Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Marion Lennox
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La mujer del conde, n.º 2599 - agosto 2016
Título original: The Earl’s Convenient Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8656-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
CASARSE…
Reinaba un profundo silencio en la magnífica biblioteca del castillo de Duncairn. Había botellas de whisky en los nichos de las paredes, botellas que Jeanie había comprado con gran esfuerzo. Era ahí donde tenía fijos los ojos.
Qué desperdicio. ¿Cuánto whisky le cabría en una maleta? ¿Para cuántas tartas de fruta le llegaría? Porque no estaba dispuesta a irse sin ellas. A dejárselas a él. ¿A la futura esposa de él?
Ironías del destino.
Había albergado la esperanza de poder conservar su trabajo. Sabía que el gran señor de Duncairn no le tenía aprecio; pero, en parte, la fama de la que el castillo gozaba por su hospitalidad se debía a sus esfuerzos.
Pero ya daba igual. El trabajo que había realizado no parecía significar nada. Ese absurdo testamento la echaba prácticamente de allí.
–Debe de ser una broma –dijo Alasdair McBride, decimosexto conde de Duncairn, horrorizado.
No era de extrañar. Ella perdía su trabajo, Alasdair perdía su… ¿feudo?
–Las últimas voluntades y un testamento no son cuestión de broma –declaró Edward McCraig, del prestigioso despacho de abogados McCraig, McGrath y McFerry, que había recorrido el largo trayecto desde Edimburgo para asistir ese día al funeral de Eileen McBride, la abuela de Alasdair y antigua jefa de ella.
El abogado se había sentado detrás de ella durante el funeral con apenas contenida impaciencia. McCraig no quería perder el último ferry que salía de la isla. En ese momento, sentado en uno de los opulentos sillones de la biblioteca, leía las últimas voluntades de la difunta al único nieto que aún vivía y a una empleada.
Edward McCraig revolvió unos papeles, se bajó las gafas y miró a Alasdair y a ella. Era evidente que el testamento de Eileen le inquietaba.
Jeanie miró a Alasdair, pero rápidamente apartó los ojos. La situación podía ser un despropósito, pero no era culpa suya.
¿Necesitaría tres maletas? Solo tenía una, pero había cajas en el sótano. ¿Se podía vender whisky por Internet?
En ese momento, tras lanzar un juramento con una mezcla de ira e incredulidad, Alasdair agarró tres vasos y sirvió whisky en ellos.
El abogado sacudió la cabeza, pero Jeanie aceptó el vaso con agradecimiento. El testamento les había trastornado. Era un whisky excelente y, además, no se podría llevar todas las botellas.
Cuando el whisky empezó a hacerle efecto, se sentó en uno de los magníficos sofás, levantando una polvoreda de pelos de perro. Tendría que hacer algo con respecto a los perros de Eileen.
O no. Según el testamento, ya no eran problema suyo. Tendría que marcharse de la isla. No se podía llevar a los perros, aunque les adoraba, igual que adoraba aquel castillo, a pesar de ser excesivamente opulento. Se sentía… aturdida.
–Bueno, ¿qué podemos hacer para evitar esto? –preguntó Alasdair, a quien el whisky no parecía haberle afectado.
Jeanie le miró con admiración. De hecho, llevaba mirándole mucho tiempo. ¿Y por qué no? Aunque fuera arrogante y llevara despreciándola desde que la conocía, se merecía más de una mirada.
Alasdair McBride tenía treinta y siete años y era todo un hombre. Aunque no utilizara su título nobiliario, le encajaba a la perfección, sobre todo ese día. Debido al funeral de su abuela, llevaba la indumentaria típica de las Tierras Altas de Escocia, y estaba guapísimo.
El conde de Duncairn era guapísimo. Un metro ochenta y ocho de estatura, pelo negro azabache y el cuerpo de un guerrero. El hecho de que controlara el imperio financiero de Duncairn era un factor más que contribuía a su aura de poder, a pesar de que no lo necesitara para parecer un hombre que controlaba su entorno.
Aunque… en ese momento no lo controlase. El testamento de su abuela se lo impedía.
Igual que a ella. ¿Casarse? ¿Ella, el ama de llaves de Duncairn?
–No se puede hacer nada –respondió el abogado–. El testamento es inviolable.
–¿Cree usted que…? –era la primera vez que Jeanie abría la boca desde que la bomba había estallado–. ¿Cree que Eileen podría haber estado…?
–Lady McBride gozaba de plena salud mental –la interrumpió el abogado–. Mi clienta sabía que su testamento era algo… inusual, por eso tomó las medidas necesarias para que no se pudiera infringir.
Alasdair apuró el whisky y se sirvió otro; después, se volvió hacia la ventana en voladizo con vistas al mar.
Era una ventana magnífica. Unas vacas oriundas de la zona pastaban bajo el sol de finales de verano un poco más allá del ha-ha. Algo más lejos, pasados unos montículos rocosos, a orillas del mar, se encontraban las ruinas de una fortaleza medieval. Con unos prismáticos se veían, a veces, nutrias. O ciervos. O…
Estaba divagando. Dejó el vaso encima de una mesa de centro, clavó los ojos en las anchas espaldas de Alasdair y le dio pena. Eileen se había portado muy bien con ella en vida y, una vez muerta, no le debía nada. Sin embargo, lo que Alasdair iba a perder era terrible. Aunque no le cayera bien, sabía que no se merecía eso.
«Eileen, ¿cómo se te ocurrió semejante cosa?», preguntó en silencio.
–En fin, supongo que ya hemos acabado –logró decirle al abogado–. ¿De cuánto tiempo dispongo para marcharme de aquí?
–No hay prisa –le respondió el abogado–. Llevará un tiempo disponerlo todo antes de poner en venta el castillo.
–¿Quiere que siga con el negocio mientras tanto? Tengo reservas hasta finales del mes que viene.
–Sí, excelente. Podríamos prolongar su estancia incluso un poco más.
–¡No! –exclamó Alasdair. Entonces, se apartó de la ventana y, al dejar el vaso de un golpe encima de la mesa de centro, lo rompió, aunque no pareció darse cuenta–. No voy a permitir que pase eso. La historia de mi familia… ¿vendida para construir albergues para perros?
–Es una buena causa –comentó el abogado.
–Y el castillo es lo de menos –continuó Alasdair–. Duncairn es uno de los imperios financieros más importantes de Europa. ¿Tiene idea de lo que la organización dona a diferentes causas benéficas al año? De venderse, cada perro callejero de Europa dispondría de un sirviente y un plato de oro, pero luego se perdería todo. Pero, si continuáramos, podríamos hacer mucho bien. Esto es una locura. Si no me queda más remedio, entregaré todos los beneficios a las perreras durante diez años, pero perderlo todo…
–Soy consciente de que sería el final de su carrera profesional… –comenzó a decir el abogado, pero fue interrumpido.
–No sería el final de mi carrera profesional. ¿Tiene idea de la cantidad de empresas que darían lo que fuera por contratarme? Además, estoy cualificado y tengo la habilidad necesaria para empezar de nuevo, pero… ¿perder la herencia familiar por un capricho estúpido?
–La cuestión es que no creo que fuera un capricho –dijo el abogado en tono de disculpa–. Su abuela creía que el primo de usted trató muy mal a su esposa y quería compensar…
–Otra vez la misma historia, otra vez de vuelta al holgazán de mi primo –Alasdair se volvió y clavó los ojos en Jeanie con expresión de desdén–. Tú te casaste con él.
–No hay necesidad de involucrar a Alan en esto.
–¿No? Eileen se pasó la vida obviando sus defectos. Se negaba a reconocer que era un mentiroso y un ladrón, y lo mismo le pasó contigo. ¿Casarme con la viuda de Alan? ¿Contigo? Cualquier cosa menos eso. Tú eres el ama de llaves aquí, nada más. Cásate con quien te plazca, pero a mí déjame en paz.
–¿Con quien me plazca? –le espetó ella–. Vaya, muchas gracias, señor.
Alasdair lanzó un juramento y se acercó de nuevo a la ventana.
«¿Casarme con Alasdair? ¿Cómo se te ocurrió semejante cosa, Eileen?», le preguntó Jeanie a la difunta lady McBride.
¿Se le había ocurrido por el mismo motivo por el que convenció a Alan de que se casara con ella? Al menos, esa vez estaba claramente estipulado en el testamento, una orden a Alasdair: «Cásate con Jeanie y lo heredarás todo, un año de matrimonio. Si no, no heredarás nada».
–Será mejor que mantengamos la calma –el abogado estaba recogiendo los papeles, dispuesto para marcharse, pero había pronunciado esas palabras en tono de advertencia–. Será mejor que recapaciten antes de tomar una decisión. Piénsenlo bien. Los dos están solteros. Señor Alasdair, si se casa con la señora McBride, heredará casi todo. Señora McBride, si se casa con el señor, dentro de doce meses será la dueña del castillo. Sería una pena que lo perdieran todo solo porque no se llevan bien.
–El castillo es de mi familia –contestó Alasdair–. No tiene nada que ver con esta mujer.
–Su abuela consideraba a Jeanie parte de la familia.
–Pues no lo es. Es igual que…
–Señor, le ruego que no diga nada de lo que pueda arrepentirse –le interrumpió el abogado–, incluidos comentarios que puedan empeorar la situación. Les sugiero que se tomen un par de días para recapacitar.
¿Un par de días? Debía de estar de broma, pensó Jeanie. Solo había una decisión y ella ya la había tomado.
–Alasdair no quiere casarse conmigo y es perfectamente comprensible –le dijo al abogado–. Y, por supuesto, yo tampoco quiero casarme con él. Eileen era un encanto, pero también era una matriarca en toda regla. A veces manipulaba las situaciones sin darse cuenta de las consecuencias. He estado casada con uno de sus nietos y no estoy dispuesta a casarme con otro. Gracias por venir, señor McCraig. ¿Quiere que pida un taxi por teléfono para que venga a recogerle… digamos que en quince minutos?
–Sí, excelente idea. Gracias. Señora McBride, ha sido usted una excelente ama de llaves aquí. Eileen le tenía mucho cariño.
–Lo sé, yo también la quería mucho –respondió Jeanie–. En fin, caballeros, buenas tardes.
Jeanie salió de la estancia y cerró la puerta tras de sí.
* * *
Por fin se había marchado, pensó Alasdair al quedarse a solas con el abogado.
Silencio, silencio y más silencio. El abogado le estaba dando un respiro y debería estarle agradecido.
Pero no era así.
Pensó en su abuelo, un hombre astuto que había llevado las riendas del imperio financiero Duncairn con mano de hierro. Terriblemente desilusionado con sus dos hijos, los padres de su primo Alan y el suyo, el anciano había dejado al mando de todo a Eileen.
–Cuando te llegue tu hora espero que nuestros hijos ya hayan madurado –le había dicho a su mujer–. Será entonces cuando tendrás que decidir quién está mejor equipado para ponerse al frente de la empresa familiar.
Pero ninguno de sus hijos había mostrado el menor interés en el imperio Duncairn, limitándose a pedir de Eileen más y más dinero. Habían fallecido antes que su madre, uno de ellos debido a un accidente de esquí y el otro de un infarto.
Pero eso ya era historia. Eileen procedía de una antigua y ahorrativa familia escocesa y en Alasdair había encontrado al miembro de la familia que compartía su agudeza para los negocios y mucho más.
Entre los dos habían conseguido que la empresa familiar se transformara en el imperio que era en la actualidad.
Y en ese momento ocurría aquello…
–No es posible, lo que ha hecho mi abuela tiene que ser ilegal –dijo Alasdair.
–¿Qué es lo que puede ser ilegal?
–Obligarnos a que nos casemos.
–No existe tal obligación. Por el modo en que su abuela ha expuesto…
–Usted la ayudó.
–No fui yo, sino el señor Duncan McGrath, el abogado más importante del despacho –le corrigió el abogado con severidad–. Su abuela sabía lo que quería. El testamento establece que todas sus posesiones deben ser vendidas y repartidas por igual entre un cierto número de organizaciones dedicadas a la protección de los perros. Para que esto no ocurra, usted y la señora McBride deben casarse.
–Esa mujer no es una McBride.
–Sí lo es y usted lo sabe –declaró el abogado–. Su abuela la quería mucho y la consideraba parte de la familia, y su abuela quería cimentar esa relación. La única forma de que usted herede es casándose con la señora Jeanie McBride en el plazo de un mes posterior al fallecimiento de su abuela.
–Usted sabe tan bien como yo que eso es una locura. Incluso la señora… McBride lo piensa –Alasdair, agotado, se pasó la mano por el cabello–. Es un chantaje en toda regla.
–No, no es un chantaje. Aunque admito que a mí también me sorprendieron los términos del testamento. Sin embargo, tras consultar con mis colegas, ha quedado claro que el testamento está en toda regla.
Volvieron a guardar silencio. Alasdair fue a agarrar su vaso de whisky y se dio cuenta de lo que había hecho: la mesa estaba llena de trozos de cristal. Tenía que llamar a alguien para que fuera a recogerlo.
¿A la señora McBride?
La esposa de su primo llevaba dirigiendo un Bed and Breakfast en el castillo desde hacía tres años. Había asumido el papel de cocinera, ama de llaves y directora del negocio, y había hecho un buen trabajo.
–Deberías ver cómo está esto –le había dicho su abuela con entusiasmo–. Jeanie es lo mejor que le ha pasado a esta familia.
Pero eso no era verdad. Aunque había cuidado del castillo con eficiencia, él no podía dejar de juzgarla por su comportamiento en el pasado, como esposa de Alan. Había hecho locuras con Alan y le había acompañado en su lecho de muerte. Alan y ella le habían destrozado el corazón a Eileen, pero Eileen se había negado a deshacerse de ella.
Casarse con Alan la había marcado, justificadamente, en su opinión. Alan y ella habían derrochado el dinero. Jeanie había cuidado el castillo con la esperanza de heredar algo, de eso no le cabía duda. Para una chica pobre de una isla, la fortuna McBride debía de haberle resultado irresistible.
¿Seducida… por el dinero?
Y si se había casado por el dinero una vez…
¿Casarse con ella? Pero… ¿qué otra alternativa le quedaba?
–Entonces, ¿qué pasaría si nos casáramos? –se atrevió a preguntar.
–Todo volvería a su cauce normal –le informó el abogado–. Si la señora McBride y usted se casan y permanecen casados durante al menos un año, usted heredará el imperio Duncairn, a excepción del castillo, que lo heredaría la señora McBride.
–¿Solo heredaría el castillo?
–Y el pequeño terreno anexo. Eso es lo que estipula el testamento.
–¿Tiene idea ella de lo que cuesta mantener este castillo? Lo que gana con el Bed and Breakfast no le llegaría para casi nada. Y sin el terreno que lo rodea…
–Supongo que la señora McBride podría venderlo –dijo el abogado al tiempo que metía los papeles en la cartera–. Quizá usted pudiera comprarlo, si desea que siga perteneciendo a la familia. Pero eso, de momento, no tiene importancia. Si no se casa con ella, el castillo se venderá también.
Eso era lo único bueno de esa imposible situación: si él no heredaba, ella tampoco.
Alasdair no necesitaba la herencia. No le faltarían ofertas de trabajo. Pero… ¿perder Duncairn?
Y la empresa. Tanta gente trabajando allí que perdería su trabajo. Y él no podría hacer nada para remediarlo.
A menos que…
–Jeanie ha estado casada –dijo Alasdair despacio, pensando en voz alta. No le gustaba esa mujer, no se fiaba de ella, pero si tenía cuidado… El sentido común se impuso al rechazo inicial–. Se casó con mi primo, lo que me lleva a pensar que el dinero es importante para ella. Así que, si eso me sacara de este atolladero, supongo que podría casarme con ella. Solo oficialmente, claro –se apresuró a añadir–. A modo de negocio.
Casarse… la idea le ponía enfermo. Pero no sería el primer matrimonio de conveniencia de la dinastía Duncairn. Más de uno se había casado con una rica heredera para acumular la inmensa fortuna familiar de la que en ese momento gozaban.
El abogado sonrió irónicamente, como si su cliente estuviera, por fin, hablando como una persona con sentido común.
–Siempre que vivan juntos, bajo el mismo techo, no sería ningún problema.
–¿Qué?
–Lady Eileen sabía muy bien lo que quería. Lo ha dejado todo atado y bien atado.
–Explíquese.
–Usted y la señora McBride tendrían que vivir bajo el mismo techo por un periodo mínimo de un año antes de que puedan heredar. No obstante, lady Eileen, comprensivamente, reconocía que, por asuntos de negocios, usted tendría que viajar, por lo que se mostró dispuesta a hacer ciertas concesiones. Así pues, en el plazo de ese año, tal y como ella lo estipuló, les estaría permitido estar separados treinta días, ni un día más.
Alasdair no dijo nada. No sabía qué decir.
Siempre había querido mucho a su abuela, pero lo que estaba pensando en ese momento contradecía ese sentimiento. De tenerla delante…
–Aunque supongo que si deciden tener habitaciones separadas es asunto suyo –añadió el abogado con otra sonrisa–. Aunque, si me lo permite, la señora McBride es muy atractiva.
Alasdair no respondió, aunque tuvo que reconocer que el abogado no se equivocaba en eso. Jeanie McBride era bajita, redondeada y con pecas. Tenía el cabello castaño y rizado, y solía llevarlo recogido en una cola de caballo. Y se vestía de forma sencilla. En realidad, le había sorprendido mucho que al mujeriego de su primo le hubiera atraído una mujer así. Pero cuando sonreía… era como si saliera el sol después de una lluvia torrencial. Se le iluminaba el rostro y sus pecas parecían brillar. Tenía un hoyuelo a un lado de la boca y, cuando se reía…
Hacía mucho que no la veía reírse, pensó Alasdair de repente. Ni sonreír.
Lo cierto era que la había evitado todo lo que le había resultado posible.
A Jeanie el testamento debía de haberle sorprendido tanto como a él. Si no se casaban, ella no tendría nada.
Lo que podía resultar ventajoso para él. Solo perdería el castillo.
Y un año de su vida.
El abogado se había puesto en pie, con ganas de marcharse.
–Lo siento, señor McBride, pero tengo que marcharme ya, he visto acercarse el taxi. ¿Podría despedirme de la señora McBride? Entretanto, si necesitan algo más, ya saben dónde nos tienen.
–¿Podrían romper en trocitos el testamento?
–Sabe tan bien como yo que eso es imposible. Ahora, la decisión les toca a ustedes. Buena suerte, señor. Adiós.