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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Erika Fiorucci

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pregúntame mañana, n.º 121 - junio 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8261-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Nueva York, 1890

 

“Se me hizo tarde”.

Era el único pensamiento que cruzaba la mente de Aurora Haigh mientras caminaba por las oscuras calles prohibidas del oeste de Broadway. Prohibidas al menos para alguien como ella, más cuando se encontraba sin compañía y ya el sol no se veía.

Pero no era solo el hecho de que fuera de noche lo que la incomodaba, aunque le hacía sentir una opresión poco familiar en el estómago, era también el haber traspasado esa línea imaginaria que la separaba de la Quinta Avenida, de estar en el pleno centro del llamado Tenderloin. Se trataba de una adictiva mezcla de miedo, anticipación y triunfo.

Pero no eran sentimientos con los que una intrépida y arriesgada aspirante a periodista pudiera distraerse para descubrir las historias que se escondían en el conocido distrito de las luces rojas. Esa verdad oculta a plena vista, separada por una línea imaginaria de la sociedad donde ella se desenvolvía, la llamaba, como una especie de canto de sirena.

Mientras apuraba el paso, se empapó del ambiente, las risas, la música, los olores y comenzó a escribir en la mente. Ya tenía el entorno, solo le faltaba la historia central que, lamentablemente, tendría que esperar.

Se preguntó por enésima vez si a Nellie Bly, también conocida como Elizabeth Jane Cochran, la regañaban en casa cuando se presentaba tarde para la cena o si temía que la ira de la sociedad cayera sobre ella si la descubrían en sitios poco recomendables.

Seguramente no.

—Hola, muñeca.

Una voz con un fuerte acento irlandés sonó a sus espaldas, y aunque Aurora se debatió ante la posibilidad de darse la vuelta, encarar a la persona que la importunaba y tratar de disuadirlo con su mejor aire de “dama”, se decidió por lo contrario. Algo le decía que eso le haría parecer una presa aún más apetecible.

Así que, tomando su segunda mejor opción, apuró el paso y decidió ignorarlo. Tal vez le brindara la misma cortesía en vista de que su ropa, la más sencilla que poseía, estaba cubierta con una capa negra que le ocultaba la mayor parte del rostro aunque, para horror de quien pudiera enterarse, la obligaba a prescindir del sombrero.

Seguramente no parecería alguien a quien valiera la pena robar.

—Te puedo invitar a tomar algo. Divertirnos.

El hombre la estaba siguiendo y, si su oído no la engañaba, debido al extraño eco que generaban los estrechos callejones que la rodeaban, no estaba solo.

No se permitió dejarse llevar por el pánico. En su experiencia, eso te quitaba la habilidad de pensar y algo le decía que antes de que llegara a un lugar más concurrido donde pudiera contratar un coche que la llevara al otro lado de la ciudad, donde esas cosas no pasaban, iba a necesitar todo lo que su cerebro fuese capaz de producir.

Sin embargo, por fines prácticos, se permitió hacer un inventario de las cosas que podía perder si no tenía éxito: una delicada cadena de oro con un dije que le colgaba del cuello y unas cuantas monedas en el bolso.

No era mucho, a fin de cuentas.

—¿Tu madre nunca te dijo que es de mala educación no contestar cuando se te habla? —insistió él.

Las palabras tenían un dejo de broma, pero inmediatamente después de que su sonido se extinguió, el hombre la tomó por la muñeca, haciéndola voltear con brusquedad. No había nada ni remotamente divertido en la forma en la que el fuerte agarre hizo que los pequeños botones de sus guantes de cabritilla se le clavaran en la piel.

Su perseguidor era un hombre de mediana edad, con la piel ajada y el cabello ralo. Tenía unos ojos pequeños que le daban aspecto de alimaña. Del otro sujeto no pudo preocuparse: se había quedado medio escondido en las sombras y ella no se atrevió a desviar la vista de su más cercana amenaza.

—Mi madre murió hace años —respondió altiva, levantando la barbilla y logrando que su voz sonara más indignada que asustada —. Lo que sí me enseñó es que uno no debe hablar con desconocidos en la calle, ni mucho menos permitir que la toquen.

Para dejar claro el significado de sus palabras lanzó una mirada significativa al punto donde aún la tenía asida.

—Una damita con mucho espíritu. Veremos si eres tan batalladora como pareces —dijo el hombre y le apretó aún más el brazo—. Tenemos dinero.

Antes de que pudiera descifrar el significado oculto en sus palabras, el sujeto comenzó a halarla hacia uno de los callejones.

Más por un reflejo condicionado que por un ejercicio de intelectualidad, Aurora trató de plantar sus pies lo más firmemente que pudo, pero no fue de mucha ayuda. Podía ser todo lo batalladora que dijeran, pero la fuerza física era algo que no venía conjuntamente con la de espíritu.

Se le ocurrió que sería un buen momento para gritar, llamando la atención de aquellos que entraban y salían de los locales más alejados, pero no podía. Maldijo que su excelente educación se hiciera presente precisamente en momentos como este, pues una dama nunca hacía una escena, mucho menos en la vía pública y, aparentemente, ni aunque su vida dependiera de ello.

Sintió como el hombre la halaba y luego la empujada, escuchó la risa de su atacante y también la de su compañero.

El pánico que había logrado mantener a raya todo ese tiempo comenzó a subir dentro de ella, como la espuma del champán emergiendo de una botella recién abierta, cuando se dio cuenta de que no estaba, precisamente, a punto de ser robada. Por segundos desfilaron por ella sentimientos que iban desde el miedo, pasando por la desesperación y la incredulidad.

“Esto no me puede estar pasando”, pensó justo antes de que uno de los empujones la enviara directa al suelo.

El dolor de la caída, mezclado con el frío húmedo que pareció traspasar los linderos de las múltiples capas de ropa, la hizo despertar y un pensamiento nuevo apareció claro en su mente: “Esto no me va a pasar”.

Estiró el brazo para estabilizarse y ponerse de pie mientras los hombres reían y hacían comentarios lascivos. Su mano chocó con algo duro y frío, algún pedazo de drenaje desechado o algún otro instrumento cilíndrico y metálico parecido. No podía estar segura debido a la poca iluminación y a lo difícil que era averiguar cosas por su textura cuando llevabas guantes. De todas formas, no le importaba.

Sin delatarse con ningún movimiento brusco, cerró la mano fuertemente sobre el objeto y lo movió ligeramente para asegurarse de que estaba suelto de cualquier agarre y esperó.

—Te quedaste muy quieta, dulzura —dijo el hombre mientras el ruido de sus pasos en el suelo mojado, producto de la nevada derretida, revelaba que se estaba acercando—. Veremos si podemos hacerte gritar.

Antes de poder decidir si era una buena idea, asió el pedazo de metal lo más fuerte que pudo y, girando su cuerpo con una violencia nacida de la desesperación, lo blandió contra el hombre.

El golpe lo acertó directamente en el estómago, dejándolo doblado en primera instancia y luego sus rodillas cedieron, enviándolo al suelo sucio en medio de exclamaciones guturales de dolor.

Por un momento Aurora se permitió alegrarse por la insistencia de su difunta madre en que aprendiera a jugar algo tan pasado de moda como el cricket.

¡Benditos fueran sus antepasados ingleses!

Aprovechando su exceso de adrenalina se puso de pie lo más rápido que fue capaz y dejó caer su improvisado armamento con un sonoro clank antes de darse cuenta de que aún le quedaba un obstáculo por sortear: el otro hombre tenía la boca abierta, pero poco a poco su expresión pasaba de perpleja a furiosa.

Era tiempo de idear otro plan, aunque estaba segura de que la suerte que había tenido hasta el momento se le iba a agotar tarde o temprano. Por lo pronto, el elemento sorpresa estaba descartado.

Escuchó entonces un ruido mecánico a sus espaldas y, aunque conocía el sonido —su padre tenía inversiones en Smith and Wesson—, tuvo que ver la cara alarmada de su segundo atacante para comprender que se trataba de un revolver siendo amartillado.

—Te sugiero que tomes a tu amigo y se marchen —dijo una voz—, antes de que a ambos les resulte imposible caminar sin cojear por el resto de su vida.

La voz era grave, segura y con el justo toque de ira para una situación así. El instinto la instaba a voltear y afrontar ese nuevo actor en el escenario, pero no se atrevía a quitar los ojos del otro hombre, ese que estaba atravesado en la salida del callejón que, a fin de cuentas, era su única vía de escape conocida.

—Lo siento señor —dijo el hombre casi tartamudeando mientras se inclinaba para ayudar a su cómplice a incorporarse—. No sabíamos que era suya.

—Fuera de aquí.

Medio doblados, uno por el dolor y el otro, evidentemente, queriendo parecer servil o pasar desapercibido, salieron del panorama sin atreverse a dar la espalda completamente en un ejemplo claro de respeto, sumisión y miedo.

—Eso fue… —Aurora volteó, ahora sí, para ver a su providencial salvador y poder agradecerle su oportuna intervención— impresionante.

El calificativo no era el que ella habría escogido para describir el caballeroso rescate. Simplemente se le había escapado como una única forma de describir al hombre que ahora tenía al frente.

Se trataba definitivamente de un hombre en toda la extensión de la palabra, no un muchacho como los que frecuentemente la acompañaban en los salones de baile. Tampoco tenía ese aire de noble inocencia de los héroes de las novelas —nada de Lancelot o Ivanhoe en este sujeto— y, sin duda alguna, no era un caballero, al menos si tomaba como punto de referencia la forma en que vestía.

Sin chaleco, ni sombrero, mucho menos corbata. Su camisa sin cuello estaba un poco abierta en el pecho de forma absolutamente escandalosa. El abrigo oscuro que le llegaba a media pierna tampoco estaba cerrado y le caía suelto alrededor del cuerpo casi como una capa, lo que, aunado a lo ajustado de sus pantalones, evidenciaba que debajo había unas piernas fuertes.

“No es momento para pensar en piernas”, se dijo antes de recordar que ningún momento era el adecuado para tener esa clase de pensamientos sobre cualquier parte de la anatomía masculina.

Sin embargo, no podía evitarlo. Había en su postura y también en su mirada una especie de desafío que te retaba a verlo, a evaluarlo cuidadosamente para que concluyeras por tus propios medios que no podías ganar y no te quedara de otra que hacer una leve reverencia y salir de su campo de visión lo más pronto posible.

No, definitivamente no era un héroe que galopaba en un caballo blanco.

Si tomaba en cuenta el cabello rubio oscuro, tan largo que se le enroscaba caprichosamente en el cuello y le caía desordenadamente sobre la frente; la dura simetría de sus facciones y esa barba que le comenzaba a crecer sombreando de vello claro toda su mandíbula, podía mejor ser comparado con un vikingo parado en la proa de un barco, listo para saltar a tierra y saquear alguna aldea, asesinar unas cuantas personas y luego dejar el lugar ardiendo.

—¿Se encuentra bien señorita? —preguntó todavía con el arma en la mano dando un par de pasos hacia ella. No había nada de tentativo ni delicado en sus ademanes, tampoco en su voz.

Instintivamente Aurora retrocedió y se llevó la mano a la boca del estómago. No estaba segura de si su trabajosa respiración se debía a la caída, a que por fin su cuerpo estaba rindiéndose a los sentimientos usuales que una situación así producía o simplemente a que ese hombre le generaba al mismo tiempo fascinación y miedo.

Tampoco se iba a quedar para descubrirlo.

—Necesito irme, se me hizo tarde, pero gracias por su ayuda —dijo finalmente, y echó a correr.

A lo lejos escuchó la voz del hombre, ahogada entre el ruido de sus pasos apresurados sobre los gastados y húmedos adoquines, llamándola, recordándole que no era seguro estar sola allí. También había palabras que no comprendía, dichas en otro idioma y que sonaban como imprecaciones.

No le importaba.

Siguió corriendo como alma que lleva el diablo porque estaba segura de que si se quedaba en ese callejón, efectivamente, el diablo se la llevaría y, por muy tentador que pareciera, esa noche ya no tenía tiempo para visitar el infierno.

Capítulo 2

 

Los Cuatrocientos.

Así eran llamados los miembros más respetados de las familias más importantes de Manhattan, una cerrada élite que se jactaba de poder rastrear su linaje hasta aquellos días en los que Nueva York fue fundada como Nueva Ámsterdam.

A pesar de su aversión por lo que llamaban nuevos ricos, se permitían dejar entrar, una que otra vez, personas nuevas dentro del exclusivo círculo. El padre de Aurora, el liberal industrial del acero George Haigh, decía con burla que lo hacían para evitar que la endogamia comenzara a notarse a nivel físico.

Pero más allá del cínico comentario, había ciertos requisitos que no se basaban precisamente en lo que se pudiera aportar a los desgastados genes, para lograr esa entrada. El dinero importaba, sí, pero el factor más determinante era demostrar, por sobre todas las cosas, que no se era vulgar y seguir un estricto orden de comportamiento que era supervisado con un ojo que buscaba más condenar que aprobar, pues la sociedad de Nueva York, contradictoriamente, amaba los escándalos, pero nunca daba cuartel a aquellos que le proporcionaban su diversión favorita.

Una persona solo podía sentir que había sido definitivamente incluida dentro del exclusivo círculo si recibía una invitación para el tradicional baile que todos los febreros ofrecían los Astor para cerrar la temporada invernal. No en vano se decía que el apodo de Los Cuatrocientos venía dado por la cantidad de personas que cabían en el famoso salón de baile.

Los Haigh no esperaban invitación pues, aunque habían hecho todo lo posible por encajar por el bien de los negocios del patriarca de la familia, solo tenían cuatro meses en la ciudad.

—Esto es obra tuya —le había dicho George Haigh a su hija al recibir la invitación mostrando en su rostro una mezcla de fastidio y divertida admiración.

Sabía que la prosperidad de los negocios estaba íntimamente relacionada con el triunfo social, y aunque hasta ese momento no le había ido mal, mezclándose sin ningún problema con los políticos y la buena sociedad de Washington, estar cerca de la élite con más recursos de toda Norteamérica le abriría una fuente nueva a sus ganancias, acercándolo en igualdad de condiciones a otros hombres de negocios.

—Solo Dios sabe que he hecho hasta lo imposible por ser educada y convencional —le contestó Aurora con un suspiro mientras leía el New York Tribune medio acostada sin ningún tipo de reverencia en el sofá del recibidor familiar—. No obstante, debes darle crédito a que eres amigo personal del poderosísimo Robert Van Aken, estamos relacionados con la nobleza británica y, además, a que tengo dos hermanos ricos, solteros y bien parecidos.

—Estoy seguro de que yo no estoy invitado —dijo John sin levantar la vista del libro que tenía en su regazo—. A fin de cuentas no soy un Haigh.

—Tú eres parte de la familia, así que irás con nosotros —afirmó severo George Haigh—, y los holandeses pueden pensar de ello lo que quieran.

Aurora sonrió.

Su padre podía estar dispuesto a bailar la música que los descendientes originarios tocaran para asegurar el bienestar de la fortuna familiar, pero no iba a permitir que nadie menospreciara al hijo de su fallecido mejor amigo, que había ido a vivir con ellos cuando era un niño y que, a fin de cuentas, era un hermano para Aurora y Thomas.

El dinero estaba bien siempre y cuando la forma de conseguirlo no afectara la felicidad de sus hijos a largo plazo.

—Alégrate, hermanito —dijo ella medio en broma o medio en serio—. Tal vez tengas la oportunidad de conocer a la bella y aburrida segunda hija de alguien que te maraville con su charla sobre el estado del tiempo, las regatas de Newport, los veranos en Saratoga o lo encantadora que fue la última velada en la ópera, donde nadie vio lo que pasaba en el escenario sino en los palcos. Tal vez hasta te enamores y te cases, asegurándote una vida de completo tedio.

—Y aun así eso no te salvaría.

Aurora le arrojó un cojín.

John tenía razón. Para salvarse eso tenía que ocurrirle a su hermano mayor Thomas. Si él conseguía una esposa, Aurora dejaría de ser la gestora de relaciones públicas de los Haigh, papel tradicionalmente reservado para la mujer de mayor edad en una familia cuando el patriarca era viudo. Tal vez, si eso llegara a concretarse, le permitirían regresar a su vida, con muchas menos reglas y más aventuras, en Washington. Incluso podría mudarse a un sitio nuevo, como Chicago, donde nadie la conocía, y buscar trabajo en un periódico o hacer algo realmente escandaloso, como conseguir ser admitida en una universidad mixta como Cornell.

No obstante, su hermano mayor, tercamente, se rehusaba a enamorarse y prefería dedicarse a entender el negocio familiar y a hacer las correspondientes conexiones para ser un digno sucesor de su padre. En tanto John, aprovechando los privilegios de su masculinidad, se iría a Columbia el próximo otoño y ella debería quedarse en casa, alimentando sueños que no eran otra cosa que sueños mientras enviaba notas de agradecimiento y acudía a tardes de té.

La noche del baile de los Astor, Aurora decidió dejar de lado por unas horas su inconformidad y se permitió disfrutar de unos momentos de frivolidad. A fin de cuentas, a qué muchacha de veinte años no le gustaba ponerse un hermoso vestido, arreglarse el cabello, beber champaña y bailar con apuestos jóvenes perfectamente bien educados.

Si al menos la conversación hubiese sido más interesante…

Después de que el siempre galante Elliott Van Bruggen la escoltara nuevamente hasta su asiento bajo la mirada atenta de su chaperona, la señorita Chardou, Aurora se permitió echar una mirada de añoranza hasta el salón donde los señores bebían, fumaban y hablaban de temas, probablemente, más interesantes.

La política estaba prohibida, claro, pues no era una ocupación digna para alguien bien nacido; hablar de negocios en un evento social era considerado vulgar, y no había ninguna persona bohemia en la fiesta, por lo que cualquier discusión de índole intelectual o artística estaba descartada.

No obstante, estaba segura de que tenía que haber algo más interesante de lo que la esperaba junto a las damas, que no era otra cosa que el recuento de las actividades sociales de cada una de ellas y los consecuentes chismes sobre los escándalos pasados, presentes y futuros.

—Es la segunda vez esta noche que bailas con el señor Van Bruggen —dijo con suspicacia la señora Merrington a la que Aurora, por cierto, no soportaba.

Era aún una mujer hermosa de poco más de treinta años pero, a pesar de estar casada con un hombre de sesenta o tal vez por esa misma razón, prefería la compañía de mujeres solteras mucho más jóvenes para alimentar su hambre por el cotilleo y la vida privada de otras personas.

No era bien visto, claro, que una señora casada pasara su tiempo con señoritas, pero Merrington prefería centrar sus preocupaciones en los malos comportamientos de los demás.

Aurora había entendido, tal solo después de un par de conversaciones, que había dos cosas que fascinaban a Nancy Merrington, y no eran precisamente su vida marital ni su pequeño hijo, sino los escándalos y la gente acaudalada. Siendo los Haigh excesivamente ricos, desde su llegada a Manhattan los había vigilado celosamente esperando que se tambalearan para echar a correr las habladurías y poder tener así todo en un mismo paquete.

—¿Dos veces? —le preguntó Aurora sonriendo inocentemente, la máscara perfectamente colocada en su lugar—. Creo que esta fue la tercera.

—¿La tercera? —preguntó la mujer arqueando una ceja —. ¿Debemos esperar algún anuncio pronto?

“No es tu maldito asunto”, le respondió en su mente, imaginando la expresión de los que estaban a su alrededor si se decidía a soltar esas palabras.

—El señor Van Bruggen es un querido amigo —explicó Aurora con una sonrisa plácida que nada tenía que ver con la carcajada que resonaba en su mente—. Esperar algo más sería impropio.

“Y además una completa pesadilla”, terminó para sus adentros.

Elliott era un encanto de caballero que recién había heredado una fortuna proveniente de una compañía aseguradora, pero tan decente, serio y convencional que seguramente no apreciaría una esposa que le gustara participar en algo más que tardes de té y cotillones, que quisiera tener una ocupación más allá de ordenar la cena, escribir tarjetas de visitas, cartas de agradecimiento y organizar bailes.

—No te estás haciendo más joven, querida Aurora —le dijo la señora Merrinton con el justo toque de veneno que acompañaban los señalamientos de la edad de las mujeres que pisaban la veintena y aún no estaban comprometidas—. Elliott Van Bruggen es soltero, bien parecido y sin ningún tipo de escándalo en su haber, la combinación perfecta entre un viejo apellido y dinero joven. Tú eres la nueva beldad de la ciudad. Deberías aprovechar tu estatus actual y hacer una elección afortunada mientras puedas, a diferencia de las que está haciendo tu hermano.

Ante la sola mención de su hermano Aurora se puso en guardia y lo buscó con la vista.

Inocentemente Thomas estaba bailando con una hermosa jovencita de piel tostada, cabellos oscuros y pestañas imposiblemente largas. Era una de las pocas muchachas cuya compañía Aurora disfrutaba, pues siempre parecía tener una opinión relevante sobre el mundo que la rodeaba. Tal vez por eso generalmente se la veía orbitando cerca de las paredes de los salones de baile sin participar mucho en la diversión.

Bien sabía ella que la inteligencia en una mujer era algo que debía ser ocultado, como una mancha en un guante.

—Creo que Lavinia Walton es una joven preciosa y muy bien educada —dijo un poco a la defensiva, refiriéndose a la compañera de su hermano.

—Y de un origen escandaloso también —Merrington bajó la voz adoptando su conocido tono cotilla—. Aunque nadie hable de eso, todos los que han estado aquí el tiempo suficiente lo saben.

Rápidamente Aurora sacó la cuenta en su mente, algo que se había acostumbrado a hacer cuando las discusiones versaban sobre el intrincado linaje de los neoyorquinos y que, por lo general, le ocasionaba migrañas.

Lavinia era la única hija del señor León Walton y su esposa Leticia, hermana, por cierto, del socio y amigo de su padre Robert Van Aken, un hombre extremadamente respetado y cabeza de una de las familias más importante.

Si bien los Walton no eran acaudalados, y todo el mundo lo sabía, estaban amparados bajo el poder de la familia de la señora Leticia, lo que los convertía en una pieza social prácticamente intocable. Incluso dentro de la buena sociedad había escalafones, y los Van Aken estaban junto a otras dos o tres familias en el tope de la pirámide.

—¡No puedo creer que haya venido!

El tono alarmado de la señora Merrinton le indicó a Aurora que había otro cotilleo en progreso, afortunadamente, más interesante que el baile de Thomas con Lavinia.

Sin embargo, no se sentía con ganas de escuchar otra historia sobre personas inconvenientes, las equivocaciones de sus antepasados o las deudas que mantenían con el florista o la costurera. Por una de las pocas veces en su vida agradeció que la curiosidad fuese vista como un defecto en una mujer bien educada y se hizo la desentendida buscando con la vista a algún caballero que la rescatara de esa tortura, escoltándola a tomar algo o simplemente a dar una vuelta por el salón.

Tal vez hasta podría encontrar a algún extraño espécimen que pudiera hablar de alguna cosa que no fuera el estado del tiempo para las regatas, las actividades de verano en Saratoga o lo increíblemente hermosa que Aurora se veía esa noche. Incluso podía conformarse con una disertación académica sobre los estudios de Darwin o los descubrimientos de Tesla. Estaba dispuesta a hacerse pasar por una completa ignorante abriendo la boca en señal de sorpresa ante las revelaciones con tal de escuchar algo que no le generara un automático bostezo.

—Tristan Van Aken —susurró casi con reverencia otra de las señoritas que se sentaban a su lado justo en el momento en que la vista de Aurora se posó en un hombre que acababa de hacer su entrada al salón y pagaba sus respetos a la anfitriona, quien, como cada año, presidía las festividades desde su sillón rodeada de las afortunadas que habían sido seleccionadas.

Si no hubiese estado tan entrenada para mantener los músculos de su cara relajados, la espalda recta y las manos en su regazo, Aurora se hubiese caído de la silla en lo que pudo identificar a aquel que parecía generar en las cuatrocientas personas mejor educadas de toda Nueva York una especie de temblor nervioso que podía palparse.

A pesar de que ahora vestía con frac, pechera y corbata, y sus rebeldes rizos rubios estaban contenidos con suficiente gomina, era el mismo hombre del que había huido hacía un par de días en ese callejón. Incluso si no hubiera podido ver su cara, la gracia predatoria con la que se movía, la seguridad con la que estrechaba las manos y el aire de arrogancia que lo acompañaba hubiese sido señal suficiente.

—¿Familia de Robert Van Aken? —preguntó ocultando el temblor en su voz.

—Su hermano menor —dijo la señora Merrington en un tono que había dejado de ser chillón para volverse aterciopelado, casi un ronroneo.

—Nunca aparece en eventos de la buena sociedad —completó la señorita sentada a su lado.

—Simplemente porque Tristan Van Aken —intervino con tono de censura una de las señoras de mayor edad relegada al papel de chaperona— no es buena compañía para las personas decentes.

—¿Por qué está invitado, entonces? —preguntó Aurora manteniendo la esperanza de que, de un momento a otro, alguien viniera a escoltarlo fuera del salón antes de que la reconociera y le dijera a cualquiera que quisiese escucharlo que la dulce, fina e irreprochable hija de George Haigh deambulaba sola por la Sexta Avenida una vez que caía la noche atendiendo asuntos desconocidos.

—No necesita estar invitado. Es un Van Aken.

Tristan Van Aken recorrió con la vista el salón de baile y su mirada se detuvo abruptamente en lo que se encontró con la de Aurora. Por unos segundos nada ocurrió.

Luego una sonrisa terrible y al mismo tiempo fascinante apareció en su boca.

Capítulo 3

 

“Ahora sí me va a llevar el diablo”.

Aurora no pudo evitar sonreír con desesperación al darse cuenta de que su pensamiento podía ser aplicado tanto en sentido literal como figurado, pues Tristan Van Aken avanzaba con evidente propósito hacia el lugar donde se encontraba sentada.

Le lanzó una mirada desesperada a la señorita Chardou quien, tras ser su institutriz y luego su dama de compañía, podía leer cada una de sus expresiones por más ocultas que estuvieran. Con un casi imperceptible asentimiento la mujer abandonó su silla. Seguramente iría por John o Thomas, el primero que encontrara disponible para que viniera a rescatarla, aun sin saber muy bien por qué necesitaba rescate.

Tal vez eso le compraría un poco de tiempo pues, según las normas de cortesía, Tristan Van Aken no podía dirigirse a ella directamente, pues nunca habían sido presentados. Claro, no podía estar segura de que un hombre como ese, que rescataba desconocidas con un arma en la mano en barrios de mala reputación, fuera a respetar cualquier norma establecida en un manual de buen comportamiento aun dentro de ese templo de las maneras refinadas y correctas que era el salón de baile de los Astor.

De todas formas evitó mirarlo, obligando a sus ojos a detallar los arreglos florales, las parejas que bailaban, la seda y el satén de los vestidos, los relucientes destellos de luz que salían casi como un arcoíris de los cristales en forma de lágrimas de la masiva araña que colgaba del techo, y, hasta los zapatos de los caballeros.

Cualquier cosa era buena para hacerse la desentendida.

—Señora Merrington, es un placer encontrarla aquí esta noche.

La voz de tenor del infierno pareció derretir a todas las mujeres presentes, chaperonas desdeñosas incluidas, e incluso el estómago de Aurora, el muy traidor, sufrió una pequeña contracción involuntaria.

—Tristan querido, qué delicia que hayas decidido venir esta noche. Ha pasado mucho tiempo.

—Estuve aquí el año pasado.

—Claro, y a todos nos fascinó verte bailar con Lavinia. ¡Qué jovencita tan encantadora se ha vuelto!

Aurora tuvo que reprimir por la fuerza el deseo de hacer una mueca acompañada de un sarcástico comentario sobre la hipocresía circundante.

—Y parece que ha habido unos cuantos cambios —continuó él—, para mejor, claro.

“Oh no. Por favor no. Soy invisible. Soy invisible”, pensó Aurora cuando sintió la mirada de aquel hombre clavada en ella. La sentía en los pequeños cabellos de su nuca, que se levantaron, en el silencio que pareció instalarse entre los que la rodeaban y en el calor que comenzó a subir por su cuello y que amenazaba con hacerse evidente a la vista de todos en cualquier momento.

—Aurora, querida —dijo la señora Merrington y, como no había forma de evitar lo que seguía, Aurora levantó la vista—, permíteme presentarte al señor Tristan Van Aken.

Como si fuese un respetable caballero, el mencionado hizo una leve reverencia con la cabeza.

—Tristan —prosiguió la señora Merrington con las formalidades—, la señorita Aurora Haigh, hija de George Haigh.

Fue el turno de Aurora de inclinar levemente la cabeza y sonreír tímidamente.

—Señorita Haigh, ¿le gustaría bailar?

Tristan le extendió su mano enguantada y Aurora pudo distinguir un brillo de burla en sus ojos.

Sabía que no podía negarse, a menos que estuviera previamente comprometida para bailar la próxima pieza, y no había un hombre en la cercanía al que aferrarse como una tabla de salvación. Incluso si John o Thomas aparecían no podía rehusar la oferta, porque bailar con los hermanos no era algo socialmente bien visto, simplemente era un último recurso.

—Encantada —respondió aún con la sonrisa plácida en su lugar y, posando delicadamente su mano en la de él, dejó que la llevara hasta el centro del salón.

Como si se tratara de su propia fiesta, Tristan hizo un leve gesto al director de la orquesta, quien inmediatamente puso a los músicos a trabajar y la melodía comenzó a sonar.

“Obviamente un vals”, pensó Aurora con amargura mientras posaba la mano en el hombro de su compañero y dejaba que él deslizara la suya hasta su espalda, correctamente justo debajo de sus omoplatos.

Ahora tendría que pasar los próximos cuatro minutos pegada a él sin ese momento de escape que le hubiera permitido otra danza, como una cuadrilla, que impedía cualquier tipo de conversación prolongada.

Fijó entonces la vista en su corbata, blanca, de seda y perfectamente anudada, pues no pretendía darle la más mínima muestra de estar interesada en hacer conversación.

—Es una hermosa noche para un baile —dijo Tristan sin poder ocultar el dejo de burla en su voz.

El estado del tiempo era la opción más respetable y, por lo tanto, convencional, para iniciar una conversación con una dama y, aparentemente, él quería dejarle claro su desprecio por las convenciones.

—Preciosa —admitió ella de forma cortés, aunque sin levantar la vista—, como todas las noches de febrero.

—¿Fría, húmeda y miserable?

Tomada completamente desprevenida por tanta inusual sinceridad, Aurora levantó su mirada perpleja hacia su acompañante para encontrarse con unos ojos azules, tan claros que parecían casi desprovistos de color aunque, sin embargo, estaban llenos de cinismo. Tratando de corregirse, bajó la vista nuevamente pensando que la quijada sería un lugar más seguro de contemplar hasta que se dio cuenta de que tenía un pequeño hoyuelo allí que, por alguna extraña razón, le resultaba indecente, al igual que su boca.

“Un hombre no debería tener los labios tan gruesos”, se sorprendió pensando, y nuevamente tuvo que recordarse que cualquier pensamiento sobre la anatomía masculina estaba prohibido. ¿Por qué cada vez que lo veía tenía que pensar en alguna parte de su cuerpo?

—¿Podemos dar por terminada la charla obligada y pasar al tema importante?

—¿Cuál tema importante? —preguntó ella inocente mientras repetía en su mente: “Niégalo, niégalo todo. Dile que debe estar confundido y muéstrate ofendida si insiste”.

—El por qué la hija del magnate del acero, una señorita aparentemente de lo más correcta —en ese momento la mano de Tristan se deslizó desde del aceptado lugar justo en la parte alta de la espalda de su compañera hasta colocarse casi en su cintura y Aurora perdió el hilo de la conversación—, deambulaba de noche, sola, por una zona poco recomendable, cubierta con una capa, completamente indefensa y vulnerable…

—¡No soy indefensa ni vulnerable! —lo interrumpió ella asesinándolo con la mirada.

—No, no lo es —Tristan sonrió de lado y Aurora sintió la ira de la derrota a manos de su propio e impulsivo carácter. Había permitido que esa mano andariega le quitara la concentración —, pero ahora lo está, porque yo sé la verdad.

Y para probar su punto deslizó la mano un par de centímetros hacia abajo y la pegó más a él, acompañando el movimiento con una subida de cejas y una sonrisa traviesa.

—Ahora, dígame, señorita Haigh, qué la llevó a un lugar poblado de bares, garitos y burdeles.

—No es de su incumbencia señor Van Aken —le respondió cortante, aunque sin fallar ni uno de los pasos.

—Y ni siquiera se sonroja ante la palabra burdel —dijo él con una risa no disimulada—. Interesante.

—¿Por qué habría de sonrojarme? Es solo una palabra, como paralelepípedo o meñique. Las palabras solo dejan de tener un significado abstracto cuando conforman una historia que las respalda.

Por unos segundos la miró, perplejo.

—¿De dónde saliste?

—¿Nadie le ha explicado cómo vienen los niños al mundo? —y sonrió como el gato que se comió al ratón.

Sonaron los últimos acordes del vals y con una expresión completa y absolutamente casta, que contradecía completamente su comentario anterior, Aurora hizo la reverencia de rigor.

Pensó que había ganado, al menos el primer asalto. Obviamente Van Aken no iba a delatarla en medio del salón de los Astor o ya lo hubiera hecho. Tal vez simplemente la acusara con su padre, y aunque probablemente este se enfadaría, estaba más que acostumbrado a las andanzas de su hija.

—¿Nos atenemos a lo usual y damos una vuelta por el salón? —le preguntó Tristan con mofa mientras la tomaba delicadamente por el codo para guiarla fuera de la pista de baile.

—Preferiría que no, si no le molesta, claro. El baile me ha dejado un poco exhausta —para rematar su afirmación, tomó una gran bocanada de aire y puso lo mejor de sí para que se viera lo más falsa posible.

—Voy a averiguar qué esconde —le advirtió mientras la conducía a su asiento—. Soy bueno para eso.

—No seré yo, entonces, quien le prive de su pasatiempo favorito —sonrió cándidamente, aunque intentó que sus siguientes palabras sonaran desdeñosas—. Creo que, de hecho, es el pasamiento más común de los neoyorquinos.

—¿Me está comparando con ellos? —le preguntó Tristan, y aunque nunca perdió la sonrisa, sus ojos se enfurecieron.

—Ciertamente no lo estoy comparando conmigo. Note que no le he preguntado qué estaba haciendo usted en ese lugar.

—Soy un hombre.

—Otro rasgo típico de los neoyorquinos. Son muy afectos a emplear el doble rasero.

La mano de Tristan se apretó más en su brazo y la sonrisa desapareció, transformando su boca en una línea dura. Si la forma en que su manzana de Adán subía y bajaba era algún indicador, Aurora había vuelto a tocar otro punto sensible.

—Si está tan exhausta, y en aras de cuidar su frágil constitución, creo que no debería bailar más esta noche —dijo cuando el asiento de Aurora estaba a la vista.

—Haré lo que pueda, pero no es propio rechazar peticiones en un baile.

—Me encargaré de eso.

La respuesta le generó a Aurora una especie de escalofrío en la espalda. Él no tenía ninguna influencia sobre sus acciones ni había forma socialmente aceptable para que se encargara de que ella bailara o no, pero no tuvo tiempo de darle más vueltas. Ya estaba de regreso y, por añadidura, bajo las miradas hambrientas de las mujeres que había dejado atrás y la preocupada expresión de su chaperona.

Tenía que comportarse como si nada fuera de lo común estuviese pasando.

Así que, por enésima vez en la noche, emplastó en su rostro su más plácida expresión.

—Muchas gracias —dijo antes de ir hacia su silla, pero él la detuvo.

Tomó una de sus manos entre las suyas, la volteó y le besó la palma, demorándose el tiempo suficiente para que pudiera escuchar los ruidos de sorpresa que emitían quienes la rodeaban.

Luego, simplemente, hizo una leve reverencia, le dio la espalda y se fue.

Aurora se quedó parada a centímetros de su silla y la indignación expresada en su rostro, por primera vez, iba en perfecta concordancia con lo que estaba sintiendo.

Nadie más la invitó a bailar esa noche.

Capítulo 4

 

Tristan sonreía al pensar en la expresión de la cara de su cuñada Caroline cuando traspasara la puerta de la residencia de los Van Aken el domingo justo después de la hora del almuerzo sin haber sido invitado.

Aunque la sobria mansión de ladrillos, una de las joyas ubicadas bastante al norte de la Quinta Avenida, era su residencia oficial, tenía más diez años que no vivía allí.

Las normas de cortesía indicaban que cuando una persona de sociedad se mudaba tenía que mandar las tarjetas correspondientes a sus conocidos indicando su nueva dirección. Luego esos conocidos le hacían una visita informal que él debería devolver en un lapso apropiado.

Como, precisamente, entre las razones por las cuales se mudó estaba librarse de ese mundo de reglas absurdas donde nadie podía moverse fuera de un parámetro establecido de comportamiento, nunca notificó a nadie. De todas formas no creía que hubiese persona alguna dentro de la exclusiva élite de Nueva York que quisiese visitar a un soltero como él y, definitivamente, ninguno de sus antiguos conocidos estaba en la lista de personas con las que le gustaría pasar una tarde.

Obviamente, todo el mundo sabía que Tristan Van Aken vivía en bien cuidada casa, aunque de modestas proporciones para alguien de su posición, en la conocidísima calle 34, llena de clubes de caballeros y lugares de entretenimiento. Pero como no existió nunca una notificación oficial, su correspondencia social (invitaciones a cenas, bailes, etc. que no le interesaban en lo más mínimo) seguía llegando a casa de su hermano. Allí también tenía una habitación, pues su cuñada, Caroline, vivía para aquello de guardar las apariencias.

Solo por ver sus expresiones le gustaba llegar sin avisar, abrir la puerta como si viviera allí y disfrutar de ese momento incómodo en el que Caroline no sabía si atenderlo como una visita o dejar que su hermano Robert lidiara con la oveja descarriada que había ayudado a criar.

Claro que su inoportuna visita de ese domingo tenía, además de la usual misión de mortificar a Caroline y ver a sus hermanos, el objetivo de obtener algún tipo de información adicional sobre esa niña contradictoria que podía defenderse igual de bien de las manos de unos malhechores de los barrios bajos como de las garras de las señoras de la buena sociedad.