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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Sharon Kendrick

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La joya del jeque, n.º 2607 - febrero 2018

Título original: The Sheikh’s Bought Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-724-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

MUY BIEN, ¿y cuál es la trampa?

Zayed detectó cierta inquietud en sus consejeros cuando hizo esa pregunta. Estaban nerviosos, era evidente. Más nerviosos de lo habitual en presencia de un jeque tan poderoso e influyente como él. Aunque eso le daba igual. Al contrario, lo encontraba muy práctico. La deferencia y el miedo mantenían a todos a distancia y eso era lo que esperaba de ellos.

De espaldas a la ventana, frente a los magníficos jardines de su palacio, estudió a los hombres que estaban frente a él. La inocente expresión en el rostro de su ayudante, Hassan, no lo engañaba ni por un momento.

–¿Trampa, Majestad? –le preguntó.

–Sí, trampa –repitió él, con tono impaciente–. Mi abuelo materno ha muerto y acabo de descubrir que me ha dejado en su testamento las tierras más valiosas de toda la región. Heredar Dahabi Makaan era algo que jamás hubiera soñado –Zayed frunció el ceño–. Y por eso me pregunto qué provocó tan inesperada generosidad.

Hassan hizo una ligera reverencia.

–Era usted uno de sus pocos parientes vivos y, por lo tanto, es natural que le haya dejado esa herencia.

–Mi abuelo no me había dirigido la palabra desde que era un niño de siete años.

–Pero su visita, cuando estaba en su lecho de muerte, debió de emocionarlo. Era una visita que seguramente no había anticipado –insistió Hassan diplomáticamente–. Tal vez esa sea la razón.

Zayed apretó los labios. Tal vez, pero la visita no había sido inspirada por amor, ya que el amor había desaparecido de su corazón mucho tiempo atrás. Había ido porque era su deber y él jamás se apartaba de sus deberes. Había ido a pesar del dolor que le causaba hacerlo. Y sí, había sido extraño ver el rostro devastado por el tiempo del viejo rey, que había desheredado a su única hija cuando se casó con el padre de Zayed. Pero la muerte nos hacía iguales, pensó amargamente cuando apretó su mano con sus retorcidos dedos. Era el monstruo del que nadie podía escapar. Había hecho las paces con su abuelo moribundo porque sospechaba que eso le hubiera gustado a su madre, no porque buscase una recompensa económica.

–Nadie da nada por nada en este mundo, pero tal vez esta sea la excepción –los ojos de Zayed se clavaron en sus consejeros–. ¿Me estáis diciendo que esas tierras serán mías, sin condiciones?

Hassan vaciló por un momento.

–No del todo –dijo por fin.

Zayed asintió con la cabeza. Su instinto no le había fallado.

–De modo que hay una trampa –dijo con tono de triunfo.

–Sospecho que usted lo verá como tal, señor, porque para heredar Dahabi Makaan tiene que… –el hombre se pasó la lengua por los labios en un gesto de nerviosismo– contraer matrimonio.

–¿Contraer matrimonio? –repitió Zayed, con un tono tan amenazador que los consejeros se miraron unos a otros con ansiedad.

–Sí, señor.

–Todos sabéis lo que pienso del matrimonio.

–Desde luego, señor.

–Pero para que no haya malentendidos, lo repetiré: no tengo el menor deseo de casarme en muchos años. ¿Por qué atarme a una mujer cuando puedo disfrutar de veinte?

Zayed esbozó una sonrisa al recordar cómo lo recibía su amante de Nueva York. Tumbada sobre las sábanas de satén, con un ajustado body negro, los sedosos muslos abiertos en un gesto de bienvenida…

Tuvo que aclararse la garganta, intentando contener la inevitable reacción de su cuerpo.

–Acepto que algún día tendré que casarme para darle un heredero al reino, pero solo entonces tomaré una esposa… una virgen pura de Kafalah. Un momento que tardará décadas en llegar porque un hombre puede procrear hasta los setenta años, incluso a los ochenta. Y como en nuestros días las mujeres disfrutan de un amante experto, será un acuerdo satisfactorio para todos.

Hassan asintió de nuevo.

–Entiendo su razonamiento, señor, y en otras circunstancias estaría de acuerdo. Pero esas tierras son fundamentales para Kafalah porque son ricas en petróleo y tienen una enorme importancia estratégica. Piense cuánto beneficiaría a nuestro pueblo si fueran suyas.

Zayed hizo un gesto de indignación. ¿No estaba todo el día pensando en su gente y haciendo lo que era mejor para ellos? ¿No era famoso por la dedicación a su pueblo y su determinación de mantener la paz? Y, sin embargo, las palabras de Hassan eran ciertas. Dahabi Makaan sería sin duda la joya de la corona. ¿De verdad podía darle la espalda a tal propuesta? Recordaba a su abuelo moribundo rogándole que no tardase mucho en tener un heredero…

Cuando él le recordó que no tenía intención de casarse por el momento, el rostro del anciano se había oscurecido. ¿Habría decidido el viejo rey que la única forma de conseguir lo que quería era forzarlo al matrimonio poniéndolo como condición en su testamento?

Pero el matrimonio lo horrorizaba. No quería saber nada de sus insidiosos tentáculos, que podían atar a un hombre de tantos modos. Lo odiaba por razones que no tenían que ver con una libido que exigía variedad. Odiaba la institución del matrimonio, con todos sus defectos y sus falsas promesas, y la idea de casarse para heredar era algo que le repugnaba.

A menos que…

Zayed empezó a darle vueltas a una idea. Porque solo un tonto rechazaría la oportunidad de gobernar una región rica en petróleo, situada en una estratégica posición entre cuatro reinos del desierto.

–Tal vez haya una forma de cumplir con esa condición sin atarme al tedio y los inconvenientes de un matrimonio.

–¿Conoce la forma, señor? –inquirió Hassan–. Por favor, díganosla.

–Si el matrimonio no fuera consumado sería legal y, como tal, podría ser disuelto. ¿No es así?

–Pero señor…

–Nada de peros –lo interrumpió Zayed, impaciente–. Me gusta la idea cada vez más –añadió, aunque podía ver la duda en el rostro de sus consejeros y entendía por qué. Él era un hombre conocido por su virilidad que necesitaba el alivio del sexo como otros necesitaban ejercicio. Por tanto, la idea de que pudiese tolerar un matrimonio sin sexo era risible. Sí, habría obstáculos a una unión casta, pero él era un hombre acostumbrado a superar obstáculos y mientras miraba el rostro serio de Hassan se le ocurrió una idea brillante.

–¿Y si eligiese una mujer que no me tentase en absoluto? Una mujer fea y poco femenina. Una mujer que mirase para otro lado cuando yo saliese a divertirme. Esa podría ser una solución.

–¿Conoce a tal mujer, señor?

Zayed apretó los labios. Sí conocía a tal mujer. Jane Smith, con su moño apretado y esa ropa gris que escondía su figura, sería perfecta. Sí, desde luego. La seria y aburrida académica que estaba a cargo de los archivos de la embajada en Londres no solo era feúcha sino también inmune a sus encantos. Ni siquiera le caía bien, algo que había notado con incredulidad. Al principio pensó que era una forma de flirtear, que fingía indiferencia para despertar su interés. Como si él pudiera estar interesado en una mujer como ella. Pero había descubierto que el desagrado era auténtico cuando oyó a alguien mencionar su nombre y la vio poner los ojos en blanco. Qué insolente.

Pero Jane amaba Kafalah con una pasión que era rara en un extranjero y conocía el país mejor que muchos nativos, por eso no la había despedido. Adoraba el desierto, los palacios y su rica y a veces sangrienta historia. El corazón de Zayed se encogió por un momento.

Era un dolor que nunca había curado, por mucho que intentase olvidar. ¿Aceptar la condición de su abuelo y heredar Dahabi Makaan aliviaría su pena? ¿Podría así olvidar el pasado y mirar hacia delante, hacia el futuro?

–Prepara el jet, Hassan –le ordenó–. Iré a Inglaterra para tomar a la desdichada Jane Smith como esposa.

Capítulo 1

 

EL DÍA había empezado fatal para Jane y estaba empeorando. Primero, una llamada de teléfono, una siniestra y turbadora llamada que la había dejado horrorizada. Luego el tren había sufrido una avería y cuando llegó a la embajada de Kafalah fue recibida con expresiones de pánico.

Y la noticia que la esperaba hizo que se le encogiera el corazón: el jeque Zayed az-Zawba había decidido hacer una visita inesperada y llegaría en un par de horas.

Zayed era un hombre orgulloso y exigente, y el embajador no dejaba de dar nerviosas instrucciones mientras las secretarias sonreían, esperando ansiosamente la llegada del rey del desierto. El jeque era conocido por su arrogante y formidable atractivo, que atraía a las mujeres como polillas a la luz, pero cuando se enteró de su llegada Jane cerró su despacho de un portazo porque a ella no le parecía irresistible. Le daba igual que fuese un genio en los negocios o que estuviera construyendo escuelas y hospitales en su país.

Lo odiaba.

Odiaba sus ojos negros, que brillaban como si estuviera en posesión de algún secreto. Odiaba cómo reaccionaban las mujeres ante él, babeando como si fuera un dios. Un dios del sexo, había oído decir.

Jane tragó saliva. Porque eso era lo que más odiaba; no ser inmune al innegable atractivo del jeque, aunque representaba todo lo que ella detestaba, con sus legiones de amantes y su desprecio por los sentimientos del sexo opuesto. Sí, sabía que había tenido una infancia terrible, pero eso no le daba carta blanca para portarse como le daba la gana. ¿Durante cuánto tiempo se podía perdonar a alguien por su pasado?

Colgó la chaqueta en el armario, metió el faldón de la blusa en la falda y se sentó frente a su escritorio. Al menos en su despacho, en el sótano de la embajada, estaba lejos de la emoción del piso de arriba y de los preparativos para la llegada del jeque. Con un poco de suerte, podría seguir escondida y no verlo siquiera.

Cuando encendió su ordenador y en la pantalla apareció el famoso palacio de Kafalah Jane no estaba mirándolo. Por una vez, no se fijó en las hermosas torres azules porque en lo único que podía pensar era en la llamada de teléfono que había recibido a primera hora de la mañana y en el tono amenazador del extraño. No era la primera vez que llamaba, pero su tono se había vuelto hostil y aquella mañana había ido directo al grano.

–Tu hermana debe mucho dinero y alguien tiene que pagarlo. ¿Ese alguien vas a ser tú, cariño? Porque estoy impacientándome.

Le daban ganas de apoyar la cabeza en el escritorio y ponerse a llorar, pero ella no se permitía el lujo de derramar lágrimas. Llorar era una pérdida de tiempo porque ella era Jane, la que podía con todo. Jane, a quien todos pedían ayuda cuando tenían problemas.

Suspirando, llamó a su hermana, pero saltó el buzón de voz.

–Hola, soy Cleo. Si dejas un mensaje puede que te llame. Claro que tal vez no lo haga.

Jane tomó aire e intentó calmarse, aunque le resultaba difícil respirar.

–Tengo que hablar contigo lo antes posible. Por favor, llámame en cuanto escuches este mensaje.

No tenía muchas esperanzas de que le devolviese la llamada. Cleo hacía lo que quería y últimamente eso no parecía tener barreras. Compartían el mismo cumpleaños, pero eso era lo único que tenían en común como mellizas. A Jane le gustaba la seguridad y el estímulo de los libros mientras que a Cleo le gustaba bailar durante toda la noche. Jane vestía de forma cómoda, Cleo para destacar. Cleo era guapísima, y ella no lo era.

Su hermana no podía financiar su estilo de vida con el poco dinero que ganaba. ¿Por qué si no la llamaría aquel extraño hablándole de una deuda? ¿Y cómo había conseguido su número de teléfono? Decidió volver a llamarla después del trabajo. Incluso iría a verla para convencerla de que hablase con aquel hombre y solucionase el problema.

Intentó olvidarse de los problemas de su hermana y se concentró en el trabajo. Esa era una de las cosas que más le gustaban del mundo académico, especializado en el reino de Kafalah. Podía olvidarse de todo y viajar mentalmente a una tierra rica en cultura e historia. Podía perderse en el pasado. ¿Qué mejor manera de pasar el día que catalogando libros y organizando exposiciones de las fabulosas obras de arte de ese país? Era mucho más satisfactorio que el mundo moderno, con el que ella no parecía tener ninguna conexión.

Estaba tan concentrada en la traducción de un antiguo poema amoroso, pugnando por encontrar la palabra apropiada para un acto decididamente erótico, que no se molestó en levantar la cabeza cuando alguien abrió la puerta del despacho.

–Ahora no –dijo–. Vuelve más tarde.

Hubo un momento de total silencio y después escuchó una aterciopelada voz masculina:

–En mi país no se toleraría tal respuesta ante la llegada de un jeque. ¿Te consideras tan especial que puedes rechazarme, Jane Smith?

Jane levantó la mirada, horrorizada al ver a Zayed az-Zawba cerrando la puerta de su despacho, encerrándolos a los dos en el pequeño espacio.

Sabía que debería levantarse e inclinar la cabeza porque, aunque ella no era uno de sus súbditos, la condición real de Zayed az-Zawba exigía ciertas deferencias. Pero ella estaba en contra de ese tipo de ceremonias y, además, su repentina aparición había sido una sorpresa.

El poderoso cuerpo masculino dominaba cada átomo de espacio en el despacho y lo maldijo en silencio por su atractivo y por cómo la hacía sentir. Como si estuviera agarrándose al borde de un acantilado con la punta de los dedos. Llevaba una túnica, por supuesto. Algunos jeques se vestían con traje de chaqueta cuando iban a Europa, normalmente hechos en Italia, pero a Zayed le gustaba llamar la atención y lo conseguía sin hacer ningún esfuerzo. La túnica de seda en color crema insinuaba el cuerpo fuerte y masculino que había debajo y su único compromiso con el mundo occidental era llevar la cabeza descubierta.

Con desgana, Jane miró su rostro. Su cruel y hermoso rostro. Había estudiado generaciones de hombres de la familia Az-Zawba y conocía sus distintivas facciones por los cuadros e ilustraciones del país. Los brillantes ojos negros, la piel como el cobre pulido y la nariz larga y masculina eran rasgos familiares para ella, pero nada podría haberla preparado para tenerlo tan cerca, mirándola fijamente. Y cada vez que lo veía el impacto era mayor. Tal vez no era una sorpresa porque era un hombre magnífico y sería una tonta si intentase negarlo.

Pero no le gustaba cómo la hacía sentir y no le gustaba él. Era muy desagradable que sus pechos se hinchasen con una sola mirada y lo único que podía hacer era rezar para que él no se diera cuenta. Solo tenía que mostrar calma, como hacía con cualquier otra persona, y preguntar amablemente si necesitaba algo. Y luego, con un poco de suerte, despedirse de él lo antes posible.

Se levantó torpemente, notando el brillo de los ojos negros clavados en ella mientras hacía una breve inclinación de cabeza.

–Perdone, Alteza. No esperaba que entrase en mi despacho sin avisar.

Zayed enarcó una ceja. ¿Había censura en su tono?

–¿Tal vez debería haber pedido cita? –preguntó, sarcástico–. ¿Debería haber preguntado si había un hueco en tu ajetreada agenda?

Jane intentó sonreír mientras señalaba alrededor.

–No, pero de haber sabido que Su Alteza iba a honrarme con su presencia podría haber ordenado un poco mi despacho.

Estuvo a punto de añadir que también podría haberse arreglado un poco ella misma, pero se mordió la lengua.

–El estado de tu despacho no tiene ninguna importancia –dijo él, impaciente–. Es a ti a quien he venido a ver.

–¿A mí?

Jane Smith lo miraba con una expresión interrogante que parecía casi insubordinada. Él no estaba acostumbrado a que las mujeres lo mirasen así, como si prefiriesen estar en cualquier otro sitio. Él estaba acostumbrado a la adoración y la sumisión, y de mujeres mucho más bellas que Jane Smith. Había pensado entrar en su despacho y decirle directamente que necesitaba una esposa, pero su expresión sutilmente hostil hizo que reconsiderase tal decisión porque, de repente, se le ocurrió algo impensable.

¿Y si ella se negaba?

No aceptaría una negativa, pero tal vez tendría que emplear la diplomacia. ¿Y no era irónico tener que esforzarse para pedirle un favor a una mujer como ella?

Zayed esbozó una sonrisa al notar que no llevaba una gota de maquillaje y que su pelo castaño estaba sujeto en un apretado moño, como si fuera una mujer de sesenta años. Llevaba una fea blusa, una falda igualmente fea por debajo de las rodillas y, como siempre, era imposible intuir la forma de su cuerpo bajo el soso atuendo.

Sin duda, era la mujer menos atractiva que conocía y, por lo tanto, la candidata perfecta para lo que tenía en mente. ¿Podría alguna vez sentirse atraído por una mujer como Jane Smith? No, nunca, ni en un millón de años.

–Tengo que hacerte una proposición –dijo por fin.

Ella arrugó la frente.

–¿Qué clase de proposición?

Zayed apenas podía disimular su enfado. Qué insolente. ¿No se daba cuenta de lo poderoso que era? ¿Por qué no asentía inmediatamente, mostrándose dispuesta a hacer lo que tuviese que hacer para complacerlo?

De repente, se le ocurrió que aquel pequeño despacho, con nerviosos empleados de la embajada al otro lado de la puerta, esperando sus órdenes o quizá escuchando la conversación, no era el sitio adecuado para hacerle esa proposición.

Zayed esbozó una sonrisa, sabiendo que ejercía un poderoso impacto en los miembros del sexo opuesto.

–Creo que será más fácil explicártelo durante la cena.

–¿Cena?

–Ya sabes, la comida que hay ente el almuerzo y el desayuno –dijo él, impaciente.

–¿Quiere cenar conmigo?

No sería inteligente decirle que en realidad no quería cenar con ella, que esa cena sería una tortura que tendría que soportar mientras le contaba sus planes. ¿Por qué estropear la que, sin duda, iba a ser una noche especial para ella? ¿Por qué no cortejarla como a las mujeres les gustaba ser cortejadas?

–Sí –respondió–. Así es.

–No lo entiendo.

–Ya lo entenderás, Jane. Te lo explicaré todo durante la cena –Zayed miró el reloj de oro que una vez había sido de su padre–. Será mejor que te vayas ahora mismo.

–¿Ahora mismo? ¿Quiere que deje mi puesto de trabajo?

–Por supuesto.

–Pero si acabo de llegar… y estoy traduciendo un poema amoroso del siglo xvi que acabamos de descubrir. De hecho, uno de sus antepasados lo escribió para la favorita del harem.

Zayed empezaba a enfadarse de verdad. ¿No entendía que estaba honrándola con esa invitación? ¿Creía que invitaba a cenar a mujeres como ella todos los días y que iba a tolerar que lo rechazase para leer un poema?

–Vas a cenar con el gobernante del país para el que trabajas, no vamos a tomar un bocadillo en algún café –le espetó–. Y, sin duda, querrás arreglarte. Porque cenar conmigo no solo es un honor para cualquier miembro de la embajada, también se supone que es algo agradable. Imagino que no cenas en el mejor restaurante de Londres todos los días.

–No, no soy ese tipo de persona –dijo ella.

–No, ya me doy cuenta –murmuró Zayed, pensando que su reacción hubiera sido divertida si no fuera tan insultante. Pero pronto aprendería a ser agradecida–. Enviaré un coche a buscarte a las ocho. Espero que estés preparada.

Ella abrió la boca como para decir algo, pero debió de pensarlo mejor porque al final asintió, casi como si le hubieran impuesto un castigo. De hecho, estaba seguro de que había contenido un suspiro de resignación.

–Muy bien, Alteza –dijo por fin, como haciéndole un favor–. Estaré lista a las ocho.