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Siglo XXI

Enrique González Duro

Las rapadas

El franquismo contra la mujer

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Son pocos los libros que han mostrado la represión ejercida sobre las mujeres republicanas. Ellas fueron víctimas de abusos institucionalizados y sistemáticos que tenían como objetivo demonizar el arquetipo de mujer que había comenzado a extenderse durante la Segunda República –que permitía un cierto escape respecto a la rigidez previa y, aun más, respecto a la que vino después.

Mientras que ellos habían caído en el frente, habían sido ejecutados o huían ante la llegada de los sublevados, ellas permanecían en los pueblos, a cargo de sus familias, en la miseria, y eran, muchas de las veces, juzgadas en tribunales militares en los que se decidía qué mujeres debían ser vejadas y marcadas por haber contribuido al derrumbe de la «moral». Así, se extendió el corte de pelo al rape y la ingesta de aceite de ricino para provocarles diarreas y pasearlas por las calles principales de las poblaciones «liberadas», acompañadas por bandas de música. No se trataba tanto de apartar o perseguir al enemigo sino, más bien, de exhibir una especie de «deformidad» producto de la República. Era algo más que un abuso ejercido sobre las mujeres, fue un furibundo ataque a un modelo de mujer libre, moderna e independiente.

Enrique González Duro es uno de los más destacados psiquiatras de nuestro país. Con más de treinta años de labor a sus espaldas, fue uno de los líderes del movimiento antiinstitucional que cuestionaba la psiquiatría tradicional y proponía otras alternativas teóricas y prácticas. Puso en marcha el primer hospital de día en España y emprendió la reforma de las instituciones psiquiátricas de Jaén. Colaborador habitual en diversos medios de comunicación, es autor, entre otras, de las obras Represión sexual, dominación social (1976); Las neurosis del ama de casa (1990); Historia de la locura en España (1996); Franco, una biografía psicológica (2000); La sombra del General o Biografía del miedo (2005).

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RAG

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© Enrique González Duro, 2012

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2012

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1898-6

A Mercé Bartolomé Lluch, por lo bien vivido

I. la nebulosa represión franquista

Tal vez la primera víctima de la insurrección militar del 18 de julio de 1936 en Pamplona –«el secretario» Mola ha recomendado extender el terror y dar la sensación de dominio absoluto– fue el magistrado Luis Elio, de familia muy acomodada y de mentalidad liberal. El domingo día 19 oyó desde su casa los «vivas» y los «mueras», y poco después fue detenido por una patrulla de falangistas, carlistas y policías: «Venga con nosotros; queda usted detenido a disposición del general Mola». Sin haberse despedido de la familia, fue llevado por la calle a la comisaría de Policía, que estaba llena a rebosar. Lo recibió el comisario-jefe, al que conocía de antes: «Los que le han detenido son mozos de los pueblos, para que no se les conozca. Nosotros no podemos hacer nada; no debemos hacer nada. Son órdenes recibidas que no tenemos más remedio que acatar. Ahora han salido a la búsqueda de más detenidos. Usted ha tenido suerte de que le detuvieran el primero: cuando los tengan a todos los meterán en el camión que espera en la puerta y se los llevarán con rumbo desconocido para matarlos en el recodo de un camino o detrás de las primeras tapias que encuentren»[1]. El comisario, agobiado por la situación y tal vez apiadado, quiso y pudo facilitarle la huida: «Desde luego, usted y yo no hemos hablado».

En la calle, el juez no sabía qué hacer ni adónde ir. Volver a casa o ir a la de algunos parientes o amigos era inútil: lo irían a buscar de nuevo. Se sentía desamparado, le apremiaba librarse de aquellos golpes de unos mozos irresponsables y desconocía, aunque la veía difícil, la escapatoria. Debía apresurarse para salir de aquel laberinto de calles que se iba poblando de miradas insistentes e inquisitoriales. Caminaba hacia las afueras de la ciudad, precavido y pensando, hasta que se le ocurrió pedir refugio en casa de un antiguo administrador de las fincas de su familia y de reconocida significación carlista. Aquella casa, única en su entorno, sería para él como una fortaleza inexpugnable. Se atrevió a llamar y le abrió el dueño, al que habló atropellada y angustiosamente de su situación. Con calma, éste le dijo: «Si no escuché mal, usted pretende, ¡nada menos!, que yo le dé asilo en mi casa, traicionado la confianza que el partido tiene depositada en mí». Y siguió perorando: «Tampoco está usted tan exento de culpa. El mal ejemplo es el peor de todos los pecados. Precisamente usted, que pertenece a una de las familias más nobles y distinguidas de Navarra, pero que tiene a gala el presumir de su falta de religiosidad. Se ha entregado al capricho de los obreros actuando al dictado de ellos […] A usted, que es el primer terrateniente de este territorio, le ha dado últimamente por repartir entre sus colonos sus casas y sus tierras. ¡Si esto no es comunismo, dígame qué cosa es!»[2].

El juez le recordó que era muy conocida la religiosidad de su familia, dándole toda clase de explicaciones. El «amo» anduvo pensativo, paseándose por el despacho, hasta que llamó a una vieja sirvienta, Fermina: «Llévalo al lavadero, cierra y tráeme la llave». Así comenzó su encierro, que se prolongó hasta algo después del fin de la guerra, en severo aislamiento social, sin poder salir de aquel lugar y sin poder hablar sino con la vieja Fermina, que le hacía y le servía la comida, le limpiaba la habitación y le lavaba la ropa. Fue su única interlocutora posible, la que le daba un mínimo toque de realidad y mitigaba las fantasías psicóticas que inevitablemente le surgían. A medida que transcurría el tiempo, se acentuaba la soledad y él perdía el sentido de la realidad.

Se oyen los silencios de la casa y de la ciudad. No faltan, como todas las noches, los trallazos que los quiebran. Son secos, distantes, sin ecos que los aproximen. Son los tiros de los cazadores al acecho. Son los odios resguardados en los quicios de las puertas, en las esquinas, detrás de los árboles[3].

Siente que la muerte se le va acercando: el suicidio lo inunda, o el odio, la venganza que paladea, la amenaza que le tensa los nervios, el temblor, la tristeza, la nostalgia, la ausencia del mismo vivir. El magistrado está triste, angustiado y, aun soñando, se siente perseguido y cree que le van a matar. Siempre al borde del delirio, trata de no inquietarse demasiado por sus «ensoñaciones».

Fuera, continuaban los fusilamientos despertando el día, aunque ahora la autoridad militar ha prohibido la «publicidad» de los primeros días. Un día, el magistrado se despierta sobresaltado, de presagio.

El rumor llega desde lejos; unas voces que suenan como el repuntar de una marea tormentosa que comienza, de una turbonada; predomina en él la agudeza de la voz femenina formando un todo que no admite la conversación ni el diálogo; es una voz orquestada al unísono, que siempre dice lo mismo. Sus avanzadas deben estar pasando frente a la casa; en dirección a los fosos de la Ciudadela: se percibe con toda claridad el tono mujeril, que es de curiosidad, de injuria, de reniego[4].

Por la noche lo confirma Fermina: no dice nada de los fusilamientos, que no entiende; lo que no admite ni se explica es que haya mujeres tan desalmadas que vayan a presenciarlos. En Pamplona se fusilaba a los rojos en la Ciudadela, a los pies del Fuerte de San Cristóbal, y eran públicos.

El espectáculo, quizá por lo ejemplarizante, se extendía por los territorios que los «nacionales» iban ocupando, superando la primera etapa de «terror caliente», en la que los fusilamientos consecuentes a los llamados «paseos» se hacían en cualquier parte y a cualquier hora. Luego, los fusilamientos, producto de los consejos de guerra sumarísimos, se efectuaban periódicamente y de un modo más o menos organizado. En Valladolid, las ejecuciones se efectuaban en el Campo de San Isidro, situado en las afueras de la ciudad, adonde los condenados a muerte eran trasladados desde las abarrotadas cárceles, de tal manera que se instalaron puestos de churros para satisfacción de los espectadores que se desplazaban para contemplar el espectáculo. La pradera de San Isidro llegó a convertirse en una especie de animada feria para una parte de la «buena sociedad» vallisoletana. Mientras presenciaban los fusilamientos, muchos jóvenes, entre los que se encontraban bellas señoritas de Valladolid, tomaban churros y copas de anís de las que se despachaba en cercanos aguaduchos, entreteniéndose en insultar a los condenados que no morían en el acto[5]. El propio gobernador civil de Valladolid quiso intervenir en el asunto: «En estos días en que la justicia militar cumple la triste misión de dar cumplimiento a sus fallos, de dar satisfacción a una vindicta pública, se ha podido observar una inusitada concurrencia de personas al lugar en que se verifican esos actos, viéndose entre aquéllos niños de corta edad, muchachas jóvenes y hasta señoras»[6].

La nota se publicó el 24 de septiembre de 1936, pero no implicaba una orden o prohibición, sino sólo una recomendación. Porque los fusilamientos, al parecer, debían seguir siendo públicos, por su presunta ejemplaridad o para la amenaza que suponían para toda la población. Y se sabe que, durante un tiempo bastante prolongado, fueron públicos. Se conoce, ciertamente, que eso ocurrió en Burgos y en Segovia, donde los señores de «orden» asistían con sus esposas y celebraban con vítores la ejecución de los condenados. Y en algunos pueblos andaluces o aragoneses los fusilamientos tenían que ser presenciados obligatoriamente por todos los habitantes. Lo que, con toda lógica, no ocurría cuando los asesinatos habían sido extrajudiciales o consecuencia del denominado «bando de guerra», como eufemísticamente se decía. También fueron públicos en Huelva capital y en otras ciudades diversas «reconquistadas» por los militares rebeldes. Y, sin embargo, no siempre se permitía a los familiares la recogida de los cadáveres, que eran enterrados en fosas comunes dentro o fuera de los cementerios, prohibiéndose incluso la visita a éstos en los días de difuntos, y hasta cualquier manifestación de luto por los parientes muertos.

LAS MILICIANAS REPUBLICANAS

Y mientras las «señoritas y señoras de orden» de la retaguardia franquista asistían, con cánticos religiosos, con regocijo o insultando, a los fusilamientos de rojos, a muchas mujeres rojas se las acusaba genéricamente, entre otras cosas, de inducir, participar en o presenciar con gozo los fusilamientos de «personas de orden» efectuados por los «marxistas», profanando posteriormente sus cadáveres. En numerosos consejos de guerra, cuyos sumarios han podido ser estudiados recientemente por los historiadores, figuraban esas acusaciones como «hechos probados», incluso en casos en los que no pudo probarse la presencia de esas mujeres en las ejecuciones públicas efectuadas en zona republicana. Entre cientos de casos podrían citarse los de Margarita García Millán y Brígida Urbano Millán, presumiblemente primas y residentes en Siles (Jaén). Margarita ingresó en prisión recién acabada la Guerra Española, acusada de haber buscado y encontrado, durante «la dominación roja», a un religioso que estaba escondido y que poco después fue ejecutado por milicianos republicanos. La sentencia del consejo de guerra se fundamentó en los informes emitidos por el jefe local de Falange y el comandante de puesto de la Guardia Civil, que la calificaban de «persona de malos antecedentes, roja, anticlerical y negadora pública de la existencia de Dios… opresiva y amenazante de jóvenes falangistas y de derechas, alentadora de los desmanes de todo género de los rojos». Se confirmaba, además, el rumor público de que, en unión de la que debía ser su prima, en el año 1936 «sacaron» a un religioso… llevándoselo al río y el cual resultó asesinado. Margarita estaba casada, tenía sesenta años de edad y era madre de cuatro hijos. Dada su gran peligrosidad social y la gravísima trascendencia de los hechos, fue acusada de un delito de rebelión militar, condenada a muerte y ejecutada en noviembre de 1939, siendo enterrada en una fosa común junto a las tapias del cementerio de Úbeda. Su prima Brígida Urbano fue acusada de acompañar a Margarita cuando fueron a buscar al religioso. En la sentencia se decía: «La encausada, con gran regocijo, acompañó a las milicias hacia las afueras del pueblo, ignorándose si presenció el crimen y, aún más, si tomó parte en él». No obstante la ignorancia confesada, se la condenó a muerte, pena que luego se le conmutó por la pena inmediatamente inferior. En 1945 Brígida estaba ingresada en la Clínica Psiquiátrica de Mujeres de Madrid: tenía cincuenta años de edad y no sabía leer ni escribir[7].

A la mayoría de las mujeres rojas juzgadas en consejo de guerra se les tenía muy en cuenta el haber «promovido» el fusilamiento de «personas de orden», el haberse mofado de sus cadáveres, alegrarse ostentosamente de sus muertes, considerando todo eso como «hechos probados». María Huertas fue condenada a muerte y ejecutada por su supuesta participación en el asesinato de un «señorito» de Écija (Sevilla), junto a los dos hijos mayores de éste y en la terraza de su casa. La hija contó luego que fueron varios hombres los que mataron a su padre y a sus hermanos, y que después saquearon la casa, pero no pudo identificarlos, aunque sí identificó a María Huertas. Aseguró haberla visto «observando los cadáveres con satisfacción y exclamaba que habían pagado lo que se merecían». Sin embargo, no pudo identificar a nadie en las ruedas de reconocimiento. Lo que no impidió que en la sentencia se dijera «que para vengar resentimientos antiguos que tenía con la familia, había sido una de las principales inductoras del crimen y la que, al ver los cadáveres, exteriorizó la gran satisfacción que ello le produjo e inmediatamente penetró en las habitaciones, saqueando y llevándose todo lo que de valor encontró a su mano». Fue condenada a muerte en noviembre de 1937 por delito de rebelión militar, con el agravante de «la perversidad de la delincuente, la trascendencia del delito y la peligrosidad social de su autor». Y añadía el tribunal militar: «Hiela de espanto la ferocidad de la mujer que, haciendo una excepción de lo que representa su sexo, se gozaba grandemente ante las víctimas y luego, con desprecio a sus cadáveres, registró y saqueó sus habitaciones»[8]. Un año después se le conmutó la pena de muerte por la de treinta años de reclusión. Tenía cuarenta y ocho años y era viuda. Lo que de verdad se había sancionado en esta mujer, con la acusación genérica de rebelión militar, eran acciones que había cometido y que iban en contra de lo que tradicionalmente se consideraban extravíos sociales propios de mujeres.

Estas mujeres, al traspasar el umbral del hogar y «echarse a la calle», invadían el espacio público, que tradicionalmente estaba reservado a los varones. Era una acusación especialmente significativa, porque, para los jueces militares, evidenciaba que las rojas habían cambiado su papel tradicional femenino «al vestirse de milicianas». Simbolizaban la oposición frontal al modelo de mujer que el nuevo régimen quería implantar a toda costa. Carmen Lujano era una joven de veinticuatro años a la que un vecino de su pueblo, Martos (Jaén), acusó de haberse tirado a la calle vestida con un mono y provista de pistola y carabina. Según el vecino, «actuó de forma desmesurada en todas cuantas ocasiones tuvo, viéndosele armada convenientemente y vestida de miliciana». La sentencia recogía que había distribuido propaganda del Partido Comunista y «que se vistió de miliciana, que fue responsable del taller colectivo de costura y que actuó en alguna re-quisa»[9]. Eso le valió doce años de prisión. H. G. B. fue calificada de «destacada revolucionaria durante el dominio marxista que en la Dehesa de la Villa presenciaba los fusilamientos de las víctimas de la “horda roja”, profanando después los cadáveres sobre los que bailaba, llegando a vaciarles los ojos, echando granos de uva en las órbitas»[10]. No contaba con ningún otro tipo de hecho probado, pero se la condenó a treinta años de reclusión. La ferocidad de las mujeres rojas, a las que rara vez se las acusaba de algún delito de sangre, era un estereotipo que se fue configurando en los territorios progresivamente ocupados por los militares rebeldes. Era como la expresión del vandalismo de la llamada «horda roja», que implicaba delitos cometidos en tropel, como el saqueo de las iglesias, la destrucción de las imágenes y la profanación de los cadáveres de «personas de orden», aunque en la mayoría de los casos no era cierto.

Pero, de hecho, muchas mujeres fueron implicadas en los «delitos colectivos», propios del vandalismo marxista y de la violación del modelo cristiano que debía imperar en la Nueva España. Así se deduce, por ejemplo, de los calificativos aplicados en el expediente de G. F. G., de treinta y un años de edad y afiliada a la UGT:

Al iniciarse el Glorioso Movimiento Nacional actuó como miliciana armada en todos los actos de vandalismo que el pueblo de Consuegra pródigamente aportó al común acerbo de la salvajada roja, y así se distinguió en el saqueo y profanación de iglesias, de las cuales se llevaban a sus casas los objetos que les parecía bien, como reclinatorios, floreros, etc. […] Formó parte del grupo de asesinos que sacó de la cárcel de Consuegra a don J. G. R., al que condujera al cementerio del pueblo y allí le diera muerte, llevando su ensañamiento la procesada hasta el extremo de tirar de los pelos del bigote del cadáver[11].

Por tanto, se la condenó a treinta años de reclusión, tras la conmutación de la pena de muerte, por robar un reclinatorio y un florero de la iglesia. Pero lo verdaderamente importante era que una mujer se había mofado de un cadáver y de la Iglesia católica. El haber sido miliciana era el máximo exponente de la degeneración desarrollada por la mujer como consecuencia de las ideas propagadas por la Segunda República, por haber atentado contra la moral pública, por salirse de los moldes establecidos, por colaborar con los hombres o inducirlos a defender al legítimo gobierno republicano, atribuyéndosele, a menudo, la máxima responsabilidad en unos asesinatos que no habían cometido. Genéricamente, las rojas habían subvertido el orden natural, atentando contra la moral pública, faltando el respeto a la misma muerte. Los calificativos que les atribuían ratificaban la imagen degradante aplicada de manera indiscriminada a todas las mujeres integrantes del bando perdedor en la guerra, que debían haber permanecido en el espacio privado que supuestamente les era propio. Pero lo más escandaloso era el haber «combatido» como miliciana, aunque sólo hubiera sido haciendo tareas de vigilancia o control.

Pero, en cualquier caso, se les acusaba de delitos contra el orden establecido o, como los militares sublevados decían, de rebelión militar. A una mujer de treinta y un años se la condenó a muerte, pena conmutada posteriormente por treinta años de reclusión, por sus pésimos antecedentes, como el de haber participado en la destrucción de la iglesia del pueblo y de las imágenes religiosas, por inducir, en unión de su esposo, a milicianos forasteros para que realizasen sacas de presos derechistas y, finalmente, porque «se alegraba públicamente cuando se enteraba de los asesinatos de las personas de orden»[12]. En otros expedientes judiciales aparecían agravantes completamente pueriles, como era el hecho de saber conducir o haber dado sangre para los combatientes del bando republicano. Los delitos colectivos potenciaban esa imagen de amoralidad que los tribunales militares describían con todo lujo de detalles. J. U. G., de treinta y seis años de edad, fue condenada a muerte por sus pésimos antecedentes políticos antes del Glorioso Movimiento Nacional y porque

durante la dominación marxista en Ciudad Real, fue miliciana armada, vistiendo mono, correaje y pistola; tomó parte en las manifestaciones callejeras que celebraron los rojos; instigaba a que se cometieran asesinatos y diciendo en sus charlas radiadas que de las entrañas de las madres fascistas había que sacar a sus hijos para extirparlos y con los corazones de los fascistas había que hacer un cerro como el de Guadarrama; como miliciana fue al frente de Miajadas, cometiendo desmanes en los pueblos del trayecto; intervino en los saqueos de los conventos, apoderándose de gran cantidad de ropas y de objetos de culto; la acusada animaba a los piquetes de ejecución y comentaba jocosamente las caídas de las víctimas y que ella siempre estaba dispuesta a matar a treinta o cuarenta personas.

A pesar de la acumulación de agravios, se le redujo la condena a veinte años de reclusión: la ejecución a muerte habría sido una crueldad difícilmente justificable hasta para los propios tribunales militares. A menudo, las condenas no eran consecuentes con delitos cometidos directamente por ellas mismas, sino por no haber impedido que se cometieran o porque, supuestamente, habían inducido a cometerlos. Ni siquiera se las consideraba capacitadas para luchar en los frentes, donde algunas temporalmente prestaron tareas auxiliares, ni para cometer directamente delitos de sangre. Su papel siempre había sido, aun en la guerra, el de simples comparsas que estaban con los hombres, a los que instigaban a cometer desmanes. En definitiva, se las castigaba simplemente por haber transgredido los límites de la feminidad tradicional.

DE LAS MILICIANAS A LAS MADRES COMBATIENTES

El estereotipo de las rojas que iban fabricando los militares sublevados, las nuevas autoridades, los tribunales militares, los falangistas, los grandes propietarios, los católicos integristas, los requetés, los clérigos, etc., contó con el aval científico del ínclito psiquiatra militar Antonio Vallejo Nágera, que supuestamente estudió el caso de 50 presas de la cárcel de Málaga, todas con penas de muerte conmutadas. Previamente, y tras la ocupación de la ciudad en febrero de 1937, se había publicado un informe sobre los asesinatos y otros desmanes cometidos por las hordas marxistas en la ciudad de Málaga. «La bestia roja –engendro de todos los monstruos apocalípticos– mantiene en su perversidad el mismo brío hostil, la misma acometividad feroz que en sus comienzos, en los cuales aterró a propios y a extraños, que, como movidos en guerra santa, se aprestaron a estrangularla en defensa de la civilización»[13]. Se decía que todo afán criminal era extraño a lo español y más propio de la barbarie oriental que había invadido taimadamente la Patria. Lo que sirvió de justificación para la feroz represión contra los rojos, tras la toma de Málaga y gran parte de su provincia: había que purificar España de esos «cuerpos enfermos», de los «organismos morbosos». El enemigo no era sino un germen patógeno que arraigaba en los hogares, de los que había que hacerle salir para exterminarlo. No se especificaba la represión necesaria según los sexos, pero no había que fiarse mucho de la mujer, ni siquiera de la mujer tradicionalmente española.

Hacía tiempo que los obispos y los periódicos «nacionales» lo venían advirtiendo. Y así, por ejemplo, El Pensamiento Navarro del 25 de agosto de 1936 editorializaba:

Cubre tus carnes, mujer. Estamos en la guerra. La guerra es un castigo de Dios por nuestros pecados. Los hombres hemos pecado, señor, pero ahí tienes la sangre de nuestros varones. ¡Cuántos jóvenes que por ti pecaron, mujer, han muerto! Por tu causa, por tus carnes desnudas, por los brazos sin ropa, por tus pechos descubiertos […] Mientras tus hijos, carne de tu carne y sangre de tu sangre, mueren allá, lejos de ti, mujer, cara al sol, en la soledad infinita de los campos castellanos, tú sales, mujer, a la calle desnuda porque te molesta el vestido […] Sé modesta, mujer, te lo pide Dios. Te lo exige la sangre de tus hermanos, tal vez de otros amigos, de tanto español muerto en el campo. Muertos por ti, por tu culpa. Imita a las jóvenes de Navarra. No creas que empuñan ellas un fusil y van al frente y van al campo de batalla. No, pero están en el frente. En primera línea […] Arregla los vestidos indecentes, quémalos si puedes hacerte con otros. Así destruirás parte del escándalo que has sido. No se te pide sangre, como sí les pide a los hombres la Patria. ¡Adelante, mujer, no quieras pecar más. No sea que te suceda otra cosa peor![14].

Si para la mujer «nacional» se exigía modestia, para la roja, que se había saltado la obligada domesticidad, sí se pedía sangre, castigo, cárcel y hasta la muerte. Porque no había sido inofensiva en la mayoría de los casos, sino todo lo contrario, según afirmaba Vallejo Nágera al final de la guerra, en mayo de 1939:

Coméntase vivamente el hecho de que en la revolución comunista española el sexo femenino se ha mostrado con entusiasmo y ferocidad inusitados, no dudando muchas jóvenes en alistarse como «milicianas» en los frentes, imitando ventajosamente a la famosa Luisa Michel, pues bastantes murieron en los parapetos.

Se refería el psiquiatra a la famosa revolucionaria francesa que luchó en las barricadas, aunque se le olvidó citar a Agustina de Aragón, que había ido mucho más lejos que la francesa en el sitio de Zaragoza y que fue objeto de numerosas loas patrióticas. No quería enterarse Vallejo de que la mítica «miliciana» española había sido sobre todo un símbolo, difundido inicialmente en innumerables carteles, de la resistencia antifascista española contra el violento levantamiento de los militares sublevados. La figura de la miliciana representaba un caso paradigmático en el juego de cambio y continuidades de género en el contexto de la guerra. La retórica y el imaginario colectivo consideraban la figura innovadora de la miliciana vestida con el mono y armada como un mito movilizador. Proyectaba una imagen que simbolizaba el valor, el coraje de un pueblo en lucha contra el fascismo, apareciendo también como un nuevo papel para las mujeres en una sociedad en guerra. Era una retórica heroica que, inicialmente, ignoraba las discrepancias entre el discurso revolucionario y la realidad social, aunque implicaba un cambio importante con respecto al arquetipo del «ángel de la paz», confinado en casa, consagrado a la familia e identificado con la ideología conservadora de la Iglesia[15]. En el verano de 1936, la figura heroica de la miliciana se convirtió en el símbolo de la movilización del pueblo español contra el fascismo.

Pero en la realidad fueron pocas las mujeres que vestían el mono e iban al frente como milicianas. Incluso las organizaciones femeninas de entonces no fomentaron la adopción del mono miliciano por parte de las mujeres, ni apoyaron su presencia en la trinchera. Ciertamente, la miliciana no constituía un nuevo modelo para la mujer republicana. En octubre de 1936, el nuevo gobierno de Largo Caballero preconizó su retirada de los frentes, para irse convirtiendo en una figura más o menos desprestigiada, que obstruía el desarrollo de los esfuerzos bélicos y que tenía mala prensa en la opinión pública extranjera. Al asumir el papel del soldado en armas, las milicianas ponían en evidencia la masculinidad de los hombres, al tiempo que se contraponían a la imagen de la «madre necesaria», dedicada a la causa de la guerra desde la retaguardia, una imagen que en la publicidad mostraba a mujeres maduras, madres y esposas que trabajaban en importantes tareas de apoyo y movilización de la solidaridad, pero que no iban a la guerra. La guerra necesitaba la vuelta a una imagen femenina más tradicional, para lograr el apoyo en el esfuerzo de la contienda y la solidaridad internacional. Lo más importante era ahora la resistencia civil, la acogida de los refugiados de la guerra, la atención de los niños en guarderías, albergues y colonias, la organización de talleres costura para el Ejército republicano. Sobre todo en las ciudades, muchas mujeres desarrollaban su actividad en la esfera pública, realizando tareas de mayor o menor relevancia social, que redefinían las fronteras de la domesticidad. Tal vez por primera vez, bastantes mujeres accedieron a ciertos ámbitos de la vida política, aunque, por lo general, seguían subordinadas a las decisiones de los varones, cuyas tareas a veces reemplazaban. Aun sin cambiar el sistema de género, el dinamismo femenino fue potente durante la guerra, emprendiendo nuevas actividades sociales, económicas y auxiliares, creando organizaciones femeninas específicas para combatir el fascismo en los pueblos y ciudades de la España republicana. Su nueva actitud colectiva en la lucha antifascista conformó en muchos casos un fuerte compromiso político. Muchas mujeres jóvenes que residían en territorio republicano se politizaron, aunque en distinta cuantía e intensidad, siempre inferior en las zonas rurales.

Lo cierto era que la condición social de las mujeres había mejorado considerablemente durante la Segunda República. Se eliminó una parte importante de la legislación discriminatoria que, secularmente, había mantenido la subordinación femenina en la política, en el trabajo y en la familia. La concesión del sufragio universal y la mejora de los derechos laborales, familiares y educativos habían modificado notoriamente la situación de la mujer española, aunque todavía tendía a seguir bastante arraigada al pasado. Persistía aún un modelo de feminidad que consideraba a las mujeres ante todo como madres y amas de casa, lo que seguía dificultando la entrada de la mujer en la esfera pública, en el terreno de la política, en la cultura y en el trabajo. Ciertamente, la mayor visibilidad de las mujeres en la Guerra Española no era necesariamente el reflejo de una nueva realidad social, pero la rápida modificación de la imagen femenina implicaba algún cambio en las relaciones de fondo entre los sexos[16]. La movilización femenina que supuso la guerra produjo un reajuste de las actitudes hacia las mujeres y su función social, con nuevos discursos, no necesariamente revolucionarios. Los propios partidos republicanos reclamaban de ellas una mayor participación en la lucha antifascista en la retaguardia. Por primera vez, tenían una visibilidad pública y colectiva, por minoritaria que ésta fuera.

Esa ruptura se produjo en toda la España republicana: fue más patente en las grandes ciudades, pero en las zonas rurales también hubieron de cambiar, implicándose económica y laboralmente en la subsistencia de los familiares, con el apoyo de los sectores más progresistas de la sociedad. Pero se establecía una clara escisión: «El hombre al frente; las mujeres a la retaguardia». La imagen propagandística más eficaz en la zona republicana fue la «madre combatiente» que había incitado a los hijos a convertirse en milicianos republicanos voluntarios, al tiempo que participaba en las tareas auxiliares de la retaguardia. Lo que no fue incompatible con la función de las milicianas armadas, que, sobre todo en los pueblos, hacían tareas de vigilancia y control, sustituyendo a los hombres que faltaban incluso en los frentes. Entre estas últimas, destacó Lina Odena, una gran activista que combatía en los frentes de Granada y que se suicidó en septiembre de 1936, cuando estaba a punto de ser capturada por las tropas franquistas. Pero, salvo excepciones, las milicianas, siempre minoritarias, no constituyeron un nuevo modelo de mujer asociado a la lucha antifascista. Su figura de militante agresiva, vestida con un mono azul y armada, sólo fue representada por una pequeña minoría y en un periodo breve, aunque se mantuvieran más tiempo en determinadas zonas rurales. Ya en diciembre de 1936 eran pocos los carteles propagandísticos republicanos que reflejaban el icono de la miliciana, siendo sustituido por el de la «madre combatiente», activa defensora de una república de trabajadores. Sin embargo, el arquetipo de la miliciana fue mantenido y exagerado por el franquismo, dándole una entidad salvaje y casi diabólica.

[1] L. Elio, Soledad de ausencia. Entre las nubes de la muerte, Pamplona, Pamiela, 2002, pp. 27 ss.

[2] Ibidem, p. 37.

[3] Ibidem, p. 45.

[4] Ibidem, p. 81.

[5] D. Sueiro y B. Díaz Nosty, Historia del franquismo, t. I, Madrid, Sarpe, 1992, p. 234.

[6] Nota citada por I. Martín Jiménez, La guerra civil en Valladolid (1936-1939), Valladolid, Ámbito, 2000, p. 223.

[7] P. Sánchez, Individuas de moral dudosa, Barcelona, Crítica, 2009, pp. 91-95.

[8] Ibidem, pp. 94-95.

[9] Ibidem, p. 99.

[10] Á. Egido León, El perdón de Franco, Madrid, Catarata, 2009, p. 185.

[11] Ibidem, p. 124.

[12] Ibidem, p. 127.

[13] F. Sevillano Calero, Rojos, Madrid, Alianza 2007, p. 53.

[14] Citado por T. Flores e I. Gil Basterra, Araba en 1936: guerra y represión, Vitoria, Arabera Kultur Taldea, 2006, pp. 285-286.

[15] A. Vallejo Nágera, «Investigaciones psicológicas en marxistas delincuentes femeninos», serie «Psiquismo del fanatismo marxista», Revista Española de Medicina y Cirugía de Guerra 2 (mayo 1939).

[16] M. Nash, Rojas, Madrid, Taurus, 2006, pp. 90-91.