del rey?” [Textos políticos, p. 216.] En otra ocasión se menciona como si implicase responsabilidad criminal para los guardias franceses que tomaron parte en su destrucción: “No han olvidado —dice— la toma de los reales castillos de París”. Éste es el señor Burke que pretende escribir acerca de la libertad constitucional. [El texto de Burke citado en el cuerpo de este libro está en Textos políticos, p. 114. (T.)]

8 Lord George Gordon fue condenado en 1787 por calumnia contra la reina de Francia y recluido en Newgate. [T.]

9 Alusión a The Pilgrim’s Progress, de este autor. [T.]

10 Cf. Burke, op. cit., p. 103. [T.]

11 Al narrar esto, lo hago con absoluta seguridad, porque lo he oído contar al señor de La Fayette, de quien soy amigo desde hace 14 años.

12 Una narración de la expedición a Versalles puede leerse en el número 13 de la Révolution de Paris, que se refiere a los hechos del 3 al 10 de octubre de 1789.

13 Cf. Burke, op. cit., p. 116. [T.]

14 Idem.

15 Es una práctica seguida en algunas regiones del país la de que, cuando dos viajeros no tienen más que un caballo que, como en el caso del tesoro nacional, no soporta a los dos jinetes, uno de ellos monta y cabalga adelantándose dos o tres millas, ata la cabalgadura a una valla, y sigue su camino a pie. Cuando el otro viajero alcanza el caballo, lo monta, se adelanta a su compañero en una o dos millas y vuelve a atar la cabalgadura, y así sucesivamente.

16 La Corona inglesa. [T.]

17 La palabra que emplea la carta es renvoyé.

18 Cf. Burke, op. cit., p. 131. [T.]

19 Cuando en cualquier país presenciamos sucesos extraordinarios de cualquier clase, esa situación conduce a un hombre que posee algún talento para la investigación y la observación a inquirir sus causas. Las manufacturas de Manchester, Birmingham y Sheffield, son las principales de Inglaterra. ¿Por qué ha ocurrido esto? Me parece que con una pequeña observación explicaremos satisfactoriamente el caso. El núcleo principal, la generalidad de los habitantes de esos lugares, no pertenece a lo que se conoce en Inglaterra con el nombre de la Iglesia establecida por la Ley. Y ellos, o sus padres (porque el movimiento observado data de corta fecha), salieron huyendo de la persecución religiosa de las ciudades que tenían cartas de privilegio, donde las leyes “de prueba” son más exigentes, y lograron establecerse en una especie de asilo, precisamente en esos lugares. Éste fue el único asilo que se les ofrecía, porque el resto de Europa estaba en peores condiciones. Pero la situación está cambiando. Francia y los Estados Unidos dan la bienvenida a todos los que llegan y les inician en los derechos de la ciudadanía. Es posible que la política y el interés logren ahora, quizá demasiado tarde, dictar en Inglaterra lo que no pudieron hacer la justicia y la razón. Esas manufacturas se están retirando de los lugares donde trabajaban, erigiéndose en otros. En los momentos en que escribo se está levantando una gran manufactura de tejidos de algodón en Passy, a sólo tres millas de París, y sé de algunas que se están estableciendo en Norteamérica. Poco después de que el Parlamento rechazó el proyecto de ley para anular esas “leyes de prueba”, uno de los más ricos industriales de Inglaterra dijo en mi presencia: “Señor, Inglaterra no es país para los disidentes, tenemos que irnos a vivir a Francia”. Esta es la pura verdad y procedo justamente hacia las dos partes en litigio proclamándola en público. Han sido los disidentes quienes han elevado de modo principal las manufacturas inglesas de alto grado que presentan hoy, y son precisamente estos hombres los que tienen el derecho de llevárselas y, aunque vuelvan a erigirse otras manufacturas en esos mismos lugares, los mercados extranjeros se habrán perdido para entonces. Con frecuencia aparecen en la London Gazette extractos de determinadas leyes, que tratan de evitar que salgan del país máquinas y personas, hasta donde es posible por lo que se refiere a las personas. De su lectura se deduce que ya empieza a ponerse en duda la bondad de aquellas leyes y de la religión oficial, pero el remedio de la fuerza nunca puede suplir al de la razón. Es posible que antes de un siglo toda la parte de Inglaterra que no goza de representación, cualquiera que sea su confesión religiosa, y que es, por lo menos, 100 veces más numerosa que la representada por el Parlamento, comience a sentir la necesidad de una constitución, y entonces se le presentarán todos esos problemas.

20 Cf. Burke, op. cit., pp. 183-184. [T.]

21 Cf. ibid., p. 48. [T.]

22 Cuando el ministro inglés, señor Pitt, vuelva a mencionar en el Parlamento las finanzas francesas, debía recalcar lo sucedido como un buen ejemplo.

23 El señor Burke (y debo tomarme la libertad de decirle que conoce muy poco los asuntos franceses) dice al hablar del asunto: “La primera cosa que me llamó la atención en la convocatoria de los Estados Generales fue el hecho de que se apartara en tan gran medida de los precedentes antiguos”. [Textos políticos, p. 76.] Y poco después de esto añade: “Desde el momento que leí la lista (de sus miembros), vi claramente todo lo que había de seguirse casi en el mismo grado que ha ocurrido”. [Textos políticos, Revolución, L’Intrigue du Cabinet, les grands pasiones particulares L’Intrigue du Cabinet, I

24 Juego de palabras entre nobility y no-ability. [T.]