Portada: Invierno en Viena. Petra Hartlieb
Portadilla: Invierno en Viena. Petra Hartlieb

 

Edición en formato digital: octubre de 2017

 

Traducción publicada con el apoyo de The Austrian Federal Chancellery

 

Título original: Ein Winter in Wien

En cubierta: ilustración de
Bilwissedition Ltd. & Co. KG/Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Rowohlt Verlag GmbH, Reinbek bei Hamburg, 2016

© De la traducción, Richard Gross

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17151-76-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para Emma, Jan y Oliver

y mi abuela, Johanna

 

Había nevado toda la noche. Copos gruesos e incesantes. Aún estaba oscuro cuando sonó el despertador de Marie, pero era una oscuridad distinta a la habitual, en cierta forma más suave y templada. No se oía ruido alguno. Hacía un frío húmedo en su pequeño cuarto, y Marie decidió permanecer acostada cinco minutos más bajo el cálido edredón.

A punto de adormecerse de nuevo, oyó en la habitación adyacente el parloteo de Lili consigo misma. Sin perder tiempo, saltó del lecho, se echó encima su bata ligera y entró en la habitación de la niña. Lili, de pie en su camita, puso una cara radiante al verla y extendió sus bracitos gordezuelos hacia ella. Marie la alzó rápidamente y la pequeña se apretó contra la niñera.

—¡Chisss, calladita! Papá y mamá están dormidos todavía, y Heini también.

Se la llevó a su cuarto, la sentó sobre su cama, dura y estrecha, y ciñó la manta alrededor de su cuerpo. Solo después comenzó a vestirse. Así lo repetía todas las mañanas, era un pequeño ritual establecido entre ellas, con el que la cría, de dos años, al parecer disfrutaba. Lili, completamente quieta, observaba con los ojos muy abiertos cómo Marie se desprendía del camisón, se enfundaba la ropa íntima (naturalmente volviéndole la espalda), sujetaba las medias de lana en el liguero, se ponía al fin su único vestido abrigado y se ataba el delantal por encima.

Cuando bajaron, en la chimenea ya ardía la lumbre y la leche caliente estaba sobre el fogón. Marie colocó a la niña en el parquecito y le dio el biberón.

—Quédate aquí, cariño, voy a despertar a Heini.

Marie pudo escuchar el chupeteo de Lili hasta la primera planta.

—¿Pero dónde anda mi tesorito? ¿Ya tienes tu leche? Eso, sé buena y bébetela.

Anna, la cocinera, había entrado en la sala y le hablaba a Lili.

El cuarto de Heinrich aún estaba a oscuras. Marie encendió la lámpara del pupitre y se quedó un instante contemplando la escarcha de la ventana. El chico yacía acurrucado, bajo la manta, solo asomaba su pelo castaño. Dentro de poco la cama le vendría pequeña. Marie le dio un breve toque en el hombro, pero el chico no hizo más que soltar un gruñido.

—Heini, despierta. Tienes que levantarte e ir a la escuela. Mira, ¡ha nevado!

—¿De verdad? ¡Déjame ver!

Heinrich abandonó la cama de un salto, tumbando casi a Marie. Llevaba semanas esperando ansioso la llegada del invierno y rondando cada dos por tres el trineo que le habían regalado en verano por su noveno cumpleaños. Ahora, por fin, nevaba, como de milagro. La víspera se había acostado hacia las siete y media tras despedirse modosamente de sus padres, lavarse la cara y las manos y hacerse arropar por Marie. Aún quería leer diez minutos su novela de indios, pero cuando al poco Marie entró en la habitación, ya se había dormido. Solo entonces comenzó a nevar.

Heinrich corrió a la ventana, la abrió de un empujón, provocando la inmediata entrada de una bocanada de nieve, y asomó el tronco entero.

—¡Heinrich! ¡Ten cuidado! ¿Qué haces? Te vas a caer por la ventana. Y vas a coger un resfriado estando en pijama con este frío.

Nunca Heinrich se había vestido con tanta celeridad, embutiéndose en un pispás en su pantalón de lino grueso, poniéndose la camisa y, por encima, un jersey de lana azul oscuro.

—¿Puedo salir? —gritó en voz alta mientras bajaba en tromba por las escaleras de madera. A Marie le costó Dios y ayuda alcanzarlo.

—¡Chisss, Heini, quieto! Tus padres siguen durmiendo. No debes armar ruido. Tu padre, como siempre, se ha pasado la mitad de la noche trabajando.

—Esa advertencia llega tarde.

El doctor, con un largo albornoz color burdeos, se encontraba en el rellano superior de la escalera y miraba a Marie con gesto severo.

—Buenos días, doctor. Disculpe, no he podido tranquilizarlo. Se alegra tanto de la nieve...

—Está bien, está bien. Dígale a Sophie que me traiga el café.

—A sus órdenes, doctor.

Entretanto, Heinrich se había dado prisa para calzarse las botas y salir corriendo al jardín. La nieve casi le llegaba hasta las rodillas, y el chaval retozaba como un perrito.

—¡Basta, Heinrich! Ahora mismo vienes a desayunar. ¡Pero ya!

Marie estaba incómoda cuando tenía que ponerse estricta; al fin y al cabo, era tan joven todavía. Hasta hacía poco, ella también hacía trastadas por el estilo, y ahora debía educar a este par de niños, encima bajo la vigilancia de los padres. El doctor era más clemente que la señora, quien empleaba mano dura, sobre todo con Heinrich. Marie le tenía un gran respeto. La señora era unos años mayor que ella, pero se las daba de persona con sabe Dios cuánta experiencia. Parecía una dama avejentada y vestía como tal, lo que tampoco mejoraba las cosas. Marie tenía la sensación de que la mujer no la soportaba.

En la entrevista para el trabajo, cuando Marie estaba sentada en el salón con los señores y el doctor repasaba su libro de servicio, la señora ya la había mirado con desdén. Marie consiguió el puesto porque la familia necesitaba con urgencia una sustituta. Hedi, la niñera que había vivido con ellos cinco años, se marchaba porque iba a casarse. Se quedó justo dos semanas más para instruir a Marie.

Por lo pronto, el doctor la contrató a prueba y le explicó que debía ocuparse únicamente de los niños. Le rogó que no les hablara en su marcado dialecto. «Aprenderá usted rápido a no hacerlo, señorita», había dicho, mientras su mujer, veinte años menor, lo observaba con gesto dudoso.

 

Tres meses atrás, cuando se desplazó a Währing en tranvía para la cita y recorrió a pie el camino desde la parada hasta la dirección que le habían indicado, ya se había figurado cómo sería la vida en aquel barrio. Las hermosas casonas, los árboles y jardines por todas partes... aquella era una Viena completamente distinta a la que Marie había conocido hasta entonces.

Su último empleo había sido con la familia de un banquero de la calle Tuchlauben, en pleno centro de esa gigantesca ciudad en la que todo le parecía demasiado estrecho y bullicioso. Acababa de cumplir dieciséis años y trabajaba de simple ayudante de cocina. Le habían asignado un cuartito gélido, atravesado por corrientes de aire pese a lo minúsculo de la ventana, que daba al patio de luces. La cocinera la vejaba y martirizaba, le prohibía salir de la cocina en todo el día y no la dejaba hacer la compra ni menos aún servir la comida a los señores.

—Tú no tienes ni idea, vacaburra, allá fuera solo te pierdes, y los señores son muy distinguidos: derramas la sopa y te despiden —le había dicho la resabiada señora Mayerhofer, que presumía de cocinar para «su» familia desde hacía veinte años. Los exiguos restos se los daba a Marie, que siempre pasaba hambre y rara vez conseguía birlar un trozo de pan o un puñado de patatas y llevárselos a su cuarto.

En la familia había tres criaturas; la más joven, Clara, solo tenía medio año, y cuando de la noche a la mañana la niñera renunció a su puesto, se presentó la ocasión para Marie. Fue imposible encontrar un reemplazo inmediato, y la señora de la casa sufría de los nervios, de modo que los retoños fueron entregados al cuidado de Marie. Pasó del cuartito a un gabinete contiguo a la habitación de los niños.

Aunque Clarita no dormía seguido una sola noche y Johannes, de cuatro años, era un niño complicado y enfermizo, a Marie el trabajo no le suponía ningún esfuerzo. Dormía con la puerta abierta para oír a los pequeños, y a menudo paseaba al bebé en brazos caminando durante horas de un lado a otro de su cuarto. Comía con los tres y podía tomar el aire todos los días. Con la menor en el cochecito y Johannes y Anna, de diez años, a su costado, daban su paseo cotidiano, exploraban la ciudad, visitaban alguno de los hermosos parques, la catedral de San Esteban, el Palacio Imperial o los grandes museos... Marie adoraba aquellos edificios. La hacían sentir que formaba parte de una gran historia.

Era feliz y esperaba que la vida continuara de esa manera, por lo menos durante unos años, cuando de repente sobrevino la desgracia: poco después de la Navidad, la madre de la familia murió, y el señor decidió enviar a los niños a casa de sus propios padres, en la localidad tirolesa de Telfs. No aguantaba verlos, no quería tenerlos cerca. Al instante se presentó la abuela y se los llevó consigo, dejando, en el momento menos pensado, a Marie sin trabajo. Esta preguntó discretamente si podía retomar las tareas en la cocina, pero la cocinera se le rio en las narices:

—¡Te creíste no sé qué! Me mirabas con soberbia cuando pasabas a mi lado con los críos. Pues bien empleado te está, a mi cocina no vuelves.

De un día para otro Marie se encontró en la calle. El banquero por lo menos le pagó el sueldo del mes completo, pero el dinero no le alcanzaría para mucho tiempo. Más de una vez se asomó a la barandilla del puente y miró al canal del Danubio pensando en poner fin a su vida. ¿Qué iba a hacer? Contaba apenas dieciocho años, no tenía nada ni a nadie. No podía volver a la casa de los suyos, su padre la habría echado sin contemplaciones.

En una de esas, mientras miraba con los ojos fijos a las aguas oscuras del canal, sintió una mano posándose en su hombro.

—¡Ay de ti si llegas a tirarte, hija! En todo caso, no cuando yo pase por aquí, pues me vería obligada a tratar de salvarte. Y eso acabaría con mis huesos.

Josephine era solo diez años mayor que ella, pero tenía el aspecto de una mujer vieja que había visto muchas cosas en su vida. Se llevó a Marie a la aguardentería, donde le sirvió té con ron y escuchó su historia. Al parecer, el alcohol le soltó la lengua, porque Marie lo contó todo: habló del padre y de la abuela, de la granja donde había estado de criada, de su puesto de ayudante de cocina y del tiempo feliz con los niños en la calle Tuchlauben. Sus lágrimas no paraban de gotear en el té, y cada dos por tres Josephine le tendía su pañuelo sucio.

—Pues bien, lo que cuentas no es nada divertido, pero ¿sabes una cosa? No eres la única que tiene una vida difícil. ¿Adónde iríamos a parar si todos fuéramos a tirarnos al agua? Eres una muchacha joven y sana, incluso sabes leer y escribir. Ya te encontraremos algo.

Cuando Marie hubo desahogado el corazón, Josephine la empujó a la noche fría y recorrieron durante unos minutos el intrincado callejero del segundo distrito. La condujo a un minúsculo cuarto en cuyo suelo había un colchón con una manta delgada.

—Lo primero que vas a hacer es dormir a tus anchas, yo tengo que ir a trabajar. No te muevas de aquí ni abras a nadie hasta que vuelva. ¿Comprendido? Y al que menos, al guarro de Poldi, el de enfrente. Cuando bebe, suele golpear en mi puerta. Así que no abras a nadie.

Marie instantáneamente cayó en un sueño profundo, y cuando Josephine regresó no sabía si había dormido dos horas o veinte. Debían de ser muchas, pues entretanto Josephine no solo había conseguido una cama, sino que también le había encontrado trabajo.

Ahora Marie era una «inquilina de cama» en un piso cochambroso del Leopoldstadt, es decir, descansaba de día unas horas en un lecho que por la noche era utilizado por otra persona. Cuando oscurecía, se levantaba, procuraba asearse lo mejor posible en el lavabo que había en el pasillo y caminaba hora y media en dirección al distrito de Ottakring, donde trabajaba de friegaplatos en una taberna.

Odiaba el trabajo, odiaba a los dueños de la taberna y tenía miedo a los borrachos que, apenas ella asomaba la cabeza desde la cocina, la perseguían y la acosaban con bromas vulgares. El único rayo de luz era Josephine, que llevaba mucho tiempo trabajando allí de camarera y sabía cómo tratar a los clientes beodos. Sabía defenderse y no perdía de vista a Marie, cuidando de que nadie se le acercara demasiado.

—Eres muy joven y debes estar atenta a tu honor. Es lo único que tienes. Si te quedas preñada, yo tampoco podré ayudarte.

Josephine le pasaba habitualmente una parte de sus propinas y en cierto momento le aconsejó que acudiera a la agencia de colocación para solicitar un puesto de criada. Dijo que era una posibilidad para escapar de la miseria, y que aunque hubiera familias horrorosas que buscaban personal de servicio, ella podía tener suerte. El banquero de la calle Tuchlauben le había redactado un certificado de trabajo excelente, en el cual subrayaba lo bien que se le daba el trato con los menores. Marie guardaba aquel papel como oro en paño, podía ser el salvoconducto hacia un futuro mejor.

Finalmente, después de un sinnúmero de entrevistas (había caminado decenas de kilómetros por Viena, pues no tenía dinero para viajar en tranvía), se encontró sentada en la casa de aquella familia de la Sternwartestrasse, consciente de que si esa vez la entrevista no prosperaba, desistiría. Ya no podía con sus pies, no podía quedarse otro invierno en el piso helado, no soportaba más la taberna ni a los borrachos. De pronto, el doctor dijo de forma completamente inopinada:

—Bueno, vamos a intentarlo con usted, aunque me parece muy joven. La tomo a prueba. Durante las próximas dos semanas Hedi se lo enseñará todo, para entonces Lili y Heinrich se habrán acostumbrado a usted. ¿Cuándo puede empezar?

—Enseguida —susurró Marie—. ¿Mañana, pues?

Al día siguiente, lio sus escasas pertenencias en un hatillo y, con su último dinero, compró un billete para la línea E2 del tranvía. Se apeó en Aumannplatz y subió despacio por la Türkenschanzstrasse, deteniéndose una y otra vez para contemplar las casas y los imponentes árboles. El barrio se llamaba Cottage, había oído hablar de él alguna vez. Allí residían las familias acomodadas a las que el centro urbano les resultaba demasiado angosto. Fachadas de ladrillo, ventanales, jardines, las calles bordeadas por árboles: en esa zona de aire salubre viviría ella en adelante. A duras penas daba crédito a su felicidad.

La puerta de la casa se abrió tras el primer timbrazo, y una joven de mirada displicente asomó la cabeza.

—Sí, diga.

—Buenos días. Soy Marie Haidinger. Vengo a incorporarme a mi puesto de niñera en esta casa.

La mujer abrió la puerta un resquicio y observó a Marie con recelo.

—¡Ah, eres tú! Pues muy bienvenida. —Al pronunciar el «muy» torció las comisuras de los labios hacia abajo y, de mala gana, dejó pasar a Marie al reducido vestíbulo—. Pero los señores están fuera. Hoy no puedes empezar.

Era una mañana insólitamente calurosa para mediados de septiembre, Marie estaba sin resuello y se encontraba bañada en sudor después de haber subido por la empinada calle. Se quitó el sombrero y, mientras esperaba indecisa en el vestíbulo, se abrió una puerta y se vio enfocada por los ojos de una corpulenta mujer mayor.

—Ah, tú debes de ser la nueva chacha. Pasa, pasa. Yo soy Anna, la cocinera y ama de llaves de la familia desde hace diez años. Pero entra ya, no te quedes ahí tan apocadita. Y tú, Sophie, deja de poner cara de mala uva. ¿Has hecho las camas?

La muchacha se esfumó hacia la primera planta, y de manos a boca Marie se encontró sentada en una cocina luminosa ante un vaso de limonada y un trozo de pastel. Tomó un sorbo y creyó estar en el paraíso.

—No seas tan pudorosa. En nuestra casa nadie tiene que pasar hambre, de eso me encargo yo. Cómete el pastel, ¿o será que prefieres pan con mantequilla?

—No, qué va. El pastel es delicioso. ¿Y los niños?

—Pues Heinrich está en la escuela y la pequeña ha salido de paseo con Hedi al parque. Dentro de nada vendrán a almorzar.

—¿Y los señores?

—Se han ido al monte Semmering por unos días. El doctor sufre del oído, ¿sabes? Siente un dolor constante y parece que escucha ruidos extraños todo el rato. Ya oye mal, y eso que no tiene ni cincuenta años. Así que la señora pensó que un cambio de aires le sentaría bien.

—Por cierto, en la entrevista no pregunté a qué se dedican los señores.

—El señor es médico de formación, pero hace mucho que no ejerce. Es un escritor famoso. ¿Nunca has oído el nombre?

Marie, avergonzada, negó con la cabeza.

—Ya lo creo. Nunca habrás ido al teatro.

—No, no he ido nunca. Pero sé leer.

—Por supuesto que sabes leer. De lo contrario, los señores no te habrían contratado. A los pequeños les tienes que leer siempre.

—¿Y la señora?

—Ella... en el fondo quisiera ser cantante, pero yo te digo que no afina. Todos se dan cuenta, menos ella, y por eso muchas veces está de mal humor.

—¿Y la muchacha que me ha abierto la puerta?

—Esa es Sophie. Una tontaina que lleva medio año en la casa.

—¿Por qué es tan antipática?

—Bah, ya se le pasará. Le gustaría ser niñera, pero ni siquiera sabe leer. Eso el doctor no lo tolera. Ven, te enseño la casa.

Anna la paseó por todas las estancias, y Marie quedó impresionada. En la sala había un piano y los niños tenían cada uno su propia habitación, junto a la cual había un pequeño cuarto.

—Aquí vas a dormir tú, al lado mismo de la habitación de Lili. Hedi todavía estará unos días para que los niños puedan acostumbrarse a ti. Mientras tanto, dormirás con Sophie en el cuarto de detrás de la cocina.

Lentamente, Marie traspasó el umbral e inspeccionó la pieza. En la parte opuesta a la ventana había una cama estrecha, recubierta de una ropa tan blanca como el jazmín. La manta no era vieja ni delgada, al contrario: si la vista no la engañaba, se trataba de un auténtico edredón. En la mesita de noche había un jarro con flores; delante de la ventana abierta flameaba una cortina clara, a través de la cual se atisbaban los grandes árboles. ¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo había merecido ella tanta suerte? Se le saltaron las lágrimas.

En casa de sus padres, las cuatro hermanas habían tenido que conformarse con dos camastros estrechísimos, compartiendo ella lecho con Magda, su hermana mayor. Las mantas eran tan finas que en invierno su madre las cubría con una funda rellena de paja. La ropa de cama se cambiaba rara vez, y en más de una ocasión Marie se despertaba por las patadas de su hermana o por los fastidiosos mordiscos de las chinches. Eso sí, se sentía segura en el minúsculo cuartito de aquel entonces. El padre nunca entraba en el dormitorio de las hijas, y el hermano había sido alojado en una habitación aparte, situada en el otro extremo del patio.