Oblatos-Colonias

Andanzas tapatías





Juan José Doñán









© Juan José Doñán



D.R. © 2013 Arlequín
Editorial y Servicios, S.A. de C.V.

Teotihuacan 345, Ciudad del Sol,

45050, Zapopan, Jalisco.

Tel. (52 33) 3657 3786 y 3657 5045

arlequin@arlequin.mx



www.arlequin.mx



ISBN 978-607-8338-02-3



Hecho en México

Prólogo a la segunda edición





Este libro, que trata sobre la Guadalajara de hoy y de ayer, vio la primera luz hace ya doce años. En varios aspectos la ciudad era distinta a la de ahora, aun cuando se pueda decir que una y otra siguen manteniendo la misma índole que fraguaron generaciones y generaciones de tapatíos. Para 2001, año que en el ámbito internacional quedó marcado por el atentado terrorista que provocó la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, aún no se veía —y menos con preocupación— el silencioso pero constante despoblamiento del territorio de Guadalajara ni Tlajomulco, en el extremo sur de la zona metropolitana, experimentaba la explosión demográfica que lo convirtió de súbito en el municipio con mayor crecimiento poblacional del país. Y aun cuando ya para entonces venía al alza la actividad delincuencial (tanto la del «crimen organizado» como la del convencional), no llegaba todavía al nivel de desmesura de los años recientes. No existían ni Galerías ni Andares, las más pretenciosas plazas comerciales de la comarca. Tampoco había comenzado a construirse el que, desde su conclusión en 2011 y hasta ya muy avanzado 2013, es reconocido como el edificio más alto —que no el más agraciado— no sólo del valle de Atemajac, sino del occidente de México, así como el segundo de mayor alzada en todo el país: el hotel Riu, con 44 pisos «habitables» y 215 metros de altura.

Cuando Oblatos-Colonias apareció, gracias al interés y los buenos oficios de Juan Francisco González, todo mundo hablaba de la reciente fuga de Joaquín el Chapo Guzmán del penal de alta seguridad de Puente Grande, en las goteras de Guadalajara. Esta evasión de película vino a abollar prematuramente el prestigio del Partido Acción Nacional, que recién había llegado a la presidencia de la república, poniendo fin a la hegemonía de 71 años ininterrumpidos de gobiernos priistas. En el ámbito local, en ese mismo 2001 el PAN no sólo repitió en el gobierno de Jalisco, sino que se mantuvo al frente de los municipios más cotizados de la entidad. Con más soberbia y engreimiento que sensatez, las autoridades de ese momento seguían presumiendo ante propios y extraños a la capital jalisciense como el promisorio Silicon Valley de México, pues pecando de optimismo e ingenuidad veían en ello una vasta y perdurable fuente de empleos para la región. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que quedara demostrado que esta subclase de industrias transnacionales, cuyo caso más representativo fue el corporativo Solectron, era algo muy distinto a lo que sus promotores presumían: inestables maquiladoras y capitales golondrinos, entre cuyas señas de identidad estaba —y sigue estando— la engañosa generación de empleos efímeros, volátiles y poco o mal remunerados; inversiones que, sin decir «¡agua va!», se mudan a cualquier otro punto del planeta como, en efecto, ocurrió en Guadalajara.

Por arrogancia, por una pretendida suficiencia moral, por desdén hacia quienes señalaban su precario desempeño, por nepotismo, por tráfico de influencias, por algunos casos de peculado, entre otras formas de corrupción, los gobiernos de Acción Nacional acabaron por ganarse el desafecto político de una ciudadanía jalisciense que de manera gradual se fue desencantando del panismo, en el que buena parte de esa ciudadanía había cifrado grandes esperanzas. Tan mayúsculo llegó a ser ese desencanto que para los comicios locales de 2009 el PAN ya había perdido todos los municipios del zona metropolitana de Guadalajara y, en los de 2012, no sólo se volvió a quedar sin los principales ayuntamientos del estado, sino que en la contienda por el gobierno de Jalisco quedó rezagado hasta el tercer lugar. Con ello tuvo que entregar el mando del estado y de casi toda el área conurbada al Partido Revolucionario Institucional (el «casi» es porque el grupo político que desde 2006 encabeza Enrique Alfaro Ramírez volvió a ganar Tlajomulco, aparte de Puerto Vallarta, consiguiendo también una significativa presencia en los cabildos de las otras alcaldías metropolitanas). Las victorias regionales del PRI se vieron coronadas en 2012 con el regreso del partido tricolor a la presidencia de la república, haciendo efectivo el famoso mito del eterno retorno (Friedrich Nietzsche dixit).

Contra lo esperado por propios y extraños, ni en el aspecto económico ni en el urbanístico ni en el ambiental, los Juegos Panamericanos de 2011 no vinieron a ser para Guadalajara y su región la prometida fuente de bienes de que hablaban sus promotores, sino algo que, a la larga, se ha semejado más a una maldición. El saldo contable fue una deuda superior a los 3 mil millones de pesos, contratada por el gobierno del panista Emilio González Márquez, y la cual deberá ser pagada por los jaliscienses en un plazo de 20 años. Otro saldo negativo fue la compra a sobreprecio y también con dinero público (en este caso la responsable fue la administración tapatía que encabezó el panista Alfonso Petersen Farah) de muchas fincas que se localizaban alrededor del parque Morelos, edificaciones que fueron demolidas aduciendo que ahí se iba a construir la Villa Panamericana y que ello sería la punta de lanza de un proyecto para repoblar el primer cuadro de Guadalajara. Pero como a la hora de la verdad la villa en cuestión se construyó en una zona todavía menos apropiada (el Bajío, en las inmediaciones del bosque de La Primavera) y desde el primer momento ese conjunto habitacional demostró ser una segura fuente de contaminación del subsuelo, autoridades ambientales ordenaron su clausura y el Ayuntamiento de Zapopan prohibió su comercialización; de suerte que la Villa Panamericana quedó, para colmo de males, convertida en un elefante blanco y en un pésimo negocio para las finanzas públicas. Bien andado el segundo semestre de 2013, ese costoso, improductivo y contaminante paquidermo blanco seguía manteniendo tan lamentable condición.

El más reciente sueño económico y también urbanístico de Guadalajara es la llamada Ciudad Creativa Digital, un ambicioso proyecto que pretende reunir, en torno al parque Morelos, a las más conspicuas empresas internacionales del ramo cibernético, informático y de otras industrias afines. En torno a este utópico proyecto, que presuntamente contaría con el respaldo del gobierno federal, las cuentas alegres de las autoridades de la comarca son a tal extremo optimistas que no sólo prevén una caudalosa generación de empleos (permanentes y bien remunerados), sino hacer realidad también el deseo —tantas veces anhelado como frustrado— de repoblar, ahora sí, el centro de Guadalajara. Ya el tiempo dirá si la «grenetina» de la Ciudad Creativa Digital cuaja y hace realidad el sueño de sus promotores, o si vendrá a sumarse al extenso catálogo de las ilusiones perdidas made in Jalisco.

A principio de 2012 y luego de permanecer casi 18 años al frente de la Arquidiócesis de Guadalajara, el cardenal Juan Sandoval Íñiguez fue removido de ese cargo por razones de «edad avanzada». En su lugar se nombró a José Francisco Robles Ortega, originario de Mascota, Jalisco, y quien, entre otras cosas, ha resultado ser una persona mucho más conciliadora con el resto de las fuerzas vivas de la región y también alguien que se ha centrado esencialmente en su misión pastoral, dejando en segundo o tercer término los asuntos mundanos y políticos que tanto atrajeron a su predecesor, alguien que durante cerca de dos décadas fue ave de las tempestades no sólo en Guadalajara y su región, sino en el resto del país.

Hace doce años, el equipo de futbol más popular del país y que por algo lleva el nombre de la ciudad (el Guadalajara, mejor conocido con el mote de las Chivas) aún no pasaba a ser propiedad del que tal vez sea el empresario mexicano más excéntrico y caprichoso de las últimas décadas (Jorge Vergara), quien desde 2010 y contra toda razón, cargó con sus Chivas a otra parte, al sitio del valle de Atemajac que ha resultado ser el más alejado e inaccesible para el grueso de los fieles seguidores de ese equipo: el ya mencionado Bajío, en los límites del bosque de La Primavera con Guadalajara, lugar donde el empresario en cuestión construyó el estadio Omnilife. Y contra lo que esperaba, con ello no hizo un buen negocio, pues ha terminado condenando a la escuadra rojiblanca, cada vez que ésta juega como local y no obstante su gran popularidad, a tener los niveles de asistencia más pobres que ha conocido en el último medio siglo. Y lo anterior, ¡quién lo iba a decir!, a pesar de que el dicho señor Vergara, productor de placebos y suplementos alimenticios, es también el accionista mayoritario del estadio Jalisco, la añeja y exitosa sede del equipo en cuestión, el cual tiene otro apodo no menos popular: el Rebaño Sagrado, invención de Manelick Quintero. Una pérdida, pues, por partida múltiple.

En el mismo ámbito futbolístico, en doce años han sucedido muchas cosas más. Otro de los equipos tapatíos que venían participando en la Primera División (los llamados Tecos y luego Estudiantes Tecos) no sólo descendió, en 2012, a la ahora llamada Liga de Ascenso y antes Primera División A, sino que fue vendido por los propietarios de la Universidad Autónoma de Guadalajara a un corporativo con sede en Pachuca, pero cuyo verdadero dueño es nada menos que Carlos Slim, quien no sólo es el empresario mexicano más acaudalado, sino el Rico McPato del orbe. Otra escuadra tapatía que resurgió en el futbol profesional, luego de haber estado fuera de circulación durante 16 años, es el representativo de la Universidad de Guadalajara: los llamados Leones Negros, cuya franquicia de Primera División había sido vendida en 1993 a la Federación Mexicana de Futbol por el entonces rector Raúl Padilla. Pero en 2009 el representativo de la universidad oficial de Jalisco fue rehabilitado en la Liga de Ascenso, luego de que mandos universitarios decidieron comprarle al ya mencionado Jorge Vergara, por 1.2 millones de dólares, la franquicia de El Tapatío, equipo que históricamente había sido la filial de las Chivas en ese categoría profesional.

De 2001 a 2013 han ocurrido muchas otras cosas relevantes en diversas ramas del deporte tapatío. A escala internacional, son de destacarse varios casos. En primer lugar, el del exitosísimo Rafael Márquez, que salió del Atlas para ser campeón del futbol francés con el Mónaco y luego cuádruple campeón de la liga española con el Barcelona, equipo con el que también conquistó la famosa Champions League en 2006 y 2009. Apenas un año después comenzó a llamar la atención de propios y extraños un delantero formado en las filas del Guadalajara: Javier el Chicharito Hernández, contratado en 2010 por el Manchester United, uno de los equipos más prestigiosos del futbol mundial y con que el ariete tapatío se coronó campeón de la Premiere League en la misma temporada de su debut. Otro caso resonante es la llegada de Sergio Pérez a la elite del automovilismo mundial, donde en apenas dos temporadas ha sido piloto de otras tantas escuderías de la Fórmula 1 (la suiza Sauber y la británica McLaren).

En este mismo periodo surgió una excelente generación de pugilistas, varios de los cuales han llegado a figurar en el top ten del boxeo mundial en varias divisiones y cuyo representante más mediático ha sido, sin duda, Saúl el Canelo Álvarez, quien desde el 5 de marzo de 2011 ha conservado el más alto fajín en la división de peso superwélter del Consejo Mundial de Boxeo. Otro caso que por ningún motivo debe de soslayarse es el vertiginoso ascenso y el inesperado retiro de Lorena Ochoa, no sólo la mujer más destacada en la historia del deporte tapatío, sino la golfista más exitosa que ha tenido nuestro país y quien en 2010, en plenitud de facultades y cuando contaba con apenas 28 años de edad y encabezaba el ranking mundial de la Ladie’s Professional Golf Association, intempestivamente decidió guardar los bastones para siempre y convertirse en un ama de casa.

Para orgullo de muchos habitantes de esta parte del mundo, una paisana suya, de nombre Jimena Navarrete, ganó el título de Miss Universo 2010, el 23 de agosto de ese año en Las Vegas, Nevada, superando el añejo estigma del «ya merito» que las féminas del solar —tan justamente alabadas por su hermosura— tenían en las ligas mayores de la belleza planetaria, estigma establecido en el ya remoto 1953, cuando Ana Bertha Lepe, originaria de Tecolotlán, Jalisco, había quedado a un tris (en el cuarto lugar) de ganar el famoso certamen de Miss World.

Pero fuera de éstas y otras novedades, en el fondo Guadalajara sigue siendo la misma a la que se refería este libro, agotado desde hace más de diez años, casi en el amanecer de este tercer milenio de la cristiandad. Así, por ejemplo, nuestra magra fauna política continúa muy a la zaga entre la de otros puntos del país, hasta el extremo de pintar cada vez menos en —y ante— el gobierno federal, por lo que su participación en la toma de las grandes decisiones nacionales sigue siendo insignificante. Con contadas excepciones, los empresarios de la comarca de las generaciones recientes continúan rezagados de sus pares de la ciudad de México, Monterrey e incluso Culiacán, quienes han extendido sus negocios a la capital de Jalisco, desbancando a los dueños de la plaza en diversos ramos de la actividad productiva, incluido el comercio, que tradicionalmente fue reconocido no sólo como una especialidad de los negociantes de la comarca, sino como una de sus señas de identidad.

En la Universidad de Guadalajara tampoco hay nada nuevo para escribir, como no sea el suicidio, en 2009, del ex rector Carlos Briseño Torres, que entró en pugna con el verdadero mandamás de la casa de estudios (el también ex rector Raúl Padilla), quien encabeza un grupo político que, desde 1989, maneja a su antojo a la universidad pública de Jalisco, un control que en términos generales ha sido poco favorable para la sociedad. Y ello porque la nomenklatura de la UdeG, de índole abiertamente caciquil, ha terminado por convertirse en uno de los principales poderes fácticos del estado —si no es que en el principal—, hasta el extremo de imponerse, en no pocas ocasiones, a los mismos poderes constituidos. Internamente, dicho grupo político —cuya permanencia en el candelero ídem no depende de ningún tipo de sufragio popular, dada su naturaleza descaradamente antidemocrática—acostumbra disponer a sus anchas y de manera impune de buena parte del subsidio gubernamental para actividades tan frívolas y ajenas a la razón de ser de una universidad, máxime cuando ésta opera con el dinero de los contribuyentes, como el show business o la industria del espectáculo. Con un agravante, en busca de una justificación de este tipo de negocios, del cual el mencionado ex rector se ha vuelto particularmente adicto, los jeques universitarios han intentado presentarlo cínicamente como «promoción de la cultura» o como difusión de los valores artísticos e intelectuales y, por lo tanto, como «una de las actividades sustantivas» de la UdeG. Sobra decir que a causa de ese estilo frívolo de administrar la universidad pública de Jalisco, tanto la ampliación de la matrícula como la mejoría del quehacer académico institucionales han sido descuidadas.

Por lo demás, los tapatíos hoy siguen siendo fieles a su pasado y también a sí mismos: continúan siendo contradictorios de raíz; modestamente ególatras; orgullosos de su ciudad y de los logros de sus ancestros, y ello a pesar de los no pocos achaques y rezagos que la capital jalisciense ha venido acumulando en los años recientes; con una fe religiosa cada vez más atemperada y repartida entre varios credos, entre los que el católico sigue siendo ampliamente mayoritario; devotos del futbol y en particular del equipo de su predilección; más bien escépticos en materia de credos políticos; con un gusto especialmente acendrado por cenar fuera de casa; aficionados al ocio, al tiempo libre y aun a la maledicencia, una inclinación que en el valle de Atemajac y puntos circunvecinos podría ser presentada, con el debido permiso de Thomas de Quincey, como otra de las bellas artes.

Para la presente reedición, el autor no sólo corrigió algunos gazapos que acompañaron al libro en su primera salida al mundo, sino que aprovechó el viaje para tratar de ponerlo al día de cabo a rabo, con la esperanza de que sean pocas —lo deseable es que fueran nulas— las nuevas pifias, y con la misma convicción de siempre: que Guadalajara es una realidad tan vasta y dinámica que ningún espíritu mínimamente sensato nunca pretendería decir la última palabra sobre ella.



J. J. D.
Verano de 2013





Guadalajara como destino





Como otras ciudades, Guadalajara ha sido tanto o más hija de la suerte que de la voluntad humana. Concebida en sus orígenes como otra de las tantas villas que los españoles iban fundando para afianzar los territorios conquistados, acabó convertida, gracias a ese «divino laberinto de los efectos y de las causas» (Borges dixit), no sólo en la capital de una provincia —que luego se volvió el primer estado «libre y soberano» de la naciente nación mexicana— e incluso en la reconocida «segunda ciudad del país», así sólo fuera por motivos demográficos, sino en algo más: en una suerte de ombligo de la mexicanidad, de capital sentimental del México mítico. Lo cual significa que las ciudades no sólo son lo que realmente son, sino también todo aquello que la gente (sus moradores, sus visitantes y hasta quienes no las conocen ni llegarán a conocerlas más que por referencias) imagina de ellas. Guadalajara es tanto una invención de las incontables generaciones de hombres y mujeres que han vivido en esta parte del mundo, como de una serie de hechos fortuitos —afortunados, en efecto, muchos de ellos, pero adversos y aun aciagos tantos otros—, que la presentan como una ciudad compleja y contradictoria, que lo mismo atrae y fascina que repele e irrita; una ciudad que no se parece a ninguna otra, donde ha habitado la gracia pero donde también tiene morada la miseria; una ciudad que tal vez, a lo largo de su historia, sea más rica por las ilusiones perdidas que por las oportunidades aprovechadas. Estas últimas, si bien no son tan escasas como para menospreciarlas, tampoco son tantas ni de tal magnitud como para presumirlas urbi et orbi y compadecer al resto de la humanidad por no haber tenido la suerte de ver la primera luz en esta parte del mundo o, ya de perdida, el tino de haberse avecindado en «la clara ciudad», el inmejorable epíteto que Agustín Yáñez le dio a su tierra natal.

Guadalajara ha sido una ciudad con suerte, pero con una suerte que, para desgracia de los del solar, no pocas veces ha sido magnificada, llevando a los tapatíos (gentilicio que, según los entendidos en la materia, los propios tapatíos, significa que, como la Santísima Trinidad, «vale por tres») a creérsela, a dormirse en sus laureles, a engreírse con viejas glorias y famas —unas reales, otras inventadas—, a creerse el cuento de que los hijos de esta tierra, especialmente los de esa especie de círculo endogámico, o anacrónica casta social, llamada «gente conocida», son los favoritos de Fortuna, capaces de ganar hasta sin hacer mayores esfuerzos, «con la pura camiseta», como sentenció en memorable ocasión el Tigre Sepúlveda, y, cuando el destino los rebasa o la realidad los baja de la nube y les pasa la factura, fanfarronear al estilo de Jorge Negrete (arquetipo mítico del tapatío y el jalisciense, aunque en la realidad real haya sido de Guanajuato): «¡Jalisco nunca pierde [y mucho menos Guadalajara] y cuando pierde arrebata!». Bien puede decirse que en ese destino de grandeza con el que han soñado generaciones y generaciones de tapatíos, la suerte ha cumplido su papel y que han sido los hijos del valle de Atemajac los que no siempre han sabido estar a la altura de las circunstancias.

La Guadalajara del nuevo mundo no fue concebida como un asentamiento particularmente relevante, sino con la estratégica idea de que fuera una estación de paso —una más— en la desbocada, ambiciosa, loca y finalmente fallida empresa con la que Nuño Beltrán de Guzmán soñaba opacar la gloria de Hernán Cortés: conquistar y gobernar, para servicio de Dios y de su Majestad, pero sobre todo para él mismo, «la Mayor España» (un utópico reino que comprendería no sólo lo que ahora es el occidente y el norte de México, sino también la Alta California, Nuevo México y Texas). La nueva criatura sólo pudo prosperar —sobrevivir sería un término más preciso— después de su cuarto intento fundacional, en el valle de Atemajac, al sur de la barranca del río Santiago, en un sitio que ni era del agrado de Nuño (su idea era que la inestable villa que llevaba el nombre de su patria chica estuviera enclavada al norte de la barranca, entre Tlacotán y Nochistlán) y al que sus fundadores definitivos, en ausencia del jefe de jefes (Nuño, por supuesto), eligieron, antes que por las dudosas bondades del terreno, por la desesperación, pues en Tlacotán los belicosos nativos no los dejaban ni a sol ni a sombra.

La leyenda —¿o habría que llamarle historia?— cuenta, según un tardío y medio fantasioso cronista (fray Antonio Tello, quien nació en España en 1567, llegó al nuevo mundo hasta fines del siglo XVI y ya en edad provecta se puso a escribir sobre hechos que habían ocurrido casi una centuria atrás), que el 30 de septiembre («al otro día de San Miguel») de 1541, una tal Beatriz Hernández, casada con un andaluz llamado Juan Sánchez de Olea, irrumpió en la última sesión de Cabildo de la tercera Guadalajara (la de Tlacotán) y les espetó a los indecisos varones ahí reunidos: «Señores, el rey es mi gallo, yo soy del parecer que nos pasemos al valle de Atemaxac. […] ¿Qué nos ha de hacer [Nuño de] Guzmán, pues ha sido la causa de los trances en que ha andado esta villa?». A lo cual se habrían avenido enseguida los miembros del Cabildo, comenzando por el gobernador Cristóbal de Oñate, quien le habría respondido a tan resuelta dama en estos términos: «Hágase así, señora Beatriz Hernández, y puéblese do está señalado».

Verdad o ficción, lo cierto es que tres meses y medio después y sin el visto bueno de Nuño, que pasaba las de Caín en España, donde estaba preso, se fundó la Guadalajara definitiva, que de haber sido originalmente una simple villa, 18 años más tarde —o 28, si se consideran las tres primeras y efímeras fundaciones anteriores— se convirtió tanto en la sede de la Real Audiencia como del Obispado de la Nueva Galicia, poderes que inicialmente estuvieron en Compostela. Este último nombre, puesto en honor de la homónima ciudad española en la que es tradición que está sepultado el apóstol Santiago, es un indicio cierto de que Compostela y no Guadalajara, cuya nomenclatura original corresponde, a diferencia de la primera, a una ciudad castellana y no gallega, fue fundada para ser la capital del reino de la Nueva Galicia. Pero una cosa era lo que Nuño pretendía y otra muy distinta la que el destino decidió. El conquistador del occidente de México cayó en desgracia, fue hecho prisionero y llevado a España, donde se le siguió un largo proceso judicial, tan largo que no vivió para verlo concluido, pues murió, y en la miseria, en 1550. Diez años después, la población que él había imaginado sólo como una villa de paso se convertía, por disposición del rey Felipe II y del papa Paulo III, en el lugar oficial de residencia tanto del oidor como del obispo del reino de la Nueva Galicia.

En el origen de estos tempranos logros de la apenas dieciochera Guadalajara estuvo presente, desde luego, el empeño de los prototapatíos, pero también la suerte. Un sino favorable pareció acompañar a la pequeña troupe de 64 vecinos españoles (varios de ellos, con sus respectivas familias) desde el momento mismo en que se asentó al poniente del río de San Juan de Dios, el párvulo Sena del valle de Atemajac. Aparte de que ya no hubo necesidad de volver a mudar la villa, su buena estrella la convirtió pronto en la impensada capital del joven reino de la Nueva Galicia, que aun cuando estaba muy lejos de ser la desmesurada «Mayor España» con la que había soñado Nuño, tampoco era ninguna ínsula Barataria que no tuviera futuro o no fuera motivo de interés para los españoles que por aquel tiempo querían «hacer la América», estableciéndose en alguna de las lejanas colonias de su Majestad. Sin minas de metales preciosos, con una vocación mucho menos resplandeciente (agrícola, ganadera y posteriormente comercial), el ascenso de Guadalajara se debió, sin embargo, indirectamente al descubrimiento de los ricos yacimientos de plata, primero en Zacatecas y luego en Bolaños. Como la villa tapatía, a diferencia de Compostela, había quedado ubicada venturosamente en «la ruta de la plata» se convirtió pronto en un importante centro de abasto de alimentos y de pertrechos para la explotación minera. Por otra parte, su temprana rivalidad con la ciudad de México, la favorita indudable de la Corona española, ocasionó que elementos decisivos para su despegue cabal como la universidad o la imprenta le llegaran muy tarde (casi a fines de la colonia), pero también le granjeó la simpatía de otras regiones del país, que veían con agrado que una provincia no sólo fuera capaz de moverse con relativa independencia, sino que enfrentara sin complejos a la poderosa capital del virreinato. Esta relación difícil con el centro se remarcó aún más a partir de la Independencia, hasta el extremo de que el gobierno centralista, aunque teóricamente federalista, alentó las separaciones primero de Colima y luego de Nayarit del debutante Estado Libre y Soberano de Jalisco.

Apenas firmada la Independencia de México, Guadalajara era ya reconocida por propios y extraños como «la segunda ciudad» del joven país, no obstante que por entonces otras ciudades, como Puebla o León, tenían una mayor población. Para 1824 el negociante inglés T. Penny, a quien le gustaron tanto los portales tapatíos que no dudó en calificarlos como los «más hermosos del país», escribe que Guadalajara «se considera la segunda [ciudad] de los Estados Unidos [Mexicanos]». Otro viajero de la época, Giacomo Constantino Beltrami, no sólo lo asegunda en este parecer, sino que va aún más lejos. Luego de deplorar ciertos signos de superstición y de intolerancia religiosa que cree ver en los tapatíos, así como una viciosa pasión por los juegos de azar, que asegura haber visto hasta «en los conventos y en los curatos», el explorador y naturalista italiano dice sin embargo que Guadalajara no sólo es «una hermosa ciudad», sino que «lo tiene todo para convertirse en la Atenas de México; pero, antes que nada, debe dejar de ser su Corinto». Pero, al mismo tiempo, los afanes de los tapatíos para con su ciudad también eran motivo de befa, como lo consigna otro testigo de la época, Robert William Hale Hardy, un lugarteniente del ejército inglés que recorrió nuestro país entre 1825 y 1828: «Ésta ciudad es, según creo, la segunda de México, aunque los mexicanos la llaman burlescamente “el Rancho Grande”».

Durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX (por lo menos hasta el año de la filmación de ¡Ay, Jalisco, no te rajes!, 1941), la fama de Guadalajara osciló entre ambos extremos: Atenas y Rancho Grande. Por un lado, la ciudad culta y cosmopolita («la Florencia de la patria mexicana», «la población más hermosa de la república», «la reina de occidente», «la Andalucía de México», «la ciudad reina de la república»…) y, por el otro, la ranchería agrandada. Esto último parece haber calado demasiado hondo, hasta el extremo de convertirse en un complejo en el ánimo de los tapatíos y de sus autoridades, a tal grado que no descansaron hasta borrar casi por completo el verdadero centro histórico de la ciudad para suplirlo por uno nuevo, que pretendía ser digno de «una gran metrópoli moderna», y hasta contabilizar y celebrar el nacimiento del «tapatío un millón», el 8 de junio de 1964. Este último acontecimiento fue saludado por un diario de la localidad, con un cándido y jubiloso editorial que bien pudo haberse titulado «¡Ya la hicimos!». El anónimo e hiperbólico editorialista escribía: «Guadalajara se coloca, ahora sí, en la jerarquía de gran ciudad, de urbe de primer orden».

Al optimismo demográfico de los sesenta se sumó una serie de logros (económicos, políticos, religiosos, farandulescos, deportivos…) poco perdurables, de suerte que una década después esa bonanza había menguado en casi todos los órdenes, salvo en el demográfico. Los temporaleros repuntes económicos que la ciudad experimentó en los ochenta y noventa fueron obra, en buena medida, del capital foráneo, incluidos los narcodólares, que ayudaron a crear, entre otras cosas, el apogeo del kitsch inmobiliario (insólitos fraccionamientos coronados con cúpulas, en la que tal vez sea la más deplorable moda arquitectónica que ha conocido hasta ahora «la clara ciudad»: el art narcó). La carencia, como escribe la antropóloga Patricia Arias, «de proyectos e iniciativas locales» capaces de enfrentar la competencia foránea le ocasionó al empresariado tapatío una serie de reveses que ha acabado desplazándolo u obligándolo a asociarse con grandes consorcios del país y del extranjero, en prácticamente todos los ramos de la economía. Una de las famas regionales más recientes y quién sabe que tan perdurables es la que ha rebautizado al valle de Atemajac como the Silicon Valley, a causa de la instalación de una serie de factorías transnacionales —no son pocos los que aseguran que son simples maquiladoras—, cuya especialidad, además de la fabricación de partes para la gran industria electrónica y cibernética, son los empleos no muy bien remunerados y, sobre todo, inestables: apenas ayer nos desayunábamos con la gran noticia, cacareada por el primer gobernador jalisciense que surgió de la oposición, de que hacían falta manos para fabricar tarjetas de computadora y hoy amanecimos con la nueva de que, sin decir «¡agua va!», el valle del silicio ha dejado en el desempleo a decenas de miles de trabajadores.

Aún está por averiguarse la responsabilidad precisa que les corresponde a autoridades, fuerzas vivas y otros actores sociales, como sería el caso de la Universidad de Guadalajara, en el rezago que Jalisco y su ciudad capital han sufrido, respecto a otras entidades y regiones del país, en ámbitos como los negocios, la infraestructura pública, el abasto de agua potable, la salud, la protección del medio ambiente, el combate a la pobreza, la educación, la cultura y, entre muchas otras cosas, en la conducción de los destinos de este país. Porque si de algo queda poca duda es de la ya crónica flaqueza de nuestra clase política, una flaqueza que viene arrastrándose desde hace varias generaciones y la cual no ha sido alterada con el cambio de partido en el poder, una oposición más bien gris, gazmoña y que hasta ahora no ha dado trazas de ser más apta que sus predecesores para reencarrilar el tren jalisciense y sacar al magullado búfalo tapatío de la barranca.

Pero a pesar de sus caídas y recaídas, y de las no pocas razones que pueda haber para la queja o para la puya, las cuales ningún tapatío sensato —ni ningún buen aficionado a Guadalajara— debiera soslayar, así no fuera por otra cosa que para cumplir con una vieja y sabia sentencia popular («amor o aborrecimiento no quita conocimiento»), «la clara ciudad» es una buena invención, una obra que ha sido probada por el tiempo y en la que, hoy como ayer, abundan lo mismo motivos de sorpresa, interés y celebración que de fe y esperanza en su destino, un destino que, como el que López Velarde imaginó como novedad de la patria, es de desear que sea menos pomposo y oropelesco, aun cuando llegue a ser más modesto pero mucho más acorde con «lo innominado de su ser». A esos motivos está dedicado —o al menos quisiera estar dedicado— el presente libro, que reúne parte de las andanzas del autor por el territorio de lo tapatío: incursiones por ciertos lugares, por edificios emblemáticos, por barrios característicos; repaso de hechos comunes o singulares; calas en determinados gustos y aficiones; acercamientos a personajes identificados con la ciudad, así como a viajeros y visitantes que dejaron huella o testimonio de su paso por esta parte del mundo.

El lector que espere encontrar aquí una visión totalizadora y concluyente de lo que esta ciudad es y ha sido, así sólo sea en algún campo particular, pierda toda esperanza (lasciate ogni speranza), como dijera el más grande poeta florentino. Tal empresa excede —y por mucho— a un simple aficionado a Guadalajara, que sólo puede ofrecer una visión parcial y fragmentaria de la ciudad en que ha pasado la mayor parte de su vida y la cual ha recorrido, con gusto y curiosidad, en su espacio físico y mitológico, y en cuyo pasado ha hecho también más de una inmersión. Tales recorridos, reales e imaginarios —y los cuales no incluyen aquí sus andanzas por terrenos como la literatura, la vida cultural y el patrimonio histórico—, los ha hecho a pie, en coche, a caballo, en bicicleta, en camión, en minibús, en trolebús, en el tren ligero, en taxi, en malacate y hasta en el túnel del tiempo. En numerosas ocasiones, aprovechó el ride de muchos y notables guadalajarólogos, desde Alonso de la Mota y Escobar, a fines del siglo XVI, hasta Guillermo García Oropeza, a principios del siglo XXI. Aun cuando cumplió con los puntos cardinales e incluso con varios de los múltiples derroteros de la rosa de los vientos, la ruta más frecuentada fue la misma que durante décadas siguieron primero un tranvía de color rojo y luego una línea de camiones del mismo tinte: Oblatos-Colonias. Dicha ruta atravesaba la ciudad del oriente lejano (donde se habían ido poblando los terrenos que pertenecieron a la hacienda de Oblatos) hasta el poniente ídem (donde prosperaban «las Colonias» elegantiosas), con el paso obligado por el centro (la geografía mental de Guadalalajara aún no se había contaminado con esa pedantería llamada «centro histórico»). De ida y de vuelta, de la ciudad catrina a la popular, despacio o deprisa, en tiempo de aguas o de secas, el destino de Oblatos-Colonias siempre fue el mismo: Guadalajara, siempre Guadalajara; una ciudad que aun cuando históricamente tenga una edad por demás precisa (459 años cumplidos), su presencia en el valle de Atemajac se antoja contemporánea del amanecer del mundo, a tal grado que de ella bien cabría una paráfrasis borgeana:



Que empezó Guadalajara a mí se me hace un cuento:
la juzgo tan eterna como el agua y el viento.



J. J.D.
Primavera de 2001





Señas particulares

Catedral: error y gracia





El símbolo por antonomasia de «la clara ciudad» (Agustín Yáñez dixit), la catedral de Guadalajara, no siempre ha sido como se le conoce actualmente. Más aún, antes de ocupar el sitio en que ahora se asienta, tuvo varias sedes. La primera, al costado norte del teatro Degollado, fue conocida por la primera generación de tapatíos como «la iglesia chica» (debe recordarse que no fue sino hasta 1560 cuando el rey Felipe II y el papa Paulo III concedieron que la sede episcopal de la Nueva Galicia se trasladara de Compostela a Guadalajara), precaria construcción de adobe y paja1 que funcionó de 1542 (año de la fundación de la ciudad) a 1565, cuando fue demolida. La segunda, que se ubicó en el mismo sitio de la anterior, fue proyectada y construida por Alonso de Robalcaba, «aprovechando parte de la construcción de la iglesia chica»; conocida como el «xacal grande», constaba de tres naves y una pequeña torre y fue reducida a cenizas por un incendio, en 1574.2 La tercera y penúltima, pensada como una construcción meramente provisional, mientras se concluían los trabajos de la que habría de ser la definitiva, estuvo abierta al culto en el solar que ahora ocupa la plaza de la Rotonda, durante los últimos años del siglo XVI y los primeros del XVII, como lo consigna Alonso de la Mota y Escobar, obispo de Guadalajara entre 1598 y 1606: «la yglesia cathedral en que agora se celebran los divinos offiçios es de humilde adobe estrecha y arruinada. La que de nuevo se edifica para perpetua es de insigne obra de silleria y canteria, es de tres naves principales, esta ya en altura en que en breve se puedan cerrar sus bovedas».3

La cuarta y definitiva catedral tapatía comenzó a construirse en 1571. Se habla del maestro de obras Diego de Espinoza como su iniciador. No fue sino hasta 1593, cuando ya los trabajos estaban bastante avanzados, que el famoso alarife Martín Casillas se hizo cargo de la obra. De ahí que sea una desmesura atribuirle a éste (entre los partidarios de tal atribución se halla Ignacio Díaz Morales, quien colocó en el exterior de la catedral la inscripción «Martín Casillas fecit») la hechura de una obra que ni proyectó ni comenzó a construir, sino que sólo vino a continuar y a la que ni siquiera le vio fin, pues las torres se erigieron muchos años después de la muerte del insigne alarife: la primera de ellas sólo estuvo terminada para 1689 y la segunda, tres años después.4 Espinoza, Casillas y muchos ingenios más (entre ellos Juan Agustín, «maestro de obras», y José Hernández, «maestro de cantería») intervinieron en la concepción y la conclusión de una obra eminentemente colectiva, hija de los afanes y gustos, con frecuencia contradictorios, de muchas generaciones de tapatíos.

Las torres actuales, la imagen simbólica por excelencia de la ciudad (el logotipo de logotipos de Guadalajara) apenas sobrepasan el siglo y medio. Antes de ellas, la catedral lució otros dos juegos. El primero, de un parecido bastante cercano a la torre del templo de San Francisco, fue concluido hacia el año 1692; la torre sur estaba rematada con una imagen en piedra de Santo Santiago, mientras que la norte ostentaba una representación del patrono de la ciudad: San Miguel arcángel. En la colección pictórica de Banamex, que tiene por sede el palacio de Iturbide, en la ciudad de México, se conserva un cuadro anónimo del siglo XVIII, con la imagen de la vieja catedral tapatía, coronada con sus primeras torres, las cuales fueron derribadas por el severo terremoto que sacudió esta parte del mundo la madrugada del 31 de mayo de 1818. Tal pérdida fue sustituida por dos torres neoclásicas, que algunos atribuyen a José Gutiérrez y otros a un discípulo suyo, las cuales estuvieron en pie muy poco tiempo, pues en 1849, un nuevo temblor las echó por tierra.5

Tras este nuevo desastre, se pensó entonces en un tipo de torres menos vulnerables a los sismos. Fue así como el arquitecto Manuel Gómez Ibarra (discípulo de José Gutiérrez y ayudante suyo en la construcción del Sagrario y del Hospicio Cabañas, obras que le tocó concluir ante la ausencia de su maestro), adicto al gusto neogótico que había surgido en Europa como respuesta al neoclasicismo imperante, ideó las torres cónicas que, desde 1854 y hasta la fecha, coronan a la catedral y las cuales, según la leyenda, le fueron sugeridas por el obispo tapatío Diego Aranda y Carpinteiro, quien habría descubierto esta imagen en un platón mientras almorzaba. En su fabricación, Gómez Ibarra empleó piedra pómez, material de gran ligereza, y las recubrió con un tipo de azulejo que, desde Sayula, volvió regionalmente famoso a don Epigmenio Vargas, el creador de la muy apreciada «loza Vargas». Aun cuando la aceptación y la popularidad de éstas son indudables, también han recibido puyas, de las cuales tal vez la más dura haya sido la que le lanzó Salvador Novo, quien las comparó con «dos ku-klux-klanes».6

La imagen actual del templo mayor de los tapatíos es un encuentro de estilos, caprichos, gustos, desastres naturales, calamidades humanas, etcétera. Los temblores de 1749 destruyeron parte de la portada original. A principios del siglo XIX, por orden del obispo Juan Ruiz de Cabañas, los altares barrocos fueron destruidos para reemplazarlos por retablos neoclásicos. En 1860, durante la guerra de Reforma, el general conservador Severo Castillo mandó fundir el ciprés (altar mayor) de plata, el cual fue reemplazado en 1863 por uno de mármol de Carrara7 que, 129 años después, fue arrancado (en marzo de 1992) porque, según el finado arzobispo Juan Jesús Posadas Ocampo, «estorbaba», era una obra «obsoleta» y «sin sentido».8 En 1888, año de la llegada del tren a Guadalajara, se empezó a enjarrar y pintar la fachada, «en color ocre rebajado con blanco». En 1943, Díaz Morales, con la anuencia del arzobispo José Garibi Rivera, comienza a hacer el proceso contrario (retirar los enjarres), chapea con cantera las partes que estaban hechas de otros materiales y aun se toma libertades como la de alinear a su gusto los óculos enrejados del frente. Antes, a sugerencia del canónigo José Ruiz Medrano, los vidrios transparentes de los ventanales fueron sustituidos por vitrales policromos, impropios para una iglesia barroca. En 1915, con el fin de mejorar la vialidad de la por entonces angosta calle de Alcalde, un predecesor de Jesús González Gallo (Manuel M. Diéguez) mandó suprimir el hermoso atrio.

Pero a pesar de los crímenes del tiempo, de los extravíos de sus constructores y restauradores y de los pecados de sus usuarios, el templo mayor de Guadalajara es una obra original e imponente, en la que propios y extraños han descubierto el error, pero también la gracia. No han faltado los que han lamentado su mezcla de estilos, como fue el caso del francés Ernest de Vigneaux, quien la describió como un «monumento […] raro y mal definido, más caprichoso que original y muy exornado en el mal gusto del Renacimiento».9 Pero han sido más, muchísimos más, sus celebrantes. Agustín Yáñez vio en sus torres «dos sorbetes —nieve de piña— con la punta al cielo».10 Un símil parecido al que hace de ellas Salvador Novo: «De lejos, parecen dos barquillos de nieve de leche».11 No menos lúdico, Pepe Guízar se gozó en la contemplación de «dos blancos alcatraces, / alcatraces al revés». Y D. H. Lawrence, quien vivió el tempestuoso temporal de 1923 al cobijo de los portales tapatíos, vio en ella lo triste y lo bello: «las torres gemelas de su catedral que contemplan solariegas lo que las rodea como dos pájaros que, perdidos y juntos sobre el mástil, alzaran sus cabezas blancas para ver mejor la desolación circundante».12 Pero la opinión más contundente ha sido sin duda la del pueblo tapatío, que de pocas cosas se siente tan orgulloso como de su catedral.13





1 J. Ignacio Dávila Garibi, Apuntes para la historia de la Iglesia en Guadalajara, tomo I, Cvltvra, México, 1957, pp. 443, 448, 476 y 543.

2 Ídem, pp. 543-544 y 634-635.

3 Alonso de la Mota y Escobar, Descripción geográfica de los reinos de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y Nuevo León, Gobierno del Estado de Jalisco, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1993, p. 24.

4 J. Ignacio Dávila Garibi, op. cit., t. II, Cvltvra, México, 1961, pp. 651-654 y 695-716.

5 Fernando Martínez Réding, Crónica de la Iglesia de Guadalajara, Imprejal, Guadalajara, Jalisco, 1998, p. 176.

6 Salvador Novo, «Guadalajara», en revista Carteles, Guadalajara, 15 de mayo de 1928.

7 José Cornejo Franco, Guadalajara, Monografías Mexicanas de Arte, México, 1959, p. XXIII.

8 El Informador, Guadalajara, 4 de mayo de 1993.

9 Ernest de Vigneaux, Viaje a México, SEP-FCE, México, 1982, p. 58.

10 Agustín Yáñez, Genio y figuras de Guadalajara, Ábside, México, 1942, p. 13.

11 Salvador Novo, op. cit.

12 D. H. Lawrence, Mañanas en México, traducción de Octavio G. Barreda, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1987, p. 19.

13 Otras referencias: La catedral de Guadalajara, de Fray Luis del Refugio de Palacio, Artes Gráficas, Guadalajara, 1948; Cosas de viejos papeles, de Leopoldo I. Orendáin, Banco Industrial de Jalisco, Guadalajara, 1969; La catedral de Guadalajara, de Héctor Antonio Martínez, Guadalajara, 1992.