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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Teresa Ann Southwick

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ingrediente secreto: amor, n.º 1248 - febrero 2016

Título original: Secret Ingredient: Love

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N: 978-84-687-8036-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL CAMINO para llegar al corazón de un hombre pasa por su estómago».

Mientras terminaba de limpiar la cocina, Fran Carlino recordó la llamada de su madre la noche anterior y sus irritantes palabras. Ella no estaba buscando el camino para llegar a un hombre. No estaba buscando un hombre. Y punto.

Agotada, se dejó caer sobre su sillón favorito. De profesión jefe de cocina, estaba a punto de terminar su contrato con una gran empresa dedicada a la elaboración de potitos naturales. Era un buen trabajo, pero tendría que buscar algo más estable porque ser autónomo es algo muy inseguro cuando se tienen muchas facturas que pagar.

Ese tipo de ocupación era solo algo temporal porque sabía lo difícil que era para las mujeres el trabajo en la hostelería. En la escuela de cocina, se había sentido halagada cuando el chico más guapo se fijó en ella. Pero al final resultó que la había usado para medrar. Colin solo quería saber el ingrediente secreto de una receta suya que había impresionado a los profesores. Después de eso, con el corazón roto, Fran había descubierto que no había lugar para el amor en la cocina. Ni en su vida.

Su objetivo era tener un restaurante propio, donde ella pudiera tomar las decisiones.

Tomando el periódico, empezó a pasar las páginas buscando la sección de anuncios y, con un rotulador rojo, marcó los que buscaban jefe de cocina, aunque no había nada demasiado interesante.

–Ya saldrá algo –se dijo a sí misma.

El timbre de la puerta sonó en ese momento y Fran se sobresaltó. No esperaba a nadie.

Cuando miró por la mirilla, vio a un hombre alto y moreno.

Aparentemente, no llevaba armas. Debía ser un vendedor, pensó. Ella no quería comprar nada, pero decidió abrir porque le parecía una grosería dejarlo en la puerta. Además, y su padre habría usado aquello para insistir en que necesitaba un hombre que la protegiera, el vendedor llevaba gafas.

¿Cómo iba a ser peligroso un hombre con gafas?

Fran abrió la puerta, sin quitar la cadena.

Por si acaso.

–¿Sí?

–¿Fran Carlino?

–Soy yo.

–Me gustaría hablar con usted.

–Eso es lo que dicen todos los psicópatas. O los vendedores. Mire, vamos a abreviar, no estoy interesada en comprar nada, así que no pierda el tiempo conmigo. Adiós.

Fran intentó cerrar la puerta, pero el hombre se lo impidió poniendo el pie.

–Espere. No soy un vendedor. Tengo una cosa para usted.

–Sí, ya, eso dicen todos. Déjeme cerrar la puerta o...

–Soy Alex Marchetti.

–Pues me alegro mucho.

El nombre le sonaba, pero no sabía de qué.

–Mi hermana, Rosie Schafer, me pidió que le devolviera esto –dijo el hombre entonces, mostrándole dos tazas que llevaba en una bolsa.

Rosie era su amiga, la propietaria de una librería cuya hija, Stephanie, estaba probando los potitos naturales que ella elaboraba. Rosie había mencionado alguna vez que tenía hermanos, pero nunca le había dicho que tuviera uno tan guapo. Fran estaba a punto de quitar la cadena, pero se lo pensó mejor al recordar el caballo de Troya. No sabía qué tenía eso que ver con el hermano de Rosie, pero le daba igual.

–No tenía que traérmelas. Le dije a Rosie que me pasaría por la librería.

–Si me abre la puerta...

–Mejor deje la bolsa en el suelo.

Fran no sabía si maldecir o bendecir a su padre por haberla hecho tan desconfiada.

–No tendrá miedo de mí, ¿verdad?

–¿Cómo voy a saber que es usted quien dice ser? –preguntó ella, sin disimular sus recelos.

–Mire, voy a enseñarle mi documento de identidad –dijo el hombre, sacando la cartera.

La fotografía le hacía justicia. Pero era difícil fallar con tan buen material. La descripción decía que el hermano de Rosie medía un metro ochenta y siete, pesaba ochenta kilos, tenía el pelo moreno y ojos marrones.

–Muy bien. Eres Alex Marchetti –dijo Fran, tuteándolo.

–¿Vas a abrirme la puerta? Si esto no es suficiente para ti, tengo una propuesta que hacerte.

–Mi padre me ha advertido sobre ese tipo de «propuestas».

Un millón de veces. Y cuando Leonardo Carlino se callaba, seguían sus cuatro hermanos.

–Me refería a un trabajo.

Eso despertó su interés. La familia de Rosie era propietaria de una cadena de restaurantes y como estaba a punto de quedarse sin trabajo, no tenía nada que perder escuchándolo.

–Muy bien. Entra.

–Gracias.

–Díme –dijo Fran, cerrando la puerta tras ella.

–Mi hermana me ha dicho que eres jefe de cocina y que tienes un talento especial para encontrar ingredientes que mejoran cualquier receta –empezó a decir Alex, dejando la bolsa al lado de la puerta–. Incluso dice que puedes hacer que las coles de Bruselas sepan deliciosas.

–Estoy orgullosa de decir que aún no he tenido ninguna queja.

Él sonrió y Fran estuvo a punto de perder el equilibrio. Los vatios de aquella sonrisa podrían iluminar el corazón de una chica las veinticuatro horas del día. Quizá incluso cuarenta y ocho. Corrección: cualquier chica, excepto ella.

Pero incluso Fran tenía que admitir que Alex Marchetti parecía un modelo.

Las gafas le daban un aire muy atractivo. Y los pantalones y la camisa blanca le quedaban como si estuvieran hechos a medida. Sobre todo, porque llevaba las mangas subidas hasta el codo, mostrando unos fuertes antebrazos cubiertos de vello oscuro.

Alex Marchetti era precisamente el tipo de hombre al que Fran era especialmente vulnerable.

Y precisamente por eso, estaba a punto de darle las gracias por llevar las tazas y pedirle que se fuera. Pero aún no le había contado lo del trabajo.

–Iba a tomar una taza de té. ¿Te apetece?

–No, gracias.

Alex se quedó del lado de la cocina que daba al salón, mientras ella ponía la tetera al fuego.

–¿Seguro que no quieres un té?

–Seguro –contestó Alex, apoyando los codos en la repisa–. Mi hermana me ha dicho que estás trabajando en la elaboración de potitos naturales y que son buenísimos. A mi sobrina le encantan.

–Espero que sea verdad. Desgraciadamente, no puedo recibir una respuesta directa de mis pequeños consumidores –dijo Fran. Alex sonrió. Estupendo. También tenía sentido del humor–. ¿Qué más cosas te ha contado Rosie?

–Que tienes muy buen gusto.

–Tu hermana es muy simpática.

Al volverse, comprobó que él la estaba mirando de arriba abajo. La mirada de admiración masculina hizo que se preguntara si los hermanos Marchetti realmente habían estado hablando de sus recetas. Y también hizo que su corazón se acelerase un poco.

–Yo creo que es verdad. Aún no he probado tu comida, pero me gusta mucho tu apartamento.

–Gracias –sonrió Fran, tontamente emocionada–. Pero tengo la impresión de que Rosie no estaba hablando de mis recetas ni de mis muebles cuando te dijo que tenía buen gusto.

Alex levantó una ceja.

–Veo que eres muy perceptiva. De hecho, mi hermana me contó muchas cosas sobre ti, como que medías un metro sesenta, que tenías los ojos de color castaño claro, enormes y preciosos, algo en lo que yo estoy de acuerdo, por cierto. También me dijo que eras sensata, llena de curvas, muy guapa y...

–Si sigues así voy a tener que echarte –lo interrumpió Fran.

–Vale. Pero es verdad. Por eso tuve que preguntarle qué tenía todo eso que ver con tu habilidad como jefe de cocina.

–Ah, menos mal que te habló de mi trabajo.

–Me dijo que los potitos que habías creado eran sencillos y muy naturales. Y a mí me gustaría saber si has hecho algo más que comida para niños.

–He trabajado en una línea de bollería sin grasa y en sopas de sobre naturales.

–¿No hay que poner aditivos en los potitos naturales?

–No hace falta. Se preparan y se congelan. El secreto es la sencillez. Con los ingredientes naturales, uno siempre gana. Y los niños los digieren muy bien.

–Parece lógico. Un niño que llora mucho después de comer no es buena publicidad.

–¿Sabes mucho de publicidad? –preguntó Fran, sacando una taza.

–Soy director del departamento de investigación y desarrollo de la empresa Marchetti.

–Oh –murmuró ella–. Entonces, ¿de verdad vienes a hablarme sobre un trabajo?

–Sí. Aunque, en realidad, estoy aquí por dos razones.

–¿Dos? Eso me intriga.

–La primera es que estoy buscando un buen jefe de cocina para lanzar al mercado una marca de comida congelada. Quiero vender los productos Marchetti por todo el país.

La tetera empezó a pitar y Fran echó el agua hirviendo en su taza.

–Es una proposición emocionante.

–¿Sabes que esa industria mueve cuatro mil millones de dólares al año?

No, pero sí sabía lo increíblemente guapo que era Alex Marchetti cuando se ponía intenso.

–Pues habrá que vender muchos guisantes congelados.

–Exactamente. Mi padre abrió el primer restaurante Marchetti, mi hermano mayor, Nick, consiguió abrir una cadena y yo pienso hacer lo mismo, pero en diferente dirección.

Fran apoyó los codos sobre la repisa.

–¿El síndrome del segundo hijo?

–¿Perdón?

–Sufres el síndrome del segundo hijo. En la Edad Media, el primer hijo heredaba el castillo y el segundo se quedaba a verlas venir. Nick consiguió abrir una cadena de restaurantes y tú estás diciendo: «Eh, que yo también estoy aquí».

Alex la miró, sorprendido.

–Hay un error en esa teoría.

–¿Cuál?

–Que soy el tercero.

–Ah. Cualquier hijo después del primero y el segundo, solo sirve para tirarlo a la basura. Olvídate.

¿Por qué sentía aquel absurdo deseo de tomarle el pelo? Quizá porque era muy serio. O quizá serían las gafas. Pero sobre todo porque la atracción que sentía por él era desconcertante.

–Entonces, ¿debo tirar la toalla y vagar por las calles, privado de mis derechos? –sonrió él por fin.

–Me temo que sí. Estás compitiendo por tus derechos en el castillo, pero no tienes nada que hacer –rio Fran.

Alex estaba observando cómo ella metía la bolsita de té en el agua y Fran se preguntó si estaría pensando meterla en algún otro sitio. Como en su boca, por ejemplo. Y no podría culparlo.

–Creo que tu teoría es muy interesante. Incluso cierta.

–¿De verdad?

–Si el síntoma es querer la aprobación de mis hermanos, me temo que sí.

–Ajá –murmuró Fran. A ella le pasaba lo mismo–. Pues buena suerte.

–¿Tú tienes hermanos?

–¿Que si tengo hermanos? ¿Cuatro te parecen suficientes?

–Ahora entiendo por qué Rosie y tú sois tan amigas –sonrió Alex.

–Sí, la verdad es que hablamos muchas veces sobre las tribulaciones de tener un padre y varios guardaespaldas.

–Entonces, tú también sufres el síndrome del segundo hijo –observó él.

–Entre otras cosas.

–¿Como qué?

–Como el matrimonio y los hijos. Para las mujeres, eso no ha evolucionado mucho desde la época feudal.

–¿Qué quieres decir?

–Que las mujeres se dejan las manos trabajando para que su marido y sus hijos sean felices y lo único que consiguen es casa, comida y ropa.

–¿No crees que estás exagerando? Mi madre y mi hermana creen que la familia y la maternidad son cosas muy bonitas.

–Estoy exagerando un poco. Pero a mí me parece más servidumbre que otra cosa. Siempre le digo a mi madre que haga algo con su vida, pero ella insiste en que está muy a gusto y que la deje en paz. Pero yo creo que no recibe ninguna recompensa, así que no pienso seguir sus pasos. Para irritación de mi padre.

–¿No le hace gracia que seas tan independiente?

–Él cree que el sitio de una mujer está en su casa, cuidando de su marido y sus hijos. Incluso quería que fuera maestra.

Una sombra cruzó las facciones de Alex y Fran se preguntó qué había dicho.

–¿Por qué maestra?

–Porque es una buena profesión para una madre. Tienes las mismas vacaciones que los niños, los mismos horarios...

–¿Y qué hay de malo en eso?

–Para empezar, que era idea suya, no mía. Y...

Alex levantó una mano para detenerla.

–Esto promete ser una larga historia. ¿Te importa si nos sentamos?

–Claro que no. Perdona.

Fran solía ser una chica muy bien educada, pero el atractivo de aquel hombre no parecía dejar sitio en su cerebro para muchos pensamientos racionales y menos para las buenas maneras.

Cuando Alex se volvió, no pudo evitar mirar su trasero. Las revistas femeninas llevaban años hablando sobre los traseros masculinos y Fran nunca había sabido por qué. Hasta aquel momento. Era reconfortante saber que tampoco ella era inmune.

Alex Marchetti llenaba los pantalones de la mejor manera posible y estaba segura de que sería un fenómeno en vaqueros. Probablemente, estaba sentado tras un escritorio todo el día y no era justo que tuviera un trasero tan alto y apretado.

Él suspiró mientras colocaba su atractivo trasero en el sillón.

–Es cómodo.

–Sí. Era de mi abuela –sonrió Fran, sentándose en el sofá, frente a él–. Murió hace un par de años. Era mi abuela favorita, la que financió mi rebelión.

–¿Rebelión?

–Me pagó la escuela de hostelería. Mi padre se negaba. Decía que, si quería cocinar, lo que tenía que hacer era cocinar para mi marido.

–Ah. ¿Y a qué escuela fuiste?

–San Francisco.

Alex levantó una ceja.

–Buen sitio. ¿Echas de menos a tu abuela?

–Todos los días –suspiró Fran–. Por eso me gusta tanto ese sillón. Me gusta tener algo que me la recuerde.

–¿Quieres que te dé una opinión de psicólogo aficionado?

–No.

–Pero tú lo has hecho antes con lo del síndrome del segundo hijo –protestó Alex.

–Vale, no volveré a hacerlo. ¿Trato hecho?

–Trato hecho –sonrió él, ofreciendo su mano.

Al estrecharla, Fran sintió un escalofrío. Si hubiera sabido las sensaciones que iba a despertar la mano del hombre, se habría metido la suya en el bolsillo.

No quería sentirse atraída hacia él. No era nada personal, pero tras el desastre de Colin, no estaba interesada en los hombres. Especialmente, en uno que se dedicaba a la hostelería.

¿Por qué había tenido que observar por la mirilla?

Por curiosidad, se dijo.

Eso le recordó que había una segunda razón para su visita.

–¿Y cuál es la segunda razón por la que estás aquí?

–¿Perdona?

–Has dicho que tenías dos razones para venir. La búsqueda de un jefe de cocina es una. ¿Y la segunda?

–Mi hermana cree que tú serías la mujer perfecta para mí.