Cubierta

Horacio Vázquez-Rial

HISTORIA DEL TRISTE

Biblioteca Horacio Vázquez-Rial

Para José Luis Elorriaga,
que conoció el sur del sur,
y para Alicia Martínez

Prólogo del editor a esta edición

Nos podemos imaginar al joven Horacio Vázquez-Rial feliz al ver que sus libros editados en Destino encontraban a sus lectores con facilidad. Eran buenos tiempos para nuestro querido escritor y amigo. Su Historia del Triste, finalista del Premio Nadal 1986, y publicada por Ediciones Destino en febrero de 1987, en palabras de Luis Suñén: «es una novela perfectamente construida, admirablemente cerrada en sí, extrañamente emocionante. La historia de dos asesinos a sueldo en la Argentina del terror reciente. Sin heroísmo final, sin jugar sucio con el lector. Desconcertante en grado justo, como si la literatura pidiera su lugar ante la evidencia de un testimonio que completa como tal ese infierno que ya conocíamos».

Respecto de este libro y de su actor principal, Horacio escribió:

Cristóbal Artola, el Triste, no sólo es un personaje de Buenos Aires, sino que, en gran medida, es una representación de su ciudad, que no se explica sin los habitantes de sus márgenes, como éstos no se explican sin ella.

El Triste nació en mí como respuesta simultánea a dos preguntas que se solapaban, a partir de una aguda conciencia de la participación del individuo en la Historia: ¿hasta qué punto conoce cada persona las consecuencias de sus acciones sobre el destino general?; y ¿cómo experimentan los otros su realidad histórica?

Cristóbal Artola es absolutamente otro en mi ánimo, su trayectoria es por completo diferente de la mía, no comparto con él ningún código y, sin embargo, no me es ajeno: él ha desempeñado un papel central en mi devenir; en aceras enfrentadas, hemos participado de los mismos hechos. Cuando empecé a escribir la novela, yo estaba convencido de que lo que nos separaba era la lucidez, mi lucidez; yo sabía que estaba haciendo la historia, en el bando del progreso, y creía que él, sin saberlo, la estaba haciendo en el bando opuesto. Cuando terminé, las cosas no me resultaban tan claras. Finalmente, ni yo estaba tan seguro de mi propio rol, ni de las verdades supuestas del bando en que lo había desempeñado, ni él, el Triste, ignoraba enteramente sus propias funciones.

En todo caso, sí seguía habiendo una distancia: consciente de que mis pasos como individuo repercutían en el camino de los demás, yo había asumido darlos en un determinado sentido, con la decisión de extremar sus efectos en orden a lo que estimaba el bien general. Cristóbal Artola, según iba entendiendo las derivaciones de sus movimientos, optaba por reducirlos a un mínimo. En algún momento de su historia, el Triste, por razones oscuras aun para él mismo, empieza a dirigir sus esfuerzos a obtener sus medios de subsistencia con la menor cantidad posible de alcances para el resto de los hombres: un camino hacia la dignidad como cualquier otro.

La ciudad —no unos edificios, sino un lugar y unos años insustituibles, es decir, nuestra época histórica— nos proponía a los dos las mismas contradicciones. Él las enfrentaba a su modo, a partir de unos valores recibidos en su origen, vinculados sobre todo a una concepción del trabajo muy diversa de la que yo, intelectual altamente politizado de la clase media, podía tener: él vendía sus capacidades para sobrevivir; no importaba si quien las compraba lo hacía con un fin «honrado». Yo trataba de comprender sus motivos. Tardé mucho en darme cuenta de que él también trataba de comprender los míos. No por generosidad: para salvarse. Pero es que yo tampoco procedía a impulsos de la generosidad, aunque creyera lo contrario: como él, quería salvarme. Tuve que aprenderlo leyendo en su existencia, escribiendo su historia, pegándome con todo el amor y con todo el odio de que era capaz al aire de Buenos Aires, a los rumores de la memoria de Buenos Aires, de sus cloacas, de sus muertos, de sus asesinos.

Yo había llegado a vislumbrar, sin miedos vanos, el abismo de la muerte. Pero el mundo de la tortura, del dolor por el dolor mismo, infligido por mano humana, escapó siempre, y sigue escapando, a mi razón. Cristóbal Artola, habiendo hecho de la muerte un oficio, se topaba con los mismos inconvenientes con que yo me había topado. En ese límite volvíamos a encontrarnos. Para mí, como para él, ahí estaba el comienzo de la tragedia. Habitábamos la misma ciudad y el mismo misterio que los hombres que sí habían dado ese paso. Mi viaje terminaba en España; el de él, en el montón de las víctimas. En cada instante, nos unía la historia y nos separaba la extracción de clase. Yo imaginaba estar haciendo una historia al servicio de su clase, y él hacía una historia al servicio de la mía: los dos nos habíamos situado fuera de la lógica de los acontecimientos y debíamos desaparecer. Desaparecimos.

Poco más puedo añadir hoy a lo escrito entonces sobre el Triste y su historia. Lo que sí puedo decir es que no sólo él y yo nos situamos fuera de la lógica de los acontecimientos: todos mis personajes están marcados por esa misma señal.

La Historia del Triste es una obra de personajes de destino cerrado que no aparecerán en textos posteriores. La novela de un hombre silencioso que se ha criado en las orillas de la ciudad, donde realizan sus mezquinas maniobras lúmpenes y señoritos de incógnito. Una vida en la que se cruzan con violencia las corrientes profundas de una sociedad en sangrienta desintegración. El Triste, familiarizado con la muerte, no podrá eludir sin embargo, el terror ni la impotencia que son el signo de su mundo.

Un libro importante, maravilloso, brutal, cuestionador, en el que se revela lo tenebroso de lo cotidiano y se desnudan los vínculos entre marginalidad social y represión política.

¿Qué puedo hacer con esta vieja historia? ¿Contársela a los hombres distraídos? ¿Olvidarla por fin tras una puerta como el bastón de un muerto?

¿O dejarla caer, deshecha en polvo, sobre el pecho caliente y las rodillas de alguna historia nueva?…

CONRADO NALÉ ROXLO, Secreto

LIBRO I. OTRO SUR

Arrabal amargo, metido en mi vida como la condena de una maldición.

ALFREDO LEPERA, Arrabal amargo

LIBRO II. CONTRATANGOS

Esa ráfaga, el tango, esa diablura, Los atareados años desafía; Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura Menos que la liviana melodía,

Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio Pasado irreal que de algún modo es cierto, El recuerdo imposible de haber muerto Peleando, en una esquina del suburbio.

JORGE LUIS BORGES, El tango

1. LLEGADA DEL TRISTE

Nostalgias de las cosas que han pasado, arena que la vida se llevó, pesadumbre de barrios que han cambiado y amargura del sueño que murió.

HOMERO MANZI, Sur

por el norte, por el este, por todos sus costados menos aquél por el que se pierde a jirones hacia la pampa, como un sucio y deshilachado encaje de caseríos y poblados, la ciudad se abre al ancho río de una sola orilla segura, a sus aguas amarillentas y amenazadoras al otro lado de las cuales tanto puede estar el mundo como no haber nada: ciudad enorme y solitaria, inmensidad rodeada de inmensidad, Buenos Aires es el sur, un lugar en que se cumplen finalmente ciertos destinos de olvido, ciertos encuentros irreversibles, un lugar en que se conversan, y en ocasiones se constituyen, asociaciones para la muerte u otros oscuros proyectos al amparo de sombríos políticos locales, hijos del gris desleído de las construcciones de cemento y las palomas urbanas

—que recaudan su alimento en el fondo de un humo en que se mueven nudosas manos de viejas ganadas por la soledad desmigajando panes no del todo sobrantes y arrojando como en vana siembra sobre baldosas y asfalto decenas de granos que convocan centenares de alas batientes que se elevan sin casi tocar el suelo—

: Buenos Aires es el sur: al sur del sur, fuera de los límites imaginarios del amontonamiento municipal de la capital propiamente dicha, en una región llena de silencios en que se alzaban casas endebles y desvencijadas, aisladas unas de otras en tiempos remotos y unidas entonces, en 1942, por viviendas recientes, de precaria estructura, y esbozos tímidos de las innumerables chabolas que serían al cabo de diez, veinte años: allí, en el fondo de un magullado caserón de una sola planta, llegado a conventillo por la inercia de pactos establecidos de antiguo por dueños y moradores: allí, en la última de las habitaciones, de las doce habitaciones de doce familias o agrupamientos semejantes que compartían un único baño sin agua caliente y una cocina con tres hornallas de carbón: allí, en aquel rincón perdulario, vino al mundo en una madrugada de frío hiriente Cristóbal Artola, hijo de una lavandera de rostro próximo a la hermosura, cuyo apellido se le impuso, y de un rufián de paso que le ofreció hacer la calle bajo su experimentada tutoría, y ante la negativa firme de la mujer, la dejó encinta y nunca más volvió: Cristóbal Artola, conocido desde siempre por el mote de «el Triste», un apelativo de los que generosamente se emplean para disculpar la ineptitud o la insulsez de monarcas de escaso numen, escogido con el mismo afán de disimulo de una realidad inaceptablemente más trágica: porque es cierto que el Triste nunca estuvo en verdad triste: lo suyo era más bien un no sentir nada, un estarse ausente de las cosas, grandiosas o insignificantes, que le rodearon, una indiferencia frente a los asuntos humanos como frente a los divinos digna de peores causas, un irse cayendo hacia adentro: lo suyo no era tristeza, no era ni tan siquiera pena de sí, y si alguna vez algo le unió a alguien fue precisamente el desapego, cuando no el miedo u otras pasiones más viles: como también el hambre, las batallas contra el hambre, le vincularon con unos o con otros, le fueron configurando un camino, le dejaron cicatrices cuya suma dibujaba sin duda el rostro de la que iría a ser su muerte

vivir, tratar de convertirse en otro, de adquirir la limpieza, el sol, el brillo de los destinados al alimento constante, a la existencia sin contrariedades, la limpieza, el sol, el brillo de los desayunados: vivir, lanzarse al intento de despegar la propia carne, el alma propia, de aquellos lugares, quitarse de los ojos, de las manos, los estigmas del barrio perdido, significaba ir enredándose en pensamientos penosos, en sensaciones de imposibilidad, de debilidad, de eterna extranjería en un mundo que parecía no estar preparado para acoger a nadie más en sus plácidas alturas y sí, en cambio, para acumular desgracia y desgraciados en su hedionda sima: el Triste supo desde el principio que lo que tenía delante era un muro pétreo y pulido en el que ni aun era posible hundir las uñas, los dientes, desangrarse pero ascender al menos unos centímetros, arañar el borde de los vestidos de los inmediatos superiores: supo desde el principio que debía acomodarse a las exigencias del lodo y subsistir en él sin ninguna esperanza, ni de resultados del mérito que le cupiera, ni de redenciones de origen mesiánico, a la ilusión de las cuales era tan afecta su madre, creyente acopiadora de estampitas de San Cayetano, de la Virgen de Luján y de Ceferino Namuncurá, indio cuya elevación a los altares no le eximió de los malévolos comentarios que sobre su supuesta o efectiva homosexualidad se hicieron, se hacen y se harán, iniciándose seguramente el mismo día que su proceso de beatificación: «¿para qué habrá juntado toda esta mierda?», se preguntaría el Triste al hacer limpieza, siendo todavía un niño, siendo niño por última vez, a la vuelta del cementerio en que había dejado enterrada a Rosario Artola: «¿para qué habrá juntado toda esta mierda?», se preguntaría el Triste al disponer, para ocuparla él solo, la habitación que, hasta allí, había compartido con la mujer que le había puesto en su guerra: «¿para qué habrá juntado toda esta mierda?», se preguntaría el Triste, llenando una gran caja de cartón con cromos católicos y medallas sin valor: pero eso sucedería mucho más tarde, en el final de su infancia, final que no marcó en realidad el paso de la felicidad al dolor, ni el paso de la inconsciencia a la responsabilidad: final de la infancia que no fue más que un dato cronológico, relacionable, sí, con el comienzo de la orfandad, pero que no supuso ningún tránsito memorable. La infancia no fue sino la primera parte de la terrible e inútil tentativa de cambiarse, de trocarse en un alguien distinto, de elevarse hasta quedar por encima de su escasa edad, de su escasa fuerza, de su pobre lenguaje, de su falta de amor, de la sórdida miseria en que estaba encerrado, la sórdida miseria que le aferraba ferozmente, que le retenía tendido sobre el suelo remendado del inquilinato: la infancia fue la terrible e inútil tentativa de ser otro niño; pero él era él, Cristóbal Artola, el Triste, y no podía vaciarse, echarse fuera de sí para dar sitio a nadie más niño, a nadie más querido, a nadie más perfecto

el padre, los padres: tantas veces no son sino sombras, y están junto a sus hijos durante largos años y un día mueren y se desvanecen en los recuerdos como si nunca hubiesen estado: si algún hábil fotógrafo suprimiera su imagen de la gran placa familiar, no se les echaría en falta; pero Manuel Lema, el rufián —quizá dichoso, quizá melancólico, quizá únicamente profesional— que engendró al Triste en el vientre de Rosario Artola y se marchó sin dejar un retrato, nunca fue una sombra: sin proponérselo —sin imaginarlo— modeló con su ausencia tramos decisivos del destino de su hijo, que de tanto en tanto salía de su apatía para hacer preguntas sobre el hombre al que, decían, tanto se asemejaba en lo exterior: Don Lauro, el encargado del corralón municipal al que, al final de cada nocturna jornada, iban a dar los carros y los caballos de los basureros, fue el primero en contestar de frente, sin evasivas, a los interrogantes del Triste: «tu viejo era rufián», le dijo un día, y el Triste se le quedó mirando un rato antes de volver a la carga: «muy bien: ése era su oficio: lo que yo quiero saber es qué clase de hombre era», porque en su universo aquel oficio no tenía nada de particular, no definía a nadie más que cualquier otro oficio; de modo que Lauro agregó: «un guapo mozo, muy suyo y un poco irritable con unas copas encima: ¿era eso lo que querías saber?», para que el Triste murmurara: «a lo mejor sí; a lo mejor era eso», y volviera al silencio: pero no era eso: lo que el Triste quería saber era por qué le habían amado las mujeres hasta venderse por él, por qué su madre, más fuerte que otras, no le había, sin embargo, olvidado y no había puesto los ojos en ningún otro hombre en el tiempo del que el hijo tenía memoria: Cristóbal, que no conocía el amor, quería saber por qué caminos se llegaba a él, y si siempre dejaba dolor

hay niños ante cuyos ojos, sobre cuyas espaldas, en busca de un deslizarse moroso hacia la tierra, impregnando al pasar sus cuerpos y sus almas, como una constante llovizna, cae el tiempo sin ser advertido, ligero pero de vertical infinita, desgastando nanas, inocencias, paladares azucarados —la infancia—; y es bajo ese mismo fino precipitarse que esos niños entran en la adolescencia, otra lenta travesía que, en el mejor de los casos, les acerca al hombre o, en el peor, les desvía de la esperada rectitud de su senda, les aparta de su inicial humana condición y les muda en otra cosa, en una pesadilla, en una borrachera, en una locura, en un desprecio

y

hay niños sobre los cuales el tiempo se desploma sin miramientos, imponiéndoles edades intolerables, edades situadas muy por encima de sus fuerzas y muy por encima de su imagen, más allá del alcance de sus vocecillas agudas y sin autoridad: un desacuerdo establecido desde el comienzo entre los calendarios, la parsimoniosa fisiología y una nutrición las más veces deficiente, les convierte por abracadabrante obra en provectos pedigüeños o en jóvenes pícaros, si no en carne de los más brutales apetitos adultos —limosnería o alcahuetería por cuenta de terceros, cuando no sórdida prostitución en retretes públicos— antes de que su endeble materialidad lo permita: para el Triste las cosas no fueron tan mal como para las niñas ciegas, de cinco o seis años, que, por magros dineros, en turbios burdeles marroquíes, están obligadas —y habituadas— a succionar el miembro no siempre rígido de ricos extranjeros y obtener con su mejor habilidad lo que dé de sí; tampoco fueron tan mal para él como para los infantes decimonónicos que pasaban la mayor parte de su brevísima existencia en el interior de las chimeneas industriales de Manchester; ni fueron tan mal para él como para algunos niños negros o amarillos o cobrizos o verdosos, muertos al cabo de varios días de esperar, arropados en la modorra de su avitaminosis, la llegada de un metafísico plato de arroz hervido que, de materializarse, se habría materializado tarde;

pero, de todos modos, el Triste fue, hasta sus doce o quince años, víctima de la edad y de la necesidad: llegado el tiempo de la adolescencia, las circunstancias parecieron serle algo menos adversas pero, hasta entonces, tuvo que improvisar, ingeniar extremos para sobrevivir, extremos tales que de ellos le fue posible salir íntegro en lo aparente, pero en realidad lleno de hondas ofensas, humillaciones, imborrables heridas de las que ya nunca llegaría a deshacerse, ni aun al ver cumplidos algunos de sus sueños de injuriado

(los sueños de quienes han sido profundamente lastimados son siempre sueños de venganza, no sueños de justicia: el miserable ofendido no tiene la cultura, la inteligencia, la mesa —ni la conciencia de las clases— que dan lugar a una valoración objetiva, a un sueño de justicia en los mejores hijos del poder, los que, en su más alto momento de lucidez, pueden llegar a reconocer una fundamental identidad entre su propia vocación de justicia y la vocación de venganza de infinitos agentes objetivos de la historia —¿quién se atrevería aquí a hablar de progreso, o de línea ascendente del desarrollo?—

es cierto que el Triste tuvo, o creyó tener, ocasiones para la venganza —una que otra pequeña venganza personalizada, sustitutivas cada vez de la gran venganza general tan largamente acariciada—, y que se vengó, o creyó vengarse, una vez y otra, sin que con ello cambiara nada de lo que debía cambiar en sus días y en sus difíciles noches)

(cuando todo llegó a su término, comprendió cuán vacíos de sentido habían sido tantos de sus actos, pero también vio que habían sido importantes —casi invariablemente de una importancia trágica— en la vida de los demás, en la vida de aquellos que le habían sido indiferentes, aquellos en los que jamás había pensado mientras cometía las infamias que le habían ordenado cometer, las infamias por las que le pagaban su buen dinero)

el Triste no tuvo nunca valor singular alguno: cualquier otro como él —y fueron siempre, y son, muchos— hubiese hecho lo mismo que él hizo, aún más, probablemente —quizá hubiesen llegado hasta donde él no llegó, hasta donde él no se atrevió a llegar— y, en su conjunto, el balance histórico no hubiese cambiado: ya en los años primeros, pasados entre la ruidosa soledad del cuarto que compartía con su madre y la ruidosa soledad de las calles que recorría incansablemente en pos de algún complemento —imprescindible, desde luego— para la oscura dieta familiar, entendió que todos los mocitos de su condición eran intercambiables, que cada uno podía hacer las veces del otro en la recolección de frutas y verduras descartadas en los alrededores del mercado, o en la subrepticia sustracción de un trozo de carne de la bolsa de quien, habiéndolo podido comprar, lo arriesgaba en una aglomeración originada por el bajo precio de unos tomates, o en el cruce veloz por delante y por debajo de las ventanillas de billetes de la estación, sólo uno de los pasos de una serie que tenía por finalidad llegar a Buenos Aires, al centro de Buenos Aires, sin pagar por el viaje; por último, cualquiera podía hacer las veces del otro en relación con lo que tal vez no corresponda llamar vida de familia de todos ellos, visto como estaba que las funciones productivas de cada uno cara a su grupo se asemejaban notablemente: caben pocas dudas respecto de las diferencias entre el Triste y sus coetáneos, y entre unos y otros de estos últimos: diferencias de método: mientras uno se limitaba a alzarse con las cosas más salientes e inmediatas de las cestas y bolsos de compras ajenas, otro se valía de una navaja para cortar la tela y hacerse así con lo más apetecible, y un tercero atendía más al dinero que a las especies, obteniendo sus ganancias de monederos descuidados o carteras mal cerradas: Cristóbal Artola, con su triste cara impasible, llevó una navaja en el bolsillo desde los seis años, una navaja de aspecto inofensivo y hoja corta que cambió el día de la muerte de su madre por otra mayor, de acero temible y con resorte: un arma de trabajo eficaz con la que marcó la mano del primer frutero que le sorprendió in fraganti y tuvo la mala idea de gritarle «¡ladrón!»: el Triste se fue hasta él con las dos naranjas robadas en el saco de lona que llevaba a todas partes sobre el hombro izquierdo, miró al hombre a los ojos y le echó un escupitajo a la cara: cuando el otro quiso levantar el brazo, no se sabe si para secarse el rostro o para responder con un revés, se encontró con la hoja en la mano derecha del muchacho, que no hizo un solo movimiento: le dejó cortarse desde su propia violencia, el metal penetró en la carne tan hondo como lo determinara la fuerza puesta en el gesto: momentos así eran sólo de él, del Triste: en esas cosas no podía ser suplantado; nunca lo había podido ser

la suya no fue infancia, pero sobrevivió, y aprendió a sobrevivir: si había llegado a los diez años, a los once, a los trece, bien podía llegar a viejo: las condiciones no cambiaban y él, en cambio, iba adquiriendo cada día más poder, más definición, más nombre, más edad verdadera

2. LA MUÑECA BLANCA

Ahora que por fin conozco el reposo, comprendo hasta qué punto llegué a agotarme.

CALVERT CASEY, Notas de un simulador

el embalsamador empezó su trabajo a las pocas horas de producido el óbito —fue «a las veinte veinticinco», y así lo repetirían después durante años, cada noche, todas las emisoras de radio del país, que «Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación, entró en la inmortalidad», finalmente vencida—, empezó su trabajo tan pronto como hubo reunido los mínimos elementos necesarios y se hubo procurado un ayudante; Pedro Ara, convocado por el marido de la difunta, no narró jamás los detalles de su labor: hay un enorme espacio relleno con filosofías de tercera mano referidas a la muerte, entre el momento en que apunta en sus memorias «Entramos juntos —con Perón— a la cámara mortuoria» y aquel en que registra el amanecer sobre el Río de la Plata como único precedente de la frase «El cadáver era ya absoluta y definitivamente incorruptible»: la mañana que se iniciaba de tan singular manera era la del 27 de julio de 1952: en el curso de ese día, el cuerpo, preparado para la conservación pero aún no totalmente tratado, fue instalado en una sala del Ministerio de Trabajo y Previsión, donde se habían arreglado las cosas para que permaneciera expuesto durante el tiempo que se estimase necesario, a la devoción, la pasión, la expresión o la curiosidad populares, perfectamente controladas por hileras de soldados y policías uniformados dispuestos a todo lo largo y a ambos lados de un estrecho pasadizo por el que, quisiéranlo o no, debían reducirse a discurrir los centenares de miles de personas que, en los dieciséis días siguientes, hicieron su peregrinación para verlo por última vez: fue aquella la primera ocasión en que el homenaje a la muerta se rubricó con inacabables marchas de antorchas: las mismas tristes y semanasantiles procesiones se reiterarían un mes más tarde y en cada uno de los tres aniversarios del deceso que llegaron a conmemorarse antes de la caída del general/presidente viudo, en 1955: los tres aniversarios que llegaron a conmemorarse con el impecable cadáver acomodado en la segunda planta del edificio de la Confederación General del Trabajo, antes de la noche del 23 o 24 de noviembre de 1955, en que fue cargado en un camión militar que partió con rumbo desconocido, para perderse de vista hasta —no hay ninguna otra noticia de fuente fidedigna— el 4 de setiembre de 1971, fecha en que José López Rega, en su condición de secretario personal de Perón, llamó al doctor Ara para que comprobase el estado de su obra, llegada quién sabe cómo ni cuándo a la «Quinta 17 de octubre», en Madrid

la emoción y la voluntad de Rosario Artola determinaron que su hijo, el Triste Cristóbal, pasara en vela, a sus diez años recién cumplidos, la noche del 26 al 27 de julio de 1952, así como una parte importante de la del 27 al 28, en que lograron un hueco que les permitió cumplir con el objetivo de su prolongada estancia en tan singular situación: casi cuarenta y ocho horas de resistencia al hambre y al sueño, en los cambiantes grises del día y en la luz anémica opuesta al negro nocturnal por el fuego húmedo de las incontables teas que sobrevivían a la llovizna insistente, hubieran sido prueba demasiado dura para otro niño, pero éste permanecía inmutable, sin una queja, sin desprenderse de la mano crispada de su madre, observando, más que oyendo, los rezos de casi todos los presentes en las inmediaciones del edificio ministerial fundidos en un único moscardoneo de piadosa intención y patética indigencia mística: cuarenta y ocho horas de resistencia y respetuoso silencio, sólo aliviadas por la generosa distribución de bocadillos por parte de miembros de la Fundación que creara y dirigiera hasta el fin la yacente dama, bocadillos a todas luces insuficientes para tan grande número de congregados, pero repartidos con la mejor voluntad cooperativa, acompañándolos de una suerte de consigna —«¿no tiene hambre, compañero?»— que ante el Triste encontró por única respuesta una mano tendida, sin el disimulo de un murmullo de agradecimiento, y ante su madre topó con un quejumbroso «no, compañera, ¿cómo voy a tener hambre? Evita se nos va…»: porque las primeras horas, desde la mañana hasta el anochecer del 26, fueron de preces a la Virgen para que conservara en vida a la que se había hecho llamar abanderada de los pobres, como las horas que rodearon al tránsito mismo fueron de expectativa y angustiosa incertidumbre, y las que sucedieron al anuncio oficial fueron de pena mal contenida y mezclados sentimientos de desamparo y defraudación, pero todas estuvieron señaladas por el convencimiento de que el final era cierto y el plazo, breve

llegaron a la Capital, en el curso de los dieciséis días de ininterrumpido velar, hombres, mujeres, niños, viejísimos viejos y ejemplares de razas no sospechadas: vehículos fletados para el caso les traían desde remotísimos puntos de la República, de lugares cuyos nombres —toponimia de la más extrema miseria— sonaban raro en los oídos porteños, lugares a los que, sin embargo, la radio o la casualidad de un viajero habían llevado la fama de la mujer: se regalaron miles, decenas o centenares de miles de billetes de tren para que nadie dejara de asistir a la póstuma apoteosis: según arribaban a la ciudad increíble, unos u otros les señalaban la dirección del ministerio que albergaba la capilla ardiente, y allí iban, a ponerse en la fila sin término y a aguardar durante horas y días su turno en el aire del invierno: muchos venían de donde no tenían nada, de donde no había nada, o había menos que nada: taperas ruines y comidas ocasionales: muchos hicieron así el viaje que no hubiesen podido hacer jamás de otra forma: el viaje que les ponía en situación de dejar atrás el olvido en que eran tenidos, en situación de iniciar otro camino, algo más parecido a una vida, por monstruosa y hostil y antropófaga que pudiera ser Buenos Aires: muchos se quedaron: cumplida la visita ritual, buscaron zonas más o menos habitadas, más o menos deshabitadas, en que reproducir con materiales urbanos las taperas ruines del origen: camiones y coches regresaron de vacío a las lejanísimas provincias y sobraron billetes de ferrocarril gratuitos para un postergable y postergado retorno: muchos hallaron el que suponían hábitat adecuado al sur del sur, en los andurriales en que el Triste pasaba todo su tiempo aprendiendo los secretos del crecer, y en páramos y fangales improvisaron con cuatro maderas desdeñadas y unas herrumbrosas chapas metálicas las chabolas en que diez, veinte, treinta años después, persistirían en vivir y morir, pese a las agresiones de la policía, las razzias del ejército y todos los males propios de un universo sin agua potable, ni electricidad, ni nada. El Triste vio bajo el tenaz orvallo a los primeros, los de poblaciones —o despoblaciones— más próximas, los que no habían recorrido más de cuatrocientos o quinientos kilómetros: después, muy poco después, les vería acomodarse en los alrededores de su casa, lenta, calladamente, trayendo de quién sabe dónde los materiales con que levantar las que serían sus viviendas, y repartirse en heterogéneas actividades, decididos a ser lo que la realidad les exigiera: fregaplatos, camareros en fondas o bares de ínfima categoría, sirvientas, obreros sin especialidad en la metalurgia, peones en la construcción, prostitutas, estibadores en el puerto los más fuertes: a los que el Triste vio entonces, se fueron agregando en el tiempo inmediato muchos miles más: familiares de los primeros, traídos de lo profundo del país con los pesos bien o mal ganados por los adelantados, últimos favorecidos por la finada Eva y el azar concurrente de un inesperado transporte: y, además de los familiares, amigos, vecinos, conocidos, embarcados todos en el mismo sueño de ciudad: aquel día, y varios más, cuando no los dieciséis días enteros que se mantuvo abierta la capilla ardiente, aguantaron a pie firme para entrar a rendir su modesto homenaje ante el féretro y atisbar desde lejos el bello rostro dormido bajo el óvalo de cristal que lo protegía, con el solo apoyo de alguna comida distribuida por la Fundación: «¿no tiene hambre, compañero?»: «sí, gracias, compañera»: ignorando que estaban en la tal vez única nación del mundo en que los pobres y la limosna conservaban su estatuto medieval, horros de toda connotación ofensiva o despectiva

de rodillas toda la tarde del 26 de julio, sin desprenderse de la mano crispada de su madre, conociendo su duelo por las variaciones en la presión de sus dedos: de rodillas toda la tarde, sin saber acompañar a los demás porque nadie le había enseñado a rezar y sólo podía mal imitar actitudes y posturas exteriores, sin comprender a qué movimientos interiores del pensamiento, del afecto, del alma, respondían en realidad: en el agobio del regreso a la habitación común, el Triste preguntó: «¿cómo se reza?» y escuchó atentamente a su madre repetir en voz alta el Padre Nuestro y el Avemaría por dos, tres veces, seguro entonces de que ya no olvidaría nunca las oraciones, por lo mucho que le habían hecho falta en la jornada precedente: cuando su madre hubo recitado por tercera vez las sagradas fórmulas, sin dudar de que ya era dueño de las claves de la burocracia divina, dijo «está bien» y dio paso al silencio de siempre: no supo Rosario jamás si su hijo había aprendido en verdad la correcta manera de rogar, porque él sólo oró en voz alta dos años más tarde, ante sus despojos, despidiéndolos

de rodillas toda la tarde del 26 de julio: de pie toda la noche, ya pública la noticia del desenlace, sosteniendo a ratos antorchas que unos u otros les pasaban y que ellos, a su vez, entregaban al cabo a algún congregado cercano que estuviese con las manos vacías: contemplando las larguísimas columnas de gentes de toda edad y condición que, tea en alto, hacían parsimoniosamente su camino hasta la sede ministerial, albergue del célebre cadáver y de su conservador: sólo en la mañana del 27 se permitió, a los que desde tantas horas atrás esperaban, ingresar en escueta fila de a uno en fondo a la cámara mortuoria, para detenerse ante el ataúd unos momentos, admirar la imagen de su esperanza, o de su amor, o de su odio, durante unos pocos instantes, suspirar, sollozar, orar o gritar y caer desmayados allí mismo, circunstancia ésta prevista por los organizadores y resuelta sin vacilaciones por robustas enfermeras de uniforme que recogían al afectado, le introducían en un consultorio, fuera de la vista general, le devolvían a sí y le hacían salir a la calle por otra parte del edificio

el Triste y Rosario se contaban entre los reunidos desde el principio, pero eso no representó gran ventaja a la hora de organizarse la cola, de iniciarse el aparentemente infinito desfile: no llegaron a la sala en que el cuerpo impasible, imposible, irreductible, eternificado al liberarse su carnalidad de toda probable corrupción, se mostraba a los visitantes, hasta casi el amanecer del día 28: finalmente, entraron: apretujados en la fila por la resistencia de los que pretendían pasar delante del catafalco más tiempo que el imprescindible para una mirada y un muy abreviado rezo, y la presión que, desde detrás, ejercían quienes, como ellos, esperaban recibir su porción de fúnebre espectáculo antes de desfallecer, entraron: desde lejos, desde un lugar que parecía incalculablemente lejano, la vieron, grandiosa y blanca muñeca de cera tapada por un cristal, muñeca blanca maquillada por dentro y por fuera, en un abuso de perfección teatral, maquillada tan sólo para aquel momento, momento repetido hasta el cansancio, multiplicado por millones de personas como Rosario y el Triste, la culminación adecuada para una gran actriz que no había sido tal, el fausto instante con el que quizá hubiese soñado la mediocre partiquina que sí había sido: entraron: la vieron: el Triste, sin soltar la mano, ahora más crispada y sudorosa, de su madre, y sin comprender en verdad qué estaba haciendo allí, fuera de responder a una imposición de la autoridad que sobre él conservaba la que le había puesto en el mundo, esa mujer que, a la vista de aquella muñeca blanca, se deshacía en lágrimas que por nada ni por nadie le había visto derramar antes en tal profusión y con tan hondo sentimiento: el Triste, sin comprender el sentido de esa visita, sin comprender la fe de su madre en tantas cosas que a él le resultaban vanas: estampas, medallas, palabras: entraron: el Triste la vio, vio a la maquillada muñeca blanca en su hasta allí último lecho: nunca alcanzó a saber por qué no la olvidó más, por qué tuvo su imagen ante los ojos en el momento de su propia muerte: como tampoco entendió, sino al ver encima el final de su corta existencia, que aquel esperar a la intemperie, aquel pasar fugazmente por delante de la muerta, aquel volver a casa desesperantemente lento, acosado por el sueño y el hambre, todos aquellos actos y gestos, eran actos y gestos políticos: le costó tanto averiguarlo, tan arduo fue su camino: darse cuenta de que aquellos actos y aquellos gestos, como tantos otros de su vida posterior como asesino a sueldo, rufián, guardaespaldas, eran actos y gestos políticos: le costó tanto averiguarlo, darse cuenta de que había sido destinado a la política y de que ese destino se había realizado más allá de su voluntad, de sus deseos, y hasta de su imaginación: le costó la vida

3. NOCHE LÚGUBRE

En Santa Cruz, entre el mar y los montes yo he visto el pequeño cementerio de los huelguistas fusilados.

RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN, El cementerio patagónico