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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Anne Mather

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Al sol del amor, n.º 2557 - julio 2017

Título original: A Dangerous Taste of Passion

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9997-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL ESTABA de pie en el acantilado que se alzaba al final de la cala. ¿La estaba mirando? Lily no lo sabía. Pero no necesitaba de su intuición para darse cuenta de quién era. Dee-Dee se lo había dicho, de hecho la había advertido. Y Dee-Dee parecía saberlo todo. Dee-Dee también afirmaba que era vidente y nadie en la pequeña isla caribeña de Cayo Orquídea se lo discutiría. Y era cierto, la anciana había presagiado la enfermedad de la madre de Lily y el huracán de la última estación que a punto estuvo de destruir el puerto de la ciudad.

El padre de Lily no estaba de acuerdo con que Dee-Dee lo supiera todo. Consideraba las visiones de la señora de la limpieza de su casa como tonterías. Pero Lily suponía que al ser pastor anglicano no quería que lo relacionaran con la magia negra de donde, en su opinión, procedían las afirmaciones de Dee-Dee.

Sin embargo, en aquel momento Lily estaba menos preocupada por las capacidades de Dee-Dee que por su deseo de que aquel hombre se marchara. No le gustaba pensar que la vigilaba y volvió a preguntarse una vez más qué estaba haciendo en la isla.

Según Dee-Dee, se llamaba Raphael Oliveira y era de Nueva York. La anciana asistenta pensaba que había tenido problemas en la ciudad y que había comprado una de las propiedades más caras de la isla para escapar de la justicia.

Pero no siempre podía fiarse una de las especulaciones de Dee-Dee, y nadie sabía siquiera que la casa de Punta Orquídea estuviera en venta.

En cualquier caso, lo que Lily quería era que se diera la vuelta y se marchara. Aquel era el momento en el que ella solía darse su baño de la tarde, pero no tenía intención de quitarse la ropa delante de él… aunque estuviera a más de treinta metros de distancia.

Dobló la toalla en el brazo y se dirigió hacia la rectoría. Solo se permitió mirar de reojo hacia él cuando ya estaba casi en casa.

Y para su disgusto, descubrió que ya no estaba.

 

 

Una semana más tarde, Lily estaba sentada en su escritorio escribiendo en el ordenador los detalles de los fletados de la temporada anterior cuando alguien entró en la agencia.

Llevaba trabajando en Cartagena Charters desde que terminó la universidad en Florida. No era un trabajo particularmente exigente, pero Cayo Orquídea era una ciudad pequeña y no había muchos trabajos que su padre aprobara.

Su zona de trabajo estaba situada tras un biombo que separaba el mostrador de la oficina. Normalmente era su jefe, Ray Myers, quien se ocupaba de los clientes. Pero Ray estaba en Miami recogiendo una nueva goleta de dos mástiles. Le había dicho a Lily que seguramente no habría clientes nuevos hasta el fin de semana, pero ella era la que estaba oficialmente a cargo.

Lily suspiró, se levantó de la silla y rodeó el biombo de metacrilato para salir.

Había un hombre de pie dándole la espalda mirando por las ventanas de cristal hacia los mástiles de los veleros balanceándose en el puerto que quedaba atrás.

Era alto y de piel muy bronceada, con pelo largo y oscuro y anchos hombros embutidos en una chaqueta de cuero. Tenía los pulgares metidos en los bolsillos traseros de los ajustados vaqueros, lo que le acentuaba las estrechas caderas y las largas y fuertes piernas.

Lily tragó saliva. Supo quién era al instante; lo había presentido antes incluso de rodear el biombo y verle. Era el mismo hombre que la había observado una semana atrás desde el acantilado, el hombre sobre el que Dee-Dee le había advertido, asegurándole que sería peligroso conocerlo.

Él escuchó sus pasos y se dio la vuelta antes de que Lily tuviera la oportunidad de cambiar de expresión. Vio sus ojos oscuros, las largas pestañas y los pómulos altos, la nariz prominente y la boca delgada y al mismo tiempo sensual. No era guapo, pensó, pero resultaba absolutamente fascinante. Por primera vez se permitió pensar que Dee-Dee podía estar en lo cierto.

–Hola –dijo él con una voz tan rica y oscura como el café negro. Si la reconoció, no dio señales de ello–. ¿Está Myers?

Lily vaciló. Así que conocía a Ray. Aunque le habló en su idioma, tenía un acento poco marcado pero extranjero.

–Mm… el señor Myers no está aquí –dijo dándose cuenta de que estaba esperando una respuesta–. ¿Es usted amigo suyo?

Oliveira la miró como si dudara de la inocencia de aquella pregunta.

–No somos amigos –dijo finalmente–. Pero nos conocemos. Me llamo Rafe Oliveira. Creo que se acordará de mí.

Lily pensó que para ella resultaría absolutamente inolvidable, pero por supuesto, no dijo nada.

–Bueno, me temo que el señor Myers está en Miami en este momento –se dio cuenta entonces de que se le había salido la camiseta de los pantalones cortos al levantarse y añadió rápidamente–, ¿puedo ayudarlo en algo?

El hombre la miró y Lily fue consciente al instante de que el precario moño que se había hecho en el pelo aquella mañana había empezado a deshacerse y la melena le caía por las orejas. Además, se había maquillado poco ese día y seguramente tenía un aspecto acalorado.

¡Menuda imagen!

–Me temo que no – dijo Oliveira encogiéndose de hombros–. ¿Cuándo vuelve Myers?

Lily arqueó las cejas. Había vuelto a llamar a Ray «Myers», lo que no resultaba muy amistoso.

–Debería estar de vuelta pasado mañana. ¿Quiere que le deje algún mensaje?

–No hace falta –murmuró Oliveira–. Hablaré con él cuando vuelva.

Lily esperaba que se marchara entonces, pero él se dedicó a echar una ojeada al exhibidor de folletos y prospectos que anunciaban las muchas actividades disponibles para los visitantes: navegación, pesca, submarinismo…

Mientras pasaba los folletos con dedo distraído, Oliveira la miró de reojo.

–¿Disfrutó usted de su baño la otra tarde? –preguntó.

Lily se sonrojó. Por la actitud que había tenido hasta ahora, había empezado a creer que no la había reconocido desde tan lejos. Nunca pensó que comentaría el hecho de que la había visto ni que había adivinado lo que tenía pensado hacer antes de que él apareciera.

¿La habría visto en la playa con anterioridad?

Lily se humedeció los labios y dijo con tirantez:

–No sé de qué me habla –aseguró con tono seco y cortante–. ¿Desea algo más? Porque tengo trabajo que hacer.

Oliveira abandonó cualquier pretensión de estar mirando los folletos y se dirigió al mostrador, observándola con una mirada algo burlona.

–No era mi intención espiarte –afirmó ignorando el obvio deseo de Lily de que se fuera.

Ella entreabrió los ojos.

–¿Ha estado espiándome? –exclamó como si acabara de caer en la cuenta.

–Me vio en el acantilado la otra noche –aseguró Oliveira con firmeza–. Y yo la vi a usted. Todavía no he adquirido la capacidad de ir por la isla sin ser visto. Supongo que por eso cambió de opinión respecto a meterse en el agua. No soy ningún idiota, señorita… señorita Fielding, ¿verdad? –se encogió de hombros–. Su padre es el pastor de la localidad, ¿no?

Lily estaba atónita. No había pensado que pudiera saber su nombre. Pero le daba rabia que le importara. Maldición, no era el primer hombre que había mostrado interés por ella.

–De acuerdo –dijo pensando que no tenía sentido negarlo–. Sí le vi. Y entonces, como no veía razón para que se saliera con la suya, añadió–, ¿se llevó una decepción cuando cambié de idea?

Sabía que le había sorprendido. Qué diablos, se había sorprendido a sí misma. Nunca pensó que podría llegar a ser tan audaz.

Como era de esperar, Oliveira se recuperó antes. Pero eso era de esperar, pensó Lily con resentimiento. Seguramente se habría encontrado con todo tipo de provocaciones en sus… ¿cuántos? Seguramente casi cuarenta años.

–Sí –murmuró él finalmente con una débil sonrisa asomándole a los labios–. Pero la decepción fue por haber invadido tu intimidad –continuó tuteándola–. Había algo… hereje en la visión de ver a una joven comportándose de un modo tan temerario –arqueó una ceja–. ¿Me perdonas?

Lily tenía la boca seca.

–No creo –murmuró sin saber qué más decir.

Oliveira inclinó la cabeza antes de dirigirse hacia la puerta.

–No importa –dijo abriéndola y permitiendo que un poco de aire húmedo invadiera la sequedad del aire acondicionado de la oficina.

Luego se dio la vuelta y Lily se puso tensa, pero lo único que añadió fue:

–¿Te importaría decirle a Myers que he venido?

Capítulo 2

 

RAFE regresó conduciendo a Punta Orquídea maldiciendo el impulso que le había llevado a avergonzar a la joven.

Solo sabía quién era porque su cocinera hablaba del padre de la chica con mofa. Pero Luella, como la mayoría de los habitantes de la isla, fingían seguir las directrices de la iglesia anglicana mientras asistían en secreto a otro tipo de ceremonias religiosas al caer la noche.

Rafe torció el gesto, molesto consigo mismo por lanzarle el cebo. ¿Acaso no tenía ya su vida suficientes complicaciones? Una exmujer que insistía en acosarlo, una reputación en ruinas a pesar de que todos los cargos se habían retirado y la certeza de que vivir en Cayo Orquídea empezaría a aburrirle enseguida a menos que encontrara algo con lo que entretenerse.

Giró el Lexus por una curva cerrada en la que los hibiscos color escarlata le rozaron las ruedas, pero la mirada se le iba sin poder evitarlo a las aguas azul verdosas del mar y a la arena blanca bendecida por el sol tropical.

Aquello era hermoso, pensó Rafe. Había echado de menos vistas así cuando vivía en Nueva York. Su padre seguía en Miami, por supuesto, y lo visitaba con bastante regularidad. Pero había estado tan ocupado levantando su negocio que había olvidado los placeres sencillos de su infancia en la Habana.

Aquella fue la excusa que le dio su exmujer cuando Rafe descubrió que le había estado engañando. Sarah se había quejado de que nunca estaba en casa y se sentía sola. Pero su matrimonio fue un error desde el principio, y Rafe no se llevó ningún disgusto cuando tuvo un motivo para interponer una demanda de divorcio.

Desgraciadamente, Sarah se había enfrentado a él desde el primer momento. A pesar del generoso acuerdo que Rafe le había ofrecido, ella quería que la perdonara y que volviera a instalarse en su apartamento común como si nada hubiera pasado.

Pero para Rafe, la pérdida del lujoso ático fue un precio pequeño a pagar a cambio de su libertad. Incluso cuando unos meses más tarde Sarah consiguió entrar en su casa nueva y le destrozó el dormitorio, no presentó cargos contra ella. Pensaba que tarde o temprano aceptaría que su relación había terminado.

Pero en los últimos meses, Rafe se había dado cuenta de que eso no iba a pasar. Le habían arrestado por contrabando de droga. Y aunque nunca había tenido ninguna relación con el cártel de Sudamérica, como le acusó Sarah, había supuesto pagar altos honorarios a los abogados y un juicio que le había quitado las ganas de seguir viviendo en Nueva York.

La experiencia le había llevado a replantearse seriamente su vida. Tenía casi cuarenta años y se había pasado los últimos veinte concentrado en el trabajo.

Por eso cuando llegó la oportunidad de vender, no se lo pensó. Solo había mantenido un interés nominal en Oliveira Corporation y compró tierras y una propiedad a un hombre al que ganó jugando al póquer en Las Vegas.

Por muy inquieto que se sintiera, durante los dos próximos años quería darse un respiro, salir a navegar e ir de pesca y estar tranquilo en general. No necesitaba volver a trabajar nunca más, pero no creía que pudiera soportar la perspectiva. Sin embargo, tenía pensado invertir en el futuro en pequeñas empresas como Cartagena Charters, por ejemplo.

Rafe condujo a través del pueblo de Cayo Coral. Su casa, una villa amplia hecha de coral y cal que ocupaba el acantilado que daba a una cala privada. Rafe iba allí a nadar la mayoría de las mañanas, normalmente antes de que se despertara el servicio.

Tal vez la señorita Fielding debería seguir su ejemplo.

Las puertas de su propiedad se abrieron cuando se acercó gracias al teclado electrónico que Steve Bellamy, su asistente, le había instalado en el coche.

Además de investigar a todos los visitantes, el ex- policía hacía de chófer, programador informático y chef gourmet si era necesario.

Rafe aparcó el Lexus en uno de los lugares del garaje de seis plazas, dejó las llaves en el contacto y se dirigió a la parte de atrás de la villa.

La piscina se extendía bajo el sol de mediodía, y al otro lado los arbustos de hibiscos y las adelfas caían profusamente sobre los azulejos pintados. Bajo el toldo a rayas había una mesa de teca preparada para la comida por si decidía comer fuera. Su asistenta apareció cuando Rafe estaba mirando hacia el mar. Carla Samuels llevaba más de quince años trabajando para él, mucho antes del fin de su matrimonio. Y aunque su exmujer la había amenazado con todo tipo de consecuencias, Carla se fue con Rafe cuando dejó el apartamento y luego cuando se instaló en Cayo Orquídea.

–¿A qué hora va a querer comer, señor Oliveira? –le preguntó.

Rafe se dio la vuelta y se encogió perezosamente de hombros.

–No tengo mucha hambre, Carla –confesó–. Tal vez más tarde.

–Necesita comer –insistió Carla–. ¿No le apetecería un delicioso filete de mero cocinado solo con un poco de mantequilla y limón? ¿O una ensalada? Luella ha traído marisco fresco.

Rafe sonrió, sacó los brazos de la chaqueta y se la colgó de un hombro.

–No te rindes, ¿verdad, Carla? –se dirigió hacia ella–. De acuerdo. Tomaré una ensalada fuera –la siguió al interior de la casa y torció el gesto–. Cielos, qué frío hace aquí dentro.

Carla se encogió de hombros.

–Al señor Bellamy le gusta así –dijo marchándose a toda prisa antes de que su jefe le dijera nada.

Rafe dejó la chaqueta en una silla de la entrada y pasó al enorme recibidor. Los suelos eran de baldosa italiana y en el medio había una mesa repleta de orquídeas y lilas. Detrás se alzaba una escalera de caracol que llevaba a la planta superior, donde se situaban todas las habitaciones principales.

El despacho de Rafe estaba en el ala izquierda. Se dirigía hacia allá cuando escuchó la voz de Steve.

–Señor Oliveira, ¿tiene un minuto? –le preguntó acercándose a él desde la cocina.

Rafe compuso un gesto de resignación y se dio la vuelta para apoyar los hombros en una de las columnas de piedra que sostenían el techo.

–¿Tengo opción?

Steve se puso muy serio. Era un hombre alto y fuerte, tenía unos pocos años más que su jefe y un rostro en el que cualquiera confiaría.

–Siempre tiene opción –respondió Steve pasándose la mano por el pelo canoso–. Solo quería decirle que vino una visita a verle mientras estaba en la ciudad.

Rafe le observó con curiosidad. Conocía a Bellamy desde hacía dos años y sabía que no era la clase de persona que se preocupaba por nada.

–¿Una visita? –preguntó frunciendo el ceño–. Grant Mathews, ¿no?

–Casi. Pero tengo la sensación de que el señor Mathews está todavía lamiéndose las heridas de su viaje a Las Vegas. He oído que anda corto de dinero.

–Los hombres como Mathews no están mucho tiempo cortos de dinero, Steve –afirmó Rafe–. Tener problemas de liquidez es su excusa habitual. Ya verás como dentro de seis meses hará todo lo posible por recuperar esta casa y las tierras.

–¿Y se las venderá? –Steve alzó las cejas.

–Depende de si me gusta vivir aquí –respondió Rafe encogiéndose de hombros–. No te pongas muy cómodo, Steve. Puede que descubra que la vida de la isla no es para mí. Bueno, si la visita no era Grant Mathews, ¿quién era?

–Su hija –respondió Steve al instante.

–No sabía que tuviera una hija –murmuró Rafe–. ¿Cuántos años tiene? ¿Cómo se llama?

–Unos veintitantos, creo. Se llama Laura. Al parecer su madre y ella vivían en esta casa hasta que su madre se volvió a casar y Laura se marchó a la universidad.

–Entiendo –Rafe reflexionó sobre lo que acababa de oír–. ¿Dijo qué quería?

–No, pero insistió en que necesitaba hablar con usted –Steve hizo una pausa–. Parecía muy interesada.

–¿Ah, sí? –Rafe sonrió burlón y le dio una palmada en el hombro–. Gracias por el aviso, Steve. Pero si vuelve la señorita Mathews, dile que no estoy disponible, ¿de acuerdo?

 

 

Lily no vio a Rafe Oliveira durante varios días.

Ray Myers regresó de su viaje a Miami y se mostró algo opaco respecto a la noticia de que el señor Oliveira había estado buscándole.

–¿Lo conoces bien? –preguntó Lily amparándose en el hecho de que tenía confianza con Ray.

–Nos conocemos –contestó su jefe sentándose en el ordenador para ver el movimiento de los barcos cuando él no estuvo–. Veo que el Ariadne regresó sin problemas.

–¿Por qué iba a ser de otra manera? –Lily estaba molesta de que no quisiera hablar con ella del otro tema–. Por cierto, Dave dice que hay que revisar los motores del Santa Lucia.

Ray alzó la vista para mirarla.

–Tal vez dentro de unas semanas. Lo necesitamos para el grupo de pescadores de Boston.

Lily se encogió de hombros. Si Ray quería arriesgarse con su licencia era asunto suyo. Pero no pudo evitar pensar que en su lugar ella habría escogido una opción más segura.

Ray torció el gesto y decidió cambiar otra vez de tema.

–Supongo que sabes que Laura Mathews ha vuelto a la isla.

Laura había sido una buena amiga suya antes de que cada una se fuera por su lado, Laura a Nueva York a trabajar en una agencia de publicidad y Lily a la universidad en Florida.

–No, no sabía nada de ella.

Por supuesto, recientemente se había hablado del padre de Laura y de la cantidad de dinero que había perdido en las mesas de juego de Las Vegas. En el pasado fue el hombre más rico de Cayo Orquídea, y ahora Dee-Dee decía que a duras penas podía salir adelante debido a la recesión económica.

Así que había tenido que vender algunas propiedades. Como la casa de Punta Orquídea. Unos años atrás, Laura y su madre vivían en la villa que ahora pertenecía a Rafael Oliveira. Los padres de Laura se separaron cuando ella era una niña, y desde entonces Grant Mathews vivió solo en la casa de la plantación.

–Imprímeme una copia de nuestra situación financiera actual, ¿quieres? –dijo entonces Ray levantándose del escritorio de Lily–. No se me da muy bien la informática.

Lily sintió una punzada de recelo. Solo era una intuición, pero a Ray no se le daba muy bien ocultar sus sentimientos y al parecer tenía algo más que los problemas del Santa Lucia en mente.

–Pareces preocupado –dijo a pesar de su decisión de no implicarse–. No tenemos problemas, ¿verdad? Cartagena Charters es la mejor agencia de la isla.

–Eso no es mucho decir dadas las circunstancias actuales. La gente no viene a la isla fuera de temporada como antes –musitó Ray–. Esos huracanes caribeños no son buenos para el negocio. Ya sabes que hemos tenido un par de cancelaciones, y como perdí dos barcos en esa tormenta del otoño pasado estoy haciendo grandes esfuerzos por mantenerme a flote.

Lily fue consciente de que el recelo que había sentido antes estaba justificado.

–Pero entonces, ¿por qué comprar una nueva goleta? ¿Nos lo podemos permitir?

Ray la miró de reojo.

–¿Importa eso? La necesitábamos –le recordó–. ¿No te acabo de decir que perdimos dos barcos el pasado otoño?

–Sí –Lily se quedó pensativa–. Y supongo que si queremos que alguien se interese por Cartagena Charters hay que presentar una imagen de éxito.

Ray afirmó con la cabeza.

–Ahora nos entendemos.

Un inversor como Rafe Oliveira, pensó Lily incómoda. Se le pusieron los nervios de punta al recordar a aquel hombre de pie en la oficina mirándola con aquellos ojos negros como la noche.

Tragó saliva. ¿Acaso confiaba Ray en conseguir que Oliveira se interesara por la agencia?

Dudaba mucho que la propia Dee-Dee pudiera predecir lo que eso significaría para Lily.