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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Emma Darcy

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En la riqueza y en la pobreza, n.º 1453 - febrero 2018

Título original: The Billionaire Bridegroom

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-735-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

AQUELLA sí que era una mansión lujosa. Con clase, pensó Serena Fleming mientras conducía la furgoneta por los jardines, perfectamente arreglados, en dirección a la casa de una de las clientas de su hermana, Angelina Gifford. El salón de peluquería para mascotas de Michelle atraía a gran cantidad de clientes ricos que no dudaban en utilizar el servicio a domicilio, pero ninguna propiedad había impresionado tanto a Serena como aquella, en su ruta de recogida de perros y gatos.

Michelle le había contado que aquellas tierras habían sido declaradas zona urbanizable hacía solo cuatro años. Y los Gifford habían comprado buena parte de ellas. Tres acres sobre la cima de la loma, con vistas sobre Terrigal Beach y el océano. El jardín no tenía un diseño formal, constaba simplemente de unas cuantas palmeras artísticamente distribuidas. Eran enormes palmeras ya crecidas que debían haber costado una fortuna, plantadas sobre un terreno que tampoco debía de ser barato.

Al acercarse a la casa, de imponente diseño arquitectónico, el edificio mismo le tapó las vistas. Las ventanas debían de dar al norte y este, pensó Serena. La construcción resultaba interesante, pintada toda de color azul con detalles en crema, los colores del mar y de la arena.

Serena detuvo la furgoneta frente a la puerta principal y salió, ansiosa por conocer a quien había diseñado todo aquello. Nic Moretti era un arquitecto de prestigio, además de ser el hermano de Angelina Gifford, que en ese momento se encontraba de viaje con su marido. Angelina había dejado a su hermano a cargo de la casa y de la perra, Cleo, que aquella mañana debía recibir una sesión completa de peluquería.

Sin duda el arreglo resultaba de lo más conveniente para el arquitecto. Según el periódico local, acababa de conseguir un contrato para construir un jardín público con varios pabellones en la parte más alta de unos terrenos con vistas a Brisbane Water. Sería fácil supervisar las obras desde aquel estratégico y privilegiado lugar, a solo media hora del futuro parque público.

Serena llamó a la puerta y esperó. Y siguió esperando. Miró el reloj. Pasaban ya diez minutos de las nueve, la hora señalada. Llamó de nuevo, esa vez con más vigor.

Durante su época de estilista en peluquería, mientras trabajaba para uno de los salones de belleza más famosos de Sydney, Serena había observado que eran siempre las personas adineradas quienes llegaban tarde y luego esperaban ser atendidas en el acto. Y allí, en Central Coast, a hora y media de camino de Sydney, las cosas parecían funcionar exactamente igual. Los ricos esperaban que los demás les sirvieran. De hecho esperaban que todo el mundo girara a su alrededor.

Igual que su ex novio… Serena suspiró molesta, recordando lo que Lyall Duncan había esperado de ella, cuando de pronto la puerta se abrió.

–¿Sí? –preguntó un hombre de talla imponente.

Serena abrió la boca atónita. Él tenía los espesos cabellos negros revueltos, y su mandíbula resultaba agresiva, sin afeitar. Mostraba el musculoso y masculino cuerpo casi por entero, cubierto únicamente por un par de calzoncillos tipo boxer de seda muy exóticos… y eróticos. Y quizá estuviera equivocada, pero… No, no debía mirar allí. Serena respiró hondo y alzó la vista hacia aquellos ojos negros, enmarcados por larguísimas pestañas. Por supuesto, la familia era de origen italiano. ¿Cómo iba a ser de otro modo, con nombres como Nic y Angelina Moretti?

–Soy Serena, del salón de peluquería para mascotas Michelle.

Él frunció el ceño y escrutó el rostro de Serena. Ojos azules, nariz respingona, labios generosos, un pequeño hoyuelo en la barbilla y unos cuantos mechones rubios sueltos, escapando de la coleta. La vista bajó después hacia su torso, de pechos altos, y hacia los pantalones cortos, que mostraban las largas piernas. Serena se sintió de pronto casi tan desnuda como él, a pesar de ir decentemente vestida.

–¿Te conozco? –siguió preguntando él.

–¡No! –exclamó Serena recordando de pronto, y sufriendo un profundo shock.

No deseaba que él la reconociera. Se habían visto exactamente hacía un mes, un terrible mes durante el cual Serena se había esforzado por dejar atrás una cruda experiencia. Romper su compromiso matrimonial con Lyall, abandonar el trabajo, abandonar Sydney y refugiarse en casa de su hermana para topar de frente, de nuevo, con el arquitecto responsable de todas aquellas decisiones…

Serena comenzó a sudar, se quedó lívida pensando en lo injusto de aquella situación. Apretó los puños y reprimió el deseo de gritar. Pero el sentido común seguía insistiendo en que la culpa no era de Nic Moretti. Él, sencillamente, había sido el instrumento gracias al cual Serena había visto la realidad de su futuro matrimonio de cuento de hadas.

Él era el hombre con el que Lyall había estado hablando aquella noche en la fiesta, el hombre que tanto se había sorprendido de saber que el rico y nuevo propietario, Lyall Duncan, había elegido por esposa a una mujer inferior a él, una peluquera. Serena había oído la respuesta de Lyall, y esa respuesta le había sacado los colores y había roto para siempre con su sueño. Pero aquel hombre también la había oído, y la humillación que eso le producía la obligaba a adoptar una actitud defensiva.

–Yo no te conozco… –continuó Serena, mintiendo.

–Nic Moretti.

–…así que no veo cómo vas a conocerme tú a mí –concluyó ella.

Se habían visto en la fiesta de Lyall, pero nadie los había presentado. Aquella noche, Serena se había vestido y maquillado para representar su papel, y su aspecto había sido muy distinto del de esa mañana, más natural. Era imposible que la reconociera, pero a pesar de la negativa de Serena él seguía frunciendo el ceño, tratando de recordar.

–He venido a recoger a Cleo –afirmó Serena deseosa de escapar de allí.

–Cleo –repitió él, aún confuso.

–La perra.

De pronto el hermoso rostro del arquitecto se aclaró, desvaneciendo la expresión de confusión y dejando a un lado el inútil esfuerzo por recordar el semblante de Serena.

–Te refieres al monstruo, supongo –contestó él en tono despectivo.

Si antes estaba pálida, de pronto Serena se puso colorada de ira. Imposible resistirse a la tentación de responder con una buena dosis de condescendencia a un hombre tan esnob. Tenía que darle a probar su propia medicina.

–Jamás se me ocurriría llamar monstruo a una dulce terrier.

–¿Dulce? –exclamó el arquitecto alargando un brazo y enseñando las marcas de dientes de la perra–. ¡Mira lo que me ha hecho!

–Mmm… –murmuró Serena sin ninguna compasión por él, felicitando en silencio a la perra por morder a un hombre que, sin duda, lo merecía– eso me hace preguntarme… ¿qué le has hecho tú a ella?

–Nada, sencillamente trataba de rescatar a esa odiosa criatura.

–¿Rescatarla de qué?

–Una amiga mía la dejó sobre el tobogán de la piscina. La perra cayó al agua, estaba aterrada. Yo nadé hacia ella tratando de salvarla y…

–Los perros saben nadar, ¿sabes?

–Lo sé –contestó el arquitecto de mal humor–, lo hice instintivamente, sin pensar.

–Pues ella también debió morderte instintivamente, sin pensar. Resbalar por un tobogán debió aterrorizarla.

–Solo pretendía divertirse un poco.

–Algunas personas tienen una extraña idea de la diversión –observó Serena.

–Pero yo solo quería de salvarla –se defendió el arquitecto–. Y te recuerdo que no fue ella quien sangró.

–Me alegro de oírlo, pero quizá debas volver a plantearte a quién llamas «monstruo». Hay que tener cuidado con la gente con la que uno se mezcla, y observar cómo trata a los seres que considera inferiores.

Aquel consejo había salido de labios de Serena precipitadamente, de pura rabia. A él no debió gustarle nada, pero eso no la preocupaba. Ya era hora de que alguien amonestara a aquel hombre de privilegiada cuna. Serena seguía rabiosa, por el modo en que Lyall y él habían hablado de ella. Lyall le había contado el tipo de esposa que esperaba conseguir, casándose con una simple peluquera. Ella se sentiría tan agradecida, que jamás cuestionaría ninguna de las decisiones de su marido, convirtiéndose en una ama de casa complaciente y perfecta. Sin duda Lyall la colocaba en un lugar inferior, la trataba como a un ser inferior.

Pero quizá se hubiera pasado de la raya. Al fin y al cabo, Nic Moretti sustituía a una de las clientas fijas de su hermana, una clienta que no reparaba en gastos con la perra, y que Michelle lamentaría perder. El hecho de que aquel atractivo arquitecto la hiciera derretirse de la cabeza a los pies era irrelevante. El negocio era el negocio. Serena se reprimió y esbozó una sonrisa.

–La señora Gifford ha reservado hora en el salón para Cleo para esta mañana. Si tuvieras la amabilidad de traérmela…

–El salón –repitió él serio–. ¿Cortáis también las uñas, o tengo que llevarla al veterinario para eso?

–Sí, cortamos las uñas.

–Entonces, por favor, córtaselas. ¿Tienes una correa para llevártela?

–¿Es que no tiene Cleo ninguna?

–No pienso acercarme a esa perra hasta que no le cortes las uñas –afirmó el arquitecto.

–Estupendo, entonces voy a la furgoneta por una correa.

Era increíble que un hombre de su tamaño se acobardara ante una miniatura. Serena sacudió la cabeza ante una idea tan absurda y recogió una correa y una bolsa de beicon de la furgoneta. Siempre resultaba útil cuando un perro se negaba a obedecer. Estaba ansiosa por demostrar su superioridad ante Nic Moretti, aunque solo fuera con respecto a una perra.

El arquitecto esperó junto a la puerta principal, aún de mal humor tras la conversación. O quizá sencillamente tuviera resaca. Era evidente que Serena lo había sacado de la cama. Ella sonrió ampliamente, decidida a ponerlo de relieve y reprocharle ese mal humor.

–¿Quieres llevarme hasta Cleo, o prefieres que espere aquí a que la saques de la casa?

–No, pasa. Diviértete, tratando de cazarla –respondió él con un gesto de la mano.

–Será fácil –añadió ella, despectiva.

Serena titubeó al pasar por delante de él. Nic Moretti era uno de esos hombres agresivamente masculinos, capaces de amenazar la serenidad de cualquier mujer. Serena trató de convencerse en silencio de que era gay. Muchos artistas lo eran. De hecho, tenía el cuerpo de un modelo de calendario, de esos que su jefe en la peluquería gustaba tanto de contemplar. Pecho ancho, estómago plano, piernas espectaculares…

Pero la increíble visión quedó inmediatamente olvidada ante el escenario que se presentó a sus ojos. El vestíbulo de la mansión parecía la sala de un teatro, con las paredes adornadas de fabulosas urnas. Dos escalones daban paso a un inmenso salón en el que, prácticamente, cada mueble era una obra de arte. Al fondo, tras una enorme cristalera, se veía un vasto patio sombreado y, a un nivel inferior, la piscina, con el famoso y escurridizo tobogán. Sin embargo no había ninguna caseta de perro por ningún lado, ni rastro del animal.

Serena volvió la vista atrás. El corazón le dio un vuelco. El arquitecto no dejaba de observar su trasero. Nic Moretti no podía ser gay. Solo un hombre heterosexual podía contemplar de ese modo su figura, que tantas miradas solía atraer. Y no era que fuera especialmente voluptuosa. Tenía un buen tono muscular, sin rastro de celulitis. Sencillamente su trasero respingón llamaba la atención más de lo normal. Pero Serena no tenía razón alguna para ocultarlo.

Lyall Duncan era uno de esos hombres a los que, más que nada, les gusta el trasero de las mujeres. Algunos lo encontraban infinitamente más sexy que los grandes pechos o las largas piernas, o lo que fuera que atrajera tanto a los hombres. Más aún, así precisamente se lo había contado Lyall a Nic Moretti, durante la fiesta. El recuerdo exasperó y acaloró de nuevo a Serena. ¿Reconocía el arquitecto aquel rasgo suyo en particular?

–¿Dónde está Cleo? –preguntó Serena.

–No lo sé, acabo de salir de la cama…

–¡Vaya!, ¿qué tenemos aquí? –preguntó de pronto una voz femenina cursi y afectada.

Serena giró la cabeza. La recién llegada salía de una puerta que debía dar al ala de los dormitorios. Llevaba bata y camisón de encaje y seda color marfil, pero apenas le tapaban los muslos, y estiraba perezosamente un brazo, recogiéndose la larga melena. Sonreía provocativamente, con su figura esbelta y su bello rostro, dignos de la portada de una revista.

–Ah… Justine… –suspiró Nic aliviado–… ¿has visto a Cleo? Eh… esta… señorita ha venido a recogerla para llevarla a la peluquería.

El arquitecto había olvidado su nombre. ¡Qué típico! Ella no pertenecía a su clase social y, por tanto, no debía de merecer la pena recordarlo. Pero mejor así, mejor que no se acordara de nada.

–¡La peluquería! –exclamó Justine girando los ojos en sus órbitas–. ¡Es una lástima, que no haya venido a llevarse a ese monstruo para siempre! Debiste dejar que se ahogara en la piscina, Nic.

–Angelina no me lo perdonaría, Justine –contestó el arquitecto en tono de reproche.

–Es una perra malcriada.

–Aun así…

–Está en el cuarto de la plancha, encerrada con la lavadora –informó Justine con desdén–. No sé cómo has podido dormir, con esa perra ladrando en la puerta toda la noche. A mí casi me vuelve loca. Esta mañana estaba tan rabiosa, que he tenido que arrastrarla del collar y encerrarla.

–Deberías haberme despertado, me habría ocupado de ella –aseguró Nic, cada vez más consciente de la crueldad de Justine hacia los animales.

–¿Y dejarme sola mientras tú haces de niñera de esa perra malcriada? No, gracias –respondió Justine–. Detesto las interrupciones. ¿No te parece, cariño?

Nic se aclaró la garganta, evidentemente violento. ¡Con qué mujeres salía! Serena observó a Justine con desdén. Sin duda era una mujer de sangre caliente y corazón helado. Una niña rica, acostumbrada a ser el centro de atención.

–El cuarto de la plancha… por aquí –comentó el arquitecto con un gesto para que lo siguiera.

–¡Cuidado al entrar! –advirtió Justine–. Seguro que está hecho un desastre. Le arrojé un muslo de pollo a ver si se callaba.

–¡Un muslo de pollo! –exclamó Serena girándose y observándola–. Los huesos de pollo son frágiles, pueden astillarse y hacerle daño al animal.

–Vamos –urgió el arquitecto. Cierto, lo mejor era darse prisa. No era momento para reproches. Además posiblemente Justine se alegrara si la perra estaba muerta. Al menos él demostraba cierta preocupación mientras la guiaba por la espaciosa cocina–. ¡Cleo! –gritó Nic Moretti saliendo a una galería llena de estantes para zapatos y percheros para abrigos y paraguas.

Inmediatamente se oyeron ladridos, que tranquilizaron al arquitecto antes incluso de abrir la puerta del cuarto de la plancha. Nada más hacerlo la perra salió corriendo, cruzando la cocina disparada como un proyectil, huyendo de su encierro.

–¡Maldita sea! –exclamó Nic observando el estado en el que se encontraba el cuarto de la plancha.

Cualquier animal nervioso habría hecho lo mismo. Serena prefirió no hacer ningún comentario. Su trabajo consistía en cazar a Cleo, que posiblemente se hubiera puesto histérica de nuevo, nada más ver a Justine.

–¡Dios, otra vez tú, pequeño monstruo! –exclamó Justine dándole una patada a la perra.

Serena llamó a la perra por su nombre y arrojó un trozo de crujiente beicon al suelo, agachándose para resultar menos amenazadora. Luego arrojó otro y otro, hasta que la perra siguió la pista comiéndoselos todos. Por último sostuvo uno entre los dedos, que el animal se acercó a olfatear. Serena trató de calmarlo, acariciándole las orejas. La pobre perra temblaba de miedo, pero se tranquilizó poco a poco mientras Serena le hablaba en tono indulgente. Por fin se alzó sobre las patas traseras y comenzó a lamerle el rostro.

–¡Dios, qué asco! –exclamó Justine con disgusto, mientras Serena tomaba a la perra en brazos y se levantaba.

–¡Cállate, Justine! –gritó Nic–. Deja que la señorita haga su trabajo. Serena se dirigió a la puerta sin hacer ningún comentario. Nic Moretti la siguió hasta la furgoneta–. ¿Qué puerta quieres que te abra?

–La del conductor. La dejaré en el asiento de al lado para acariciarla y tranquilizarla. Hay una correa de perro atada al cinturón de seguridad, así que no me supondrá ningún problema para conducir.

–Parece que está más tranquila –comentó Nic observándola atar a la perra, aún con cierta ansiedad.

–Trata de acomodarse a la situación.

–Sí, me temo que Justine no está acostumbrada a los perros.

–Quizá debas ser más duro con ella –aconsejó Serena por segunda vez, poco diplomática, mientras subía y cerraba la puerta–. En circunstancias normales traería de vuelta a Cleo a la una en punto, ¿te parece bien esa hora?

–Estupendo.

–¿Pero seguirá tu amiga aquí?

–No –negó el arquitecto categóricamente.

–Entonces volveré a la una –asintió Serena, satisfecha.

Capítulo 2

 

NIC Moretti observó la furgoneta hasta que salió de la propiedad, molesto consigo mismo por forma en que aquella mujer lo afectaba, a pesar de no poder olvidar ciertas verdades que ella le había arrojado a la cara. Una peluquera de perros… que evidentemente se preocupaba más por los animales que por las personas. Aunque lo cierto era que aquella mañana su imagen no podía haber sido buena. Y menos aún la de Justine.

Lo cual lo llevaba a la conclusión de que quizá ella tuviera razón, y sus palabras estuvieran justificadas. Tal vez hubiera llegado el momento de plantearse detenidamente lo que estaba haciendo, y deshacerse de ciertas personas a las que solo se arrimaba por mantener una vida social. Quizá no debiera pasar por alto ciertas deficiencias de los demás sobre la base de que nadie era perfecto. Aquel día se sentía inclinado a la crítica.

Nic sacudió la cabeza ante la ironía. Tenía que ser precisamente una desconocida quien se lo pusiera de manifiesto, una desconocida de la que ni siquiera recordaba el nombre. Había un nombre escrito sobre la furgoneta, Michelle, pero Nic estaba seguro de que no era ese el que ella le había dado. Y seguía pensando que la había visto antes, en alguna parte. Aunque era poco probable, dado que ella vivía y trabajaba en Central Coast. Por lo general Nic se movía más por Sydney. Además, ¿cómo olvidar esos labios y ese precioso trasero? Se trataban de rasgos que jamás hubiera pasado por alto. Nic sonrió burlón.

Evidentemente la resaca lo afectaba. ¿Qué podía tener en común con una peluquera de perros, excepto a Cleo, mientras durara la custodia? Lo mejor era ocuparse de Justine, que comenzaba a ser una verdadera tortura para la pobre Cleo. Peor aún, su crueldad con la perra comenzaba a ser evidente, y eso a Nic no le gustaba. Jamás volvería a invitarla a casa de su hermana.

Nic recordó las carcajadas de Justine mientras dejaba a Cleo sobre el resbaladizo tobogán y la observaba luchar. La broma había sido pesada. El episodio le había molestado. Sobre todo los mordiscos de Cleo. Pero él había hecho mal, enfadándose con la perra. Por fin lo veía con toda claridad. Aquella peluquera le había hecho darse cuenta de unas cuantas cosas. Por ejemplo, para empezar, de que para tratar con perros era necesaria cierta experiencia, de la que él carecía.

Resuelto, entró en casa dispuesto a enfrentarse a Justine. Ella estaba en la cocina, preparando café. Nic la observó con ojo crítico. ¿Quería continuar con la aventura? Lo cierto era que ambos se llevaban bien, tanto en el aspecto social como sexual. Sin embargo su relación era muy superficial. Se trataba simplemente de pasarlo bien, y Nic tenía la clara sensación de que la diversión había terminado. Justine giró la cabeza al oír que se cerraba la puerta.

–¡Ah, por fin las has echado! –exclamó girando los ojos en sus órbitas–. ¡Tendremos paz durante un rato!