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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Penny Jordan. Todos los derechos reservados.

AMOR Y TRAICIÓN, Nº 61 - marzo 2013

Título original: To Love, Honor and Betray

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin/Mira y logotipo Harlequin/Mira son marcas registradas por Harlequin Enterprises II BV.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2715-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

1

 

 

Tendida en la cama de su madre, con una mano bajo la barbilla y la otra apartándose su melena rizada, Tara hojeaba el periódico mientras esperaba a que su madre terminara de maquillarse.

—«La ciudad rinde homenaje a su más ilustre empresaria» —leyó en voz alta—. «El pasado sábado por la noche se celebró en el Knight Hospitallers’ Hall una cena para conmemorar el décimo aniversario de la Upper Charmont Benefitiary Trust, así como para homenajear a una de sus fundadoras y actual presidenta, la señora Claudia Wallace». Esa eres tú —añadió.

—«Durante la última década» —continuó leyendo—, «la señora Wallace ha trabajado sin descanso por el bien de la fundación, consiguiendo espectaculares donaciones para la misma. Además, ha colaborado vehementemente con los servicios locales de caridad. En reconocimiento a su labor, el Consejo de la ciudad ha propuesto que el centro de ayuda a los discapacitados mentales lleve su nombre» —Tara levantó la vista y miró a su madre—. No aparentas cuarenta y cinco años... Por cierto, ¿alguna vez has pensado en volver a casarte, mamá? Quiero decir que hace más de diez años que papá y tú os divorciasteis y...

Claudia se quitó la máscara y se volvió para mirarla. Tara tenía ya veintitrés años, pero para su madre seguía siendo su preciosa niña, el regalo más preciado que hubiera recibido.

—Al menos una docena de hombres estarían encantados de casarte contigo —le dijo Tara.

—Eso es muy exagerado, ¿no crees?

—Bueno, están Charles Weatherall, Paul Avery, John Fellows y, por supuesto, Luke.

—Luke es solo un cliente, nada más —respondió Claudia con mucha calma, pero se apresuró a volverse para no mostrar la turbación que le había provocado ese nombre. «No hay razón para ello», se recriminó a sí misma, «en primer lugar es muy joven y...».

—Entonces no has pensado en volver a casarte, ¿verdad? —le preguntó otra vez Tara.

—No —Claudia trató de dar una imagen serena y despreocupada, pero notaba la tensión de su hija.

—Mmm... ¿Has sabido algo de papá últimamente?

La mención de Garth le provocó una tensión aún mayor que la de Luke.

—No —respondió, tratando que sus cortos y rubios mechones le cubrieran el rostro—. ¿Por qué tendría que saber algo?

—No, por nada. Es solo que... papá ha estado viendo mucho a Rachel Bedlington, la nueva ejecutiva de la empresa. Tiene treinta años y su especialidad son los anuncios femeninos. Ya sabes, esos en los que una mujer conduce mientras los chicos miran.

—Sí, ya sé cuáles —respondió Claudia, imaginándose a la ejecutiva: joven, elegante, inteligente, ingeniosa... Y estaría fascinada por Garth, desde luego. ¿Qué otra mujer en su posición no lo estaría? Con cincuenta años era incluso más atractivo que en su juventud.

—No creo que sea nada serio —dijo Tara, pero su expresión decía lo contrario.

—Está bien, cariño —repuso su madre—. Tu padre es libre de ver y estar con quien quiera.

Miró sonriente a su hija, a la hija de ambos, y pensó en el poco o nulo parecido físico entre las dos. Tara era mucho más alta que ella y su piel era más oscura, sus ojos verdes y su pelo rizado castaño oscuro, los mismos rasgos de Garth. Claudia tenía la piel rosada y delicada y el pelo rubio. Nadie hubiera dicho que eran madre e hija.

—Papá dijo que iban a proponerte para la Mujer Empresaria del Año —dijo Tara de repente.

Esa vez Claudia no pudo ocultar su reacción.

¿Cómo se había enterado Garth de eso? A ella misma solo se lo habían dicho unos días antes.

—Está muy orgulloso de ti —aseguró Tara—. Y yo también. Todos piensan que eres una mujer formidable. Y lo eres de verdad.

—La última vez que me hiciste sonrojar así, creo que fue porque habías quemado algo.

—La cacerola con los huevos —dijo Tara con una fugaz carcajada—. Ryland vuelve a Boston a final de mes —le dijo poniéndose seria de repente—. Me ha pedido que me vaya con él.

—¿De vacaciones? —preguntó Claudia, pero sabía muy bien cuál iba a ser la respuesta.

Ryland era el novio americano de Tara, siete años mayor que ella. Lo había llevado a casa en Navidad, y a Claudia le había gustado desde el primer momento.

—No... bueno, a lo mejor al principio... Ryland solo pensaba estar por aquí un año, más o menos. Quiere presentarme a su familia y a sus amigos. Luego quiere... se mordió un labio—. Sé lo que estás pensando, pero, por favor, no te preocupes. América no está muy lejos y tú... Te quiero mucho, mamá —se levantó y se arrojó llorando en los brazos de su madre—. Ojalá me hubiera enamorado de alguien de aquí, y pudiéramos vivir cerca de ti y... Voy a echarte muchísimo de menos.

Claudia cerró los ojos para reprimir el sentimiento de pavor que la invadía.

—¿Se... se lo has contado ya a tu padre? —consiguió preguntar entre lágrimas.

Tara negó con la cabeza.

—No. Quería decírtelo antes a ti. Papá piensa que solo me voy de vacaciones y, de hecho, me será mucho más fácil conseguir un visado con esa excusa. La verdad —añadió con una sonrisa temblorosa—, no sé qué me asusta más, si los trámites del gobierno americano, o conocer a la tía de Ry. Dice que es una mujer muy rica y muy conservadora. Una explosiva combinación de sangre y dinero de Nueva Inglaterra... —soltó a Claudia con una risita nerviosa—. Por lo visto, querrá saber todos los detalles de mi pasado, y no es que tenga nada que ocultar. Papá y tú os conocéis desde siempre, ¿verdad? —dio un paso atrás al ver la expresión de su madre—. Mamá... ¿qué pasa?

La bonita cara con forma de corazón de Claudia se había vuelto pálida, y sus encantadores ojos azules aparecían tan oscuros y llenos de desesperación, que Tara tuvo una dolorosa imagen del aspecto que ofrecería su madre de anciana.

—Mamá, sé cómo te sientes —dijo con voz ronca—. Pero vendremos de visita, y de vacaciones... y quién sabe, a lo mejor Ry cambia de opinión y decide no casarse conmigo.

—¿Has solicitado ya el visado? —preguntó Claudia con dificultad. No creía en las palabras consoladoras de su hija.

—Sí, pero todavía no me lo han dado, aunque no es difícil conseguir un visado turístico. El problema será cuando tenga que pedir la nacionalidad estadounidense para casarme. Ry no para de decir burlonamente que, si paso la prueba de su tía, los tramites burocráticos serán pan comido.

Claudia emitió un extraño jadeo y se cubrió la boca con la mano.

—Mamá, ¿qué ocurre?... ¿Pasa algo malo?

—No es nada, cariño —mintió Claudia—. Debo de haber comido algo que me sentó mal.

—Si te sientes mal, ¿crees que deberías salir esta noche?

—Yo... tengo que salir —dijo Claudia sinceramente—. No puedo faltar a mi discurso.

—Sí puedes, pero no lo harás —corrigió su hija—. Siento si te he asustado. Yo... no he podido decírtelo hasta ahora y no quería... tenía que decírtelo por mí misma. Lo quiero muchísimo, mamá. Es todo lo que siempre quise tener en un hombre. A ti te gusta, ¿verdad?

—Sí, me gusta —respondió Claudia. Y era verdad.

Tendría que haberse esperado esa noticia. Cuando conoció a Ry en Navidad, y vio lo enamorados que estaban su hija y él, había creído, por alguna razón, que se quedarían en Inglaterra. ¿Qué podía hacer ya? ¿Cómo podía evitar esa catástrofe?

Lo único que podía hacer era rezar por la ayuda divina, si es que existía.

—He venido especialmente para decírtelo —le siguió diciendo Tara—. Me gustaría quedarme más tiempo, pero tengo una cita con un cliente, y luego tengo que ir a ver a papá y decirle que no me voy solo para unas cuantas semanas —se acercó a su madre y la abrazó con fuerza—. Por favor, dime que te sentirás feliz por mí —añadió con una vocecita dolorosa.

—Me sentiré feliz por ti —pero, al tiempo que lo decía obediente, dejaba de rogar en silencio por algo que sí hubiera sido verdad.

—Te dejaré para que vayas a esa reunión —le dijo Tara, y la abrazó con más fuerza—. Te prometo que Ry y yo vendremos a verte antes de marcharnos, y cuando nos instalemos allí, quiero que vengas y te quedes. Me encantará presumir de madre ante la familia de Ry. Que vean lo afortunada que soy al teneros a ti y a papá como padres.

 

 

El tema del discurso que Claudia iba a dar en la Asociación Femenina trataba sobre la nueva vida a la que los padres tenían que adaptarse, una vez que los hijos se marchaban.

—De lo que se trata es de saber en qué vas a ocupar el tiempo —le había comentado una amiga—. Nunca creí que fuera a estar tan impaciente por ser abuela, pero...

—No somos tan viejas como lo eran nuestras madres y abuelas al llegar a esta edad —le dijo otra—. Después de todo, cincuenta años son pocos años en estos tiempos. La cuestión es, ¿cómo emplearlos? O mejor, ¿con qué llenarlos?

Pero después de la bomba que Tara había soltado, Claudia no podía seguir adelante con sus intenciones sin traicionar sus propios sentimientos. Así que prefirió dar una breve charla sobre los problemas de los nuevos padres, ante la sorpresa de sus amigas.

Al acabar la reunión, muchas personas querían hablar con ella y felicitarla por el artículo del periódico. Pero la imagen de Tara tumbada en la cama leyéndole ese mismo artículo, le ocupó por completo la mente y fue incapaz de hablar con nadie.

Al menos era un alivio saber que cuando llegase a casa, estaría sola con sus emociones. No tendría que ocultar el horrible presagio de fatalidad que sin descanso la azoraba...

—Claudia —la llamó una de sus amigas más íntimas—. Antes vi a Tara. Eres muy afortunada de tener una hija así y mantener una relación tan estrecha con ella. La verdad —añadió con envidia—, si no fueras tan... tan tú, podría llegar a odiarte. Todo en la vida te va bien.

—No todo. Garth y yo ya no estamos casados, Chris.

—Sí, ya sé que estás divorciada. Pero incluso tu divorcio ha sido una muestra de elegancia y discreción, por las dos partes. Recuerdo lo decididos que Garth y tú estabais a que Tara no sufriera, ni siquiera cuando Garth se mudó a la otra punta de la ciudad. Pero no es solo eso —continuó Chris—. También es todo lo que hubo antes. Mientras las demás nos quejábamos de abandonar nuestros trabajos y ocuparnos de los hijos, vosotros os trasladasteis aquí desde Londres, y tú dejaste tu trabajo en prácticas para cuidar de Tara. Y cuando os divorciasteis, montaste tu propio negocio y seguiste trabajando desde casa. Pero, a pesar de lo duro que has trabajado, siempre has tenido tiempo para ver a tus amigas y para tus obras de caridad. Y encima eres una cocinera extraordinaria...

—Soy una cocinera aceptable —interrumpió secamente Claudia.

—Eres una cocinera extraordinaria —insistió Chris—, y todavía tienes un aspecto imponente. Mi marido siempre me lo recuerda. No creo que ninguna de tus amigas se libre de que su marido la compare contigo, y que encima salga perdiendo.

—Espero que no —dijo Claudia.

—Bueno, pues así es —aseguró Chris—. Pero lo que más envidio de ti, Claudia, es que eres una persona encantadora. Eres generosa, amable, divertida y honesta —se paró al ver las lágrimas de Claudia—. ¿Qué ocurre? No pretendía preocuparte por nada. Solo...

—Está bien —se apresuró ella a decir—. Solo estoy un poco... cansada. Han sido muchas noches acostándome tarde. Por eso quiero retirarme hoy pronto.

—Sí, creo que yo también debería irme —dijo Chris—. Te veré en el almuerzo del jueves.

—Allí estaré —prometió Claudia.

 

 

Era todavía de día cuando Claudia entró en los jardines de Ivy House.

La casa, construida en el siglo XIX, fue originariamente un aledaño de la propiedad de Sir Vernon Cupshaw. La mansión principal desapareció con los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y Claudia y Garth compraron el edificio que permaneció en pie. Claudia recordó cómo una anciana solterona, única superviviente de la familia, se fijó en la enorme barriga, que por entonces albergaba a Tara.

—Esta casa necesita amor, así como mi familia necesitaba a los niños —le había dicho la anciana. Claudia no quiso decirle que Tara iba a ser su única hija.

Tuvieron que hacer grandes reformas para transformar el viejo caserón en un hogar acogedor. Tras la ruptura, Claudia temió perderla, pero Garth insistió en que se la quedara.

—Es el hogar de Tara —le dijo cuando ella le espetó que no quería su caridad, ni ninguna otra cosa de él.

Claudia no pudo aceptar que el hombre al que había amado, y en quien había confiado su vida, la hubiera traicionado. Garth se había acostado con otra mujer; había compartido, no solo la pasión carnal, sino la intimidad que Claudia creía suya en exclusiva. El matrimonio, y ella, quedaban destrozados sin remedio.

Pero Chris tenía razón en una cosa. Garth y ella acordaron que, bajo ninguna circunstancia, la muerte de su amor afectaría a Tara, la que por siempre sería su preciosa y única hija. Los médicos le dijeron que sería la única después de...

«Eres tan afortunada», las palabras de Chris seguían resonando en su mente.

La hiedra que daba nombre a la casa seguía revistiendo la fachada principal, pero también florecían las lilas que Garth y ella plantaron el primer año de estancia. La primera imagen que tuvieron de Ivy House fue en un gélido invierno, cuando un manto de escarcha relucía contra las piedras oscuras.

Upper Charfont era el típico pueblo inglés donde no se cerraba con llave y donde era imposible mantener un secreto. Al principio, Claudia se mostró reacia a vivir en un sitio así, pero Garth la convenció, asegurándole lo beneficioso que sería para Tara. Además, el pueblo estaba a una hora en coche de Costwold, la pequeña aldea de los padres de Claudia.

Su padre, Peter Fulshaw, era un brigadier del ejército, y gracias a él conoció a Garth, ya que servía a las órdenes de Fulshaw. Por culpa del carácter itinerante de su infancia, de una base militar a otra, Claudia quería darle a su hija un hogar estable, donde pudiera hacer amigos para toda la vida. Garth también estuvo de acuerdo en eso, pero aun así...

Claudia cerró la puerta y encendió las luces del vestíbulo, en un intento por confinar los recuerdos a la oscuridad de su mente. Era inútil. Allá donde mirara, la asaltaban las imágenes de la vida que compartió junto a Garth. Las propias lámparas del vestíbulo las habían comprado juntos en una tienda de antigüedades de Brighton. Recordó la alegría de llevarlas a casa, y de cómo Garth las limpió y las abrillantó con esmero...

Por aquel entonces, Garth ya había abandonado el ejército, y durante algún tiempo trabajó en la empresa de un viejo amigo, hasta que creó su propio negocio. También sus padres seguían vivos, y vivían cerca de York, en el distrito que su padre había representado como miembro del Parlamento antes de retirarse.

Claudia les tenía mucho cariño y los seguía viendo con frecuencia. Adoraban a Tara y la mimaban en exceso. No en vano, era su única nieta.

—Siento tanto que no puedan venir más pequeñines, cariño —le dijo su madre al enterarse de la terrible noticia—. Pero a veces... ¿Estás segura?

—Estoy segura, mamá —le respondió Claudia con la voz rasgada por el dolor.

—Pero al menos tienes a Tara, y es una niña preciosa. No parece que haya nacido prematuramente. No te imaginas cómo nos sentimos tu padre y yo cuando Garth nos llamó. Por supuesto, quise ir enseguida, pero no pudimos encontrar vuelo y con los padres de Garth allí también... Pero me sorprendió que te dieran el alta tan pronto.

—Sabían que Garth y yo queríamos mudarnos —le recordó Claudia—. De cualquier forma, eso ya pertenece al pasado y te agradecería que no me dieras más la lata con el tema —se mordió el labio al ver la expresión de su madre—. Lo siento, mamá. Es solo que no me gusta que me lo recuerden...

—Está bien, cariño. Lo entiendo —le aseguró su madre dándole palmaditas en la mano—. Sé lo doloroso que tuvo que ser para ti, especialmente cuando... Bueno, después de perder a tu primer hijo y haber estado a punto de perder a nuestra preciosa Tara...

—Sí —dijo Claudia. Dieciocho meses del drama, seguía sin querer oírlo. Lo único bueno del aborto fue que se quedó embarazada de Tara muy poco tiempo después.

Por esa época, con Garth todavía en el ejército, Claudia continuó con su trabajo en prácticas. Recordó la entrevista que tuvo con la directora al acabar el periodo de pruebas.

—Los ideales son dignos de elogio en cualquier otra persona, querida —le dijo la mujer—. Pero aquí tienes que aprender a llevar algo de distanciamiento. Es fundamental para este trabajo.

En aquellos días, veinte años atrás, los problemas en el campo del trabajo social no estaban todavía lo suficientemente reconocidos. Pero aunque las cosas habían cambiado, la directora tenía razón. Claudia era demasiado sensible y, por lo tanto, muy susceptible de implicarse personalmente en las tragedias de sus clientes.

También fue muy sensible ante las críticas de sus colegas, quienes se fijaban demasiado en su refinada educación de clase media alta. ¿Qué podría saber ella de los problemas que sufrían los pobres con los que trataban? Y lo peor fue que acabó creyéndoselo.

Claudia entró en su elegante cuarto de estar, su segunda habitación favorita de la casa. Estaba orientado al sur y siempre parecía estar iluminado, gracias al suave color amarillo que aún seguía en las paredes. Dos sofás se alineaban frente a la chimenea, dándole a la habitación un aspecto cálido y acogedor, que agradaba a cualquier visitante.

Sobre la chimenea colgaba un retrato de su padre, vestido con el uniforme militar, y en la pared opuesta, sobre la mesa antigua que la madre de Garth le regaló, había otro retrato de otro hombre en uniforme.

Instintivamente, Claudia se acercó y encendió la luz que lo iluminaba.

Garth tenía veintisiete años cuando se lo hicieron, y fue un regalo de bodas de su regimiento. Aunque había sido realizado a partir de fotografías, el parecido era notable, destacando la dureza de su mandíbula y el perfil aguileño de su nariz.

Alguien le dijo una vez a Claudia que si Garth se disfrazara de centurión romano, volvería locos a todos los magnates de Hollywood. Y era cierto. Sus antepasados eran de Pembrokeshire, en Gales, y en la familia se bromeaba que no solo fueron maderas mojadas lo que rescataron sus ancestros de la Armada Invencible en las playas de Pembroke.

Por su piel morena y su pelo negro, Garth podía haber llevado sangre latina en sus venas. Fuera como fuera, Garth era un hombre arrebatador, insultantemente atractivo y sexy, pero no fue eso lo que atrajo a Claudia la primera vez.

Garth la había invitado a un baile del regimiento. Fue a recogerla en el coche deportivo que le regalaron sus padres por su vigésimo primero aniversario. Tanto el coche como el conductor le parecieron a Claudia algo... estereotipados.

Era una cálida noche de junio. Garth conducía veloz y hábilmente hacia la carretera. De repente, Claudia vio un erizo en mitad del camino. Su primera reacción fue gritar pero, para su sorpresa, Garth la aventajó en el tiempo de respuesta. Antes de que pudiera abrir la boca, Garth ya había frenado de golpe y había girado a tiempo el volante. Ni ella, ni Garth ni el erizo sufrieron el menor daño, pero el coche acabó metido en una zanja llena de barro y espinas. Sin embargo, no fue el lamentable estado en que quedó el vehículo lo que preocupó más a Garth en ese momento. En cuanto salió del coche, recogió al pequeño animal, que se había quedado petrificado en medio del camino, y lo llevó tras las matas.

Fue entonces cuando Claudia se enamoró de él. No por sus excelentes reflejos, no por las atentas disculpas que le pidió. No. Fue por haber antepuesto la vida del erizo antes que el valor de su coche nuevo. Y había sido su instinto natural, no las ganas que tuviera de impresionarla. Por eso lo amó.

Junto a la chimenea había un teléfono. Claudia se dirigió hacia él y, sin pensarlo, marcó el número de Garth. Después del divorcio se había trasladado al otro extremo de la ciudad, pero durante la semana se quedaba en su pequeño ático de Londres.

El teléfono sonó cinco veces antes de que una bonita y desconocida voz femenina contestase. Claudia colgó sin decir nada, a punto de echarse a llorar.

Pero, ¿por qué tenía que apenarla que hubiera otras mujeres en la vida de Garth?

Estaba en esa edad tan vulnerable en la que, aún conservando el atractivo físico, las hormonas ya iban por otro camino. Claudia no había tenido más hombres ni amantes en su vida, y no por falta de oportunidades.

—¿No lo echas de menos? —le había preguntado una amiga—. Al sexo. Tener a alguien junto a ti en la cama. Tienes que sentirte...

—Frustrada —se anticipó a responder Claudia—. No, la verdad es que no. No tengo tiempo.

Y era cierto. Claudia estaba demasiado ocupada con su hija, su trabajo y sus obras de caridad. Y además... no concebía estar con otro hombre después de Garth. El mito del matrimonio sagrado había muerto con la infidelidad de su marido. Claudia estaba decidida a no cometer el mismo error. O, al menos, lo estaba hasta que conoció a Luke Palliser.

Salió de la salita y se dirigió hacia las escaleras. Las paredes de la misma estaban adornadas con una amplia colección de retratos familiares; algunos eran simples bocetos a lápiz, otros más elaborados. Claudia se paró junto al retrato que Tara pintó de sus padres en el colegio. Tan solo el color de los cabellos, rubios y negros, era reconocible.

Tara...

Claudia se mordió el labio. Siempre que pensaba en su hija la invadía una poderosa corriente de amor maternal. Pero esa vez había algo más. Miedo, terror... y culpa. Sí, sentía culpa.

2

 

 

—Creía haber escuchado el teléfono —dijo Garth Wallace entrando con un portafolios en la salita de su apartamento de Londres.

—Y sonó —respondió Estelle Frensham, la chica que estaba supliendo la baja de una empleada—, pero colgaron sin decir nada. Sin embargo, he apuntado el número que quedó grabado. Aquí está —le tendió a Garth un pedazo de papel.

Garth lo tomó y se quedo mirándolo en silencio. Era el número que había sido suyo durante diez años. Y, estando Tara en Londres, solo había una persona que pudiera llamarlo desde Ivy House...

Y si Claudia lo había llamado, tenía que ser por algo importante.

—Estelle —dijo tras mirar su reloj—. Lo dejaremos por esta tarde. Llamaré a mi cliente y pospondré la reunión para finales de esta semana.

Estelle lo miró pensativamente. Llevaban trabajando en ese asunto toda la semana, y era la razón por la que estaba en esos momentos en el apartamento de Garth en vez de en el gimnasio, también porque prefería la compañía de Garth a cualquier otra cosa.

Desde el día en que la entrevistó, ocho semanas atrás, Estelle decidió que iban a ser amantes.

Pensó en cómo reaccionaría si le expresaba sus sentimientos y deseos. Garth no parecía el tipo de hombre que estuviera por encima de las necesidades sexuales, y tampoco estaba especialmente atado a ninguna mujer. Salía con una ejecutiva de treinta años que no podía ser rival para Estelle. Y, desde luego, Garth era heterosexual.

Pero, o no era consciente de la apetencia de Estelle, o prefería ignorarla. Fuera lo que fuera, esa noche de trabajo iba a ser para Estelle la noche definitiva... Pero, tras esa llamada, los planes se habían roto. No importaba. Siempre tenía a Blade para satisfacerla con todo el sexo que necesitase. Con todo tipo de sexo. Con mucha calma, empezó a recoger sus cosas.

Mientras la observaba, Garth pensó en qué estaría pensando. Era evidente que lo encontraba atractivo, pero Garth estaba acostumbrado a eso, y era prudente.

—Llamaré a un taxi para que venga a buscarte —le dijo, y agarró el auricular. Al menos, Garth Wallace era atento y paternalista con sus empleados. No hubiera permitido que ninguna mujer a su cargo se montara en un taxi cualquiera, donde podría ser víctima de horribles abusos.

Cuando Estelle se agachó para recoger un folio del suelo, permitió, deliberadamente, que el corte de su falda revelase la figura contorneada de un muslo bronceado y duro, y dejase adivinar que la ropa interior no ocultaba prácticamente nada. Pero fue inútil. Garth miraba hacia otro lado, con la mente ocupada en otros asuntos. No importaba. Ya se presentarían otras oportunidades, y siempre tenía a Blade para desahogarse.

Garth esperó a que Estelle estuviera acomodada en el taxi, y volvió a agarrar el teléfono. Esa vez marcó el número que su solícita empleada le había anotado.

 

 

Después de desnudarse y ducharse, Claudia abrió un cajón del armario y miró el frasco de tranquilizantes. Su médico se los había recetado la semana después de la ruptura y, aunque ya rara vez los tomaba, siempre tenía un frasco disponible. A veces podía perder el sueño, y necesitar la ayuda de las drogas para dormir sin pesadillas.

La última vez que los tomó fue a finales del año anterior, en el cincuenta aniversario de Garth. Tara le había organizado una fiesta y le pidió encarecidamente a su madre que asistiera, pero Claudia alegó que su presencia no sería bien recibida.

—Pero todavía formamos una familia —protestó Tara.

—Garth y tú seguís siendo una familia, al igual que tú y yo, pero los tres juntos...

—Los dos estuvisteis en mi vigésimo primero cumpleaños, y también en mi graduación. Todo el mundo decía que... —se calló de golpe. «Que era una pena que hubieseis roto y que no os reconciliarais», eran las palabras, pero decirlas era exponerse a uno de los raros ataques de furia de su madre—. Los abuelos estarán allí también —se refería no solo a los paternos, sino también a los maternos, pero Claudia se mantuvo en su negativa. Su madre ya le había dicho que irían al cumpleaños de su ex yerno.

—No nos podíamos negar, querida —le explicó su madre—. Ya sabes lo mucho que piensa tu padre en Garth.

—Sí, lo sé —repuso Claudia—. No hay razón para que no vayáis.

—Pero será muy extraño estar allí sin ti...

—No será extraño en absoluto, al menos no para Garth ni para mí. Ya llevamos divorciados diez años —le recordó a su madre con el mismo tono tranquilo de siempre.

—Sí, lo sé —dijo su madre preocupada—. Aunque nunca he sabido por qué.

—Te lo expliqué en su día. Garth fue...

—Garth fue un poco travieso, querida, pero los hombres son así —la interrumpió su madre—. Incluso tu padre... bueno, no quiero decir que hubiera... pero Garth es un hombre tan guapo y encantador que...

—No pienso ir —sentenció Claudia, y no lo hizo.

Aquella noche la pastilla no surtió efecto. Tal vez en esa nueva ocasión debería tomar dos.

Cuando el teléfono sonó una hora más tarde, Claudia estaba profundamente dormida.

Disgustado, Garth colgó y marcó el número de su hija.

—Papá —exclamó Tara cuando oyó su voz—. Me alegra que hayas llamado.

—Oh, ¿me has llamado antes?

—No, es solo que esta tarde fui a ver a mamá. Tenía algo que contarle ¿Has visto el periódico local? Sale en primera plana.

—Sí, lo he visto —dijo él secamente.

Recordó las fotos del artículo. Junto a Claudia había un hombre al que Garth conocía por su reputación. Luke Palliser. Había regresado a su ciudad natal para dirigir desde allí sus negocios de informática. Si los rumores eran ciertos, habría abordado a Claudia buscando opinión y consejo sobre los negocios, pero Garth no pensaba que ese interés por su ex mujer tuviera nada que ver con la competencia profesional.

—Lo que le hayas contado a tu madre ha tenido que ser algo muy importante para hacerte ir hasta Gloucestershire y volver en el mismo día.

—Sí, bueno, pero tampoco hubiera podido quedarme. Mamá va a salir esta noche. Papá...

Garth conocía muy bien ese tono. Era el que empleaba su hija cuando tenía que contarle algún contratiempo, fuera del tipo que fuera, desde el pinchazo de su primera bici, hasta la abolladura de su primer coche.

—¿Recuerdas que te dije que pensaba pasar mis vacaciones en Boston, con Ry?

—Sí.

—Bueno, pues tal vez pase en América algo más que unas cuantas semanas —hizo una pausa para que sus palabras causaran efecto, pero Garth no necesitaba un tiempo adicional para ello. Notó que la palma de la mano con la que agarraba el teléfono empezaba a sudar y que unas náuseas le revolvían el estómago—. Papá, ¿estás ahí?

—Sí, sigo aquí —le respondió, rogando por que su voz sonase más serena de lo que él estaba.

—¿Podrías hablar con mamá por mí? Sé que está muy preocupada y lo último que quiero hacer es herirla, pero quiero tanto a Ry que... Ojalá pudiéramos estar todos juntos, pero me temo que pasa lo mismo que con vuestro divorcio. Nunca puedes tener contigo a todas las personas que quieres, ¿verdad?

Tara hizo una breve pausa.

—La familia de Ryland está Boston —siguió diciendo—. Y también su trabajo. Mamá y tú podréis venir en vacaciones, e igual haremos nosotros, y además, nada está decidido todavía. Aún estoy calentando el horno. Dice Ry que el examen al que me someterá su tía será peor que una investigación del FBI. Querrá conocer mi árbol genealógico, mi grupo sanguíneo, una certificado médico que demuestre que no hay antecedentes de malformaciones genéticas... Todo eso antes de llamarme por mi nombre de pila. No es que a Ry le importe la opinión de su tía, pero dice que a ella sí, y que pondrá en marcha la investigación en cuanto conozca nuestras intenciones. Es la mayor accionista del negocio familiar. Cuando su marido, el hermano del padre de Ry, murió, todas las acciones pasaron a ella. Por lo visto, es una persona un tanto... almidonada. Aparte de todo lo anterior, querrá saber hasta el último detalle del trasfondo familiar. Pero eso no me preocupa. Los abuelos conocen hasta el mínimo detalle de cada miembro del clan. Papá, ¿sigues ahí?

—Sí, sigo aquí.

—¿Hablarás con mamá, por favor? Sé que a ella le gustaría que me casara con un chico agradable de la ciudad y que viviéramos cerca de Ivy House, y a mí también me gustaría eso pero... realmente, amo a Ry.

—¿Has solicitado ya el visado? —le preguntó lúgubremente su padre.

—He rellenado los formularios, pero Ry dice que no habrá problemas. Puedo solicitar uno turístico y arreglarlo todo allí. Es gracioso; mamá me preguntó lo mismo, ¿sabes?

Cuando terminó de hablar con su hija, Garth marcó otra vez el número de Claudia, pero tampoco esa vez obtuvo respuesta, a pesar de que ya era medianoche.

¿Dónde se habría metido? Tara le dijo que pensaba salir, ¿adónde y con quién? ¿Estaría con ese hombre de la foto, Luke Palliser?

Tenía que dejar las conjeturas. Conocía bien a Claudia, y sabía que para ella solo había una persona en el mundo. Tara. Y siempre había sido así, desde que nació. Una vez Garth le dijo medio en broma que amaba más a su hija que a él mismo.

—Sí, creo que así es —reconoció Claudia—. Pero es un amor distinto, que solo puede sentir una madre que ha perdido a su hijo. No tiene nada que ver con lo que siento por ti, Garth. Es diferente... muy diferente.

 

 

Cuando se bajó del taxi, enfrente del bloque de apartamentos, Estelle se aseguró de que nadie la estuviese mirando antes de marcar un número en su teléfono móvil. Quizá estuviera siendo demasiado precavida, pero estaba decidida a no mezclar su imagen profesional con la personal, y Blade estaba estrechamente ligado a su intimidad.

—Pero eso es casi incesto —le dijo una amiga cuando, siendo todavía una adolescente, Estelle alardeó con los detalles de la relación que mantenía con su hermanastro. La chica quedó horrorizada, pero Estelle disfrutaba sabiendo que sus padres jamás le hubieran permitido, ni a Blade ni a ella, hacer lo que hacían. Y los engaños y secretos que tenían que emplear lo hacían aún más tentador y excitante...

Cuando le contó a Blade lo que había presumido con su amiga, tuvieron una fuerte discusión, en la que su hermanastro la golpeó en la boca, la obligó a agacharse y la mantuvo lamiendo hasta que le salpicó de semen su cuerpo desnudo.

Estelle encontró aquello mucho más erótico que cualquier cosa que hubieran hecho antes, y tuvo un orgasmo tras otro sin que él llegara a tocarla. Tenía trece años y Blade dieciocho, y durante los años siguientes mantuvieron sus frenéticas e incestuosas sesiones de sadomasoquismo, entremezcladas con largos periodos sin saber nada el uno del otro.

En una ocasión Blade volvió de la universidad por Navidad. Estelle no lo veía desde final del verano, pero, en vez de esperarlo como él deseaba, se marchó a la fiesta que organizaba una amiga. Lo hizo a propósito, sabiendo lo enfurecido que se pondría, pero la fiesta resultó ser mucho más salvaje de lo que ella esperaba. Su amiga tenía un hermano mayor, que apareció inesperadamente con unos amigos.

Estelle no mantuvo relaciones sexuales con ellos; se había vuelto demasiado recelosa y prudente, pero sí compartió besos y caricias. Cuando volvió a casa a la una de la madrugada estaba al borde del orgasmo, pero no por lo que había pasado, sino por lo que potencialmente le aguardaba con Blade.

Ninguno de los dos se dirigió la palabra cuando se vieron. Blade se quedó al pie de la escalera observando cómo ella subía. Estelle tenía los pezones durísimos, estaba más húmeda que en toda su vida, y tenía el clítoris tan excitado que apenas podía caminar.

El dormitorio de Estelle estaba en el lado opuesto al de sus padres, y tenía un cuarto de baño incorporado. Su madre decía que una adolescente necesitaba intimidad, pero en realidad prefería estar lo más lejos posible de su hija.

Estelle había aprendido muy pronto que su madre no la quería y que su embarazo había sido un accidente.

—Voy a matarme —amenazó una vez, siendo niña—. ¡Solo quieres librarte de mí!

—¡Eso no es verdad! —le replicó su madre, pero Estelle ya se había marchado.

Pocos años después Lorraine le dijo sin más rodeos que había intentado abortar.

—Estelle ya tiene edad para cuidar de sí misma —decía su madre cuando alguien le recriminaba la excesiva libertad que le permitía a su hija.

Por si una dificultad no fuera suficiente, la primera mujer de Ethian Morton, padre de Blade y segundo marido de Lorraine, había desistido de seguir cuidando a su hijo, alegando que el chico necesitaba la disciplina de su padre.

A pesar de que lo expulsaron de tres colegios por mal comportamiento, Blade consiguió entrar, por los pelos y para alivio de sus padres, en una universidad de segunda categoría. Sus padres también se sintieron aliviados cuando ni Blade ni Estelle quisieron acompañarlos a sus vacaciones navideñas en Colorado.

—¿Vais a dejar solos a Blade y a Estelle? —le preguntó una vecina.

—Blade ya es adulto —replicó Lorraine ofendida—. Y sabe cuidar a Estelle. Además, los dos se llevan muy bien.

—Foca chillona —le dijo a Ethian más tarde, refiriéndose a la vecina—. Solo porque siempre está encima de sus mocosos y porque le encanta jugar a ser madre.

El espejo del cuarto de baño de Estelle era enorme y ocupaba toda una pared. Cuando Estelle entró, dejó caer al suelo su vestido y se quedó mirando su reflejo. Era alta y esbelta, con unos pechos tan firmes que no se molestaba en llevar sujetador. Le gustaba el tacto de los pezones endurecidos contra la blusa, y aún más las miradas que le echaban los hombres.

Con los ojos medio cerrados se pasó la lengua por los labios y deslizó una mano bajo su ropa interior. Palpó su creciente humedad, sintió una punzada ardiente en el estómago y se quitó el tanga.

Entonces oyó cerrarse la puerta del baño y abrió lentamente los ojos. Siguió presionándose el clítoris erecto con una mano mientras con la otra apretaba el tanga empapado.

—¿Qué haces? —le preguntó Blade acercándose a ella. La excitación de Estelle aumentó ante el inminente comienzo de la pasión sin límite.

—Oler —le respondió ella tendiéndole el tanga. Él lo tomó y se lo llevó a la nariz. Estelle se estremeció. Blade estaba oliendo su sexo. El suyo y el de nadie más...

—Ven aquí —le ordenó con voz suave, pero Estelle sabía muy bien lo que escondía aquel tono. Temblando de pies a cabeza por un placer abrasador, se acercó.

Él se desabrochó los vaqueros. No llevaba ropa interior y su sexo se erguía enhiesto y endurecido entre la espesa mata de pelo oscuro y áspero. Al comienzo de sus juegos Estelle se había quedado fascinada por semejante órgano, y como castigo por sus faltas, Blade la obligaba a lavarlo exhaustivamente, a veces con agua y jabón, otras con la lengua.

—Ven aquí —repitió Blade sentándose en el suelo—. Siéntate —añadió indicando su rígido y carnoso miembro.

Estelle obedeció al instante. Se sentó a horcajadas sobre él, al tiempo que Blade empujaba hacia arriba con fuerza. La penetración fue tan dolorosa como placentera, y Estelle se vio sacudida por un orgasmo inmediato.

Pasaron el resto de la noche en el cuarto de baño. Cuando finalmente Blade se vació con su orgasmo, Estelle estaba completamente exhausta, pero no le importaba. Adoraba cada minuto que pasaba con Blade.

Solo ese pensamiento bastaba para humedecerla de nuevo. A cada momento.

Estelle sonrió. Apoyada en el portal de Blade, esperaba a que contestara al teléfono, mientras se pasaba la mano por los muslos. Estaba muy, muy húmeda.

—Blade, ¿estás ahí? —preguntó. Era su forma secreta de decir «quiero sexo».

Casi pudo visualizar la sonrisa triunfante de Blade al otro lado de la línea.

—No, me temo que no —dijo, y entonces notó cómo trataba de tapar el auricular mientras se dirigía a alguien más—. Está bien, cariño, es mi hermana —luego volvió a hablar al teléfono, pero con una especia de susurro burlesco—. Si de verdad estás desesperada, puedes venir y mirar... o incluso unirte a nosotros.

Estelle apagó el móvil, furiosa. Conocía bien los gustos de Blade por el voyeurismo y el menage a trois, pero esa noche lo quería, lo necesitaba para ella sola.

Cuando se disponía a volver a su apartamento, vio a un hombre que estaba a punto de cruzar la calle. Desesperada y hambrienta, lo observó con atención. Era un tipo delgado y pálido, y seguramente su sexo iría a juego con su aspecto. No era ni mucho menos su tipo.

Mientras lo miraba, maldijo a Blade en silencio. En esos momentos estaría haciendo el amor con otra mujer, pero también disfrutaría sabiendo que Estelle lo necesitaba para calmar su insaciable apetito sexual.