Pancho Madrigal



Detective que oye boleros













Estoy perdido y no sé qué camino me trajo hasta aquí…

«Estoy perdido», VICTOR MANUEL MATO

Pepián y tacos tuxpeños





De niño fantaseaba yo mucho con la idea de algún día convertirme en investigador privado. Detective, se estilaba llamarles entonces. En mis aventuras imaginarias, aunque me llamo Juan Sánchez, me autonombraba Sherlock Bond (Sherlock, por el célebre personaje de las novelas de Conan Doyle, y Bond, por el popular 007 de las novelas de Fleming). Esa ilusión era seguramente alimentada por ciertas películas y algunos cómics de temas policíacos, y más tarde, en mi adolescencia, por las novelas negras que acostumbraba leer, de autores como Ellery Queen, Carter Brown, Mickey Spillane…

Cuando pasaron los años y se llegó el momento de buscarme una dedicación formal, remunerada, la severa y mezquina dama doña Fortuna me refregó en la cara que para lo único que alcanzaban mi anémico intelecto y mi interrumpida formación académica en la facultad de Letras era para ocuparme como redactor e impresor oficial de segunda en una pequeña imprenta de barrio que me contrató, temporalmente, con un sueldo casi humillante.

Mi talante indómito jamás se conformó con tal destino. Mientras laboraba ahí, seguía intentando otras posibilidades, para lo cual era frecuente que tuviese que realizar numerosas llamadas telefónicas desde casetas públicas. No las hacía desde mi teléfono celular porque resultarían mucho más costosas.

Una tarde de poco trabajo en la imprenta, por simple ociosidad —y tal vez como eco reminiscencial de aquella ilusión juvenil— me puse a imprimir en una prensita de mano algunas tarjetas de presentación con la leyenda: Sherlock Bond, investigador privado, y agregué el número de mi teléfono móvil. Jamás pensé utilizarlas. Las imprimí, repito, por pura ociosidad. A veces usaba el reverso de esas tarjetas para anotar los números telefónicos que copiaba de la sección de ofertas de empleo de los diarios. Varias ocasiones, por descuido, después de usarlas las dejaba abandonadas en las cabinas telefónicas. A eso atribuyo el que tal vez anduviese rodando alguna que otra por ahí.

Mi sorpresa fue enorme cuando una tarde recibí una llamada telefónica en la que se solicitaban mis servicios —mejor dicho, los de Sherlock Bond— como investigador. Por alguna razón que no sé explicar, en ese momento no pude desengañar a mi solicitante —voz masculina, de hombre maduro, educado—. La llamada no era de esta ciudad, Guadalajara; era de Ciudad Guzmán, otra ciudad no muy lejana. Le pedí al caballero —a quien llamaré Señor Equis— contactarme de nuevo al día siguiente, ya que «debería consultar mi ocupada agenda detenidamente».

En cuanto colgué el teléfono sentí que tendría que reflexionar a profundidad sobre la extraordinaria situación que se me presentaba; tal vez doña Fortuna, que no había sido muy compasiva conmigo, estaba reconsiderando su despiadada indiferencia hacia mi persona.

Cuando quiero pensar con algún detenimiento, necesito aislarme lo más posible. Eso, en mi minúsculo departamento en el barrio de Santa Teresita, no puede ser, pues día y noche se escuchan escandalosos sonidos de todos los departamentos contiguos: el de arriba, el de abajo, los de los lados y hasta el de espaldas del mío. A todas horas suenan en los aparatos de radio, a elevado volumen, músicas populacheras, partidos de futbol; risas, llantos y gritos de niños, peleas y discusiones de adultos, arrastrar de muebles, fregar de trastes, y hasta ronquidos y flatulencias. Así que opté por salir a caminar sin rumbo por las calles del barrio hasta altas horas de la noche.

Después de mucho analizar, decidí que tenía frente a mí la gran oportunidad de realizar mi viejo sueño de la infancia. ¿Por qué no? Siendo todavía relativamente joven (recién cumplidos los cuarenta), sin grandes obligaciones y sin nadie que dependiese de mí, sentí la libertad de poder elegir un oficio a mi gusto; algo diferente, que contribuyera a forjarme una nueva personalidad (tal vez así pudiera intentar tener una relación seria, una pareja que… tal vez…).

Nunca había leído en novelas ni visto en filmes cinematográficos que los investigadores más sagaces se basaran en ortodoxas y complejas técnicas investigativas aprendidas en academias especializadas para resolver los más profundos misterios. Ellos todo lo solucionaban apoyándose siempre en intuiciones, presentimientos y espontáneas deducciones, o ayudados por espectaculares rubias que les proporcionaban las informaciones necesarias para llevar a cabo sus empresas sin mayor problema que alguna que otra trompada o porrazo en la nuca. Yo también creía poder hacer caso a mis instintos y consideraba tener muy desarrollado el sentido de la intuición. ¿Qué podía perder? Tampoco había visto, en ningún medio, que alguno de esos héroes hubiese tenido que pagar terribles consecuencias por fracasar en alguna de las diligencias que les fueran encomendadas. Esta última tranquilizadora consideración me pareció muy convincente y determinante para mi decisión.

Al día siguiente, con puntualidad, a la hora convenida recibí la llamada del caballero solicitando mi respuesta. Le informé que estaba dispuesto a abrir un resquicio en mi «muy complicado calendario de actividades» para atender su caso. Acordamos tratar el asunto personalmente, para lo que yo me trasladaría hasta Ciudad Guzmán, en donde él tenía su residencia.

Preparé una pequeña maleta con algo de ropa, busqué una gabardina vieja y desteñida que me heredara un tío abuelo (algo grande para mí, lo reconozco, alcanzaba a arrastrar un poco de la parte trasera, pero ya se sabe que el investigador que se respete debe usar gabardina). Después avisé a la imprenta que, por un asunto familiar, estaría ausente unos días —cosa que mucho le alegró al patrón, pues no tendría que pagar mi sueldo de esos días—. Más tarde me dirigí a la terminal de autobuses foráneos para abordar uno que me llevara a esa ciudad.

Tengo cuatro grandes aficiones y cuatro pequeños lujos: mis aficiones son la lectura de novelas (de todo género, pero sobre todo, policíacas), las películas mexicanas de los años cuarenta y cincuenta, y los boleros. Y la cuarta (algunos la califican de «obsesión», pero yo me sostengo en «afición»)… ésa creo que a lo largo de mi narración se hará muy evidente. Mis lujos son un televisor con pantalla de 42 pulgadas y un aparato de video, con una buena colección de películas mexicanas; un modesto pero bien surtido librero; un aparato para escuchar los varios cientos de compactos con boleros interpretados por tríos, duetos, conjuntos y cantantes solistas masculinos y femeninos. Y para cuando no estoy en el departamento, tengo un pequeño aparato digital con audífonos, con más de mil boleros, que siempre traigo conmigo para disfrutar mi música en todo momento, con temas interpretados por los cantantes más representativos del bolero mexicano y cubano (solo los auténticos, nada de modernos). Cada día, antes de salir del departamento, programo la música que escucharé durante la jornada. Así que disfruté mucho cruzar por las lagunas de Zacoalco y de Sayula escuchando a los Hermanos Martínez Gil: El mar y el cielo se ven igual de azules, y en la distancia parece que se unen…, y resolviendo crucigramas, que más que ser ésta una afición, es una simple manía.

No tuve dificultad para encontrar el domicilio. Era una casa grande, aunque de apariencia discreta. Como yo le había avisado a qué hora llegaría, salió a recibirme el Señor Equis, que ya me esperaba. El caballero (un… ¿Domingo Soler…?, algo así), en cuanto me vio entrar con mi gabardina levantó mucho las cejas y se rascó una patilla. Sin duda mi aspecto profesional lo había sorprendido positivamente.

Ya dentro de la casa, por el elegante mobiliario deduje (ya empezaba yo a deducir, función indispensable en todo buen investigador) que esta gente estaba en mejores posibilidades económicas de lo que estaban interesados en aparentar.

Instalados en el estudio y con sendas tazas de café enfrente (el Señor Equis me ofreció cerveza, pero como no me ofreció whisky, yo preferí café, pues ya se sabe que los investigadores acusamos una marcadísima predilección por el whisky y el café) él me habló del asunto. El caso era simple: su único hijo, un adolescente excéntrico y reservado llamado Luis X (como llamo al padre), no había vuelto a casa en varios días, y había que encontrarlo. Se temía que hubiese sido secuestrado, aunque aún no se recibía ningún mensaje de sus captores —en caso de que los hubiera—. La familia se resistía a recurrir a las autoridades locales por temor a que los «polizontes» (como llamamos nosotros los detectives a los policías…) pueblerinos no supieran manejar el asunto y lo echaran todo a perder, poniendo incluso en riesgo la integridad de la víctima. Así que, confiaban en mi pericia para localizar y rescatar al muchacho o, en su caso, para negociar con los posibles secuestradores.

Todo esto fue expresado por el caballero en pocas y muy precisas palabras, con el léxico de quien ha recibido una buena formación universitaria (otra de mis ya certeras deducciones), aunque cada vez que se dirigía a mí como señor Bond, yo tardaba en reaccionar.

Mientras él hablaba, yo ensayaba expresiones y gestos interesantes de investigador, ya frunciendo el ceño, ya rascándome la barbilla con gravedad, ya espantando alguna mosca de mi café…

Después de su breve exposición de los detalles mencionados, el caballero agregó:

—Y bien, ahora dígame usted cuál es la información que necesita para iniciar su labor cuanto antes. Estoy a su entera disposición y mi interés es que no se pierda un solo minuto. Que empiece usted en el acto.

Como no supe de momento qué datos sería conveniente recabar en estos casos, con aire de suficiencia, le contesté:

—No se preocupe, la información la consigo yo. Ése es mi oficio. Está usted frente a un profesional de la indagación.

Debo haberlo impresionado verdaderamente, pues de nuevo alzó las cejas y abrió un tanto la boca. Cuando se repuso, me dijo:

—Bueno, pero al menos requerirá usted de algún dinero para empezar a moverse.

Yo, francamente poco acostumbrado a manejar numerario, hice unas rápidas cuentas mentales y le mencioné la cantidad que se me ocurrió. Él habrá hecho unas cuentas más razonables, pues me extendió un cheque por el doble de lo que le pedí, y aun me miró con cierto resquemor.

De los dos hoteluchos que había al alcance de mi presupuesto, escogí para alojarme el que me pareció menos lúgubre, y para los alimentos encontré una pequeña fonda cercana al hotel en la que había siempre tortillas recién hechas y unas riquísimas salsas de molcajete, y lo principal, la especialidad de la casa: un exquisito pepián y deliciosos tacos tuxpeños. Esa primera noche, ya instalado en el hotel y metido en la cama, intenté trazar un plan de acción («línea de investigación», decimos los detectives) para, al día siguiente a primera hora, acometer la tarea; pero no me fue posible. Me lo impidió un gran dolor de cabeza provocado por la docena de cigarrillos que me obligué a consumir al hilo —nunca había fumado, pero en mi nueva profesión hay que cuidar el aspecto, y el cigarrillo en los labios da mucho tono—. Por lo pronto desistí de seguir practicando el arte de expeler el humo con peliculesco estilo, pero ya lo intentaría más adelante. Así que, después de ver en la tele una película mexicana (Libertad Lamarque y Arturo de Córdoba) simplemente me dormí.

Al día siguiente, mientras desayunaba unos deliciosos huevos rancheros y champurrado oyendo a los Hermanos Reyes decir que es la luna blanca, que aparece besando los cristales del balcón…, en mi libreta de notas fui elaborando un cuestionario con preguntas que consideré esenciales, en las cuales basaría mi interrogatorio. Después me dirigí al mercado municipal, donde iniciaría las pesquisas. Aproveché, estando ahí, para probar su famosa cuachala y para comprarme un sombrero; otro elemento imprescindible en la fisonomía del indagador privado —tuve que conformarme con uno de palma, pues no había de fieltro, que es lo más propio para la clásica imagen detectivesca—. Luego me dediqué a visitar todos los pequeños negocios vecinos al mercado, entrevistando a dueños y empleados. ¡Difícil labor!, todos me vendieron algo, especialmente la panadería y los puestos de palanquetas de nuez, y la información que logré recabar fue muy escasa. Ningún indicio concreto; sin embargo, poco a poco fueron aumentando los datos en mi bitácora (así llamamos los investigadores a nuestras libretas de notas).

Anoté que al joven la gente del pueblo le llamaba el Luisón, y que éste gustaba de recorrer las calles sin amistar con nadie. Todos lo conocían, pero todos desconocían cualquier cosa sobre él. Si por ahí preguntaba: «¿Ha visto usted a Luisón?». Me respondían: «Sí, muchas veces». «¿Y sabe usted dónde se encuentra ahora?». «No. Ni sé ni me interesa saber». La gente se había acostumbrado a verlo vagar por las calles sin hacer caso de él, como quien ve pasar a un perro callejero, pero nada más. A nadie le importaba un comino el muchacho.

La culpa la tienen tus labios, porque cuando besan irradian amor…,

No hubo necesidad. Al día siguiente recibí una llamada del Señor Equis en la que me informaba que ya el Luisón había sido localizado. Que lo había encontrado un amigo de la familia caminando por la carretera libre al Distrito Federal, ocupado en contar los pasos que hay entre Ciudad Guzmán y la capital del país. Y que, por cierto, no me molestara (más bien, que no me atreviera) a aparecer por su casa, y que me agradecería que jamás volviera a acercarme a Ciudad Guzmán (voy a extrañar la comida).

En el autobús de regreso tuve tiempo para recapacitar hondamente, con Julio Jaramillo de fondo musical. Concluí que, adelante, debería definir muy bien mi vocación, y decidirme entre dedicarme a ser redactor de imprenta o ser investigador privado.

Por supuesto, como ya había experimentado las intensas emociones que provoca el convivir con el peligro, me decidí por lo segundo.