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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Sarah Morgan

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Siempre en mis sueños, n.º 113 - octubre 2016

Título original: Maybe This Christmas

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8745-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Carta de los editores

Carta de la autora

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

 

 

Sarah Morgan es una maestra describiendo las complejidades de las relaciones humanas y reflejando las emociones del corazón, como nos demuestra en Siempre en mis sueños; un canto al valor de la amistad, la familia y el amor.

Una historia tierna y emotiva de amor no correspondido, hasta que los amigos se convierten en amantes y todo cambia, dando paso a un romance intenso y profundo con una buena dosis de tensión entre nuestros protagonistas.

Con gran habilidad, Sarah Morgan nos hace unas descripciones tan vívidas que uno siente que está en los bosques de Vermont, notando el frío en las mejillas, caminando por la nieve, contemplando las montañas…

Si a esto añadimos diálogos ágiles y divertidos, y unos personajes memorables, es fácil comprender por qué esta novela no solo es la favorita de la autora, sino también la nuestra.

Feliz lectura,

 

Los editores

 

 

Queridas lectoras,

 

Desde el momento en que os presenté a Tyler O’Neil en Magia en la nieve, estaba deseando contaros su historia. Por los correos que recibo, sé que hay muchas ansiosas por leer sobre él, ¡principalmente porque a todas nos encantan los chicos malos reformados!

 

Desde la lesión que acabó con su carrera como esquiador medallista de descensos, Tyler ha estado ayudando en el negocio familiar en Snow Crystal, Vermont. Es un padre soltero que está criando a Jess, su hija adolescente, y eso a él, como hombre acostumbrado a anteponerse a sí mismo ante todo, le está planteando ciertos retos. Ha tenido muchas relaciones, pero la única mujer que ha supuesto una constante en su vida es Brenna, a quien conoce desde la infancia. Los sentimientos de Brenna van más allá de la amistad, pero sabe que Tyler no la ve de ese modo. ¿O sí?

 

La historia de Tyler es una historia romántica, pero también explora el amor en su sentido más amplio y el significado de ser padre, hijo, hermano, amante y amigo. En ocasiones, cuando estoy escribiendo una novela, me cuesta dar con los detalles exactos para el último capítulo, pero en el caso de Siempre en mis sueños supe desde el principio cómo quería que terminara, y escribirlo fue maravilloso.

 

Si le pides a un escritor que elija su libro favorito, normalmente te dirá que los quiere a todos por igual, y eso es exactamente lo que yo diría si me hicieseis esa pregunta. Pero si de verdad tuviera un favorito, entonces Siempre en mis sueños sería el primero de mi lista. Espero que a vosotras también os encante.

 

Sarah

XX

 

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A mis padres, que me han enseñado la importancia de la familia.

Capítulo 1

 

Tyler O’Neil se sacudió la nieve de las botas, abrió la puerta de su casa junto al lago, y al entrar se tropezó con unas botas y una cazadora que estaban tiradas en el pasillo.

Después de golpearse la mano contra la pared, recobró el equilibrio y maldijo.

–¿Jess? –no obtuvo respuesta de su hija, pero Ash y Luna, sus dos huskies siberianos, salieron corriendo del salón. Maldiciendo de nuevo, vio exasperado cómo los perros iban disparados hacia él–. ¿Jess? Te has vuelto a dejar abierta la puerta del salón. Los perros no deberían entrar ahí. ¡Baja ahora mismo y recoge tu cazadora y tus botas! No saltéis… ¡Os lo estoy advirtiendo! –se preparó al ver a Ash dar un brinco–. ¿Por qué nadie me escucha en esta casa?

Luna, la más dócil de los dos perros, le plantó las patas sobre el pecho e intentó lamerle la cara.

–Me gusta comprobar que mi palabra es la ley –dijo Tyler acariciándole las orejas con cariño y hundiendo los dedos en su espeso pelaje mientras Jess salía de la cocina con una tostada en una mano y el teléfono en la otra, agitando la cabeza al ritmo de la música a la vez que se apartaba los auriculares de los oídos. Llevaba una de las sudaderas de Tyler y la medalla de oro que él había ganado en la prueba de descenso de esquí alpino.

–Hola, papá. ¿Qué tal te ha ido el día?

–Había sobrevivido a él hasta que he cruzado la puerta de mi propia casa. He esquiado por precipicios más seguros que nuestro vestíbulo –mirándola con el ceño fruncido, apartó a los entusiasmados perros y retiró con el pie las botas de nieve tiradas en el suelo–. Recógelas. Y a partir de ahora, deja tus botas en el porche. No deberías entrar con ellas en casa.

Aún masticando la tostada, Jess le miró los pies.

–Pues tú estás con las tuyas dentro de casa.

No por primera vez, Tyler reflexionó sobre los desafíos de la paternidad.

–Nueva regla. Yo también dejaré las mías fuera, así no meteremos nieve en casa. Y cuelga tu cazadora en lugar de dejarla tirada por la primera superficie que te encuentres.

–Tú dejas la tuya tirada.

«Joder».

–Voy a colgarla. Obsérvame –se quitó la cazadora y la colgó con movimientos exagerados–. Y baja la música. Así podrás oírme cuando te grite.

Ella sonrió con cierto descaro.

–La subo para no poder oírte cuando me grites. La abuela acaba de enviarme un mensaje escrito todo en mayúsculas. Tienes que enseñarla a usar el teléfono.

–Tú eres la adolescente. Enséñala tú.

–Ha estado toda la semana pasada escribiéndome en mayúsculas y la semana anterior no dejó de llamar al tío Jackson por error.

Tyler sonrió; le hizo mucha gracia imaginarse a su responsable hermano volviéndose loco por las llamadas de su madre en mitad de su jornada laboral.

–Seguro que a tu tío le encantó. Bueno, ¿y qué quería la abuela?

–Invitarme a ir a casa cuando tengas la reunión de equipo en el Outdoor Center. Voy a ayudarla a cocinar –dio otro bocado a la tostada–. Hoy es la noche de familia. Irán todos, hasta el tío Sean. ¿Lo habías olvidado?

Tyler gruñó.

–¿Reunión de equipo y encima Noche de Miedo? ¿De quién ha sido la idea?

–De la abuela. Se preocupa por mí porque vivo contigo y porque lo único que nunca falta en nuestra nevera es cerveza. Además, no deberías llamarla «Noche de Miedo». ¿Puedo ir a la reunión de equipo?

–Lo odiarías.

–¡No! Me encanta formar parte del negocio familiar. Lo que tú sientes por las reuniones es lo que yo siento por el colegio. Estar atrapado dentro de un sitio es una pérdida de tiempo cuando hay toda esa nieve ahí fuera. Pero al menos tú puedes esquiar todo el día. Yo estoy pegada a una silla dura intentando comprender las matemáticas. Pobre de mí –se terminó la tostada y Tyler puso mala cara al ver unas migas que caían al suelo.

Ash se abalanzó sobre ellas con entusiasmo.

–Tú eres la razón por la que la nevera está vacía. Siempre estás comiendo. Si llego a saber que ibas a comer tanto, jamás te habría dejado vivir conmigo. Me estás costando una fortuna.

El hecho de que su hija se riera a carcajadas con el chiste le indicó cuánto habían avanzado en el año que llevaban viviendo juntos.

–La abuela dice que si no estuviera viviendo contigo, te ahogarías en tu propia porquería.

–Eres tú la que tira las migas al suelo. Deberías usar un plato.

–Tú nunca usas plato. Siempre estás tirando migas al suelo.

–Y tú no tienes que hacer todo lo que haga yo.

–Tú eres el adulto. Sigo tu ejemplo.

Esa idea bastó para que lo recorriera un sudor frío.

–No. Deberías hacer lo contrario de todo lo que he hecho yo.

Cuando su hija se agachó para hacerle carantoñas a Luna, la medalla que llevaba alrededor del cuello se desplazó hacia delante y casi golpeó el morro del perro.

–¿Por qué la llevas puesta?

–Me motiva. Y, además, me gusta el ejemplo que me das. Eres el padre más guay del planeta y es divertido vivir contigo. Sobre todo cuando intentas comportarte.

–Cuando intento… –Tyler apartó la mirada de esa medalla que era un doloroso recordatorio de su antigua vida–. ¿Qué quiere decir eso?

–Quiere decir que me gusta vivir aquí. No te preocupas por las mismas cosas que la mayoría de los adultos.

–Pues probablemente debería hacerlo –Tyler se pasó la mano por la nuca–. Siento un nuevo respeto por tu abuela. ¿Cómo pudo mi madre criarnos a los tres sin estrangularnos?

–La abuela jamás estrangularía a nadie. Es paciente y amable.

–Sí, ya. Por desgracia para ti, yo no lo soy, y ahora soy yo el que te está criando –la realidad de lo que eso implicaba aún lo aterrorizaba más que nada a lo que se hubiera enfrentado haciendo un descenso durante un circuito de esquí. Si estropeaba las cosas, las consecuencias serían más graves que una pierna lesionada y una carrera hecha añicos–. Bueno, ¿has terminado tus deberes?

–No. He empezado, pero me he distraído viendo la grabación de tu descenso en Beaver Creek. Ven a verlo conmigo.

Preferiría clavarse un bastón de esquí en un ojo antes que ver ese vídeo.

–Tal vez luego. Me ha llamado tu profesor –con disimulo, cambio de tema–. El lunes no entregaste el trabajo.

–Luna se lo comió.

–Sí, claro. Solo te permiten retrasarte con la entrega de un trabajo una vez al trimestre, y ya llevas dos.

–¿Tú nunca te retrasabas entregando los trabajos de clase?

«Constantemente».

Preguntándose por qué alguien elegiría tener más de un hijo cuando ser padre era tan duro, Tyler probó un enfoque distinto.

–Si entregas cinco trabajos con retraso, tendrás que quedarte en el grupo de estudio después de clase, y eso te quitará tiempo para esquiar.

Ese comentario hizo que a su hija se le borrara la sonrisa de la cara.

–Lo terminaré.

–Buena decisión. Y, la próxima vez, termina tus deberes antes de ver la tele.

–No estaba viendo la tele, te estaba viendo a ti. Quiero entender tu técnica. Eras el mejor. Este invierno voy a esquiar cada minuto que tenga libre –cerró la mano alrededor de la medalla haciendo que su comentario sonara a juramento–. ¿Vendrás mañana al entrenamiento? Me dijiste que intentarías estar allí.

Atónito por esa pura adoración, Tyler miró a los ojos de su hija y vio la misma pasión que ardía en los suyos.

Pensó en todo el trabajo que se estaba acumulando en Snow Crystal, trabajo que requería de su atención, y entonces pensó en los años que se había perdido junto a su hija.

–Allí estaré –entró en su recién reformada cocina y maldijo para sí al sentir frío colándose por sus calcetines–. ¡Jess, has soltado nieve por toda la casa! Esto es como vadear un río.

–Ha sido Luna. Se ha puesto a rodar por un montículo de nieve y después se ha sacudido.

–La próxima vez, que se sacuda fuera de nuestra casa.

–No quería que se enfriara –mirándolo, Jess se colocó el pelo detrás de la oreja–. Has dicho «nuestra» casa.

–¡Es un perro, Jess! Tiene un pelaje denso. No se enfría. Y por su puesto que he dicho «nuestra» casa. ¿Cómo si no iba a llamarla? Los dos vivimos aquí, ¡y ahora mismo es absolutamente imposible que se me pueda olvidar! –pasó por encima de otro charco de agua–. Me he pasado los últimos años reformando este lugar y aún siento como si necesitara llevar las botas dentro.

–Quiero a Ash y a Luna, son de la familia. En Chicago nunca tuve perro. Mamá odiaba que hubiera desorden en casa. Nunca tuvimos un árbol de Navidad de verdad. También los odiaba porque tenía que recoger las acículas del suelo.

De pronto, la tensión y la irritación se esfumaron. La mención de la madre de Jess hizo que Tyler se sintiera como si le hubieran echado nieve por el cuello; ahora ya no eran solo los pies los que tenía fríos.

Apretó la boca para guardarse un comentario. Lo cierto era que Janet Carpenter lo había odiado prácticamente todo. Había odiado Vermont, había odiado vivir tan lejos de una ciudad, había odiado esquiar. Y, sobre todo, lo había odiado a él. Pero su familia había establecido la norma de no decir nada malo sobre Janet delante de Jess, y él se ceñía a esa norma incluso cuando se encontraba a punto de estallar por contenerse tanto.

–Este año tendremos un árbol de verdad. Haremos una excursión al bosque y elegiremos uno juntos –consciente de que tal vez estaba consintiéndola en exceso, adoptó su actitud habitual–. Y me alegro de que te encanten los perros, pero eso no cambia el hecho de que deberías dejar la jodida puerta del salón cerrada cuando estén en casa. Este lugar ya no es una zona de obras. La nueva norma dice que nada de perros ni en los sofás ni en las camas.

–Creo que Luna prefiere las normas antiguas –los ojos se le iluminaron con picardía–. Y no deberías decir «jodida». La abuela odia que digas palabrotas.

Tyler apretó la mandíbula.

–Bueno, pero la abuela no está aquí, ¿verdad? –su abuela y su abuelo seguían viviendo en el complejo turístico, en la antigua fábrica azucarera que en el pasado había sido el centro de la producción de sirope de arce de Snow Crystal–. Y si se lo dices, te tiraré de culo a la nieve y acabarás más empapada que Luna. Ahora ve a terminar tu trabajo o me darán el premio al peor padre y no estoy preparado para subirme al podio a recoger ese.

Jess sonrió.

–Si prometo entregar mi trabajo y no decirle a nadie que dices palabrotas, ¿podemos ver luego vídeos de esquí juntos?

–Deberías decírselo a Brenna. Es una profesora magnífica –estaba a punto de agarrar una cerveza cuando recordó que debía dar ejemplo y decidió servirse un vaso de leche en su lugar. Desde que Jess se había mudado, se había acostumbrado a no beber directamente del cartón–. Ella te dirá lo que está haciendo mal cada uno.

–Ya ha prometido ayudarme ahora que estoy en el equipo de esquí de la escuela. ¿La has visto en el gimnasio? Tiene unos abdominales alucinantes.

–Sí, la he visto –y no se permitía pensar en sus abdominales.

No se permitía pensar en ninguna parte de ella.

Era su mejor amiga y seguiría siéndolo.

Para lograr dejar de pensar en los abdominales de Brenna, metió la cabeza en la nevera.

–Esta nevera está vacía.

–Kayla me va a llevar al pueblo luego para comprar algo –el teléfono de Jess sonó y lo sacó del bolsillo–. Oh…

Tyler cerró la puerta con el hombro y se fijó en su expresión.

–¿Qué pasa?

–Nada, que Kayla me ha escrito para decirme que tiene mucho lío en el trabajo.

–Qué pena. No importa. Yo iré a la tienda mañana.

Jess miró el teléfono.

–Tengo que ir ahora.

–¿Por qué? Los dos odiamos ir a la compra. Puede esperar.

–Esto no puede esperar –Jess tenía la cabeza agachada, pero él vio que se le habían encendido las mejillas.

–¿Es por la Navidad? Porque si es por eso, aún faltan un par de semanas, todavía tenemos mucho tiempo. Yo hago casi todas las compras a las tres de la tarde del día de Nochebuena.

–¡No es por la Navidad! Papá, necesito… –se detuvo, estaba ruborizada– algunas cosas de la tienda, eso es todo.

–¿Qué puedes necesitar que no pueda esperar a mañana?

–Cosas de chicas, ¿vale? ¡Necesito cosas de chicas! –contestó gritando.

Se dio la vuelta y salió de la habitación dejándolo allí, mirándola e intentando comprender la razón de ese repentino estallido de mal humor.

¿Cosas de chicas?

Tardó un momento en reaccionar, y entonces cerró los ojos brevemente y maldijo para sí.

Cosas de chicas.

Cayó en la cuenta a la vez que se vio invadido por una sensación de puro pánico. Nada en la vida lo había preparado para criar a un adolescente… Y menos a una chica adolescente.

¿Cuándo le había…?

Miró hacia la puerta sabiendo que debía decir algo pero ignorando totalmente cuál sería el modo más delicado de abordar un tema que los avergonzaría tanto a los dos.

¿Podía ignorarlo?

¿Podía decirle que lo mirara por Internet?

Se pasó la mano por la cara y maldijo porque sabía que ni podía ignorarlo ni podía dejar algo tan importante relegado a una búsqueda por ordenador.

No tenía a su madre para preguntarle. Solo lo tenía a él y ahora mismo estaría pensando que era pésimo como padre.

–¡Jess! –le gritó y, al no recibir respuesta, salió de la cocina y la encontró quitándose las botas en el vestíbulo–. Sube al coche. Yo te llevo a la tienda.

–Olvídalo –contestó ella con la voz amortiguada por el pelo que le caía por delante de la cara–. Voy a ir a casa de la abuela a pedirle que me lleve.

–La abuela odia conducir de noche y con nieve. Yo te llevo –su voz sonó más dura de lo que había pretendido y alargó una mano para tocarle el hombro, aunque la retiró de inmediato. ¿Debía abrazarla o no? No tenía ni idea–. Iba a ir a la tienda de todos modos.

–Ibas a ir mañana, no hoy.

–Bueno, pues ahora voy a ir hoy –agarró su cazadora–. Vamos. Compraremos ese chocolate que te gusta.

Aún sin mirarlo, Jess siguió enredando con sus botas un rato y él suspiró, deseando por centésima vez que las adolescentes fueran acompañadas por un manual de instrucciones.

–Jess, no pasa nada.

–Sí que pasa –respondió ella con la voz entrecortada–. ¡Esto es como una avalancha de mal rollo! Estarás pensando que es tu peor pesadilla.

–No estoy pensando eso –Tyler agarró el picaporte de la puerta–. Lo que estoy pensando es que lo estoy fastidiando todo, que estoy diciendo las palabras equivocadas y haciéndote sentir incómoda, lo cual no es mi intención.

Ella lo miró bajo su mata de pelo.

–Desearías que no hubiera venido a vivir aquí nunca.

Tyler creía que eso ya lo habían superado; la inseguridad, esas dudas que no cesaban y que habían erosionado y corroído la autoestima y la felicidad de su hija.

–No deseo eso.

–Mamá me dijo que ojalá yo no hubiera nacido nunca.

Tyler se subió la cremallera de la cazadora con tanta rabia que casi se arrancó un dedo.

–No te lo dijo en serio –abrió la puerta agradeciendo la sacudida de aire frío para calmar su ira.

–Sí, sí que lo dijo en serio –farfulló Jess–. Me dijo que era lo peor que le había pasado en la vida.

–Bueno, pues yo nunca he pensado eso. Ni una sola vez. Ni siquiera cuando se me empapan los calcetines porque dejas que los perros arrastren nieve hasta dentro de la casa.

–Tú no pediste nada de esto –a la niña se le quebró la voz y la inseguridad que se reflejaba en su mirada hizo que él quisiera atravesar algo con el puño.

–Lo intenté. Le pedí a tu madre que se casara conmigo.

–Lo sé. Te dijo que no porque pensaba que serías un padre pésimo. Oí que se lo decía a mi padrastro. Le dijo que eras un irresponsable.

Tyler se sintió invadido por una intensa emoción.

–Sí, bueno, puede que eso sea verdad, pero no cambia el hecho de que yo te quisiera desde el principio, Jess. Y cuando tu madre no aceptó casarse conmigo, intenté por otros medios que vinieras a vivir aquí con nosotros. ¿Pero por qué cojones estamos hablando de esto ahora?

–Porque es la verdad. Fui un error –Jess se encogió de hombros como si no importara, y precisamente porque él sabía lo mucho que importaba, vaciló sabiendo que el modo en que respondiera a eso sería de vital importancia para lo que ella sintiera.

–No es que planeáramos tenerte, eso es cierto. No voy a mentirte en eso, pero no se puede planear todo lo que pasa en la vida. La gente cree que puede, cree que puede controlar las cosas y entonces, ¡boom!, pasa algo que te demuestra que no lo controlas todo tanto como crees. Pero en ocasiones las cosas que no planeas resultan ser las mejores.

–Yo no fui una de esas cosas. Mamá me dijo que fui el mayor error de su vida.

Él apretó los puños y tuvo que forzarse a calmarse.

–Probablemente estaba cansada o disgustada por algo cuando lo dijo.

–Fue cuando me tiré por las escaleras haciendo snowboard.

Tyler esbozó una sonrisa.

–Ya, claro, ahí lo tienes. Fue por eso –la llevó hacia él y la abrazó sintiendo su delgado cuerpo y el familiar aroma de su cabello. Su hija. Su niña–. Eres lo mejor que me ha pasado a mí. Eres una O’Neil de la cabeza a los pies y a veces eso desquicia un poco a tu madre, eso es todo. No siente mucho aprecio por los O’Neil, pero a ti te quiere. Lo sé –no lo sabía, pero en esa ocasión contuvo su tendencia natural a no callarse la verdad.

–Su familia no está tan unida como la nuestra y eso la pone celosa –dijo Jess con la voz amortiguada por su pecho, y Tyler sintió cómo su hija lo abrazaba con más fuerza cada vez.

–Puede que te saltes las clases, pero no eres estúpida.

Jess se apartó con las mejillas sonrojadas.

–¿Por eso no te quieres casar? ¿Por lo que pasó con mamá?

¿Qué podía responder a eso?

Había aprendido que con Jess las preguntas salían sin previo aviso. Ella acumulaba cosas, las guardaba en su interior hasta que estallaba por no poder contenerlas más.

–A algunas personas no les va lo del matrimonio, y yo soy una de ellas.

–¿Por qué?

Tyler decidió que preferiría esquiar por una pendiente vertical en la oscuridad y con los ojos cerrados que estar manteniendo esa conversación.

–A todo el mundo se nos dan bien unas cosas y mal otras. A mí se me dan mal las relaciones. No hago felices a las mujeres –«si no, pregúntale a tu madre»–. Las mujeres que sienten algo por mí suelen acabar sufriendo.

–¿Entonces no vas a volver a tener una relación con nadie? Papá, eso es una tontería.

–¿Me estás llamando tonto? ¿Qué pasa con el respeto?

–Lo único que digo es que no pasa nada por cometer errores cuando eres joven. Todo el mundo mete la pata alguna vez. Eso no debería impedir que lo intentes de nuevo cuando eres mayor.

–Jess…

–A lo mejor ahora que me tienes aquí se te empieza a dar mejor. Si quieres saber cómo funciona la mente femenina, puedes preguntarme –dijo la niña con actitud generosa, y Tyler abrió y cerró la boca atónito.

–Gracias, cielo. Te lo agradezco –decidiendo que la conversación estaba volviéndose cada vez más incómoda, y no al contrario, sacó las llaves del coche–. Y ahora sube al coche antes de que nos quedemos congelados en la puerta. Tenemos que llegar a la tienda antes de que cierre.

–Te habría resultado más sencillo que hubiera sido un chico. Así no habrías tenido que mantener conversaciones embarazosas.

–No te creas. Los chicos adolescentes son los peores. Lo sé. Fui uno. Y no me resulta embarazoso –se sentía como si tuviera la lengua de trapo–. ¿Por qué iba a resultarme embarazoso algo que forma parte del crecimiento normal? Si hay algo que me quieras preguntar… –«¡por favor, Dios, que no me tenga que preguntar nada!»–, dilo sin más.

Ella se ajustó las botas.

–Estoy bien, pero tengo que llegar a la tienda.

Él agarró su cazadora y se la lanzó.

–Abrígate bien. Ahí fuera está helando.

–¿Pueden venir Ash y Luna?

–¿A la compra? –estaba a punto de preguntarle por qué le iba a apetecer llevarse a dos perros hiperactivos al pueblo cuando vio su expresión esperanzada y decidió que los perros serían la mejor cura para una situación incómoda. Y, con suerte, harían que Jess se olvidara de su madre y de la complejidad de las relaciones humanas–. Claro. Es una gran idea. No hay nada que me guste más que dos animales jadeando en el coche mientras conduzco. Pero tendrás que controlarlos.

Jess silbó a los perros, que salieron brincando, eufóricos ante la idea de una excursión.

Tyler salió de Snow Crystal y aminoró la marcha al cruzarse con unos huéspedes que estaban regresando tras un día en las pistas de esquí.

El complejo estaba medio vacío, pero aún era inicio de temporada y sabía que el número de visitantes se duplicaría una vez llegaran las vacaciones de Navidad.

Y al otro lado del Atlántico, en Europa, la Copa del Mundo de Esquí Alpino estaba en marcha.

Agarró con fuerza el volante, agradecido por que Jess estuviera parloteando sin parar. Agradecido por la distracción.

–El tío Jackson me ha dicho que la producción de nieve está funcionando genial. Hay muchas pistas abiertas. ¿Crees que tendremos grandes nevadas? El tío Sean está aquí –no dejaba de hablar mientras acariciaba a Luna–. He visto su coche antes. El abuelo dice que ha venido a la reunión, pero no entiendo por qué. Es cirujano. Él no se involucra en el negocio. ¿O es que viene a arreglar piernas rotas?

–El tío Sean está desarrollando un programa de entrenamiento con Christy en el spa. Están intentando reducir las lesiones provocadas por el esquí. Fue idea de Brenna –Tyler aminoró la marcha al llegar a la carretera principal y girar hacia el pueblo. La nieve caía de forma constante cubriendo el parabrisas y la carretera que tenían delante.

–¿Cómo es que Brenna es la encargada del programa de actividades al aire libre cuando eres tú el que tiene la medalla de oro?

–Porque el tío Jackson ya le había ofrecido el trabajo antes de que yo volviera a casa, y porque odio la organización casi tanto como odio hacer la compra y cocinar. Solo me interesa la parte relacionada con el esquí. Además, Brenna es una profesora magnífica. Es paciente y amable, y a mí, en cambio, me entran ganas de tirar a la gente a un montículo de nieve si no lo hacen bien a la primera –miró brevemente por el retrovisor–. ¿Esta noche te quedas a dormir con la abuela?

–¿Quieres que me quede? ¿Tienes planeado acostarte con alguien?

Tyler estuvo a punto de irse directo a la cuneta.

–Jess…

–¿Qué? Has dicho que contigo podía hablar de cualquier cosa.

Mantenía la velocidad baja y miraba fijamente a la carretera.

–Pero no me puedes preguntar si tengo planeado acostarme con alguien.

–¿Por qué? No quiero molestar, eso es todo.

–Tú no molestas –se preguntó por qué tenía que surgir esa conversación cuando tenía que conducir en condiciones complicadas–. Tú nunca molestas.

–Papá, no soy estúpida. Antes practicabas un montón de sexo. Lo sé. Lo leí por Internet. En un artículo decían que podías llevarte a una mujer a la cama más rápido de lo que descendías una pendiente.

Absolutamente atónito e impactado, Tyler avanzó a baja velocidad hasta llegar al pueblo. Las luces destellaban en los escaparates de las tiendas y un gran árbol de Navidad se alzaba orgulloso al fondo de Main Street.

–No te creas todo lo que leas en Internet.

–Lo único que digo es que no tienes que renunciar al sexo solo porque esté viviendo contigo. Tienes que volver a salir.

Estupefacto, aparcó junto al supermercado del pueblo.

–No pienso hablar de esto con mi hija de trece años.

–Tengo casi catorce. Tienes que seguir con tu vida.

–Mi vida sexual es tema prohibido.

–¿Alguna vez te has acostado con Brenna? ¿Fue ella una de esas mujeres con las que tuviste una relación?

¿Cómo era posible sudar cuando la temperatura estaba bajo cero?

–Eso es personal, Jess.

–¿Entonces sí que te acostaste con ella?

–¡No! Jamás me he acostado con Brenna –el sexo con Brenna era algo en lo que no se permitía pensar. Jamás. No pensaba en esos abdominales, y tampoco pensaba en esas piernas–. Y esta conversación ha terminado.

–Porque a mí no me importaría. Creo que le gustas mucho. ¿A ti te gusta ella?

Siendo consciente de que su hija de trece años acababa de darle permiso para acostarse con una mujer, se pasó los dedos por el pelo.

–Sí, claro que sí. La conozco desde que éramos niños. Hemos estado juntos la mayor parte de nuestras vidas. Es una buena amiga.

Y no haría nada por estropearlo. Nada. Ni una condenada cosa.

Ya había estropeado cada una de las relaciones que había tenido. Su amistad con Brenna era lo único que aún permanecía intacto y pretendía que siguiera así.

Jess se desabrochó el cinturón de seguridad.

–A mí me gusta Brenna. No va por ahí babeando por ti como algunas mujeres y me habla como si fuera una chica mayor. Si me das dinero, entraré y compraré lo que necesito. También compraré algo para rellenar la nevera y, así, si la abuela se pasa por casa se quedará impresionada por cómo te ocupas de todo.

–¿Babeando? –Tyler se sacó la cartera del bolsillo–. ¿A qué te refieres?

Jess se encogió de hombros.

–Como algunas madres del cole. Todas se maquillan y llevan ropa ajustada por si vas a recogerme. El otro día cuando Kayla me recogió, por poco no se arma una buena. A veces las chicas me preguntan si vas a ir o no. Supongo que sus madres no quieren molestarse en pintarse los labios si no vas a aparecer.

Tyler la miró.

–¿Hablas en serio?

–Sí, pero no me importa –se abrochó la cazadora–. Me mola que mi padre sea un icono sexual nacional. Pero si vas a elegir a alguien con quien yo tenga que vivir y a quien tenga que llamar «mamá», me gustaría que eligieras a alguien como Brenna, eso es todo. Ella no se está atusando el pelo todo el rato y mirándote con una sonrisita tonta.

–Nadie va a venir a vivir con nosotros, no tendrás que llamar «mamá» a nadie, y por última vez, no voy a acostarme con Brenna –dijo Tyler con los dientes apretados–. Y ahora ve a comprar lo que sea que necesites.

Jess se deslizó en su asiento.

–No puedo –dijo sin apenas voz–. La señora Turner acaba de entrar con su hijo, que está en mi clase. Me quiero morir.

Tyler respiró hondo y hurgó entre todo lo que tenía por medio en el coche hasta encontrar un viejo ticket de restaurante y un boli.

–Haz una lista.

–Esperaré hasta que se hayan ido.

Aunque dentro del coche estaba oscuro, Tyler vio que se había puesto colorada otra vez.

–Jess, tenemos que hacer esto antes de que los dos muramos de hipotermia.

Ella vaciló, le quitó el boli y garabateó algo.

–Espera aquí –Tyler le quitó el papel y entró en el supermercado. Si había podido esquiar el famoso Hahnenkamm austriaco a ciento cuarenta kilómetros por hora, podía entrar a comprar «cosas de chicas».

 

 

Diez minutos más tarde, Brenna Daniels entraba en el supermercado aliviada por poder protegerse ahí del gélido frío.

Ellen Kelly salió de detrás del mostrador con tres grandes cajas.

–¡Brenna! Tu madre ha estado aquí esta mañana. Me ha dicho que hace un mes que no te ve.

–He estado ocupada. ¿Te echo una mano con eso, Ellen? –Brenna le agarró las cajas y las apiló en el suelo–. No deberías cargar con tantas de golpe. El médico te ha dicho que tengas cuidado al levantar peso.

–Tengo cuidado. La tormenta está llegando y a la gente le gusta almacenar cosas por si no deja de nevar en un mes. Todos estamos esperando que la cosa no se ponga tan mala como en 2007. ¿Recuerdas el Día de San Valentín?

–Estaba en Europa, Ellen.

–Es verdad, estabas allí. Lo había olvidado. Ni una gota de nieve en enero y después un metro en veinticuatro horas. Ned 55 perdió algunas de sus vacas cuando se le derrumbó el tejado del establo –Ellen se frotó la espalda–. Por cierto, te lo acabas de perder.

–¿A Ned Morris?

–A Tyler –Ellen se agachó y abrió una de las cajas–. Y Jess venía con él. Estoy segura de que ha crecido varios centímetros este verano.

–¿Tyler ha estado aquí? –ahora el corazón le latía un poco más fuerte–. Tenemos una reunión en el complejo en una hora.

–Creo que han tenido una emergencia. Jess se ha quedado en el coche y él ha entrado y ha comprado todo lo que a ella le hacía falta. Y me refiero a todo –Ellen Kelly le guiñó un ojo con gesto de complicidad y comenzó a desembalar las cajas y a colocar los artículos en los estantes–. Jamás pensé que llegaría a ver a Tyler comprando aquí para una adolescente. Recuerdo que la gente solo decía cosas malas de él cuando Janet Carpenter anunció que estaba embarazada, pero les ha demostrado a todos que se equivocaban. Que Janet es tan fría como un invierno en Vermont, y en cambio él… –continuó mientras colocaba unas latas en el estante–: puede que sea un mujeriego, pero nadie puede decir que no lo haya hecho bien con esa niña.

–Tiene casi catorce años.

–Y no se parece en nada a la persona que llegó aquí el invierno pasado, tan huesuda y pálida. ¿Te lo puedes creer? ¿Qué clase de madre se desprende de su hija así? –Ellen chasqueó la lengua mostrando su desaprobación y se agachó para abrir otra caja, una cargada de adornos de Navidad–. Desagradecida.

Brenna tuvo la precaución de reservarse su opinión al respecto.

–Janet ha tenido otro bebé.

–¿Y por eso se ha librado de la mayor? Razón de más para tener a Jess cerca, en mi opinión –Ellen colgó unas largas guirnaldas de espumillón de unos ganchos–. Puede que eso la deje marcada de por vida, aunque tiene suerte de tener a Tyler y al resto de los O’Neil. ¿Quieres adornos, cielo? Este año tengo una gran selección.

–No, gracias, Ellen. Yo no decoro la casa. Y Jess no se ha quedado marcada por lo que ha pasado. Es una niña encantadora –con lealtad y discreción, Brenna intentó dirigir la conversación hacia otro tema. No mencionó ni las inseguridades ni ninguno de los problemas que sabía que Jess había sufrido al mudarse allí–. ¿Sabes que está en el equipo de esquí del colegio? Tiene mucho talento.

–Ha salido a su padre. Aún recuerdo aquel invierno en que Tyler se deslizó esquiando por el tejado del viejo Mitch Sommerville –sonriendo, Ellen sentó sobre un estante a un enorme y sonriente Santa Claus–. Lo arrestaron, claro, pero mi George siempre decía que jamás había visto a una persona tan audaz en la montaña. Excepto a ti, tal vez. Los dos erais inseparables. Solía ver cómo te escapabas en lugar de ir a clase.

–¿A mí? Creo que te has equivocado de persona, Ellen –contestó Brenna sonriéndole–. Jamás me he saltado las clases en toda mi vida.

–Debió de ser un duro golpe para Tyler perder así su carrera deportiva. Sobre todo cuando estaba en lo más alto.

Brenna, que preferiría arrojarse desnuda a un lago helado antes que hablar de la vida privada de otra persona, hizo un intento desesperado por cambiar de asunto.

–En Snow Crystal tiene muchas cosas con las que mantenerse ocupado. Las reservas van en aumento y parece que va a ser un invierno ajetreado.

–Me alegra oírlo. Esa familia se lo merece. A nadie le impactó más que a mí oír que ese lugar tenía problemas. Los O’Neil llevan viviendo en Snow Crystal desde antes de que yo naciera. Pero bueno, parece que Jackson lo ha solucionado. Por aquí hubo gente que pensó que había cometido un gran error al gastarse tanto dinero construyendo esas cabañas tan preciosas con jacuzzis, pero resultó que sabía lo que hacía.

–Sí –Brenna fue reuniendo todo lo que necesitaba mientras se preguntaba si en un pueblo pequeño existía eso llamado «asuntos privados»–. Es un empresario muy inteligente.

–Siempre ha sabido lo que hace. Y esa chica…

–¿Kayla?

–Su corazón está en el lugar adecuado por mucho que se mueva por aquí con esos resplandecientes zapatos y ese aspecto tan neoyorquino.

Brenna añadió leche a la cesta.

–Es inglesa.

–No te lo imaginas hasta que abre la boca. Ya que estás aquí, llévate esas galletas de chocolate. Están deliciosas. Aunque no se puede decir que andes escasa de cosas ricas que comer en Snow Crystal teniendo a Élise al mando de la cocina. Ahora que Jackson y Sean están emparejados, le ha llegado el turno a Tyler.

A Brenna se le cayó al suelo el tarro que tenía en la mano. Se rompió y el contenido se esparció por todo el suelo.

«Mierda».

–¡Ay, Ellen, cuánto lo siento! Lo limpiaré. ¿Tienes una fregona? –furiosa consigo misma, se agachó para recoger los trozos del envase, pero Ellen la apartó.

–Déjalo. No quiero que te cortes los dedos. Hubo un tiempo en que pensé que los dos acabaríais juntos. No podíais estar separados.

«Mierda y mierda».

–Somos amigos, Ellen –esa conversación era lo último que necesitaba–. Y seguimos siéndolo.

Para cuando se marchó de la tienda, estaba exhausta de esquivar cotilleos y de pensar en Tyler.

Condujo directa a Snow Crystal y aparcó fuera del Outdoor Center junto al ostentoso deportivo rojo de Sean. La nieve caía sin cesar y el camino ya estaba cubierto por medio metro de polvo blanco. La temperatura había descendido y el aire prometía aún más, lo cual era una buena noticia para Snow Crystal porque la cantidad de nieve estaba directamente relacionada con el número de reservas para Navidad.

Y necesitaban esas reservas.

A pesar de lo que le había dicho a Ellen, sabía que el complejo aún estaba luchando por salir a flote. Las cabañas, cada una con su propio jacuzzi y vistas privadas al lago y al bosque, habían generado mucho gasto. Durante los últimos dos años habían tenido más cabañas vacías que ocupadas. Las cosas iban mejorando lentamente, pero aún tenían mucho alojamiento libre.

Se sacudió la nieve de las botas, abrió la puerta y se vio envuelta por la agradable calidez del interior. Caminó hasta la paz y la tranquilidad del spa. La luz era tenue y las paredes estaban pintadas de un relajante tono azul océano. Una suave música sonaba de fondo y el aire olía a los aceites de aromaterapia. Le produjo un cosquilleo en la nariz, pero claro, ella no estaba acostumbrada ni a ese aroma ni a tumbarse y dejar que alguien que no conocía le frotara aceite por la piel. Le resultaba algo demasiado íntimo. Algo que podía hacer un amante, no un extraño.

Aunque tampoco se podía decir que en su vida los amantes desempeñaran un gran papel.

Christy, que se había unido a ellos en verano para ocuparse del spa, levantó la mirada del mostrador. Un árbol de Navidad en miniatura centelleaba desde la esquina de la mesa.

–¿Sigue nevando ahí fuera? –era una chica rubia, una fisioterapeuta titulada que había añadido el masaje y la aromaterapia a su ya de por sí impresionante lista de títulos–. Has tenido un día duro. ¿Esto siempre es una locura al comienzo de la temporada de invierno?

–Hay mucho que planificar y preparar, eso seguro –Brenna se quitó el gorro y, al hacerlo, copos de nieve cayeron al suelo–. ¿Ya han llegado todos?

–Aún estamos esperando a Élise y a…

Merde, llego tarde –Élise, la jefa de cocina, pasó delante de ella como un relámpago–. Estamos hasta arriba en el restaurante esta noche y también hay una fiesta de treinta invitados que han reservado el Boathouse para una cena de aniversario. No tengo tiempo para esto y ya sé cuál es mi tarea para la temporada de invierno: ofrecerle a la gente la mejor comida que haya probado en su vida. Mañana por la mañana te veo en el gimnasio, Brenna. Siento haber faltado esta mañana. Es la primera vez en meses, pero nos estábamos volviendo locos en la cocina.

–Es Navidad y tu restaurante es la única parte de este complejo vacacional que nunca ha tenido problemas –Brenna se guardó el gorro en el bolsillo–. Estás estresada. Solo marcas mucho el acento cuando estás estresada.

–¡Claro que estoy estresada! Estoy haciendo el trabajo de ocho y ahora esperan que me siente en una reunión –disgustada, Élise se marchó con un paso tan ligero como el de una bailarina y su resplandeciente cabello oscuro sacudiéndose a la altura de la mandíbula.

Christy enarcó las cejas.

–¿Es que toma demasiada cafeína?

–No, es que es francesa –Brenna se asomó a la ventana–. He visto el coche de Sean, así que supongo que ya están aquí todos.

–Todos menos Tyler. Llega tarde. Le he enviado un mensaje, pero no ha contestado.