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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Barbara Daly

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Demasiado ardiente, n.º 1187 - enero 2016

Título original: Too Hot to Handle

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8044-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–¡Lo que necesitas es un buen revolcón!

Atónita, Sarah Nevins miró a Macon Trent, que estaba sentado al otro lado de la mesa, genio de profesión y, por ser el encargado del mantenimiento y funcionamiento de los ordenadores de Great Graphics, su empleado más importante. De otro modo lo habría despedido de inmediato.

–No te reprimas, Macon –dijo ella esbozando una sonrisa superficial–. Sé franco.

–¿Tan franco como acabas de serlo tú con Ray?

La mirada firme de Sarah vaciló.

–¿Qué es exactamente lo que le he dicho a Ray?

–Le dijiste que su diseño para el folleto de RemCom es una basura. Ese no es tu estilo.

Sarah se tapó la cara con las manos.

–¿Dónde está ahora? Necesito pedirle disculpas.

–Está en el servicio, llorando.

–Bueno, lo haré en cuanto salga –movió la cabeza de un lado a otro–. No sé por qué le dije algo así.

–No eres la Sarah para la que seguimos trabajando a pesar de los míseros sueldos. ¿Hace cuánto tiempo que no sales con un hombre?

Sarah levantó la cabeza y lo miró con fastidio.

–Macon, eso es aún peor que preguntarle a una mujer cuánto pesa.

Macon necesitaba lentillas, alguien que lo enseñara a comprarse la ropa y una dilatada sesión de modales.

–Oh, gracias por el consejo –su reflexiva pausa fue de lo más breve–. Creo que tu última cita fue hace un año y medio. Con nuestro representante de tarjetas –arqueó una ceja–. Nuestro ex representante.

Sarah apretó los dientes. Macon era, sin duda, duro de pelar.

–No me gustaban sus amarillos. Él se lo tomó como algo personal.

Macon arqueó la otra ceja. Sarah se dio por vencida.

–Tal vez tengas razón, Macon –dijo Sarah tras soltar un largo suspiro–. Debería empezar a hacer algo para tener una relación nueva.

Ella, al menos, tenía modales, delicadeza al expresarse. Pero en realidad no buscaría una relación; buscaría alguien que saciara las necesidades que solo un hombre podría satisfacer.

–No hagas ninguna tontería.

–¿Y cuándo hago yo tonterías?

–En la oficina no.

–Ni en ningún sitio. Conoceré a alguien que me presenten mis amigos.

La búsqueda y captura no resultaría demasiado difícil. Sus estándares resultaban razonables y fáciles de cumplir. Debía ser una persona limpia, que no tomara drogas, que no tuviera ninguna enfermedad y fuera adicto a la ducha diaria, al desodorante y la pasta de dientes; y, además, que tuviera buen comportamiento. Cumplidos esos requisitos, cualquiera le valdría. No estaba buscando un hombre con el que compartir sus sueños, que la enriqueciera, que la hiciera madurar, que desarrollara sus conocimientos o le diera un hogar e hijos. Muchos años atrás, cuando había sido una joven llena de ilusiones, había deseado esas cosas con Alex, Alexander Asquith Emerson; y en realidad seguía sintiendo que, si no las podía conseguir con él, no las quería.

–Sarah... –Macon pareció agarrar algo mientras se inclinaba hacia delante–. Últimamente la vida está muy peligrosa para las mujeres. Tal vez yo pudiera llenar ese vacío en tu vida. Tú y yo nos conocemos y entendemos mutuamente, y lo único que siento por ti es un profundo respeto. Nada de ataduras. Nada de compromisos, excepto la promesa por mi parte de comportarme con absoluta discreción. Podría ayudarte a sobreponerte de tu mala racha.

Parecía que aquel iba a ser el día de los sustos, de modo que más bien podía irse acostumbrando. Sarah lo miró a los ojos, no viendo en ellos otra cosa que una sincera necesidad de ayudarla; y como Macon utilizaba gafas de culo de vaso, se veía todo con absoluta claridad. Pero le había dado la oportunidad de decirle algo que llevaba muchísimo tiempo queriéndole decir, si podía dejar de pensar un momento en sus problemas.

–Macon –empezó a decir en tono solemne–. Tu oferta me halaga profundamente, y siento la tentación de aceptarla. No tienes ni idea de lo atractivo que resultas.

En realidad podría serlo si no fuera por aquellas gafas, su deprimente gusto en el vestir y aquel corte de pelo que parecía que se lo había hecho él solo. Pocas veces se fijaba en el aspecto físico de Macon. Dependía demasiado de su talento.

–Eso es lo que me dice la dueña de mi casa –reconoció Macon–. Siempre está detrás de mí para que me compre ropa, para que cambie de peluquero...

Cualquier peluquero mejor que el que tenía.

–Escúchala –le dijo Sarah–. Unos cuantos cambios de aspecto te darían más confianza en ti mismo. Personalmente, te tengo mucho cariño tal y como eres. Pero he hecho la promesa de no acostarme con ninguno de mis colegas. Ya viste lo que ocurrió con el representante. Cuando rechacé sus amarillos, perdí sus rojos, los mejores rojos del mercado –suspiró, aún dolida por la pérdida–. La mayoría de las personas tiene un lema en la vida –añadió–. Ese es el mío.

Macon asintió, aparentemente nada dolido por su rechazo.

–Es una de las cosas por las que te respeto. Solo que se me ocurrió que era conveniente hacerte la oferta. Para ahorrarte tiempo y problemas.

–De verdad te lo agradezco, pero tú mereces más.

–Oh, venga, Sarah.

–Te lo digo en serio. Y lo que quiero que hagas ahora es... –se levantó, dio la vuelta a su escritorio y se sentó en el brazo de su sillón–. Lo que quiero que hagas –repitió en tono suave–, es que encuentres a alguien que te quiera románticamente como yo te quiero como amiga y colega. Alguien que aprecie todas esas cualidades por las que yo te quiero –le puso la mano debajo de la barbilla y le levantó la cabeza hasta que sus ojos de pez la miraron–. Tal vez incluso alguien que quiera comprometerse.

Lo tenía embelesado. Macon entreabrió los labios.

–¿Por qué estás tan segura de no querer tú un compromiso?

Sarah le soltó la barbilla y se puso de pie. Macon había vuelto a sorprenderla. De pronto se sintió inquieta.

–Tal vez no pueda ver a nadie más que a ti –dijo con un rugido sensual que Macon no podría tomarse en serio.

Lo que hizo fue echarse a reír.

–De acuerdo, de acuerdo –dijo Macon–. Solo que... –se puso serio de nuevo–. Ten cuidado, ¿vale?

–Desde luego.

Pero no del modo que él imaginaba. No tenía miedo por su bienestar físico. Lo único que tenía que proteger era su corazón.

 

 

La mañana siguiente no fue distinta a las mañanas del mes anterior. Sarah amaneció ardiente e inquieta, exhausta al despertar de unos sueños en los que el deseo se adueñaba de ella para después dejarla flotando en el limbo, a punto de alcanzar el clímax. Las sábanas estaban húmedas y hechas un rebujo. Mientras se quitaba el camisón, una camisola corta de seda color crema, y lo dejaba caer al suelo del cuarto de baño, notó que también estaba húmedo por el sudor.

En la ducha, abrió primero el agua caliente y después fue accionando el de la fría. Al pasarse los dedos con nerviosismo por el cabello húmedo, sintió que sus rizos despertaban a la vida y se sintió más fresca, pero no mejor por dentro. La pesadez y la hinchazón persistían, haciendo que se sintiera adormilada y torpe.

Decidió que el café sería la solución. Pero, como en el caso de la ducha, no fue así.

Ropa. Sarah metió la mano entre la infinidad de prendas negras que ocupaban la mayor parte de su ropero y sacó unos pantalones de pitillo negros, una camiseta ceñida de lycra negra y una cazadora del mismo color que parecía como si hubiera encogido, puesto que era corta de mangas y de talle.

Al verse en el espejo, frunció el ceño y se puso de un humor de perros. Lo que necesitaba era un toque de color. Cambió los pantalones negros por un par idéntico en color caqui, y entonces se volvió a mirar. Sí. Muy alegre. Prácticamente festivo para el centro de Manhattan.

Se puso sus aros de oro y todos sus brazaletes en la muñeca derecha. Las pulseras iban tintineando mientras caminaba por las calles de Nueva York hacia su oficina en Chelsea. Mientras caminaba, iba pensando en su problema.

Aquellos turbadores sueños no habían sido fantasías salvajes y alocadas. Más bien habían sido recuerdos; recuerdos de Alex.

Macon sin duda tenía razón. Había llegado el momento de encontrar a un hombre que la ayudara a enterrar esos recuerdos.

Empezaría a buscar candidatos ese mismo fin de semana.

 

 

Después de comer en Tribeca, Alex Emerson se paseó sin rumbo fijo a través del Soho en dirección norte; cruzó la avenida Houston y se encaminó hacia Washington Square. Animados por la bonanza de aquel día de mediados de mayo, los deportistas corrían alrededor del parque. Los que iban con perro hacían caso omiso a las señales en las que se prohibía la entrada de perros, mientras lanzaban galletas a sus canes. En el centro del parque, junto a la fuente, varios vendedores de perritos calientes hacían su agosto.

Los perritos calientes olían de maravilla, pero él ya había hecho un par de comidas ese día y tendría que hacer otras tantas más. Tenía varias horas libres entre el largo pero fructífero almuerzo de negocios que se había celebrado en Arqua, de donde acababa de salir, y la reunión en el Plaza’s Oak Bar con otro grupo de posibles inversores para la empresa que él mismo dirigía en San Francisco. A las copas le seguiría una larga, cara, y quizá más productiva cena de negocios en un tranquilo rincón del elegante restaurante Jean Georges, cerca del Lincoln Center.

Para Alex, el hacer negocios era una estupenda manera de pasar un sábado de primavera. El trabajo era la única parcela en la que se sentía cómodo. Cuando estaba en casa en San Francisco, trabajaba. Cuando viajaba a Nueva York, a Londres o a Taipei, también trabajaba. Tan solo en los breves descansos que se tomaba entre un trabajo y otro era cuando se sentía nervioso, fastidiado, demasiado consciente de las necesidades de su cuerpo y de la sensación de pérdida permanente que le destrozaba el corazón.

El caminar lo ayudó un poco. Aunque lo hubiera ayudado más correr, pero eso hubiera significado tener que cambiarse dos veces de ropa y ducharse antes de su cita de las cinco. Demasiado tiempo desperdiciado. De repente, se sintió aburrido de tanto verdor y decidió encaminarse hacia el oeste por Weaverly Place en dirección a la bulliciosa Sexta Avenida. Un par de manzanas más adelante cruzó la calle para ver el escaparate de una librería, y después fue a la esquina a cruzar el semáforo. Desde allí observó a las personas que entraban en Balducci’s, una mantequería de gran calidad, mientras que otras salían cargadas por las puertas de salida.

Sus conocidos de negocios en Nueva York a menudo le enviaban cestas de regalo de aquel lugar. En Balducci’s vendían varias cosas que a Alex lo volvían loco, como el salmón de corte más fino de la ciudad, queso de crema fresca, una tarta de limón que había protagonizado uno de sus sueños y unas galletas con pedazos de chocolate que eran tan parecidas a las caseras como para engañar a alguien como él, cuya madre nunca había preparado galletas. Pensó que debería entrar, comprar todas las galletas con pedazos de chocolate que tuvieran y darles una sorpresa a sus empleados el lunes por la mañana.

Sería una verdadera sorpresa. Él no era un jefe tipo galletas de chocolate.

Mientras pensaba en eso, de la tienda vio salir a una mujer cargada con dos de las conocidas bolsas verdes y blancas del establecimiento. Las dejó un momento en el suelo para colocarse correctamente al hombro un bolso de piel marrón. Era muy delgada, con unos pantalones ceñidos, de esos azul marino que Alex había decidido que estaban de moda esa primavera. Por encima llevaba una camisa blanca suelta que se había metido por debajo del pantalón. Unas sandalias de tacón alto añadían al menos cuatro centímetros a su ya considerable altura.

La mujer era extraordinariamente atractiva. De pronto, Alex se sintió atraído hacia ella con una fuerza que no había experimentado en presencia de ninguna de las mujeres que decoraban su vida, tan efímeras como los ramos de flores que Burleigh encargaba para la mesa redonda del vestíbulo de la casa de Alex en Pacific Heights. Solo viéndola allí sintió un deseo curiosamente familiar por empaparse de una suavidad y un calor que parecían demasiado reales para ser producto de su imaginación.

Repentinamente, ella se volvió un instante hacia él, y Alex rememoró con claridad los preciados recuerdos de una piel clara, de una melena rubia que flotaba etérea, como la camisa que llevaba puesta, y de una boca generosa. Sin pensárselo dos veces pronunció una sola palabra:

–Sarah.

Y entonces, mientras ella se ponía en marcha a la velocidad del Concorde, tan cómoda subida en esos tacones como si hubiera llevado zapatillas de deporte, Alex despertó a la vida. No podía gritar su nombre. Los hombres como él no llamaban a las mujeres a gritos en lugares públicos. Tampoco seguían a las mujeres por la calle; pero aquella a quien estaba siguiendo era Sarah, y no podía, no permitiría dejarla marchar así.

 

 

Sarah se apresuró en dirección norte mientras se alegraba de lo bien que estaba yendo el fin de semana. La noche anterior había tomado unas copas en el bar de moda en Chelsea con Rachel y Annie, dos amigas del trabajo. Había charlado con un hombre atractivo, un actor de sonrisa encantadora, que había hecho una prueba el día anterior y a quien acababan de llamar para el papel.

Un hombre con el cual tenía esperanzas.

Habían quedado para desayunar en una cafetería del West Village. El hombre había llegado con su amante, un hombre igualmente atractivo pero muy celoso.

Sin embargo, mientras lo esperaba, había compartido la sección de deportes del Times con un candidato mejor, un abogado perteneciente a una de los bufetes más prestigiosos de la ciudad. Se habían intercambiado las tarjetas de visita, y Sarah esperaba encontrar un mensaje suyo en el contestador cuando llegara a casa. Mientras tanto, se había preparado para lo que la noche y la mañana siguiente pudieran ofrecerle.

En Balducci’s había una gran variedad de entremeses y comida preparada, y Sarah había comprado la suficiente para preparar una cena por si de repente el salir perdía atractivo. En cuanto llegara a casa prepararía un postre, una tarta de nueces tal vez, o una de chocolate, o ambas.

Torció a la derecha por Twelfth Street. En las bolsas llevaba también bollos de pan francés, salmón ahumado, queso cremoso y zumo de algún pomelo aparentemente único y valioso, a juzgar por el precio. Primero comprobaría los mensajes en el contestador y después guardaría la compra. Después, con todo casi preparado, saldría a la escalera de incendios a dejar que el sol y la brisa fresca la tonificasen un poco. Su sexto sentido le decía que el abogado estaría a la altura del nivel que ella decidiera exigirle.

Cuando por fin se encontró delante de su edificio y se disponía a echar a andar por el camino pavimentado, oyó que alguien la llamaba por su nombre.

–Sarah.

Sarah se quedó de piedra, y no quiso darse la vuelta. Su imaginación estaba jugándole una mala pasada; una horrible jugarreta. Oyó pasos detrás de ella y, muerta de miedo, se volvió por fin para encontrarse cara a cara con Alexander Emerson, convertido en un hombre hecho y derecho.

–Sarah –dijo sin aliento–. Soy Alex. Te vi salir de Balducci’s. Ha sido una coincidencia sorprendente –la elocuencia de Alex, acompañada de aquella sonrisa tan familiar, dio paso al silencio.

Sarah temblaba tanto por dentro, que estuvo segura de que se le notaría exteriormente. Tenía el pelo tan oscuro y fuerte como siempre, pero los hombros, vestidos con una elegante americana azul marino, los tenía más anchos y fuertes que a los dieciocho años. Sus ojos despedían los mismos misteriosos y cálidos destellos de antaño. Una extraña sensación, tan parecida a la del pasado, la recorrió de pies a cabeza.

–Vaya, santo cielo. Han pasado tantos años. Alex Asquith Emerson.

Estaba tan tensa, que se extrañó de que aún pudiera tenerse en pie.

–Solo Emerson –sus labios carnosos esbozaron una sonrisa–. He dejado el Asquith. Demasiado pretencioso para Estados Unidos.

En su rostro Sarah vio una expresión expectante que la asustó.

–Vaya –repitió, rezando para recuperar su habitual facilidad de palabra–. Has sido muy amable molestándote tanto solo para saludarme.

–No me he molestado tanto solo para saludarte.

Sarah esperó, incapaz de apartarse o de acercarse a él. La tensión le atenazaba la garganta y la impedía hablar.

–Llevo años intentando encontrarte, Sarah. Y de repente, aquí estás.

Alex conservaba un leve rastro de aquel acento inglés de clase alta, pero su voz se había vuelto más profunda con los años. Siempre había sido capaz de hacer que se derritiera con una única palabra, meramente pronunciando su nombre como solo él podía hacerlo. Pero Sarah era ya una mujer y, por lo tanto, inmune a su manipulación.

–Llevo aquí cinco años –dijo ella–. Dirijo mi propia empresa. De diseño gráfico.

Quería que supiera que tenía su vida hecha y que le iba bien.

–Yo vengo mucho a Nueva York. Ojalá hubiera sabido que estabas aquí –continuó diciendo con soltura–. Bueno, ahora que te he encontrado, tenemos que quedar un día. Este fin de semana estoy ocupado con negocios, me temo, y debo volver a casa mañana después del almuerzo... Pero voy a volver el fin de semana próximo. ¿Te gustaría cenar conmigo el viernes por la noche?

Le gustaría cenárselo a él, el muy canalla.

Sarah se esforzó para respirar con normalidad.

–Lo siento, estoy ocupada el viernes.

–¿Y el sábado?

–También. Y nunca salgo los domingos.

Esperó que Alex hubiera sentido la cuchillada que acababa de asestarle.

–Pero ha sido un placer volver a verte –se dio la vuelta, deseando alcanzar cuanto antes la comodidad y tranquilidad de su apartamento; deseando estar en cualquier sitio en donde no estuviera Alex.

–Sarah.

Al oír su voz, Sarah aminoró el paso. Era superior a ella.

–Aquí tienes mi tarjeta. Llámame si cambias de planes.

Ella tomó la tarjeta e intentó fijarse en lo que decía. Vio una dirección de San Francisco.

–Volviste a California.

–Sí.

–¿Por tu madre? –preguntó, y lo miró a los ojos.

Su pesarosa sonrisa dotó de cierta realidad la dolorosa ensoñación que la envolvía.

–En Inglaterra. Está como una rosa; tan insoportable como siempre y matando lentamente a su marido número cinco. ¿Y tu tía Becki?

Como siempre que pensaba en su tía, la invadió una gran tristeza.

–Murió. Hace ocho años, cuando yo aún estaba en el colegio.

–¡Oh, Sarah, cuánto lo siento! –dijo con pesar.

–Bueno –respondió ella con una sonrisa superficial mientras recogía sus bolsas y se dirigía hacia la puerta–. Que te diviertas en Nueva York –añadió sin mirar atrás.

Él se quedó allí mirándola mientras ella subía las escaleras y cruzaba el portal. Se montó en el pequeño ascensor que había al final de vestíbulo, y a los pocos minutos entraba en su apartamento de la quinta planta.

Entonces se echó a llorar.

 

 

Alex se quedó plantado en la acera. Mientras observaba a Sarah desaparecer por el portal del edificio, sintió que los recuerdos lo quemaban por dentro. Recuerdos de la sensación cálida y sedosa de su cuerpo estirado encima del suyo, o a horcajadas sobre él, agarrándose a sus cabellos con las puntas de los dedos, o retorciéndose debajo de él, y finalmente tumbada a su lado, saciada.

Repentinamente inquieto, echó a andar despacio hacia la Sexta Avenida. En cuanto se había hecho mayor y se había independizado económicamente, había empezado a buscarla inútilmente, intentando localizarla a través de los amigos comunes del instituto, y finalmente navegando por los listines telefónicos de Internet, estado por estado. Ella parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. Él no había esperado que ella hiciera algo así. Había imaginado que aparecería cuando el momento fuera más oportuno. Y ese día, por fin, había aparecido como por arte de magia.

Alex pestañeó con fuerza, aún pensando que estaba soñando.

Llegó a la Sexta Avenida y tomó un taxi.

Deseó que el encuentro hubiera ido mejor, que hubiera sido más distendido, que tal vez le hubiera dado la esperanza de ser perdonado; sin embargo, su hostilidad casi había sido un alivio para él.

Quería decir que él aún le importaba.

–Eh, colega, ¿quieres o no un taxi?

Alex miró al hombre sin verlo, entonces se montó en el taxi e intentó desesperadamente recuperar el interés por la reunión de negocios que tan importante le había parecido una hora antes.

Capítulo Dos

 

–No permitiré que me hables en ese tono –dijo Jeremy con voz temblorosa–. Sé que eres la jefa, pero eso no te da derecho a ser grosera. Yo tengo otras opciones, Sarah. Rechazo ofertas de trabajo continuamente en puestos mejor pagados, con proyectos más importantes, porque en el pasado –dijo con énfasis– he disfrutado trabajando aquí –le temblaba la barbilla–. Pero no puedo trabajar para una persona que me dice que mi obra de arte debe ser incinerada antes de enterrada.

–Oh, Jeremy –dijo Sarah muy arrepentida–. Lo siento tanto.

Primero Ray y después Jeremy. Jeremy era su experto en diseño por ordenador; no podía pasar sin él. En realidad, no podía pasar sin ninguno de los miembros de su reducida plantilla. El negocio aumentaba a medida que las agencias de publicidad, los departamentos publicitarios de las empresas y los comerciantes independientes se familiarizaban con su nombre y su trabajo. Pero, aun así, seguía siendo muy difícil costear los gastos de estructura y pagar unos sueldos muy por debajo del nivel del mercado. Un problema técnico, un retraso en un envío, un cliente enfadado que se llevara su trabajo a otro sitio, e iría a la bancarrota. La amistad y la lealtad eran las únicas cosas que mantenían a esa gente a su lado, y ella los estaba alienando.

Se pasó los dedos por los sedosos mechones de su melena rubia; incluso le había empezado a picar el cuero cabelludo. Se sentía febril y le dolía todo. Pero la aspirina no la ayudaría ese día.

–Hoy no soy yo.

–Ni ayer –dijo Jeremy–. Ni hace tres semanas.

Sarah se puso derecha y habló con energía.

–Estoy pasando una mala racha a nivel personal –dijo–, pero ha sido cruel y poco profesional por mi parte haberlo pagado contigo. Por favor, acepta mis disculpas.

–¿Qué hay de las ilustraciones para la máquina etiquetadora de Designer Discounts? –la miró con suspicacia.

Ella se aclaró la voz.

–Si intentaras captar de nuevo la magia del nuevo cargamento de ropa de diseño italiano...

–¿Quieres decir que la ilustración es una porquería?

–Digamos que sí.

Él le sonrió de oreja a oreja.

–Entonces, ¿por qué no lo has dicho? –recogió las ilustraciones y se dio la vuelta para salir del despacho de Sarah–. Eh, Macon –dijo cuando los dos se encontraron en la puerta.

Sarah vio la mirada significativa que intercambiaron los dos.

Macon entró, cerró la puerta y se sentó.

–Bueno, está claro que no has...

–¡No lo digas!

–De acuerdo –dijo Macon, como siempre conciliador y amable–. Lo diré de otro modo. Tu cita del sábado por la noche no fue todo lo que tú habías esperado y soñado que sería.

–Por decir algo.

Las esperanzas, decepciones y acontecimientos inesperados la habían dejado más inquieta y ardiente que nunca.

–¿Qué ocurrió?

Ella jugueteó con el lápiz que tenía en la mano.

–No pude.

–¿No pudiste el qué? Quiero decir, si yo estuviera hablando con un hombre, sabría a qué atenerme por sus palabras, pero...

La irritación aumentó el picor en su piel.

–Macon –dijo Sarah–. ¿Desde cuándo eres mi consejero? ¿Quién te ha contratado? ¿Quién te paga?

–No te preocupes –dijo Macon–. No te voy a cobrar ni un centavo.

–Eso es exactamente lo que vales como consejero.

–¿Sarah, qué pasó?