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Presencias del otro

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Eric Landowski

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Título original:

Présences de l’autre. Essais de socio-sémiotique II

París: Presses Universitaires de France, Coll. “Formes Sémiotiques”, 1997

Colección Biblioteca Universidad de Lima

Presencias del otro

Primera edición digital, noviembre de 2016

© Eric Landowski, 1997

© De la edición francesa: Presses Universitaires de France

© De la traducción: Desiderio Blanco

© De esta edición:
Universidad de Lima
Fondo Editorial
Av. Javier Prado Este N.o 4600
Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33
Apartado postal 852, Lima 100
Teléfono: 437-6767, anexo 30131
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www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Fotografía de la carátula: Gustavo Arrué/María Pía Gonzales Vigil

Versión ebook 2017

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Peru S.A.C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-373-1

Índice
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Presentación

PRIMERA PARTE: IDENTIFICACIONES

Capítulo I: Búsqueda de identidad, crisis de alteridad

1. Sentido y diferencia

2. Asimilación versus exclusión

3. Lo dado y lo construido

4. Segregación versus admisión

5. Identidad y cambio

Capítulo II: Formas de alteridad y estilos de vida

1. Elecciones estratégicas

2. Principios de una dinámica identitaria

3. Del juego de péndulo a los juegos del intervalo

4. El velo y la máscara

5. Los espacios del otro

Capítulo III: Estados de los lugares

1. Preparativos de exploración

2. Presencia ante sí, presencia ante el mundo

3. Impresiones de llegada

4. Viajeros y pasajeros

5. Aquí-ahora

SEGUNDA PARTE: PRESENTIFICACIONES

Capítulo IV: Moda, política y cambio

1. Querer el cambio

2. La moda y las modas

3. Ausencia y presencia

4. Discursos del cambio

5. Prácticas de moda

6. Modas, modelos, modos de ser

Capítulo V: Masculino, femenino, social

1. Una mirada ingenua

2. Cuando ver es hacer

3. La mirada entrampada

4. Estados de comunicación

5. Intimidades

Capítulo VI: La carta como acto de presencia

1. Para una semiótica de las situaciones

2. Regímenes epistolares

3. La presencia construida

TERCERA PARTE: REPRESENTACIONES

Capítulo VII: Regímenes de presencia y formas de popularidad

1. Un espacio escénico

2. La máscara y la persona

3. El hombre de acción

4. El héroe mediador

5. La vedette y el bufón

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE TEMÁTICO

Presentación
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El discurso de investigación está atrapado en su propia contradicción. Para poder decir qué es lo que busca, tendría que haberlo encontrado ya. Pero si ese fuera el caso, lo único que le quedaría sería callarse, a no ser que se convirtiera en otro discurso, en discurso didáctico por ejemplo, o, por qué no, en discurso promocional. Inversamente, si habla, e incluso si no deja de hablar, es porque su propia finalidad sigue escapándosele en parte. Y claro está, al buscarla, se busca a sí mismo. Se trata, pues, de una doble ausencia (relativa), la ausencia del objeto, siempre en construcción o en reconstrucción, y la ausencia que experimenta en relación consigo mismo, que lo funda y motiva.

Sin embargo, por la ley del género, llega un momento en que tiene que “presentarse”: nombrarse mostrándose, situarse diciendo de qué se ocupa, en pocas palabras, hacer saber lo que es, como si conociera su propia identidad y como si supiera exactamente lo que hace al enunciarse: como si fuera transparente a su propia mirada y como si estuviera ya totalmente presente a sí mismo. Y por si fuera poco, escoge un título: ¿de qué vas a hablar? —De la presencia, justamente. ¿Y en qué lengua? —En semiótica.

“Presencia”, sí, pero ¿de qué?, o ¿de quién?, y ¿por qué una “semiótica” de esa presencia? Porque la única cosa que, de una manera u otra, puede sernos verdaderamente presente es el sentido. Jamás somos presentes a la insignificancia.

Eso es lo que sucede con el tiempo, que “pasa”, y que no lo veríamos fluir si la tensión de una espera o, de cuando en cuando, la irrupción de lo inesperado no viniera a romper su curso creando “acontecimiento”: y entonces, de pronto, el “presente” se hace efectivamente presente, porque una diferencia lo hace significar.

Y lo que es cierto del ahora, lo es igualmente del aquí. Por supuesto que “ser” es estar necesariamente en “alguna parte”. Yo estoy localizado, y saben dónde encontrarme. ¿Pero estoy ahí realmente? La respuesta no está dada. Porque bien pudiera suceder que ese “aquí” fuera para mí “ninguna parte”, un no-espacio, algo así como esos lugares vacíos que los antropólogos encuentran en el corazón mismo de la modernidad. Después de todo, mi localidad, igualmente, no es, a priori, más que un lugar de paso, que no podría hacer sentido por sí misma. A menos que, semiótico sin saberlo (como M. Jourdain era prosista), yo haya instalado ya allí mis marcas o reconocido mis pistas —una luz matinal, un perfume, una disposición de las cosas—, toda una figuratividad cargada de sentido y por ese mismo hecho convertida en algo familiar, pero que tendré que reinventar si, al viajar, quiero encontrarme presente a mí mismo, por poco que sea, donde quiera que me halle.

Y lo mismo sucede con las relaciones entre los sujetos. La rutina de la comunicación, que organiza la no-presencia ante el otro, igual que ante sí mismo: —¿Cómo te va? —Así, así; ¿y tú?, solo puede ser sustituida por una forma de presencia del Otro (en general) ante sí, de sí ante el otro (este o aquella en particular), y finalmente, de sí ante sí, por medio de una praxis enunciativa capaz de resemantizar la expresión de las relaciones “inter” y hasta “intrasubjetivas”.

Por lo demás, si nos interesa el “discurso” (verbal por supuesto, pero también el de la mirada, el del gesto, el de la distancia sostenida), es porque no solamente cumple una función de signo en una perspectiva comunicacional, sino porque tiene al mismo tiempo valor de acto: acto de generación de sentido, y por eso mismo, acto de presentificación. De ahí esa ambición tal vez desmesurada: la semiótica del discurso que pretendemos emprender —la del discurso como acto—, debería ser en el fondo algo así como una poética de la presencia.

Eso, por lo que se refiere al título. Pero ¿y detrás? Detrás del título, un texto que se apoya en otros textos, en los textos de nuestra cotidianidad, o sea, en una infinidad de discursos sociales y de imágenes, de usos fijados y de prácticas singulares, en cuyo entrelazamiento el sentido se hace y se deshace.

Tomado de registros muy diversos —rumores, lugares comunes, declaraciones oficiales, escenas callejeras, cartas de amor o de negocios, relatos de viajes y fotografías de moda, artículos de prensa o fragmentos literarios—, el “corpus” aquí explorado, que incluye también la consideración de los espacios de nuestros encuentros ordinarios (la plaza pública, el café, el teatro, el salón, por ejemplo) no es ciertamente homogéneo, y no trata de serlo, como tampoco lo son los caminos que conducen a la presencia.

Sin embargo, si nos atenemos a lo esencial, existen finalmente a ese respecto tres caminos principales, complementarios entre sí: ¿peirceano sin saberlo? Tales pistas, en todo caso, no serán exploradas en el orden exacto que probablemente hubiera exigido el filósofo. Siguiendo de preferencia (por preferencia metodológica) a los antropólogos y a los lingüistas —de Lévi-Strauss a Simmel, de Benveniste a Greimas—,1 comenzaremos de hecho por aquello que uno esperaría ver aparecer en segundo lugar: partiendo a la búsqueda del Otro (el segundo, el alter ego, el “tú”) antes de preocuparnos del Uno (ego).

Creemos que hace falta, en efecto, colocar en primer lugar el régimen de alteridad del no-sí(mismo), según el cual los sujetos se identifican recíprocamente (Primera parte. “Identificaciones”), para poder alcanzar después solamente al sí(mismo) (aquel que dice, y que se dice “yo”), y hablar de su presencia eventual a él-mismo (Segunda parte. “Presentificaciones”); a partir de ahí, podrá aparecer finalmente la figura del Tercero, no sin embargo la de un simple “Él” situado a distancia, sino más bien esa forma específica del Otro que tiene por función devolver al sujeto su propia imagen “representándolo” (Tercera parte. “Representaciones”).

Para efectuar ese recorrido teórico de una manera tal que nos mantenga lo más cerca posible de nuestro objeto, el Otro, y su presencia, nos esforzaremos por no perder jamás el contacto con la dimensión vivida de las relaciones y de los procesos analizados, tal como se articula a través de la producción o de la lectura de los discursos y de las prácticas en situación. Porque sería vano pretender captar las modalidades de la presencia, cualquiera que sea el objetivo, sin contar con la experiencia inmediata de lo sensible, de lo figurativo y de lo pasional ligados al aquí-ahora.

Sin embargo, a pesar de su inmediatez, la experiencia así considerada no se refugia simplemente en lo inefable. Su actualización está ligada a la articulación de formas semióticas analizables, que se diversifican en función de la especificidad de cada uno de los niveles en que podemos colocarnos para tratar de aprehenderla. Según que se consideren los procedimientos de Identificación, Presentificación o Representación, no son las mismas formas las que regulan la relación con el Otro y las que dan sentido a su presencia; y tampoco es, en superficie, el mismo otro, cuyo modo de presencia enfrentamos en cada ocasión.

En el primer caso, la figura del Otro es ante todo la del extraño, definido por su desemejanza. El otro está presente; pero lo está demasiado, y ese es precisamente el problema: problema de sociabilidad, puesto que si la presencia empírica de la alteridad se manifiesta inmediatamente en la cohabitación diaria de las lenguas, de las religiones o de las costumbres —de las culturas—, no produce necesariamente sentido, ni menos el mismo sentido, para todos. ¿Cómo vivir entonces la presencia de esa extrañeza que se alza ante nosotros, al lado de nosotros, o tal vez en nosotros mismos? (Capítulo I). Y en contraparte, ¿a qué tipos de prácticas identitarias puede recurrir el otro —aquel que el grupo de referencia define como tal— para dar sentido a su propia “alteridad” y, a partir de ahí, organizar su presencia “entre nosotros”? (Capítulo II). A menos que, una vez más, todas esas relaciones se inviertan, como sucede cuando, con motivo de un viaje, la experiencia de la relación con el Otro adopta la forma del encuentro repentino con lo lejano y lo diverso: ¿cómo, entonces, estar allí, y cómo seguir siendo allí “sí-mismo”, aunque solo sea de paso? (Capítulo III).

Pero el Otro no es solamente el desemejante —el extraño, el marginal, el excluido— cuya presencia (¿por definición?) se considera más o menos fastidiosa. Es también el término faltante. El complementario indispensable e inaccesible, aquel, imaginario o real, cuya evocación crea en nosotros el sentimiento de algo inacabado o el impulso de un deseo, porque su no-presencia actual nos mantiene en suspenso y como incompletos, en espera de nosotros-mismos. ¿Cómo, en ese caso, hacérsele presente? ¿Cómo sustituir, uniéndose al otro, el vacío abierto con su ausencia por la plenitud de una inmediata y total presencia a sí?

A las estrategias identitarias de orden social consideradas anteriormente se superpone ahora una nueva dimensión de la búsqueda de sí, que toca más de cerca la intimidad del sujeto. Esta vez, en lugar de mirar al otro desde fuera, colocándose ante él en una relación de frente a frente —identidad contra identidad—, el sujeto se descubre al contrario a sí mismo, a condición de hacerse interiormente presente al otro, o al menos, de esforzarse en hacerlo. Un devenir, un querer ser —ser conforme con el otro— sustituye a la certeza adquirida, estática y solipsista de ser sí-mismo.

Tres tipos de prácticas nos servirán aquí de ejemplos. Las prácticas de la moda, en primer lugar, donde vemos al sujeto hacerse presente a sí-mismo por su adhesión a un “tempo” exterior, que él hace suyo (Capítulo IV); luego, ciertas prácticas de lectura de la imagen (publicitaria en este caso), donde la relación con el Otro adopta la forma de la relación imaginaria a un puro simulacro, y donde el horizonte de la presencia se confunde con el de una satisfacción constantemente acariciada pero jamás alcanzada (Capítulo V); finalmente, una cierta práctica de la escritura, que confina con lo poético y que apunta, por el acto mismo de creación de formas significantes, a eso que podríamos llamar la presentificación en estado puro (Capítulo VI). Presencia del otro y presencia ante sí-mismo se confunden entonces con el advenimiento del sentido, jamás adquirido de antemano.

Existe, sin embargo, otro modo de presencia ante nosotros mismos por intermedio de la relación con el Otro, que tratamos de circunscribir en la última parte, centrada en el juego de la representación política. El sujeto de referencia es ahora el Nosotros, actualizado en el cuerpo social en cuanto tal, frente al cual la figura del Otro se encarna típicamente en la forma del pronombre Él, en plural por lo general, que en el discurso de la cotidianidad designa comúnmente el lugar del poder: “Ellos han decidido que...”; “Ellos vuelven a...”; “Ellos nos toman por...”. ¿En qué medida la sociedad política se ha reconocido verdaderamente alguna vez en esa tercera persona, figura del gran Otro que nos gobierna? Y hoy en día, ¿qué tipo de arreglo, capaz de conciliar distancia y adhesión, sería susceptible de dar sentido al espectáculo que nos ofrecen esos que pretenden “representarnos”?

A pesar del escepticismo de rigor ante tales preguntas, el juego político —como la vida pública en su conjunto— no deja de inducir determinados efectos de presencia que dependen de las modalidades de su puesta en escena. Lo que está en juego en ese plano es eso que podríamos llamar la modalidad teatral de la presencia. Entre lo impersonal del estereotipo y la personalización mediática de algunas figuras conocidas (¿y amadas?) de la mayor parte de la gente, ¿cuál es el lugar y cuál el estatuto —el régimen de presencia— de los políticos y de la política en nuestro imaginario? En esa óptica, comparamos entre sí algunos dispositivos escenográficos, encargados si no de conducirnos a reconocernos en lo que se representa ante nosotros en la escena del poder, de garantizar por lo menos un mínimo de presencia de nuestra parte frente a ese espectáculo (Capítulo VII).

¿Y la semiótica a todo esto? Siempre la misma, dirán aquellos que no quieren ver detrás de esa etiqueta más que una figura entre otras (más invasoras sin duda) del Otro. Pues es propio del Otro no cambiar jamás (eso forma parte de su estatuto mismo en el discurso ordinario del “yo”). Pero ¿para los otros, los simpatizantes y los íntimos? Bien pudiera suceder que, a la inversa, los más ortodoxos apenas puedan encontrar en este libro su disciplina: “no muy presente”, dirán algunos, o tal vez, “ya no es en absoluto la misma”.

De hecho, la semiótica no es para nosotros una doctrina sino una práctica, y aquí tratamos de practicarla: de hablarla (el aprendizaje de segundas lenguas está en boga) más que de hablar de ella. Y como todos los demás lenguajes, no solamente está por naturaleza en permanente devenir, sino que, sobre todo, debe permitir hablar de cosas distintas de ella misma: de los textos-objeto por supuesto, y de su contexto evidentemente, pero también de las prácticas reales en las que nos hallamos diariamente comprometidos. Por ejemplo, de esa práctica semiótica en situación que consiste precisamente en la producción de la presencia del Otro, en cuanto que hace sentido.

De nuevo el señor Jourdain: ¡Hay que hacer tal vez (un poco) de semiótica para vivir, pero, en todo caso, no vivir para hacer semiótica! O si se prefiere —otra autoridad en la materia— Roland Barthes, quien a la “lingüística tradicional” oponía una filología activa.2 Como puede adivinarse, nos gustaría que “nuestra” semiótica se enrumbara en esa dirección. En todo caso, más que pretender decir el sentido (tarea imposible), trataremos aquí de rastrear las condiciones de su presencia en una serie de contextos intersubjetivos, por tanto interactivos, precisos. Como en cualquier otra parte, el sentido no está dado ahí. Ya se sabe que siempre tiene que ser construido. Mejor dicho, conquistado: ¿a qué figuras, a qué dispositivos, a qué lenguajes tenemos que recurrir para que, por la mediación del Otro, un poco de sentido, de cuando en cuando, nos haga instantáneamente presentes a nosotros-mismos?

PRIMERA PARTE

IDENTIFICACIONES
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Capítulo I

Búsqueda de identidad, crisis de alteridad
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1. SENTIDO Y DIFERENCIA

En la lengua, lo sabemos a partir de Saussure, solo se pueden identificar unidades, en el plano fonológico o semántico, a través de las diferencias que las interdefinen: fonemas y semas son únicamente los resultados de relaciones subyacentes que forman sistema, y no los términos primeros, definibles en sí mismos, sustancialmente. Del mismo modo, el principio de la primacía epistemológica de la relación sobre los términos está en la base de la problemática semiótica, tanto en cuanto proyecto de construcción de una teoría general de la significación como en cuanto método de análisis de los discursos y de las prácticas significantes. Pues para que el mundo produzca sentido y sea analizable en cuanto tal, es preciso que se nos muestre como un universo articulado, como un sistema de relaciones, en el que, por ejemplo, el “día” es distinto de la “noche”, la “vida” se opone a la “muerte”, la “cultura” se desmarca de la “naturaleza”, “aquí” contrasta con “en otra parte”, etcétera. Aunque la manera en que esos elementos difieren entre sí varía de un caso a otro, es siempre el reconocimiento de una diferencia, de cualquier orden que sea, lo que se impone en primer lugar en todos los casos. Únicamente ella permite constituir, en unidades discretas y significantes, los elementos considerados y asociar a ellos, no menos diferencialmente, ciertos valores de orden existencial, tímico o estético.

Lo mismo sucede con el “sujeto” —yo o nosotros— cuando se lo considera como una unidad sui géneris, cuya “identidad” tiene que constituir. Condenado aparentemente a no poder definirse más que por diferencia, el sujeto necesita de un él —de los “otros”— para llegar a la existencia semiótica. En efecto, lo que da forma a mi propia identidad no es solamente la manera como, reflexivamente, yo me defino (o trato de definirme) en relación con la imagen que otro me envía de mí mismo, sino también el modo como, transitivamente, yo objetivo la alteridad del otro, asignando un contenido específico a la diferencia que me separa de él. Y así, ya se la considere en el plano de la vivecia individual o —como será aquí el caso— en el de la conciencia colectiva, la emergencia del sentimiento de “identidad” pasa necesariamente por el relevo de una “alteridad” que hay que construir.

Pero todo indica que ese Otro que presupone la autoidentificación de Sí-mismo está hoy en día, socialmente hablando, cambiando de estatuto. No hace mucho, al Otro lo sentíamos aún lejano; ahora campea entre nosotros. Ya no basta con comprender, o con mitificar la cultura —el exotismo— del Otro, figurado a distancia con los rasgos del “extranjero”; es preciso ahora vivir, en la inmediatez de lo cotidiano, la coexistencia de los modos de vida venidos de otras partes, y cada vez más heteróclitos. Los “salvajes” de antaño se han transformado en “inmigrantes”, McDonald’s ha venido a instalarse en la esquina de la calle, y Walt Disney remodela hasta en Europa el arte de vivir en el campo. En ese contexto, se desarrolla ahora, aquí y allá, un discurso social de la conquista o de la reconquista de una identidad “amenazada”, y resucitan prácticas de enfrentamiento sociocultural con carácter a veces dramático, como si se tratara de conducir una vez más lo desemejante, lo extranjero —lo “meteco”—, así como lo “marginal”, lo “excluido”, lo “desviante”, etcétera, a una posición de pura exterioridad. A una de las cuestiones más ambiciosas que nos ha planteado este fin de siglo en el plano político —el reconocimiento o la formación eventual de una “identidad europea común”— se superpone esta otra, menos cargada de ideal pero dictada por la urgencia: ¿qué lugar será capaz de otorgar, dentro de sí misma, cada una de las sociedades nacionales afectadas por ese vasto proyecto de unidad político-cultural, a lo que parece convertirse en su maldición: al Otro, cualquiera que sea el modo de encarnación crítica que adopte localmente?

Ante ese tipo de problemas, no tenemos la pretensión de emprender un análisis empírico detallado de toda la variedad de discursos y de prácticas identitarias que suscita por reacción esa crisis de alteridad, de la que somos testigos. Apoyándonos en la observación del caso francés, nuestro objetivo consistirá más bien en construir un modelo de carácter general que permita situar, unas con relación a otras, diferentes formas de articulación posibles de la relación entre el “Nosotros” y su “Otro”. La cuestión puede ser abordada desde dos perspectivas complementarias: ¿cuáles son, en primer lugar, los tipos de configuraciones intelectuales y afectivas que sustentan la diversidad de los modos de tratamiento de lo desemejante, sobre cuya base, dentro de un espacio social dado, un sujeto colectivo determinado puede organizar la construcción, la defensa o la renovación de su identidad en cuanto un “Nosotros” de referencia? ¿Cuáles son, luego, para el Otro, es decir, para aquellos a los que el grupo de referencia se empeña en aplicarles la etiqueta de “diferentes”, las opciones posibles en cuanto a los modos de gestión del Sí-mismo —a los “estilos de vida”— concebibles en vista de la asunción o de la transformación de su propia identidad cultural?

En el presente capítulo trataremos de explorar los caminos que utiliza el “Nosotros” para construir su mundo en torno a sí mismo. En el siguiente capítulo, al contrario, invertiremos la perspectiva, procurando adoptar el punto de vista del “Otro”.

2. ASIMILACIÓN VERSUS EXCLUSIÓN

2.1 “Como todo el mundo”

Cualquiera que haya residido en Francia y se haya sumergido en el ajetreo cotidiano local (sobre todo en París), conoce el sentido de esa conminación inevitable, aunque algo inesperada en un país que se distingue —según se dice— por la delicadeza de vivir: “¿… No podría usted hacer como todo el mundo?”. Formulada en toda suerte de circunstancias al ignorante o al aturdido que no llega a entender lo que exigen el lugar y el momento, esa injunción tiene el valor de una llamada de atención que revela los fundamentos “filosóficos” (en el sentido balzaciano del término) de la confianza propia de los autóctonos —cajeros de banco, empleadas de correos, revisores de trenes, agentes de policía, y muchos otros más— que, directamente colocados en contacto con el público, recurren a ella con predilección. Porque, para asumir la triunfante vulgaridad de semejante apóstrofe y para usarla con la autoridad requerida, hay que ser o, en todo caso, tomarse por “todo el mundo”: el empleo de la fórmula solo es posible a condición de asociar sin bromear —y, aparentemente, las vocaciones burocráticas predisponen a eso— un valor universal a los usos locales, a las maneras de vivir, de actuar y de reaccionar, de sentir y de pensar que son “las nuestras”.

Tenemos aquí, en su forma banalizada y hasta anodina, el principio de lo que se convierte en una política propiamente dicha —lo más cruelmente generosa que pueda ser—, cuando el Estado, a su turno, comienza a legislar sobre las mismas bases, proporcionando así su garantía y un apoyo institucional a los llamados proyectos de asimilación. Invitación y advertencia al mismo tiempo, el discurso que en tales casos las autoridades administrativas, por afán de claridad, deberían dirigir oficialmente a los candidatos para entrar e instalarse en el territorio nacional sería más o menos el siguiente: “Bienvenidos todos, de donde quiera que vengan, a condición de que todos, por lejano que sea su país de origen, hagan rápidamente el esfuerzo necesario para llegar a ser como nosotros”. Suponiendo que la ayuda material y moral aportada para ese fin por los servicios sociales a los inmigrantes no sea suficiente para permitirles llevar a buen término semejante metamorfosis desde la primera generación, es de esperar que al menos el sistema escolar logrará hacer de sus hijos “verdaderos niños franceses” en lo referente a la lengua, a las costumbres y a las creencias. De hecho, si los valores morales, sociales, estéticos y otros que la nación ha forjado luchando durante siglos por más humanismo, refinamiento y democracia tienen por definición (con ayuda del etnocentrismo) un alcance universal, ¿cómo concebir que aquellos que acogemos hoy de todos los confines del mundo puedan dudar en adoptarlos? ¿Cómo admitir que sigan apegados a particularismos tan raros como retrógrados, debido simplemente a sus orígenes? Es conocida la exhortación que el marqués de Sade dirigía a sus conciudadanos en vías de emancipación: “¡Franceses, un esfuerzo más si quieren ser republicanos!”. Hoy día, para extender a todos los beneficios del espíritu de las Luces, habría que decir más bien: “¡Ciudadanos del mundo entero, un esfuerzo más si quieren ser franceses!”.

No es necesario caricaturizar para poner de manifiesto la ambigüedad de las actitudes que, en el marco de ese tipo de discursos y de prácticas, determinan la suerte reservada al otro, al extraño, al diferente. El grupo dominante, como buen asimilador, no rechaza a nadie; se siente, por el contrario, generoso, acogedor, abierto al exterior. Pero al mismo tiempo, cualquier diferencia de comportamiento algo marcada, por la cual el extranjero traiciona su origen, constituye para él una extravagancia carente de sentido. En actitud opuesta a la del antropólogo, cuyo comportamiento parte del postulado de que las conductas de los grupos humanos, cualesquiera que sean —incluidos los más “salvajes”— tienen un sentido, es decir, que obedecen a una lógica propia que es posible descubrir y comprender, el señor “Todo-el-mundo”, por su parte, da por sentada la irracionalidad (si no la perversidad intrínseca) de aquellos que piensan y actúan en función de visiones del mundo diferentes a la suya. A lo sumo, atribuirá tal vez a ciertas extravagancias del extranjero un valor estético particular, ligado a los efectos de desorientación que ejercen en razón precisamente de su extrañeza: administrado en dosis moderadas, el exotismo puede efectivamente tener su encanto.1

Pero entre los elementos —las maneras de ser y los modos de hacer— que, considerados in situ, en el terreno mismo del extranjero, pueden agradar en la medida en que crean “color local”, raros son aquellos que toleran la exportación; una vez trasplantados fuera de su contexto, crean simplemente “desorden”, y su incongruencia pronto los hace insoportables.2 De hecho, las “rarezas” del extranjero, ya sea que se las juzgue (según el contexto) como pintorescas, seductoras o execrables, son todas, aquí, objeto de un solo y mismo modo de observación y de evaluación. La atención se focaliza puntualmente en un pequeño número de manifestaciones de superficie que nos apresuramos a sobrevalorar o a depreciar por sí mismas, sin preocuparnos del lugar que ocupan ni por tanto de la significación que revisten en los sistemas de valores, de creencias y de acción de los que forman parte. Para que fuera de otro modo haría falta, como mínimo, querer saber aquello que rige, en profundidad, las idiosincrasias en cuestión, habría que tratar de comprender el sistema que los soporta; eso, justamente, de lo que nadie se preocupa. A partir de ahí, y considerando las actitudes y los comportamientos específicos del desemejante como puros accidentes de la naturaleza —y no como elementos que adquieren sentido dentro de otra cultura—, el Otro se encuentra descalificado de entrada como sujeto: su singularidad no remite aparentemente a ninguna identidad estructurada. Y finalmente, es ese desconocimiento —ingenuo o deliberado— el que funda la buena conciencia del Nosotros en su proyecto asimilador: no solamente el extranjero tiene todo a su favor al fundirse en cuerpo y alma en el grupo que lo acoge, sino que lo que tiene que perder para disolverse en él como se le ordena, no cuenta, estrictamente hablando, para nada.3

2.2 Razones y pasiones

De la descripción sucinta que acabamos de hacer, se desprende un pequeño número de rasgos estructurales que remiten a principios de organización de carácter más general. Ellos son los que nos permitirán dar cuenta también de configuraciones aparentemente muy diferentes, pero que dependen igualmente de la misma “gramática”. Y es así como, a partir del dispositivo “asimilador”, utilizado como esquema de referencia, veremos que se abre progresivamente un abanico de figuras que pueden ser teóricamente consideradas en los límites de nuestra propuesta.

¿Cuáles son entonces los principios elementales de organización que estructuran los discursos y las prácticas de la asimilación, en el sentido que le hemos atribuido más arriba? Una de las características más saltantes a ese respecto reside en el tipo de relación que se establece entre dos órdenes de motivaciones posibles: tenemos que ver en este asunto con un conjunto de proposiciones y de comportamientos que pretenden fundarse enteramente en la “razón”, con exclusión de toda consideración de orden pasional. El señor “Todo-el-mundo” es, en efecto, —o al menos cree serlo— un hombre sin odio ni prejuicios. No se tiene, ni quiere que lo tengan, por uno de esos xenófobos exaltados que pretenden que los únicos criterios válidos para determinar la naturaleza de las relaciones deseables, o incluso posibles, entre nosotros y “los otros” son los criterios de sangre o de color de piel; incluso, no le gusta mucho oír decir que más allá de un cierto “umbral de tolerancia”, las incompatibilidades de costumbres o de humores hacen fatalmente indeseables tales o cuales categorías de extranjeros. En el plano práctico, él preferiría que en lo posible nadie hablase de las formas de “ayuda para retornar” previstas para atenderlos, ni de los “charters” que la administración fleta para su transporte. Enemigo de toda suerte de dramatización, se limita en suma a constatar que las diferencias de comportamiento de las que es testigo —en relación con una normalidad que él mismo encarna por construcción— no tienen valor ni fundamento, y que, por ello, se impone su erradicación. No cabe duda de que la búsqueda de semejante objetivo pasa inevitablemente por la inflicción de rudos golpes a la personalidad de los individuos o de los grupos afectados; pero ese es, a sus ojos, un mal necesario y tanto más justificado que lejos de ceder a cualquier animosidad dirigida contra el Otro porque es otro (lo que formaría ya parte de una configuración diferente), se trata, por el contrario, de ayudar al extranjero a librarse, por medio de un trabajo metódico y razonado, de aquello que lo convierte en otro, en pocas palabras, de reducir lo Otro a lo Mismo a fin de que pueda un día integrarse plenamente a su nuevo medio de acogida.

Que “razones” de ese tipo sean o no seudorrazones dan testimonio al menos, por parte de aquellos que las proponen, de un escrúpulo que muchos, de hecho, están lejos de compartir. En lugar de todas esas tergiversaciones, ¿por qué no dar el paso? ¿Por qué no admitir que el extranjero, en realidad, no será jamás de los nuestros, que jamás podrá serlo, que no debe llegar a serlo? ¿Que su “olor”, odioso por definición, es propio de su raza y no se puede quitar? En una palabra, que es urgente detener, probablemente ya incluso rechazar —excluir— al extranjero, ese eterno “invasor”. Estribillos, por lo demás, bien conocidos, demasiado conocidos para insistir ahora en ellos. Por otro lado, y en relación con lo que nos interesa de inmediato, poco importa cuál es la colectividad precisa, definida con criterios lingüísticos, religiosos, “raciales” u otros, la que se encuentra preferentemente señalada como intrusa e indeseable, en función del lugar y de las circunstancias. Destaquemos solamente el hecho de que de un discurso con pretensiones racionales y argumentativas se pasa insensiblemente a un discurso del afecto puro y simple, y en el plano del contenido, del tema de la conjunción posible de identidades diferentes al de su indispensable disjunción. En base a esos dos criterios, se esboza ahora una nueva configuración, muy distinta de la que nos ha servido de referencia inicial: a diferencia del discurso de asimilación, que se desarrollaba a partir de un desconocimiento, aunque “razonado” de lo que funda la alteridad del desemejante, el discurso de exclusión procede de un gesto explícitamente pasional que tiende a la negación del Otro en cuanto tal. Y una vez encendida, ya sabemos a qué extremos puede conducir la rabia colectiva de ser Sí-mismo. Si nada viene a contenerla, y con mayor razón si la autoridad política la convierte en principio de su acción, entonces basta con muy poco —y los ejemplos de hoy como de ayer no faltarían si hubiera necesidad de aportarlos— para que cobre actualidad en un instante, con una forma o con otra, la idea de “solución final”.

Tenemos ahí por consiguiente dos actitudes —asimilar, excluir— que, en un sentido, se oponen entre sí como el día y la noche. Y sin embargo, desde otro punto de vista, incluso si las estrategias de exclusión, al menos cuando se desarrollan en sus formas más exacerbadas, parece que se sitúan, en muchos aspectos, en posiciones diametralmente opuestas a las de los ideales exhibidos (o asumidos) por los partidarios de la asimilación, se percibe entre unas y otras una suerte de afinidad tácita. De hecho, no es difícil desprender el núcleo de presupuestos —o más bien de prejuicios— idénticos que se encuentran en los dos casos. Porque antes que un conjunto de ideas articuladas que pudieran constituir su zócalo común, se trata esencialmente de una imagen que une en profundidad esos dos tipos de configuración: la imagen de un Nosotros hipostasiado, que hay que preservar, cueste lo que cueste, en su integridad —mejor aún, en su pureza original. La determinación de asimilar, con apariencia serena, como la pasión de excluir, proceden una y otra del mismo y único resorte. Con movimientos orientados en sentidos opuestos, centrípeto en la orientación asimiladora, centrífugo por lo que se refiere a la rabia de la exclusión, las dos actitudes corresponden, en profundidad, a dos aspectos complementarios de una sola y misma operación: estandarización o ingestión de lo “mismo” por un lado, selección y eliminación de lo “otro”, por otro lado. Porque si de una parte ninguno de los elementos surgidos del exterior y considerados no obstante, con toda reserva, como posiblemente asimilables, puede escapar a los procesos de remodelación y más precisamente de normalización previstos para asegurar su completa fusión en la masa, es necesario también que existan mecanismos de demarcación y de expulsión propios para garantizar que todo elemento que se revele decididamente inasimilable, quede por el contrario, ipso facto, dejado de lado.4 En ambos casos (ingestión de lo Mismo o excreción de lo Otro), lo que justifica la instalación de ese dispositivo es la necesidad vital de controlar el con junto de los flujos provenientes del exterior que podrían perturbar el equilibrio interno, el orden, la composición orgánica que se trata precisamente de mantener, por todos los medios disponibles, en un estado lo más estable posible.

En otros términos, y para atenernos a lo esencial por lo que concierne a esas dos primeras configuraciones, frente a una identidad de referencia concebida como perfectamente homogénea y considerada como inmutable, la alteridad no puede ser pensada aquí más que como una diferencia venida de afuera, que reviste por naturaleza la forma de una amenaza. Asimilación y exclusión no son, en definitiva, más que las dos caras de una sola y misma respuesta a la demanda de reconocimiento del desemejante: “Tal como eres, no tienes lugar entre nosotros”.

3. LO DADO Y LO CONSTRUIDO

Desde un punto de vista estrictamente lógico, esa no es evidentemente la única manera posible de articular entre sí las categorías de la identidad y de la diferencia, de una parte, y de otra, las de “adentro” y “afuera”. Cualquiera que sea el tipo de unidad a la que se aplique, la noción de identidad no se superpone necesariamente a una concepción simple y unívoca de la interioridad de la unidad considerada. Y recíprocamente, para la misma unidad, el espacio de su alteridad no comienza forzosamente al otro lado de la frontera que viene a delimitarla. En efecto, ¿en nombre de qué se excluiría a priori la posibilidad de hallar al exterior del Sí-mismo (o del Nosotros), es decir, junto al Otro, una parte de sí-mismo, una réplica, o tal vez otro rostro, insospechado, de su propia identidad? ¿Y sobre qué base descartar de entrada la posibilidad, inversa y complementaria, de discernir algún rasgo de la figura misma del Otro dentro del Sí-mismo? Por supuesto, ni una ni otra de tales eventualidades —reconocerse en el Otro o descubrirse a sí mismo como Otro— entraba en las perspectivas descritas anteriormente. Era eso lo que determinaba la estrechez y la rigidez de sus límites, por oposición a las problemáticas más ricas y más complejas que vamos a examinar más adelante. Pero antes haremos un rodeo en un plano más teórico.

3.1 La producción de la diferencia

Existe, en efecto, en la base del conjunto de los comportamientos examinados hasta el momento, una contradicción, al menos aparente. El problema es esquemáticamente el siguiente: en el marco de las dos configuraciones ya analizadas, y cualquiera que sea la estrategia adoptada —asimilación, exclusión, o dosificación de las dos juntas— lo que el grupo dominante se proponía como objetivo era siempre, como lo hemos subrayado, mantener cierto equilibrio interno, preservar intacta la homogeneidad, real o supuesta, de su “sustancia”, ya sea que se la tome por el lado socioeconómico, en términos de niveles y de modos de vida, o desde el punto de vista de los “hábitos”, principalmente lingüísticos, religiosos, jurídicos y políticos, o incluso, más crudamente, en términos de “pureza” étnica. A ojos del grupo asimilador, como del que practica la exclusión, se trata ni más ni menos de su propia identidad: de tolerar demasiada heterogeneidad en su seno, en cualquiera de esos planos, terminaría muy pronto, según ellos, por no reconocerse a sí mismo. Ahora bien —y es ahí donde surge la paradoja—, dicha heterogeneidad actual o potencial, a la que el grupo se opone con todas sus fuerzas, es creada al mismo tiempo, en diversos aspectos, por el grupo mismo; y eso en dos niveles y de dos maneras diferentes, que acumulan sus efectos: primero en la superficie, produciendo socialmente disparidades de todo tipo, y en un nivel más profundo, construyendo sin cesar, semióticamente, la diferencia.

Ante todo, el grupo de referencia parece que no se da cuenta —o más exactamente, tal vez no quiere ver (a pesar de las advertencias de los sociólogos)— que es él mismo el que, a cada instante, por su propio modo de funcionamiento social y económico, político, jurídico, educativo o “cultural”, produce las distancias y las desigualdades entre grupos sociales, sociales y no simplemente “étnicos” (lo que, por lo demás, no desvirtuaría totalmente la paradoja).5 De hecho, si existe heterogeneidad no es solo el resultado de lo que viene de “fuera” sino también de lo que ocurre “dentro”. Por consiguiente, el cuerpo social debería buscar primero en su propio seno antes que entre los vecinos o en las comunidades que de ellos provienen, a qué se debe la multiplicación de esos casos “problemáticos” que le resultan tan difíciles de insertar en las pautas del sistema, y que le obligan a inventar permanentemente nuevos medios de prevención, de rectificación, de inserción, de integración y de asistencia —en una palabra, de asimilación—, por no poder (prácticamente y “humanamente”) aplicarles la política del rechazo —de exclusión— de la que algunos son partidarios. Pero aún hay más. Porque no bastaría con poner remedio a ese mal interno, casi mecánico, de producción de disparidades entre grupos para suprimir el problema mismo del “Otro”, que es el que pone en crisis socialmente, políticamente y moralmente la relación identidad/alteridad en cuanto tal. Hay que colocarse en un plano diferente para poder formularlo.

Lo que separa al grupo de referencia de los grupos que define como extranjeros con relación a sí mismo, como “otros” o como desviantes, no es nunca, en efecto, “simplemente” ni una diferencia de sustancia producida por disfuncionamientos sociales, ni siquiera alguna heterogeneidad preestablecida en naturaleza, que, imponiéndose como datos de hecho, bastarían para demarcar las fronteras entre identidades distintas. En realidad, las diferencias pertinentes, aquellas en cuya base cristalizan los sentimientos identitarios, jamás están enteramente trazadas de antemano: ellas solo existen en la medida en que los sujetos las construyen y en la forma que ellos les dan. Antes de eso, entre las identidades en formación, solo existen puras diferencias posicionales, casi indeterminadas en cuanto a los contenidos de las unidades que oponen. Ciertamente, el estatuto de semejante vacío semántico es esencialmente de orden teórico. Postular su existencia nos permite sobre todo designar el lugar original, de carácter virtual, en el que se articula el principio mismo de toda diferencia particular, quedando entendido que la pura diferencia posicional, difícilmente manipulable en cuanto tal, tiende, para manifestarse, a convertirse, en el plano empírico —en los discursos y en las representaciones que los soportan—, en una serie de oposiciones sustanciales. Entonces vienen a investirse ahí contenidos específicos, dando progresivamente lugar, por selección y por combinación de rasgos figurativos particulares, a la aparición de formas con contornos cada vez más precisos: es decir, a toda una variedad de figuras del Otro, tan diversificadas y, por decirlo así, tan reales como en una galería de retratos o como en un fichero policial.

Pero es necesario que, para eso, una instancia semiótica —un sujeto cualquiera, individual o colectivo— se encargue concretamente de efectuar las operaciones de selección y de investimiento semántico correspondientes. En la práctica, el sujeto colectivo que ocupa la posición del grupo de referencia —instancia semiótica evidentemente difusa y anónima—, fija el inventario de los rasgos diferenciales que, de preferencia a otros posibles, servirán para construir, diversificar y estabilizar el sistema de las “figuras del Otro”, el cual estará temporal o durablemente en vigencia en el espacio sociocultural considerado. Dicha operación la realiza a partir de una multitud de intercambios interindividuales, vividos unos día a día en lugares de encuentro concretos (la calle, el centro de trabajo, etcétera), otros relacionados más bien con la fabulación y el imaginario social (como los esquemas de interacción que propalan la mayor parte de los relatos de sucesos, materia de comidillas cotidianas entre los concurrentes a las tertulias de café). Para ese efecto, la simple “vida en común” de los grupos sociales, con las desigualdades, en primer lugar de orden económico, y las segregaciones de hecho (por ejemplo, en términos de empleo, de alojamiento, de escolaridad) que engendra, así como a través de otras desigualdades latentes que pone de manifiesto, proporciona una infinita variedad de rasgos diferenciales inmediatamente explotables para significar figurativamente la diferencia posicional que separa lógicamente a Uno de su Otro. La diversidad de combinaciones posibles entre esos rasgos permite multiplicar ad libitum, por asociación y por dosificación (es decir, a la manera del bricolaje), las figuras singulares del extraño y del inquietante: siluetas genéricas y un tanto difuminadas como las del “marginal” o las del “descarriado”, o composiciones resultantes de arreglos más sutiles para designar y clasificar especies más precisas, desde la del “trabajador-portugués” (en vías de integración) hasta la del “delincuente-negro” (al borde de la exclusión), pasando por la del “desempleado-norteafricano”, y así por el estilo: tal cantidad de estereotipos que, una vez construidos, lo único que harán será reforzarse unos a otros con el uso reiterado que de ellos se haga. El discurso de los “medios” juega evidentemente un rol determinante en ese proceso.

La producción de la diferencia, como se observa, no puede ser concebida más que como un proceso relativamente complejo, que pone en movimiento dos planos por lo menos. El primero es de orden referencial; es descrito generalmente (en función de una distinción de orden filosófico, aparentemente a toda prueba) ya en términos biológicos, ya en términos sociológicos. De ese modo, aún hoy, para unos, lo que hace que el Otro sea “otro” tiene que ver simplemente con las leyes de la genética: la diferencia es un hecho de naturaleza; para otros, por el contrario (¿más numerosos?), se trata más bien de un hecho de sociedad: lo que determina la diversidad de los tipos humanos es la diversidad de las herencias culturales, de los modos de socialización y de las condiciones económicas. Sea lo que fuere, justificar así la aparición de diferencias “objetivas”, de orden biológico, económico o cultural, no es suficiente: es preciso además que las diferencias “constatadas” se hagan, de una manera u otra, significantes. Eso es lo que hace necesario el paso a un segundo plano, propiamente semiótico, donde, como acabamos de indicar, algunas de las diferencias planteadas en el plano precedente (aunque no todas) son finalmente abordadas como si se tratase de los rasgos distintivos del plano de la expresión de una lengua, es decir, son asumidas como el equivalente de otras tantas oposiciones “fonológicamente” pertinentes para la construcción de un universo de sentido y de valores.6

3.2 “Bricolaje” y terminología

Una de las características comunes a las dos nuevas configuraciones que vamos a abordar ahora reside justamente en el hecho de que, a diferencia de las precedentes, problematizan explícitamente, una y otra, esa dimensión semiótica de la producción de la alteridad: si bien es cierto que el mundo que nos rodea se nos presenta espontáneamente como un universo articulado y diferenciado, no existen, sin embargo, entre “Nosotros” y los “Otros” fronteras naturales, solo existen las demarcaciones que nosotros construimos a partir de las articulaciones perceptibles del mundo natural.7

Ahora bien, comenzar a admitir que si el Otro es “diferente” no lo es necesariamente en absoluto, y que, de hecho, su diferencia está en función del punto de vista que se adopte, es ya abrir la posibilidad de otros modos de relación con las figuras singulares que la encarnan. En esa perspectiva, el Otro no puede ser pensado como el simple representante de un exterior radicalmente extranjero del que debería desligarse por completo (primera condición de su asimilación) si no quiere ser rechazado lo más pronto posible (exclusión); por el contrario, se va a convertir, en cierta medida, en parte integrante, en elemento constitutivo del “Nosotros”, sin tener que perder no obstante su propia identidad.

Denominaremos, respectivamente, segregación y admisión las fórmulas correspondientes, sin desconocer, una vez más, lo arbitra rias y discutibles que pueden ser tales etiquetas. Nuestro objetivo, en efecto, no consiste en describir o en justificar un léxico, sino en construir una gramática, un modelo teórico capaz, en lo posible, de recubrir la diversidad de los modos de relación concebibles entre un grupo cualquiera y lo que ese grupo se propone a sí mismo como su Otro. En esa óptica, lo que importa evidentemente son las descripciones estructuralesdenominaciones lexicales