Mi lugar secreto

Ajeno a mi voluntad quedé huérfano de tierra, mar y aire, y en ese estado de abandono y excepción escribo. Las palabras que ahora lees, las que hoy selecciono para componer estas frases y no otras, son en realidad mi epitafio.

He perdido la noción del tiempo. Podría solucionar dicha circunstancia marcando la pared, trazando rayas para contabilizar los días y las noches de encierro. Sin embargo, ese ritual de naufrago me parece del todo surrealista tratándose de mí. Sucede que si me decidiera a iniciar una cuenta ahora, debería hacerlo numerándola hacia atrás; y ese hecho simple supondría asumir una actitud suicida que en absoluto es propia de mí.

La permanencia aquí... altera las percepciones, los sentidos. Así, protagonizo estados de ánimo opuestos transcurridos apenas unos segundos. Tan pronto siento que me invaden el optimismo y la euforia como que caigo derrotado víctima de una somnolencia de siglos.

Por índice de probabilidades y reducción al absurdo, tras mucho meditar, he llegado a una conclusión: existen un por qué y un para qué escritos a contraluz entre los renglones y márgenes de la historia a iniciar por cada cual.

Mi vida no ha sido muy diferente a la tuya. Comprometido con mi entorno, he sabido amoldarme a las circunstancias pasando inadvertido en ocasiones y las menos mostrándome inteligente y locuaz, destacando sobre el resto. Vivir en sociedad es arriesgado si quebrantas las reglas básicas. Todo importa poco ya, o todo, o nada, según se mire.

Mi posición actual me permite analizar las situaciones desde una perspectiva anacrónica, que a simple vista puede parecer confusa, pero desde la que bien mirado, con detalle, impera la lógica.

Es un privilegio poder contar las cosas como las siento.

Te diré que para mí es un sentimiento nuevo. Antes percibía las sensaciones normales a todo ser humano. Sentía el frío en invierno y la calidez del sol en la piel durante la primavera... y el comienzo del verano. Así, como tú. Sentía como tú.

Me deprimía el saber que se acercaba el final de las vacaciones y el pesado regreso a la rutina que lo invadía todo. Y pienso ahora que he despreciado los días que pasaron. Qué estupidez, malgastar tantos años sin apenas haberlos vivido.

Y saboreo de nuevo el primer beso. Sonrío al recordarte y hasta noto que comienzo a sonrojarme. Allí, inocente, buscando el momento para rozar, simplemente, tus labios. Cerrando los ojos por pura vergüenza. Deseándote tanto desde mis pocos años que hasta me cuesta reconocerme, reconocernos. Necesitaría ahora un diccionario imaginario con palabras infinitas para expresar cuánto te echo de menos. Tus ojos mirándolo todo, mirándome a mí. Resistiéndome a perderte para siempre. Recordar ahora tu cuerpo me hace daño, me lleva a un espacio sin tiempo, a la locura, pero es tan dulce soñarte... que merodeo buscando esos fragmentos que todavía me atan a ti. Hace un mes escaso aún discutíamos por el color de las paredes, la mesa del comedor y la cocina de nuestra casa recién estrenada. Si hablara hoy contigo de nuevo, te dejaría hacer, decidir, elegir... Pintaríamos la casa entera con tu color favorito y fabricaría con mis propias manos los muebles que siempre has soñado tener. Lo escribo en tiempo condicional, porque si todo ocurriera de nuevo, yo no estaría aquí eligiendo las palabras que expresen mejor lo que siento.

Y se me escapan también las lágrimas cuando pienso en mi madre. ¿Cómo estará ella ahora? Con el viento soplando a favor, revolviendo sus mechones. Oliendo a brisa de mar, a limón, a cerezas y nueces recién robadas. Así llegas a mi mente y así te recuerdo. Desde la infancia hasta la adolescencia, siempre ahí. Y ahora me arrepiento de no haberte mirado más, de no haberte querido más, de no haberte abrazado más, aprovechando cada minuto a tu lado, agradeciendo hasta el infinito tu amor de madre, incondicional. Recorro ahora momentos del pasado y salto sobre los charcos con mis botas de goma. Me regañas a lo lejos y yo te desafío empapándome por segunda vez las ropas. El tirón de orejas aún me duele y la tripa me hace ruido por marchar a la cama pronto, sin cenar. Huele a bizcocho recién hecho mientras la masa para las galletas se me escurre por los dedos. La harina se esparce por el suelo y hay un montón de trastos sin lavar en el fregadero. Te afanas en mezclar los ingredientes mientras robo a escondidas dedos de nata y chocolate derretido para mi pastel de cumpleaños. Allí llegas, con tu vestido de mil colores y tantas flores escapando de la tela... mirándote con orgullo desde la distancia que me otorga mi lugar secreto. Besando mi frente y acariciando mis manos de niño normal, niño travieso, niño inocente al fin y al cabo. Limpiando las rodillas con esmero para hacerme parecer presentable, peinándome una y mil veces para controlar el mechón rebelde que aún hoy escapa desobediente, desaliñando mi aspecto de hombre normal, hombre formal, hombre sin más.

Mi padre quiso hacerme entender durante la adolescencia que la política no conducía a nada bueno, de provecho, que estudiara para ser abogado, médico o ingeniero. Desde la edad que te lleva al sendero por el que caminarás de adulto, burlé los pronósticos que él ya adivinaba y sí, me licencié en Derecho, pero también me involucré de lleno en el partido que más que menos coincidía con mis ideas. Experimenté por vez primera el sentimiento de grupo, de pertenencia. Conocí a personas que frecuentaban lugares privilegiados, poderosos. Llegué a ser uno de ellos. Te afanabas en leer el periódico del domingo, a través de tus gafas de concha, tan usadas, tan familiares. Yo me sentaba a un lado mostrando desinterés y quizás arrogancia; en el fondo, quería acabar con mi remordimiento de mal hijo, pedirte perdón por nada y por todo. Siempre en deuda contigo. Hiriendo tu mundo de modo inconsciente, inmaduro.

Mi lugar secreto me oprime ya, me roba libertad, pero me permite utilizar sin reparos una cascada de palabras por la que fluyen sentimientos jamás contados... Perdóname.

Sé que ahora es media tarde porque la mano que me mantiene atado al mundo exterior me ha entregado un plato con apenas cuatro pedazos de carne. El vaso de agua se ha derramado. Está nerviosa, noto que le tiembla el pulso en cada una de sus visitas. Apenas me habla y si lo hace es siempre para preguntar si estoy bien. Y a veces me delata el llanto y otras la furia por sentirme encerrado. Me siento un niño que se ha portado mal y al que han castigado.

Ayer no conseguí mantener el control que me ha acompañado desde el segundo día de encierro. Lo perdí al escuchar los pasos apresurados de dos personas que se acercaban. Susurraban frases difíciles de entender y mi nombre se colaba entre ellas. Dijeron que se les había escapado de las manos, y hablaron de quizás hoy, quizás mañana.

Hoy es mañana.

Escribo una carta larga en un cuaderno de espiral como los que se usan en la escuela y un bolígrafo azul que mancha constantemente mis dedos de tinta. Estos son los únicos objetos que he recibido de manos de mis raptores. Me marcaron las instrucciones para la redacción de un escrito que confirmara que aún sigo vivo.

Estoy vivo y escribo. En cada palabra pretendo imprimir un testamento de letras que encierre la mayor cantidad de sueños no cumplidos. El mayor recuento de errores por la carencia de gestos y hechos, el más largo listado de palabras que jamás empleé antes para describir a las personas que pasaron por mi vida sin apenas darme cuenta; tan cercanas, tan lejanas. Una cura contra el remordimiento que me ronda por no haber sabido retar a la inevitable pérdida del tiempo.

Comienza a oscurecer y ya llueve. Estamos en otoño. Debo apresurarme y escribir aprisa. Hoy no quiero dormir. Se me escapan las horas, quiero aferrarme al presente. Dejaré de vivir el futuro, como he hecho hasta ahora. Ya sólo pido un instante, el necesario para terminar esta larga carta. Si me entierran quiero que lo hagan antes de que anochezca, en la tierra que me vio crecer, para que mi tumba refleje aún las miradas de quienes vengan a darme el último adiós, y llevármelas conmigo así, para siempre.

No deseo que se utilice mi muerte para abanderar causas que ya considero ajenas a mí. La realidad se ha impuesto. Soy un hombre simple que soñó con alterar las normas no escritas que rigen mi tierra. Ahora que avanzan los pasos de mis verdugos me pregunto si el sufrimiento que por siempre llevarán la mujer que lleva en su seno a mi hijo, mi madre y mi padre valen más que la causa que provocará mi muerte.

Dame un beso

Como todos los días a estas horas, el tráfico es denso y la gente huye apresurada para embutirse en sus quehaceres diarios. La panadería de enfrente levanta la persiana y los clientes más madrugadores se sitúan ya en cola ordenada. El vecino del quinto regresa de su turno de noche, dando vueltas a la llave en la cerradura que blinda la casa. El estudiante universitario corre para coger a tiempo el autobús y el chófer le suelta una sonrisa cómplice, le espera, él sonríe. El recién nacido está sucio, hambriento, llora reclamando la atención de su madre, la joven rumana que cada día, a la misma hora, se sitúa en los soportales de la iglesia, mendigando un poco de leche, algo de comida, puede que dinero.

La radio marca las señales horarias y el locutor comienza a enumerar las noticias de última hora. Apenas cinco minutos antes me explicabas entre sollozos, asustado, que venías a casa para contarme... puede que el atasco de la general, el de todos los días, te impidiera llegar a tiempo, ya he conseguido saber lo que me querías contar. La voz que me llega desde la cocina se ha adelantado. Te escucho subir las escaleras, a pesar de que hoy sí funciona el ascensor. Casi sin aliento, repiqueteas al timbre, me quedo parada, en medio del salón, utilizas la llave, sin esperar. Y desde allí, te miro, me miras. Sin decir nada. No hace falta, no es necesario. Entiendes, sabes ya que ya sé... No importa cómo. No preguntas.

Te veo lejos, borroso, pero siento que estás cerca. Me sujetas, así lo quiero. Y ya me dejo hacer. Me pierdo, no quiero ser la madre resignada, la esposa fiel, el ama de casa. Deseo ser la niña, la hija, la que siempre espera, la que todavía puede culpar al resto de sus miedos, la que se enfada y perdona al instante. Deseo acurrucarme en la madre que ya murió, insertarme en el lienzo que cuelga de la pared del salón, sentarme en sus rodillas, decidiendo por mí. Que sea ella quien me marque el día, quien me regañe por las travesuras que hice ayer, sintiéndome protegida al cogerme de su mano, paseando al borde del mar la tarde de los sábados, dejándome arropar en las noches de invierno, esperando lo cotidiano: su vuelta de la fábrica de conservas al atardecer, el beso de bienvenida, el olor a estufa vieja, el cuento de cada noche y el desayuno apresurado a base de leche caliente y pan tostado.

Pero dejé de ser niña al nacer Javier. Aunque quizás fue antes. Cuando Mario recibió la oferta de trabajo, al emigrar. Todo seguido. Con veinte años recién cumplidos. Me sabía de memoria sus poemas, escritos en plena adolescencia, desde la edad que invita a probarlo todo. En cuartillas cuadriculadas, agujereadas, hechas para meter en carpetas. Así hasta casi cien páginas, arrugadas de tanto sobarlas. Versos que hablaban de ideales que jamás vivimos, que me hacían volar sobre las pistas que avanzaban ya tu personalidad, formándose con los años hasta hacerte hombre.

El barro embadurna nuestros zapatos, pero no importa, el paso se hace suave. Todo está en su sitio, es ordenado. Marchando con una maleta vieja y un niño en el vientre. Una boda apresurada para disimular el embarazo y rumbo a otras tierras, para esconder pecados, empezando de cero. Mario y yo en un tren que escapa, llevándonos hacia el otro extremo, bordeando el mismo mar que me acompañaba las tardes de los sábados.

Llueve sobre mojado y el paisaje verde se funde atravesando los cristales sucios de tanto mirar, tocar. Los compañeros de viaje duermen apretujados, buscando el calor que no presta el vagón de tercera clase. Nos miramos a los ojos, y aunque el entorno no es el apropiado, nos besamos suave para aligerar la tensión que nos ronda de aquí a unos meses. Pero ya aceptaste el empleo en Bilbao y una casa de alquiler barato para empezar a tejer nueva vida. Así, centrándonos en el presente. Dando inicio a lo que resta.

Se adivina ya el final del viaje. Llegamos a una ciudad desconocida, con un papel arrugado que encierra la dirección de un pueblo cercano. La casa es funcional. Un cuarto piso pequeño, próximo a la fábrica en la que trabajarás. Y te despido con la mano en tu primer día. Al alejarte aparentas seguridad, entereza, pero anoche apenas conseguiste conciliar el sueño. Ibas y venías, de aquí para allá, mientras yo simulaba un quinto sueño. Fumando sin parar, calmando los nervios de principiante. Mi estómago también revuelto hasta tu salida. Tu comida favorita cocinándose en el horno y me sonríes al volver, y me cuentas. Todo ha ido bien. Un sueldo que cubrirá nuestras necesidades por muchos años. El suficiente para ahorrar un poco, hasta juntar y dar la primera entrada para un piso, en uno de los barrios periféricos, lejanos del bullicio de la fábrica, a punto de estrenar.

Y nuestro hijo sigue creciendo. Ayer estuve en el médico. El peso y la tensión están correctos. Todo apunta a que nacerá en abril, cuando la primavera embadurne los parques y los montes de colores. Ya llega. Mamá me advirtió en sus cartas de los primeros síntomas del parto. Reconozco los dolores. La matrona toquetea mi vientre, introduce los dedos y toca la cabeza de Javier. Sudo a borbotones, pero oigo el llanto de nuestro hijo. Y me tiemblan las piernas de miedo, de milagro. Porque ver su mano alrededor de mi dedo índice me encadena a la vida de modo consciente. Lloramos al unísono acompasados por el sonido uniforme que escapa de su mínima boca.

Pasan los años. Javier comienza a andar, a leer, a escribir. Sueña con tener un tren eléctrico, un coche de bomberos y un disfraz de vaquero. Yo le regaño. Los Reyes Magos deben repartir por todas las casas, así no llega. Mario dobla jornada para no defraudar. Y paseamos por el parque abarrotado, con el bocadillo mordisqueado y el plátano a medio pelar. Cogido de mi mano o escapando travieso para curiosear a mis espaldas, tirando piedras a los trenes, corriendo con la bicicleta y encendiendo petardos en Nochevieja.

A la salida del colegio, al llevarte, al acostarte, al despertarte. Siempre un beso. Para permanecer contigo, saboreando el peso de la rutina. El día a día que transcurre, cumpliendo años como un ritual. Hasta sobrepasarme en altura y subirme de puntillas para alcanzarte y besarte, aunque ya no tanto, no tan a menudo, en contadas ocasiones, quizás alguno suelto: al partir de viaje de estudios, al volver de un largo fin de semana con tus compañeros de clase, al entregarme el regalo del Día de la Madre. Creces y yo continúo despierta esperando tu vuelta de madrugada, simulando dormir para evitar que te enfades. Y a escondidas espío tus llamadas furtivas, cuando hablas a susurros y se te escapa la risa tímida que delata que te estás enamorando. Aún programando el despertador para preparar café recién hecho y esperar, puede que tu beso. Dando por supuesta mi presencia, dando por supuesto tu cariño. Así atravesando los años más fáciles, los más difíciles, los que pasaron, los que quedan, los que puede que falten por llegar.

Mi padre cuenta en el pueblo que su nieto ejerce de abogado, que asiste a lugares con gente importante, tanto que hasta allí les suenan los nombres. Callo toda la verdad. De qué sirve explicarlo todo. Él ignora. Va rozando la última etapa. Apenas cultiva la huerta. Se entretiene paseando a duras penas, calentando la estufa oxidada, quedando atrapado en la siesta continua, durmiendo poco al caer la noche. Juega a las cartas con sus amigos de siempre y allí, en el hogar del jubilado que frecuenta cada tarde, conversa sobre el tiempo, lo cara que está la vida, y la política de aquí y de allá. Debo llamarle para que no se asuste si escucha el parte de las tres.

Y Mario descuelga el teléfono para contestar de nuevo. Así desde hace cuatro horas. Se mantiene ocupado recibiendo las llamadas de apoyo. Comienzan a llegar los compañeros de Javier. Las cámaras de televisión hacen guardia en el portal para tomar imágenes de los que van apareciendo.

Rebusco en el armario de las medicinas y encuentro los calmantes que me recetaron para aliviar los dolores de cabeza. Y el espejo me devuelve la imagen de una mujer que no conozco. Está vieja, como cien años más que ayer. El pelo permanece en su sitio, recogido en una coleta alta, atrapada en un pasador de carey. Apenas sin maquillaje, mostrando el paso del tiempo sin disimulo, aceptando la pérdida de la juventud como parte de un proceso natural. La belleza nunca acompañó a esta mujer, quizás la primera barra de labios avivó la esperanza de atraer al ser amado, alejando la niñez cada vez que usaba el colorete para iluminar las mejillas, siempre intentándolo, a veces con frustración. Hasta que la edad supo poner las cosas en su sitio y la apariencia externa dejó de ser una obsesión, una prioridad. Un alivio para quien siempre careció de los atributos que se acercan al patrón de belleza femenina.

Un golpe en la puerta me devuelve a la realidad, la mujer del espejo desaparece. Se me nubla la vista... y caigo, me desvanezco. Percibo voces a lo lejos, están muy distantes, casi no les oigo. Mi hijo está secuestrado en algún lugar, puede que cercano.

Casi te escucho, ahora que los demás callan. Dime, hijo, ¿me besarás esta noche cuando te lea tu cuento favorito?, ¿te cogerás de mi mano sin rechistar para pasear por el parque abarrotado? Sin travesuras, no te escondas ahora. Prometo escribir una larga carta a los Reyes Magos para contarles que este año sí has sido bueno. Juro que esta vez recibirás lo que pidas, pero antes dame un beso. No te subas de puntillas, ya me agacho.

Mi mundo simple

Mis raíces han quedado enroscadas en otras tierras. Me desgajé del tronco que crecía fuerte, grueso, abarcando las aldeas, alcanzando la ciudad de la provincia que ahora se me antoja lejana, al otro extremo, que regresa a mi mente como encerrada en un mapa de colores, trazada con sus ríos, sus montes, con la orografía entera, fiel, como sacada de una clase de geografía... Hasta mi acento se ha suavizado. Ya no se me escapa el deje, ese que tanta nostalgia me provocaba al escuchar de golpe las primeras palabras de los muchos que llegaron después.

Y sigue devolviéndome la mirada con recelo. Antes me molestaba, ahora ya no. He madurado. No soy el joven que llegó de fuera, el emigrante, el maqueto. Hasta siento que pertenezco a este lugar. Mi edad delata que se doblan ya los años de permanencia. A pesar de todo, cada vez que me cruzo con el operario del pabellón anexo, se me continúa erizando la piel. Es sentimiento de niño, ya, pero no logro controlarlo. Funciona por impulsos, yo soy reflexivo, y eso me pierde en ocasiones. Siente que usurpo su patrimonio, que invado su terreno, yo y los que fueron llegando. Pero a veces me puede el orgullo y también yo le devuelvo el mal gesto. Eso le duele. La guerra de miradas dura ya demasiado, en exceso.

Quizás le molesta saber que yo llegué más alto en la estructura de la fábrica, que la jerarquía no ha respetado al que cuenta con más arraigo en el entorno. Ingresamos en la empresa el mismo mes del mismo año y él apenas ha aumentado sueldo en tres décadas, el complemento de antigüedad por cuatrienios, poco más. Sin embargo, yo he promocionado hasta alzarme como encargado. Una veintena de obreros bajo mi mando. Procuro ejercer la coherencia, ser justo, evitar la tiranía que tanto critiqué cuando yo también recibía órdenes de un mando intermedio. Así, a veces funciona y recibo el respeto y las sonrisas que reflejan mi buen hacer. También me critican en ocasiones, con razón. Un mal día. Si me levanto con el pie izquierdo lo pago con mis subordinados.

Fuera en la calle, el vaivén, el ajetreo de un lunes cualquiera, queda roto. Una patrulla de la policía ha pasado el control de la entrada y aparca ahora en la misma puerta que da acceso al pabellón primero. Y me pregunto qué habrá ocurrido. Puede que Martín, el chico que salió hace escasos meses del reformatorio, haya robado en alguna casa, o en algún coche, ya me alertaron de ello los empleados. Trabaja bien. Es responsable. No tengo queja, le digo a mi superior. Me dicen que ande con cuidado, que cierre con llave al salir, aunque sea para quince, diez, cinco minutos. Le busco con la mirada. Los agentes uniformados preguntan al primero que pasa. Martín se muestra tranquilo, no va con él. Miran hacia arriba. Hacia el cuarto acristalado desde el que todo se ve. Donde yo trabajo. Vienen hacia aquí. Caminan aprisa. Su gesto es serio. Entran sin llamar.

Preguntan si soy el padre de Javier Ortigueira. Sí, respondo. Y se me cae el techo, la fábrica, el mundo encima. En el fondo, siempre pensé que algo así ocurriría. Me quedo mudo, esperando que digan más, que cuenten todo lo que saben. Ya no hablan. Sólo dicen, explican que recibieron una llamada. En algún lugar, alguien retiene a mi hijo. Y les miro silencioso. Nada sé. Y es entonces cuando comienzo a actuar como otro hombre. Escapando de la espiral que lleva al miedo, de la angustia de desconocer, de perderse y no saber regresar. Les sigo, pero antes pido un instante de soledad. Debo ser yo el mensajero, el portador de la mala noticia. Elena tiene que saber, debe escucharlo de mi boca.

Descuelgo el auricular. Comunica. Me siento como un hombre de goma. Soy vulnerable. Sí, ya oigo su voz. Elena, no, no me expliques ahora la enfermedad de Julia. Voy para allá. Quédate en casa. No salgas al mercado.

Bajo las escaleras de tres en tres. Los operarios me miran curiosos, pidiéndome con los ojos que les aclare por qué huyo aprisa, durante la jornada laboral. Y acompaño a los agentes uniformados, me sugieren que no es conveniente conducir, que ellos me acercan a casa. Y la carretera me parece más estrecha que nunca, y es larga, tanto que parece no terminar nunca.

Y veo a Elena cargada, está en el arcén, descalza, mirándome, pero no me ve. Salta entre los guijarros y me busca con la mirada. Allí, entre cuadernos, en un aula, con sus amigas. Una frase corrida, escrita a escondidas: Mañana a la salida de clase. Llegas tarde. Te has pintado los labios. No digo nada. Me gustas más sin maquillaje. Y hablamos de los exámenes que han fijado ya en el calendario y me pides ayuda para estudiar. Una excusa, ambos lo sabemos. Sonríes pícara y, de pronto, surge el primer beso. Es inocente. Se entrecruzan nuestros dedos y comenzamos a intercambiar anhelos. Pasan los meses, acumulamos años descritos en poemas para dejar constancia. Atrapando deseos. Y estreno tu cuerpo al final del segundo verano. Mintiendo a tus padres. Tú durmiendo en casa de una amiga, yo de viaje para matricularme en la universidad. Una pensión de la ciudad. Sobre una cama de madera vieja. Yo más nervioso, me inquieta tu nueva seguridad. Tanto dudar y aquí estamos. Se te escurre el vestido y aprovecho el descuido para sorprenderte. Beso tus hombros y sé que esperas que te desnude despacio. Controlo el deseo, dosificándolo, para evitar que te asustes. Te giras y me regalas unas palabras que no espero. Retiro la manta y nos cobijamos entre las sábanas. Recorriendo nuestros cuerpos hasta reconocer el momento justo. Te penetro y tú te dejas hacer, la primera vez. No fue como esperabas, lo sé, pero a partir de esa tarde de septiembre fuimos adquiriendo hábitos, estudiando rincones, vértices desconocidos, hasta memorizar cada pedazo de tejido, de piel.

Comienzo la facultad y en cada carta que escribo voy entregándome a ti, y recibo las tuyas, contando los días que faltan para vernos de nuevo. En la última, te preocupa el retraso de diez días del periodo. Resto importancia a tu preocupación; mientras, reprochas mi indiferencia. También yo temo que confirmes que algo falló, la última vez.

Volvemos a vernos. Es Navidad. En Galicia no nieva, sólo llueve. Quedamos en la cafetería de siempre. Me da un vuelco el corazón. Nos besamos ignorando que todos miran, quizás con envidia, aunque simulen indignación. Tus ojos lo dicen todo. Nada ocurre. Déjame a mí, yo les cuento. Y nos arreglan una boda rápida, un trabajo en otra ciudad, más industrial, más lejana. Dejando los estudios a medias, desconociendo el futuro que espera a la vuelta de la esquina. Y así embarcamos en un tren viejo y beso a Elena en el vagón de tercera clase.

Tiene el vientre abultado, el médico dice que para primavera. Da vueltas durante la noche, ya le incomoda el peso. Y salimos hacia el hospital, llegan las contracciones. Espero en la sala destinada a familiares, compartiendo vidas con los que también aguardan. Me llaman y entro en la habitación que huele a fórmula de botica, a ropa de cama recién planchada, limpia, a colonia a granel. Beso a Elena y le doy las gracias. La coloco en una nube imaginaria al tiempo que Javier mama de su pecho. Es tan pequeño... que apenas me atrevo a cogerlo en brazos. Tiene mi nariz, la boca es de Elena, dicen las enfermeras. Yo pienso que es simplemente Javier. Frágil, entero, completamente humano. Persona diminuta que llega invadiéndolo todo de ternura. Generando sentimientos que permanecían latentes. Alterando la rutina, la escala de prioridades que marca el valor, el sentido, la percepción de las cosas.