Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Michelle Conder
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Tres deseos, n.º 2608 - febrero 2018
Título original: The Italian’s Virgin Acquisition
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-725-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
SEBASTIANO MIRÓ su Rolex mientras entraba en SJC Tower, el edificio en el que se encontraban sus oficinas en Londres, haciendo caso omiso a la lluvia invernal. Desde el momento en el que se levantó aquella mañana, supo que el día iba a resultarle interesante y no precisamente en su connotación más positiva.
No iba a permitir que ruidosos trabajadores, una visita imprevista de su examante o una rueda pinchada lo apartara de su objetivo. Llevaba dos años esperando que llegara aquel día y, por fin, su anciano y testarudo abuelo iba a entregar las riendas de la dinastía familiar. Por fin.
Bert, el jefe de seguridad, lo saludó con una inclinación de cabeza cuando Sebastiano se acercó al mostrador de recepción. No parecía sorprendido de ver cómo su jefe llegaba a trabajar el domingo por la mañana.
–¿Vio el partido ayer, jefe? –le preguntó Bert con una radiante sonrisa.
–No presumas –le aconsejó Sebastiano–. Es una costumbre muy poco atractiva.
La sonrisa de Bert se amplió aún más.
–Sí, señor.
Aquella amistosa rivalidad era fuente de gran regocijo para Sebastiano. Demasiado a menudo, los que le rodeaban se escondían detrás de una máscara de deferencia para mostrarse siempre de acuerdo con él solo porque Sebastiano había nacido rodeado de riqueza y privilegios. Aquello le resultaba muy irritante.
Miró el periódico que Bert tenía extendido sobre el mostrador y en el que se veía una fotografía de Sebastiano saliendo de una elegante y aburrida fiesta la noche anterior. Evidentemente, su ya examante, había visto las mismas fotografías en Internet, razón por lo que le había abordado en el exterior de su domicilio en Park Lane a primera hora de la mañana cuando Sebastiano regresaba de correr. Quería saber por qué no la había invitado a asistir con él.
Pensándolo bien, decirle que había sido «porque no se le había ocurrido», no había sido una respuesta muy acertada. Después de eso, la situación se había deteriorado muy rápidamente y había terminado cuando ella le dedicó un ultimátum: o Sebastiano permitía que la relación progresara o se terminaba allí mismo. En realidad, Sebastiano no podía culparla por sentirse frustrada. Hacía un mes, la había asediado con la misma determinación que lo había empujado a colocarse en lo más alto de la lista Forbes 500 a la edad de treinta y un años.
Por supuesto, se había disculpado con ella, una bailarina de ballet de renombre mundial, pero ella no se había mostrado muy impresionada. Ella se había limitado a lanzarle un elegante beso por encima del hombro y a asegurarle que él se lo perdía, antes de salir de su vida.
–Le deseo mejor suerte la próxima vez, jefe –añadió Bert, fingiendo sentirse muy compungido.
Sebastiano gruñó. Sabía que Bert se refería al partido de fútbol de la noche anterior, en el que su equipo había hecho pedazos al de Sebastiano.
–Si tu equipo vuelve a ganar –le dijo Sebastiano mientras se dirigía al ascensor–, te bajaré el sueldo a la mitad.
–¡Sí, señor! –exclamó Bert con una amplia sonrisa.
Sebastiano se metió en el ascensor y apretó el botón. Esperaba que su asistente hubiera tenido tiempo de terminar los informes que quería presentar a su abuelo. Normalmente, jamás le hubiera pedido a Paula que fuera a trabajar en domingo, pero su abuelo le había ido a visitar en el último momento y no quería dejar nada al azar.
En realidad, no era su instinto para los negocios lo que provocaba la reticencia del anciano a cederle el control de la empresa. No. Lo que quería era ver cómo Sebastiano sentaba la cabeza con una encantadora donna, que, más adelante, se convirtiera en la madre de numerosos bambini. Su abuelo quería que, en su vida, hubiera algo más que trabajo. Una existencia equilibrada. Sebastiano sospechaba que aquella idea no había salido de su abuelo, sino de su adorada esposa. Y lo que la nonna quería, lo conseguía.
Sus abuelos eran italianos a la vieja usanza. Si no había una buena mujer cocinando en la cocina y calentándole la cama por la noche, consideraban que estaba viviendo una vida solitaria y triste. Aparentemente, el hecho de que un ama de llaves se preocupara de que comiera caliente y que muchas mujeres le calentaran la cama, no era suficiente para ellos.
Una pena. Para Sebastiano, estar ocupado era parte de su equilibrio entre vida y trabajo. Le encantaba. No pasaba ni un día en el que no se despertara deseando buscar nuevas oportunidades de negocio y excitantes desafíos. ¿Amor? ¿Matrimonio? Ambas situaciones requerían un nivel de intimidad que él no estaba dispuesto a alcanzar.
En aquellos momentos, estaba en la cumbre de su vida. Acababa de comprar la empresa de suministro de acero y de hormigón de Gran Bretaña y le parecía que el aquel momento era el óptimo para hacerse cargo de Castiglione Europa. Los dos negocios se complementaban tan perfectamente que ya le había pedido a su equipo de marketing y ventas que crearan un plan para abrirse paso en la industria de la remodelación hotelera por el este de Europa. Solo tenía que convencer a su obstinado nonno para que se jubilara y se retirara con su adorada esposa a la mansión que la familia poseía en la costa de Amalfi. Entonces, y solo entonces, podría Sebastiano compensar a su familia por el dolor causado hacía quince años.
Sumido en sus pensamientos, encendió las luces de la planta y oyó que le llegaba un mensaje a su teléfono móvil. Lo abrió y se detuvo en seco.
Lo leyó dos veces. Aparentemente, Paula estaba en Urgencias con su esposo porque parecía que él se había roto el tobillo. El informe que él le había pedido seguía aún en el ordenador de Paula. Sebastiano frunció el ceño. Su abuelo estaba a punto de llegar en cualquier momento.
Le contestó diciéndole que esperaba que su esposo se encontrara bien y sacó el portátil de Paula para llevárselo a su propio despacho. Recorrió ávidamente la pantalla, buscando la carpeta que contuviera el informe que necesitaba. No lo encontró.
Genial. Aquello era simplemente genial.
Poppy miró su reloj de Mickey Mouse y lanzó un sonido de impaciencia. Tenía que marcharse de allí. Su hermano Simon la estaría esperando y siempre se ponía muy nervioso cuando ella llegaba tarde. Además, a Maryann, la maravillosa vecina que había sido para ellos más que una madre, acababan de diagnosticarle esclerosis múltiple. Había sido un golpe muy cruel para una mujer que era tan hermosa en el exterior como en el interior y Poppy quería hacer algo bonito por ella.
Trató de no seguir pensando en aquella horrible noticia y se apretó la coleta que se había hecho apresuradamente antes de repasar el documento legal que quería presentar a su jefe al día siguiente por la mañana. Solo le quedaba una semana para dejar su trabajo como becaria en SJC International y quería asegurarse de destacar. Tal vez, si impresionaba a los jefes lo suficiente, cuando terminara sus estudios de Derecho podría conseguir un trabajo allí. El pez gordo era Sebastiano Castiglione, el jefe de su jefe. Ella no lo conocía personalmente, pero lo había visto recorriendo los pasillos con autoridad, indicando que era un hombre acostumbrado siempre a conseguir sus objetivos.
Se sorprendió pensando en su atractivo aspecto de chico malo y se recordó que su reputación iba en la misma línea. Recogió las carpetas que había estado utilizando y apagó el ordenador. Como le costaba madrugar por las mañanas, le habría gustado poder trabajar desde casa aquella mañana, pero su ordenador era muy antiguo y no podía instalar en él el programa que necesitaba utilizar. De todos modos, como solo era una becaria, no tenía autorización para descargarlo a pesar de estar trabajando para la empresa.
Se masajeó el cuello y estaba a punto de marcharse cuando se fijó en el libro que había tomado prestado de Paula hacía una semana. El día siguiente iba a ser un día muy ajetreado, por lo que sería mejor devolvérselo cuando se marchara aquel mismo día.
Normalmente, no tendría acceso a la planta en la que se encontraban los despachos de los ejecutivos, pero, dado que su jefe le había prestado su pase de acceso, podría ir un instante. No quería que el señor Adams tuviera problemas por su culpa, pero tampoco quería devolver el libro demasiado tarde y parecer poco cuidadosa. Una de las mejores maneras de destacar como becaria era ser todo lo eficaz que fuera posible y Poppy se tomaba su trabajo muy cuidadosamente. Además, dado que no había nadie más allí aquella mañana, ¿quién podría enterarse?
Tomó el libro y se dirigió hacia el ascensor. Después de criarse en el sistema de familias de acogida desde los doce años y tener que ocuparse de un hermano diez años más pequeño que había nacido sordo, sabía que la única manera de salir de su pobre existencia era centrarse en convertirse en alguien mejor. Había tenido una segunda oportunidad cuando Maryann los encontró a los dos acurrucados junto a un radiador en la estación de Paddington hacía ocho años. Poppy tenía intención de aprovechar al máximo esa oportunidad para asegurarse de que los dos tenían un futuro.
Pasó la tarjeta de acceso y apretó el botón que la llevaba a la planta ejecutiva. Entonces, esperó pacientemente a que el ascensor se abriera frente al elegante vestíbulo. Atravesó el pasillo y se dirigió a la zona de oficinas del señor Castiglione. Al llegar allí, se sobresaltó cuando una profunda voz masculina lanzó una maldición.
Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, Poppy se dio la vuelta para ver de quién se trataba. No pudo ver a nadie. Entonces, otra maldición quebró el aire y ella se dio cuenta de que había salido del despacho principal.
La curiosidad la había perdido siempre. Dio unos pasos hasta la puerta del despacho del señor Castiglione y encontró que la puerta estaba abierta. Al verlo allí, con las piernas separadas frente a los enormes ventanales, contuvo el aliento.
Lo habría reconocido en cualquier parte. Poderoso, salvaje, tremendamente guapo. Se mesaba el negro cabello, alborotándoselo. Para ser italiano, era muy alto. También era muy fuerte, como si hiciera ejercicio todos los días. Dado que tenía reputación de trabajar veinticuatro horas al día, Poppy no sabía de dónde sacaba el tiempo, pero se alegraba de ello. Era una golosina para los ojos. Un bombón, como a Maryann le gustaba decir.
De repente, como si él sintiera su presencia, dejó de mirar el teléfono móvil que tenía entre las manos y se dio la vuelta. La atravesó con sus brillantes ojos verdes. Durante un instante, Poppy se olvidó de respirar.
–¿Quién demonios es usted?
–Soy una becaria –respondió Poppy aclarándose la garganta–. Poppy Connolly. Trabajo para usted.
Él frunció aún más el ceño y la miró de arriba abajo.
–¿Desde cuándo se ha considerado apropiado venir a la oficina con unos vaqueros y un jersey?
Poppy se sonrojó.
–Es domingo –dijo a modo de explicación–. No esperaba encontrarme con nadie.
En realidad, aquella explicación no resultaba muy válida cuando él iba ataviado con una inmaculada camisa, corbata roja y pantalones oscuros que hacían destacar sus poderosos muslos.
–Sí. Es domingo. ¿Por qué está usted aquí?
–Me queda una semana y quería terminar una presentación para el señor Adams. Él me dio permiso para venir.
–Está llevando su dedicación un poco lejos, ¿no le parece?
–No, si una quiere salir adelante –respondió ella–. Me encantaría trabajar aquí cuando termine mis estudios. Mostrarse flexible y comprometido son dos de las cosas que los becarios pueden hacer para resaltar.
Poppy había estado tan segura de que él la iba a echar de su despacho que se sorprendió mucho cuando Castiglione le preguntó:
–¿Y cuáles son las otras?
–Ser puntual, tratar la oportunidad como si fuera un trabajo de verdad y vestirse de manera adecuada.
–Veo que esa no la ha tenido en cuenta –comentó él en tono de sorna.
Poppy sintió que se sonrojaba y que el corazón comenzaba a latirle al doble de su velocidad normal. Probablemente, lo de encontrar atractivo al jefe no estaba en el listado de las cosas que una becaria debía tener en cuenta, por lo que trató de encontrar la manera de salvar una situación que se estaba deteriorando rápidamente.
Cuando el teléfono comenzó a sonar en el escritorio de Castiglione, Poppy dio las gracias en silencio.
–Permítame que conteste yo –dijo de la manera más profesional posible.
Antes de que Castiglione pudiera responder, ella ya había llegado al escritorio y había agarrado el teléfono. Le sonrió ampliamente mientras decía:
–Despacho del señor Castiglione.
La sonrisa se le heló ligeramente en los labios al darse cuenta de que al otro lado de la línea se escuchaba un hilo de voz de una mujer llorosa. Tenía un fuerte acento, por lo que, además de la tristeza que la embargaba, Poppy casi no podía entenderla.
–Siento interrumpir… ¿Está Sebastiano?
–Sí, está aquí –contestó ella, consciente de que el hombre del que estaban hablando la estaba mirando fijamente–. Sí, por supuesto. Un momento –añadió. Como no sabía qué botón apretar para que su interlocutora no pudiera escuchar nada, tapó el auricular con una mano y le ofreció a él el teléfono–. Es para usted –le dijo en voz muy baja.
–Qué sorpresa –replicó él con ironía.
Poppy se volvió a sentir como si hubiera metido la pata y dio un paso atrás para facilitarle a él el acceso al escritorio.
–¿Sí? –rugió al auricular.
Al ver que él fruncía el ceño profundamente, Poppy decidió tomar la iniciativa y prepararle un café. Así, esperaba ganarse algunos puntos positivos, tal vez algunos de los que había perdido pasándole aquella llamada, que probablemente era de su novia. O tal vez de su ex, dado que la mujer estaba llorando. Todo el mundo en la empresa conocía bien sus breves conquistas, como el hecho de que Paula siempre se ocupaba de comprarles una carísima joya como compensación tras la ruptura.
Se dirigió rápidamente a la cafetera. Cuando regresó con la taza, se sorprendió al ver que él seguía hablando por teléfono. Se estaba mesando el cabello con gesto cansado, por lo que Poppy se sintió muy orgullosa de sí misma por haber pensado en el café. Estaba a punto de marcharse cuando él, de repente, le agarró con fuerza la muñeca para evitar que se fuera.
Poppy se detuvo de repente y observó cómo los bronceados dedos habían comenzado a acariciarle suavemente la parte interna de la muñeca. Ella sintió que se le cortaba la respiración al sentir cómo una oleada de placer comenzó a extendérsele por el brazo. Lo miró y, por el modo en el que a él le relucían los brillantes ojos verdes, supo que había notado aquella reacción.
El deseo se apoderó de Poppy junto con un sentimiento de incredulidad, no solo porque aquel hombre fuera de hecho su jefe, sino porque estaba hablando con una mujer que, con toda seguridad, era o había sido su novia y le estaba acariciando a ella la muñeca mientras la otra mujer lloraba.
Canalla.
Enojada de haber sentido tanto placer dadas las circunstancias, Poppy apartó la mano y golpeó sin querer la taza que, tan solo instantes antes, había colocado tan cuidadosamente sobre la mesa. Antes de que ninguno de los dos fuera capaz de reaccionar, el café salió volando por encima del escritorio y fue a caer sobre la pechera de la impecable camisa de su jefe.
Sebastiano lanzó una maldición en italiano que hizo que Poppy se sonrojara a pesar de no comprender ni una sola palabra. Lo miró boquiabierta mientras él colgaba el teléfono y se apartaba la húmeda camisa del pecho.
–¿Qué demonios ha hecho? –le espetó con furia.
–Yo… Usted…
Poppy miró desesperadamente a su alrededor y, por fin, agarró un montón de pañuelos de papel de una caja que había en una estantería y comenzó a secarle el pecho. Cuando Castiglione levantó la mano para que ella se detuviera, Poppy se dio cuenta de que le habían caído unas gotas en la bragueta y, sin pensar, comenzó a secarlas. Inmediatamente, la mano volvió a inmovilizarle la muñeca. Aquella vez, no hubo caricias.
–Tengo una camisa en el armario que hay a sus espaldas. Vaya por ella.
Al notar la irritación con la que él la miraba, Poppy se sonrojó. El aire pareció restallar entre ellos como un relámpago en un día de tormenta.
–Sí, lo siento… Yo…
–Más pronto que tarde estaría bien –gruñó él.
–Enseguida –tartamudeó ella.
Incluso más enojada consigo misma que antes, fue al armario y sacó la camisa limpia de la bolsa en la que se encontraba. Cuando se dio la vuelta, nada la hubiera preparado para encontrarse a su jefe con el torso desnudo, secándose el musculado abdomen con un buen montón de pañuelos… Dios santo… Tenía capas de músculo unas encima de otras y, además, aquella perfección bronceada se hallaba cubierta de un vello oscuro que, poco a poco, se iba estrechándose hasta perderse por debajo de la cinturilla del pantalón…
–Yo… Usted –susurró ella señalándole el torso–. Tiene una marca roja en el pecho. ¿Quiere que vaya a por una pomada al botiquín?
–No. No quiero que haga nada más.
–Está bien –dijo Poppy. Le entregó la camisa y se dio la vuelta, con la esperanza de que él no pudiera escuchar los latidos de su corazón–. Lo siento… –tartamudeó muy avergonzada–. No sé lo que ocurrió. Normalmente no soy tan torpe… de verdad… pero cuando usted… yo… de verdad que lo siento mucho.
–Estoy seguro de ello –replicó él secamente.
Al escuchar el susurro de la tela, Poppy se dio la vuelta y se lo encontró metiéndose la camisa en los pantalones y tragó saliva. Deseó no saber lo que había debajo de aquella camisa, porque no era capaz de sacarse la imagen de aquel bronceado torso de la cabeza. Observó en silencio cómo él se colocaba los puños y se ponía la corbata.
–Al menos el café no le ha manchado la corbata.
–¿Y se supone que eso me tiene que consolar? –le espetó ella
–No fue mi intención –repuso ella con cierta aspereza–. Usted me estaba frotando la muñeca mientras rompía con su novia.
–¿Y eso le hizo echarme el café encima?
–No lo hice deliberadamente –dijo ella pensando que, en realidad, se lo había merecido–. Tal vez debería dar las gracias porque no estuviera muy caliente.
–Estaba muy caliente –afirmó él con gesto implacable.
Scusa, sono in anticipo
Una voz profunda y algo cascada rompió el momento y sacó a Poppy de la bruma sensual en la que se encontraba.