Capítulo 20


Adam se quedó quieto durante mucho rato. El señor Griffith le hablaba, se disculpaba por todo lo sucedido y le contaba que había recordado sus encuentros frente al estudio, en la cafetería Waters, por las calles de Los Ángeles. ¿Quería eso decir que el teatro del señor Griffith existía por esos encuentros? Al parecer, sí. Pero Adam le quitó toda importancia a aquellas palabras. Le daba igual saber el motivo por el que ilusionista había ido a buscarlo. Lo único que sabía era que estaba de vuelta y ella no estaba allí.

Adam salió del teatro. Victoria ya no estaba. Probablemente se habría ido, cansada de esperar, y no se lo reprochaba. A decir verdad, prefería que no estuviera. Las calles de Nueva York estaban tan pobladas como la última vez que las había visto. Parecía una ciudad distinta, con tanta gente y tanto tráfico. Nadie se fijaba en nada, era como si todos ellos vivieran por obligación, paseando como autómatas. Qué lejos quedaba la bella ciudad de Los Ángeles, pensó. Siguió el camino que había cruzado para llegar hasta allí y en cuestión de minutos se plantó en frente de la biblioteca pública. Recordaba la sensación de sentarse en aquellas escaleras. Hacía tiempo que no estaba allí y, como siempre había hecho en situaciones en las que preferiría vivir en una isla desierta, entró en el enorme edificio.

Esta vez, a diferencia de las demás, Adam se dirigió directamente hacia un ordenador. Allí, sin pensar en nada más, tecleó en el buscador «Audrey Hock». Encontró tanta información que tuvo que seleccionar la que le leería en aquel momento.

Audrey se había convertido en una excelente actriz de teatro que solamente volvió a situarse delante de una cámara en contadas ocasiones. Fue considerada una leyenda de la interpretación y estaba muy concienciada a la hora de ayudar a las demás personas; donaba cuantiosas cantidades de dinero a asociaciones para los más necesitados. Por desgracia, Audrey Hock había fallecido en un accidente automovilístico poco después de cumplir los 42 años.

Adam sintió que su corazón se paraba al leer que Audrey había muerto y, aunque hacía más de cuarenta años de ello, le resultaba imposible olvidar que hacía pocas horas habían estado juntos.

Encontró un archivo de video, la última entrevista que le habían hecho a la actriz antes de su accidente. Adam, ansioso por verla de nuevo, hizo doble clic en el vídeo. Audrey no había cambiado demasiado; se había hecho mayor, por supuesto, pero su cara seguía siendo igual de dulce y divertida que antes, su pelo tenía la misma forma que la primera vez que la vio y su forma de vestir, aunque diferente, mantenía ciertos detalles de la época en la que se habían conocido.

—¿Cómo está usted, señora Hock? —preguntó quien la entrevistaba.

—¡Cansada de hacer tantas entrevistas! —bromeó, empezó a reír y luego se levantó para abrazar al entrevistador—. No, es broma. Estoy bien, como siempre.

La entrevista duraba varios minutos, pero Adam apenas la escuchaba; se limitaba a mirar el rostro de Audrey, como si jamás la hubiera visto antes.

—Ha tenido usted una carrera difícil —comentó el entrevistador—. Sobre todo después del accidente en Los Ángeles.

—Sí, no hay día que pase que no me acuerde de lo que ocurrió aquella noche.

—Se recuperaron fragmentos de aquella película. ¿Los ha visto?

—No, pero tampoco quisiera hacerlo —replicó ella con una sonrisa—. Creo que resultaría doloroso.

—Señora Hock, me gustaría preguntarle… Después de lo ocurrido, ¿qué fue lo que la empujó a seguir adelante?

Audrey agachó la cabeza, se miró las manos durante un par de segundos y, al levantarla, sonreía como solía hacerlo al ver a Adam.

—Creo que prefiero que eso siga siendo algo personal —contestó.

—Por supuesto —asintió el hombre, aunque se le veía poco satisfecho—. Dígame, conoció al director de su nueva película en aquella época, ¿verdad?

—Sí, por supuesto. Roy y yo hemos sido buenos amigos desde entonces.

—Su última película… ¿Qué opina de ella? Tiene usted un papel importante, y supongo que estar al mando de un amigo no es lo mismo.

—Tiene razón. Trabajar con Roy ha sido una experiencia increíble, pero sobre todo por la historia. Se trata de un proyecto muy personal para ambos. Podría decirse que ha estado gestándose desde la noche que mencionaba antes.

—Entonces le deseamos lo mejor con este nuevo proyecto.

—Muchas gracias. —No había perdido la sonrisa: ésa era su Audrey.

—Nuestra última pregunta, como ya sabe, es siempre la misma. Si pudiera de escoger sus últimas palabras, ¿cuáles serían?

Se quedó pensativa un par de segundos. Miró hacia los laterales y sonrió de forma muy carismática. Finalmente, clavó sus ojos en el entrevistador y dio su respuesta:

—Buenas noches, señor Joyce.

Adam no se dio cuenta de si la entrevista terminaba allí o seguía adelante: le daba igual. Audrey había hablado para él, cuarenta años atrás, como si supiera que algún día vería esa entrevista.

Salió de la biblioteca siendo una persona distinta. Lo que había vivido con ella había pasado de verdad y no solo le había afectado a él. Bajó las escaleras de la biblioteca y, tras recordar de nuevo la dulce sonrisa de Audrey, se mezcló entre la multitud de la quinta avenida, dándose cuenta, al fin, de que el último espectáculo es aquél que no quieres que termine y que, cuando termina, sabes que siempre se quedará contigo.

Así, Adam avanzó entre la gente y caminó por la avenida, bañada por la fina luz del sol poniente, y, con la mirada clavada en el horizonte, podría haber gritado:

—Buenas noches, señorita Hock.

EL ÚLTIMO ESPECTÁCULO


Era en el calor del ostentoso camerino del teatro donde el señor Griffith obraba sus mayores trucos y engaños. Algunos los llamaban el perfecto rompecabezas, otros los despreciaban y los tachaban de imposibles y mentiras. Nada más lejos de la realidad.

A decir verdad, ni siquiera el propio Richard Griffith sabía muy bien cómo hacía todo aquello: cómo de algo tan mundano y simple como su camerino podía sacar tanta magia y vida. Pero lo hacía, y cada noche un nuevo espectador tenía la suerte de maravillarse con esa gota de imposibilidad e ilusión.

Esa noche le tocaría a otro, y a otro a la siguiente. Ésa había sido su vida durante las últimas décadas, y no recordaba por qué lo hacía, pero algo en su interior le empujaba a compartir ese don tan especial que poseía.

Pues así sería. El teatro del Señor Griffith había llegado de nuevo a la Ciudad y, en su mente, su creador preparaba ya el más astuto, apasionante y maravilloso acto final que jamás se haya presenciado. El último espectáculo aguarda al que menos se lo espera, como tantas otras veces

Capítulo 1


Como era habitual en esa época del año, el sol cubría las calles de Nueva York con una luz desgarradora. Adam esperaba sentado en las escaleras de la Biblioteca Pública, un lugar que solía visitar a menudo y conocía a la perfección. Veía a la gente pasar, principalmente turistas cargados con bolsas que habían reunido a lo largo de la quinta avenida.

Lo único que podía hacer mientras esperaba era pensar para evitar que el insufrible calor fuese su única preocupación. Quedaban pocas semanas de verano y el momento de marcharse a la universidad se acercaba. Sus amigos y familiares estarían lejos en muy poco tiempo, casi sentía ya la distancia que los separaría. La de esa tarde era una de las últimas oportunidades para contarle a Victoria lo que sentía por ella.

Días atrás, había visto la propaganda de un espectáculo que permanecería en la ciudad durante un solo día, El teatro del señor Griffith. Un show que los neoyorkinos, y mucha gente alrededor del mundo, habían bautizado como «el espectáculo eterno», pues todos recordaban haberlo visto alguna vez en su ciudad, durante un solo día, para luego marcharse hacia la siguiente parada. No era casual que Adam se hubiese fijado en la propaganda del teatro; era un amante de las artes escénicas: del cine, el teatro, de la escritura en general… Ésa era toda la magia que necesita una persona en su vida. No tenía ninguna duda, dedicaría su vida a ello si le fuese posible y era especialmente importante para él compartir ese último momento mágico con alguien especial.

La quinta avenida se quedó idílicamente desierta cuando Adam vio a Victoria en la distancia. Allí, en el centro del concurrido lugar, Victoria caminaba hacia él. El chico se puso nervioso, como hacía cada vez que la tenía cerca. Habían sido amigos toda la vida, pero hacía ya mucho tiempo que lo que él sentía era muy distinto a lo que siente un simple amigo. Victoria llegó a las escaleras y, con una radiante sonrisa, se sentó junto a él y apoyó su cabellera sobre el hombro del chico.

—Me alegro mucho de verte —dijo ella con ternura, abrazándole.

Adam sonrió, tocó el hombro de Victoria con su mano y la miró, pensando exactamente lo mismo que ella. Se levantó y, sin soltar su hombro, tiró de ella y cuando ambos estuvieron de pie, echaron a andar.

—No me puedo creer que sigas llegando tarde —bromeó Adam, que siempre se quejaba de la falta de puntualidad de la gente.

—¿Te has fijado en la cantidad de gente que hay hoy en la calle?

—¿Te has fijado en que siempre cambias de tema? —El chico hizo una mueca burlona mientras hablaba. Se había centrado tanto en ver el rostro de Victoria que tropezó y terminó con las manos en el suelo.

—Oye, pues si me das a elegir entre ser una tardona o una torpe, me quedo con lo mío.

Ambos rompieron a reír; la gente de alrededor les observaba, pero lo que los demás pensasen no era importante. Como ambos habían dicho durante años, «eran jóvenes y estaban vivos, y no había un solo instante en que eso no debiese celebrarse».

Mientras caminaban, Adam comenzó a pensar en que la compañía de Victoria desaparecería en pocos días, pues cada uno partiría en caminos diferentes. Volverían a verse, probablemente, pero difícilmente sería lo mismo y, si no le contaba a Victoria todo lo que tenía que decirle, tal vez no tendría otra oportunidad para hacerlo. Sin embargo, hasta que llegasen al teatro, se conformaba con ver que todavía estaba junto a él.

—¿Te apetece tomar algo? —preguntó él—. El show no empieza hasta dentro de un par de horas.

—¿Un par de horas? —contestó Victoria, extrañada—. ¿Y por qué hemos quedado tan temprano? Adam, en serio, te echaré de menos y todo eso, pero siempre haces lo mismo —lo dijo seria, pero había un hilo de broma en su voz.

Adam se quedó callado y se limitó a seguir andando. No sabía si era el momento adecuado para hablar con ella, pero estaba dispuesto a intentarlo.

—Pues, nos vamos a ciudades diferentes en unas semanas y…

Victoria lo rodeó con los brazos y tiró de él hacia una cafetería que estaba cerca de donde estaban en ese momento.

—Claro que quiero tomar algo, pero invitas tú —dijo ella con tono pícaro. Entró en la cafetería primero y se sentó en una de las mesas junto a la ventana y, con un posado muy interesante, señaló a Adam con el dedo y le indicó que se acercara—. ¿Qué te ha parecido?

—¿El qué? — preguntó Adam, desconcertado.

—¡Mi entrada! —replicó ella, ofendida—. Tienes que incluirla en una de tus películas.

Adam se sonrojó, cogió la carta de la cafetería y se cubrió la cara. Victoria se acercó a él y asomó su cabeza por encima del trozo de plástico.

—No me gusta que hagas bromas sobre eso.

—¡No las hago! ¿Por qué te cuesta tanto ver que creo en ti?

Consiguió que una sonrisa se extendiera por el rostro de Adam y le guiñó el ojo en señal de aprobación. Se sentó de nuevo en su silla y llamó al camarero.

Se trataba de un lugar algo antiguo, con las mesas y sillas metálicas y grandes ventanas por las que se colaba la luz de la calle. Seguro que desde ahí se podía ver toda clase de personas que paseaba por la avenida, toda clase de historias que se ignoran a diario, pero ocurren frente a ti. Victoria se percató de que el camarero, un joven apuesto de pelo rojizo, se dirigía hacia ellos desde la enorme barra en el centro del local.

—¿Qué te apetece?

—Agua —dijo Adam rápidamente.

Ella lo miró con una desaprobación y Adam se quedó atontado mirando cómo había arqueado la ceja. Victoria detuvo al camarero con un simple gesto de mano.

—¿Me dices que quieres tomar algo porque no nos veremos en mucho tiempo y pides agua?

Adam simplemente asintió; no sólo no soportaba el olor del café, sino que quería beber algo que aclarase su garganta para hablar con claridad. Mientras esperaban, Victoria se fijó en que su amigo arrugaba la carta plastificada que todavía tenía entre las manos. El color había regresado a sus mejillas y esta vez parecía que, en lugar de disminuir, aumentaba a cada segundo que pasaba. Victoria pidió el agua de Adam y un café para ella; probablemente no era lo que más le apetecía, pero se resignó.

—¿Te has apuntado al curso de escritura creativa? —preguntó Victoria cuando decidió que habían pasado suficiente tiempo en silencio.

—Sí —contestó el chico—. Serán las mejores horas de la semana.

Victoria sonrió y siguió bebiendo de su café. No pudo evitar fijar la mirada en el reloj un par de veces para comprobar que todavía quedaba más de una hora para que empezase la función.

—Oye… —comenzó Adam, torturando la pequeña botella de agua que le habían servido y se había terminado de un solo trago—. Hay algo que llevo tiempo intentando decirte.

El tiempo se detuvo para él. Llevaba tanto preparándose para ese momento que pensar que estaba tan cerca de liberar todo lo que sentía le hacía temblar.

—¡Genial! —exclamó ella—. ¡Yo también!

Y ahí estaba el momento. El temblor pasó; Adam había visualizado esa escena demasiadas veces como para considerar que ocurriera otra cosa. Estaba totalmente convencido de lo que Victoria iba a decir, así que falseó una sonrisa e invitó a su amiga a hablar primero.

—Anoche hablé con Andrew. Hemos decidido que le daremos una oportunidad a lo nuestro, por el tema de la distancia y esas cosas, ya sabes.

—Claro —contestó Adam, que sintió cómo su cuerpo se derrumbaba como un castillo de naipes mientras falseaba una sonrisa—. Me alegro por ti. —Alzó la destrozada botella de agua al aire, como si propusiera un brindis.

—¿Qué querías decirme tú?

—Oh, nada, sólo que… —Adam pensó a toda velocidad y soltó lo primero que le vino a la cabeza—. Estaba pensando en irme a Los Ángeles si no me gusta la universidad.

—¡Eso es magnífico! —gritó Victoria, que se levantó y se lanzó sobre él—. Me alegro por ti, yo creo que nunca me atrevería a hacer eso. Quiero decir, ya me conoces, estoy desando volver a casa y todavía no me he marchado.

—Sí, lo sé —contestó él, cabizbajo.

¡Pero anima esa cara! Ya lo sabes, yo siempre he creído en ti. Lo harás, lo sé. Claro que…

¿Qué?

—Bueno, ya sabes… que si no me llevas contigo a la entrega de premios de la academia hablaré con la prensa y me inventaré cosas horribles —bromeó. Le dio un toque en el brazo para que animara un poco la cara y otra vez rompió a reír.

Tras disculparse por el alboroto, ambos salieron de la cafetería y caminaron a paso ligero hacia el teatro. No había demasiada cola, pero se veía una hilera de personas que esperaban para entrar. Adam y Victoria se situaron al final y esperaron.

—¡No me puedo creer que vayas a irte a Los Ángeles!

—Es sólo una idea.

Victoria se mantuvo igual de eufórica hasta que la gente comenzó a entrar. Luego, la intensidad de su emoción aumentó. Aunque permaneció callada, estaba realmente emocionada por la decisión de su amigo.

Al llegar a la puerta, un revisor comprobó que las entradas eran correctas e indicó la dirección que debían tomar para llegar a sus asientos. Había varias puertas para acceder a la platea y en cada una de ellas había un acomodador repartiendo pedacitos de papel a los espectadores. Cuando Victoria y Adam llegaron recibieron un papel cada uno. Había números escritos en ellos, como en un sorteo. El papel de Adam tenía escrito el 2389 y Victoria tenía el 1939.

—Están en la tercera fila, a la derecha. Disfruten de la función.

Adam siguió las indicaciones del acomodador e, imitando a un caballero, acompañó a Victoria del brazo hasta su butaca. Por desgracia, la imitación resultó más dolorosa que divertida, pues le recordó la conversación en la cafetería.

El teatro fue llenándose de gente y, con la misma ilusión que un niño abre un regalo, los espectadores observaban con detalle el escenario, a la espera de que el espectáculo comenzase.

Las luces perdieron intensidad, la enorme cortina de terciopelo rojo se apartó y el escenario de madera quedó descubierto al público. Un hombre estaba de pie en el centro del tablado. Vestía un lujoso traje de color oscuro y un divertido sombrero de copa que no tardó en quitarse para lanzarlo al público, que lo recogió entre vítores.

—¡Bienvenidos! —gritó el hombre con voz poderosa.

Fue como un grito de guerra, lleno de energía. El público respondió con un fuerte aplauso; Adam y Victoria se sumaron a la muchedumbre y dejaron que la potencia de aquel saludo se apoderase de ellos. Pasados unos minutos el teatro quedó totalmente en silencio y las luces del escenario se centraron en el hombre.

—Gracias, gracias —comenzó—. El teatro del señor Griffith… —anunció mientras se señalaba a sí mismo— ¡llega a Nueva York una vez más!

Podría haberse tratado de un concierto de rock y el público hubiese respondido con la misma pasión. Había algo en ese señor que despertaba los sentidos de todos los asistentes a la función. Con un elegante movimiento de manos, el hombre logró calmar a la platea.

—Es nuestra intención que vivan lo que no han vivido antes. Existe un motivo para que el mundo se refiera a éste como «El espectáculo eterno», y espero que ustedes piensen lo mismo al salir de aquí. —Hizo una reverencia para dar por finalizada su presentación y, cuando terminó de inclinarse, la luz se apagó.

Los espectadores quedaron en tensión; todo estaba a oscuras, Adam no podía tan siquiera ver a Victoria. Todo permaneció en silencio durante unos segundos, hasta que un estallido de luz iluminó las columnas del teatro. Del techo se habían desprendido unas telas larguísimas de tonos azulados que descendían hasta el suelo. Varios gimnastas descendieron por ellas al ritmo de una maravillosa música que había comenzado a sonar justo después de la aparición de la luz. Vestían con telas verdes y marrones que se entrelazaban con el azul de la sábana por la que descendían. Al alcanzar el suelo, la luz del ambiente cambió para convertir el teatro en un hermoso valle verde con una música que recordaba al agua fluyendo por un río. A medida que los gimnastas caminaban hacia el escenario la luz se hacía más clara y aparecía vegetación en la escena. Los acróbatas se sentaron uno junto a otro a lo largo de todo el tablado; sus ropas se entremezclaban con la vegetación y creaban un maravilloso bosque. Por las puertas que minutos atrás habían cruzado todos los espectadores entraron otros gimnastas vestidos con largas telas rojas, amarillas y naranjas. Corrían entre las filas hasta llegar al escenario, donde echaron a correr en círculos por el bosque humano. De los círculos se intuía una enorme llamarada. A la vista, era fuego de verdad, y hasta que el señor Griffith apareció entre las llamas el público no se dio cuenta de que no era más que un truco en el que intervenían la vista del espectador, la iluminación del entorno y todo cuanto había en la escena. El hombre avanzó varios pasos hacia el límite del escenario y repitió su reverencia. El público se levantó de sus butacas y recibió el inicio del espectáculo con un caluroso aplauso.

—¡Gracias! —exclamó el hombre—. Como la vida misma, un espectáculo empieza con la creación. Esta noche verán un espectáculo digno del más imponente circo, recreaciones más deslumbrantes que cualquier película, ¡y experiencias más ricas que la propia vida! Todo dentro de estas paredes, solo para ustedes. La magia del teatro vive en Nueva York esta noche, ¡démosle la recibida que merece!

Como había ocurrido la última vez que se había dirigido al público, los gritos y aplausos no cesaron durante los siguientes minutos. La iluminación volvió a cambiar drásticamente; los trajes de los gimnastas habían desaparecido y se habían convertido en seres monstruosos gracias a varias capas de pintura. La escenografía había utilizado el fuego del número anterior para recrear un bosque quemado en el que todos sus habitantes eran seres oscuros y feroces, como animales salvajes.

—El terror —dijo el señor Griffith, que narraba la escena—, no hay nada más peligroso para un ser humano que el terror, pero no hay nada más fácil de superar. —El hombre bajó a la platea y se acercó a una mujer de las primeras filas—. Necesito su ayuda —le pidió mientras le tendía la mano.

La mujer la tomó sin dudar ni un solo instante y regresó con él hasta el escenario. Los seres que se movían por él comenzaron a bailar alrededor de la voluntaria y entonces Griffith se separó de ella y volvió al borde del escenario.

—Les prometo a todos que no la conozco de nada —explicó con una radiante sonrisa. El público enloqueció. Luego, el señor Griffith volvió a dirigirse a ella—. Sólo necesitan recordar —continuó mientras situaba su dedo índice en la sien de la mujer—, recuerden a la persona con la que más seguros se sienten y el terror se alejará de ustedes.

En el escenario aparecieron dos figuras pintadas con colores vivos, radiantes, que se abrieron paso entre las horribles criaturas que acechaban a la mujer hasta rodearla con los brazos. Al separarse de ella, la mujer estaba cubierta con esos mismos colores; se quedó quieta, observando el cambio que había sufrido su cuerpo, y vio cómo los seres oscuros que la rodeaban se alejaban, el escenario recuperaba el color y la iluminación del teatro volvía a ser cálida, convirtiéndolo en el lugar más seguro del mundo para todos los espectadores.

La mujer abandonó el escenario acompañada por los seres que habían devuelto el color al teatro. El señor Griffith habló de nuevo y el espectáculo continuó, haciendo representaciones igual de inspiradoras: hubo espacio para el amor, la amistad, la ira, el deseo, los sueños... El espectáculo eterno era una auténtica recreación de la vida.

Adam jamás habría imaginado que algún día vería algo semejante. Tanto él como Victoria mantuvieron su mirada fija en el escenario cada minuto de las dos horas que duró la representación. Nadie hablaba, tampoco ellos; lo que veían era demasiado cautivador como para estropearlo con palabras que intentasen describirlo.

El señor Griffith apareció de nuevo sobre el escenario. Como al inicio de la representación, el tablado se había quedado totalmente vacío; solo él ocupaba el enorme espacio que el público había observado durante las últimas dos horas.

—Por supuesto, todo tiene un final, pero nosotros no —comenzó—. El espectáculo eterno seguirá vivo, sobre el escenario y dentro de cada uno de vosotros. —El discurso se interrumpió por otra ronda de aplausos—. Sin embargo, antes de terminar, queda un último truco que debemos hacer. —Alzó su brazo hacia el fondo del escenario y una enorme urna de cristal entró en la escena, conducida por uno de los seres tenebrosos y uno de los portadores del color. Dejaron la urna enfrente del señor Griffith y se alejaron, desapareciendo cada uno por un lado diferente del escenario—. Cada uno de ustedes ha recibido un número al entrar en el teatro. El último truco es especial y único para el seleccionado, ¡mucha suerte a todos! —El hombre metió su mano en la urna de cristal y, tras removerla durante varios segundos, extrajo un pedacito de papel, lo abrió y leyó alto y claro—: ¡El 1939!

El corazón de Adam dio un vuelco. Notó cómo los nervios se apoderaban de él y le causaban un conocido cosquilleo en su estómago. Miró a Victoria, que observaba su pedacito de papel con la boca abierta.

¡Qué fuerte! —gritó—. ¿Qué hago?

Los aplausos y gritos se avivaron de nuevo. La gente esperaba que el ganador se diera a conocer. En el escenario, el señor Griffith esperaba impaciente.

—¡Vamos! ¡Arriba! —le susurró Adam, muy contento por ella, como si fuese él el que había resultado ganador.

—Espera —le dijo Victoria, que permaneció en su asiento—, toma. Sube tú.

¿Cómo? ¿Por qué? No, no, te ha tocado a ti.

—Tal vez veas algo que te inspire para tus películas. Además, sé que lo vas a disfrutar más que yo. —No le dio opción; cambió los papeles y, a vista de todos, Adam resultó ser el afortunado vencedor. Ella se levantó entre gritos y felicitó a su amigo por su victoria.

Finalmente, Adam se levantó con la ayuda de su amiga y todo el público se giró para ver al que había resultado afortunado en el sorteo y había ganado «el último espectáculo».

—¡Un aplauso para el vencedor! —gritó el señor Griffith.

El público respondió con el mayor aplauso de la noche. Adam caminó hacia el escenario girándose constantemente para mirar a Victoria, que era la que más gritaba y la que más aplaudía de todos, en busca de ayuda. Subió las escaleras y, finalmente, llegó junto al creador del espectáculo.

—¿Cómo te llamas, jovencito?

—Adam Joyce —respondió.

El señor Griffith frunció el ceño momentáneamente, se llevó el pulgar entre los labios y apartó la vista de Adam y del público durante unos instantes, pero enseguida volvió a la normalidad.

—Muy bien, Adam Joyce. Acompáñame. —Griffith rodeó a Adam con su brazo y lo condujo hacia los bastidores. Los fuertes aplausos y gritos del público los acompañaron en su salida—. Bien, sígueme.

Adam caminó detrás del señor Griffith. No pudo evitar maravillarse al ver los decorados que se habían utilizado para las funciones y a todos aquellos que habían trabajado para hacerlas posibles. Él mismo había trabajado en pequeñas producciones teatrales, pero el ambiente que se respiraba detrás del escenario en sus representaciones jamás se había parecido a la gentileza y tranquilidad que se respiraba en ese lugar. El señor Griffith se detuvo frente a una puerta de madera maciza, miró a Adam con una sonrisa en el rostro y le susurró.

—¿Estás preparado? —dijo y acercó su cara a la de Adam—. Disfrútalo. ¡El último espectáculo!

El señor Griffith abrió la puerta, le indicó que entrase y entró tras él. Era un camerino, pero no como los que había visto Adam: se trataba de un camerino antiguo, vestido con muebles de fina madera, sillas de las que se acostumbraba a ver en las películas de época, fabricadas con madera perfectamente tallada y acolchadas con telas repletas de bellas texturas. Un espejo enorme daba la bienvenida al lugar, unas cortinas de terciopelo que llegaban al suelo de moqueta lo arropaban y un fuerte olor a perfume lo llenaba todo de cierto encanto.

—¿Un camerino? —murmuró Adam sin saber qué decir. No podía negar que le resultaba un lugar maravilloso, pero después de las dos horas de auténtico esplendor teatral, esperaba algo más.

El señor Griffith se echó a reír y avanzó por la sala. Se situó junto a una de las cortinas de terciopelo y le indicó al chico que se acercase a él con un gesto de la mano. Luego le señaló la cortina. Adam la corrió y vio una calle que no le era conocida. En la distancia, vio un coche antiguo, de forma cuadrada y metálica, con ruedas finas y cubierto con una capota negra para protegerse del tiempo.

—¿Qué es eso? —preguntó Adam, mucho más interesado que antes.

—Eso, Adam Joyce, es Los Ángeles en 1939. Bienvenido al último espectáculo.