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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Marion Lennox

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Instinto de protección, n.º 1996 - julio 2017

Título original: Rescued by a Millionaire

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-070-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

UNA EXTRAÑA sensación de alivio invadió a Riley Jackson cuando cargó las últimas pertenencias de su esposa en el aeroplano de su mejor amigo. ¿No debería sentirse furioso? ¿O desolado? ¿O resentido? Al fin y al cabo, así era como se había sentido en el pasado cada vez que había tenido que decirle adiós a alguna persona a la que había querido.

Sin embargo, ni siquiera minutos después, cuando vio el aparato despegar y lo siguió con la mirada hasta que no fue más que un punto en el horizonte, sintió pena alguna.

Quizá aquello significara que había quedado curado definitivamente del virus del amor, pensó. En cualquier caso lo que había quedado claro era que era incapaz de mantener una relación. Y, sinceramente, le daba igual.

–¿Tú qué opinas, chico? –le preguntó a su perro, y Bustle frotó el hocico contra la palma de su mano.

No, Bustle tampoco echaría de menos a Lisa, que nunca había tenido tiempo para él.

–Nos hemos quedado solos, amigo –le dijo Riley mientras se giraba para regresar a la casa, y el viejo perro lo siguió cojeando.

Al contrario que su esposa, Bustle le sería fiel hasta el final, y sabía que cuando lo perdiese sentiría un profundo dolor, verdadero dolor. Cuando eso ocurriera, cuando Bustle muriese, no volvería a permitirse sentir apego por nadie.

El viejo collie volvió a frotar el hocico contra la palma de su mano, y Riley se acuclilló para abrazarlo con cariño.

–Lo sé –le dijo–; sé que no te tendré conmigo por mucho tiempo más, chico, y no sabes cómo te echaré de menos, pero será la última vez que llore. A partir de ahora no volveré a abrirle mi corazón a nadie.

Capítulo 1

 

JENNA había cometido muchos errores en su vida, pero aquél era con mucho el peor de todos. En una escala del uno al diez, la estupidez que acababa de hacer se merecería un veinte, se dijo mientras miraba angustiada el tren que se alejaba, difuminándose con las ondas temblorosas en que el espantoso calor había convertido la línea del horizonte.

Hasta donde alcanzaba la vista no había más que aquel dichoso polvo rojizo que arrastraba el viento, y vía de tren. Junto a ella habían crecido algunos rastrojos, pero aparte de aquello no había nada más.

Se quedó allí de pie, inmóvil, tratando de digerir la magnitud de su error. Cuando por la megafonía del tren habían anunciado que la próxima parada era Barinya Downs, había supuesto que sería un lugar habitado. Además, a través de la ventanilla había visto paradas cerca del andén media docena de camionetas, y a operarios del tren descargando mercancías que varios hombres y mujeres con aspecto de rancheros subían a ellas.

Había estado convencida de que tenía que ser un asentamiento de algún tipo, y se había dicho que, aunque no fuese más que un pueblucho, apearse allí sería infinitamente mejor que pasar otros dos días en el tren viendo a Brian humillar a su hija pequeña.

Debería haberse asegurado antes de bajar de que aquel lugar estaba habitado, pero en aquel momento había estado tan furiosa, que había agarrado sus maletas, le había dicho a Karli que se bajaban, y apenas habían puesto pie en el andén cuando el tren reanudó su marcha.

Por culpa de su estupidez estaban en medio de ninguna parte, a un día y medio de viaje en tren hasta Sidney y a dos de Perth.

–¿Dónde estamos? –le preguntó Karli, su hermanastra de cinco años, con una vocecita asustada.

–En Barinya Downs –respondió Jenna contra el caliente viento en un tono alto y claro, como si con ello fuera a hacer de aquella nada un algo.

Por desgracia, sin embargo, era evidente que Barinya Downs no era más que un andén de cemento con tejado de hojalata. No había nada más; ni un árbol, ni un teléfono… nada. Y Karli estaba a su lado, esperando que le dijera qué iban a hacer.

«Buena la has hecho, Jenna», se reprendió. «Tu padre siempre dijo que eras estúpida, y acabas de demostrar que tenía razón».

¿Y qué importaba lo que pensase su padre? Estaba en América, a miles de kilómetros. Además, ¿quién le decía que no estaba confabulado con Brian? La idea era descabellada, pero no imposible. Hijas de la misma madre, Karli y ella tenían padres distintos, pero los dos tenían en común su falta absoluta de escrúpulos.

Jenna cerró los ojos, recordando irritada la expresión triunfante en el rostro de Brian cuando le había dicho a Karli que se bajaban del tren.

«¡Eso, bájate y llévate a esa cría llorica!», le había gruñido. «¡Ya ves lo que me importa! ¡He ganado!».

De pronto un pensamiento terrible cruzó por su mente. ¿Sería posible que Brian hubiese sabido que en aquel lugar donde iban a apearse no había absolutamente nada? ¿Podía ser tan cruel? No, se dijo horrorizada, ni siquiera alguien como Brian podría dejar a su propia hija en un sitio como aquél y quedarse con la conciencia tranquila.

¿Que no?, se dijo enfadada consigo misma por ser tan ingenua. Se sentó sobre su maleta e intentó controlar el pánico que sentía. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Bajó la vista y se encontró a Karli, que la miraba preocupada. La sentó en sus rodillas y la abrazó con fuerza. «Cálmate, Jenna; piensa».

–¿Va a venir alguien a recogernos? –le preguntó Karli.

–Tal vez –contestó ella distraídamente–. Déjame pensar un momento.

Obediente, la niña enmudeció, algo que por desgracia se le daba demasiado bien. Karli había pasado su corta vida siguiendo al pie de la letra el precepto que le habían inculcado de que los niños estaban mejor calladitos. Jenna estaba decidida a poner fin a su retraimiento, pero en ese momento agradeció su silencio. Necesitaba pensar, y en las actuales circunstancias no resultaba sencillo porque además de estar paralizada por el miedo estaba sudando. El cambio del aire acondicionado del tren al exterior había sido brutal; hacía tanto calor que podría freírse un huevo sobre el cemento del andén. Claro que, después de todo, ¿qué esperaba? Era mediodía y estaban en el Outback, la región central semidesértica de Australia.

«Olvídate del calor y concéntrate», se reprendió. ¿Cuánto faltaría para que pasase el próximo tren? Trató de recordar los horarios que había estado mirando en Internet, antes de salir de Inglaterra, y el corazón le dio un vuelco. No, no podía ser; tenía que estar equivocada… No, no lo estaba, estaba segura. Aquel tren que recorría la franja central del continente sólo pasaba dos veces por semana. No habría más trenes hasta el lunes próximo… ¡y sólo estaban a martes!

Sintiéndose más angustiada si cabía, Jenna sacó el teléfono móvil de su bolso y miró la pantalla: «fuera de cobertura». Estupendo, también estaban incomunicadas.

Pero… ¿y la gente de las camionetas? Tenían que vivir en algún sitio. Bajó a Karli de su regazo y fue hasta el borde del andén para mirar en derredor, lo cual no fue muy buena idea como comprobó cuando le dio el sol de pleno. Volvió a la sombra bajo el tejado de hojalata del andén, y Karli se abrazó a su pierna.

Haciendo visera con las manos para proteger sus ojos de la cegadora claridad, Jenna paseó la mirada por el paisaje. Sobre el polvoriento terreno se veían las marcas de las ruedas de las camionetas, que habían tomado cada una distintas direcciones, pero no veía signo alguno de vida. No, un momento… Atisbaba algo en la lejanía. ¿Serían edificios? No estaba segura.

Miró a su hermanastra con indecisión. ¿Qué hacer? Lo cierto era que no tenían muchas opciones: podían quedarse en el andén, sin nada que comer ni beber, y esperar al próximo tren, o caminar hacia el horizonte, fuera lo que fuese aquello que se veía. La elección estaba bastante clara, pero tendrían que esperar unas horas, pensó echándole un vistazo a su reloj de pulsera. Era la una de la tarde y el sol estaba en todo su apogeo.

–¿Sabes qué vamos a hacer? –le dijo a Karli, intentando que su voz sonase animosa–. Vamos a sacar de la maleta algo más fresco para cambiarnos, esperaremos a que pase un poco el calor, y luego iremos hasta ese sitio que se ve allí para ver si es una casa.

«Y Dios quiera que lo sea», pensó.

 

 

Tras entrar en la casa y dejar en el suelo de la cocina la última caja de provisiones, Riley se irguió y bajó la vista con una expresión de disgusto. Maggie le había puesto más botes de alubias guisadas con tomate. En fin, al menos también había empaquetado varias latas de cerveza. Además, dentro de una semana volvería de nuevo a la civilización, a Munyering, donde lo esperaban su confortable casa, la estupenda comida de Maggie y una piscina; las cosas que hacían más llevadero el calor.

¿Por qué no habría enviado a alguno de sus hombres a hacer aquellas reparaciones? Porque se habrían negado a ir, se respondió al instante, esbozando una sonrisa irónica. Seguro que en el convenio de peones de rancho había alguna cláusula sobre las alubias y el polvo del Outback.

No era momento de perder el tiempo pensando en tonterías, se reprendió; precisamente lo que no tenía era tiempo. «Así que… vamos con las prioridades», se dijo.

Se puso a desembalar latas de cerveza, metió todas las que pudo en el frigorífico y miró su reloj. Sólo era la una de la tarde. Aún tenía siete horas de luz por delante, y eso significaba que le daría tiempo a desatascar al menos otro conducto.

Trabajar bajo el abrasador sol de mediodía era una locura, pero los conductos del agua estaban obstruidos y la supervivencia de su ganado dependía de que lo solucionara. Si parase para descansar en ese momento otras treinta cabezas podrían haber muerto antes de que cayera la noche.

«Bueno, amigo», se dijo con la puerta del frigorífico aún abierta, «la cerveza tendrá que esperar. No hay más remedio. Volvamos al trabajo».

 

 

De todos los atardeceres que Jenna había visto, aquél era sencillamente impresionante. El sol, una bola de fuego, estaba hundiéndose tras la línea del horizonte, y los rayos rojizos teñían con su luz el baldío paisaje. En otras circunstancias aquel espectáculo la habría dejado sin aliento, pero Karli estaba empezando a tambalearse. Al calcular la distancia hasta los edificios desde el apeadero le había parecido que estarían a poco más de un kilómetro y medio, pero resultaron ser tres o cuatro, y aunque habían dejado las maletas y se habían puesto ropa ligera, la caminata había sido larga y calurosa, y la arena les quemaba los pies bajo las finas suelas de los zapatos.

Y en ese momento, cuando por fin estaban llegando, a Jenna se le cayó el alma a los pies. Lo que de lejos le había parecido un grupo de edificios no eran más que una vieja casa de madera con techumbre de hojalata, rodeada de unos pocos cobertizos destartalados. No había una valla, ni un jardín, y el que los cristales de algunas ventanas estuvieran rotos y que faltaran tablas en varios sitios parecía indicar que hacía tiempo que nadie vivía allí.

Sin embargo, por ruinosa que estuviese la casa, podrían refugiarse en ella hasta que pasase el próximo tren. Lo que le interesaba a Jenna era el tanque de agua que se veía detrás la vivienda.

–Por favor, que todavía funcione… –susurró mientras rodeaban la casa–. Por favor, Dios mío…

Y entonces, al doblar la esquina, vio una tosca pista de aterrizaje, y al final de ella un pequeño aeroplano, moderno y caro. Nadie en sus cabales lo dejaría allí abandonado.

–¡Tiene que haber alguien aquí! –le dijo excitada a la niña, agachándose para abrazarla–. Lo has hecho muy bien, Karli; te has portado como una campeona. ¡Estamos salvadas!

–Tengo sed –musitó la chiquilla con voz lastimosa.

Jenna se volvió y miró hacia la casa.

–Ven –le dijo a Karli, tomándola de la mano–, vamos a llamar.

¿Quién viviría en un sitio cochambroso como aquél?, se preguntó mientras rodeaban de nuevo la casa. Golpeó la puerta con los nudillos y esperó, pero no hubo respuesta. Lo único que se oía era el viento.

–Vuelve a llamar –la instó la niña.

Jenna llamó de nuevo, esta vez con más fuerza, y la puerta se hundió hacia dentro. Se quedaron en silencio, esperando, pero sólo se escuchaba el golpeteo metálico de un par de planchas sueltas del tejado que levantaba el viento.

–Tengo mucha sed –insistió Karli.

Jenna le apretó la mano y se mordió el labio inferior indecisa. Entrar en una propiedad privada sin permiso era allanamiento de morada pero, dadas las circunstancias, esperaba que quien viviera allí lo entendiese.

–Entremos –le siseó a la niña.

–¿Por qué hablas en voz baja? –inquirió Karli imitándola.

–Porque este sitio es bastante siniestro. Agárrate bien a mi mano.

–¿Crees que habrá fantasmas?

–Si los hay espero que sepan pilotar un aeroplano.

Karli soltó una risita, y aquel sonido alegró el corazón de Jenna. Por desgracia había habido muy pocos momentos felices en la vida de la niña.

Entraron de puntillas y comprobaron que por dentro la casa no se diferenciaba demasiado a como era por fuera: parecía llevar años abandonada. Una gruesa capa de polvo rojo lo cubría todo, pero había huellas en el suelo del recibidor, huellas de botas. Parecían recientes, y a juzgar por el tamaño debían de ser de un hombre.

Se adentraron por un estrecho pasillo, y la primera puerta que se encontraron resultó ser la de la cocina. Allí había signos inequívocos de vida: cajas con latas de comida, un frigorífico de queroseno, una linterna y una pila de periódicos sobre una enorme mesa de madera. Mientras Karli miraba en derredor con curiosidad, Jenna tomó el periódico que había en lo alto de la pila. Según la fecha era de hacía dos días, lo cual significaba que alguien tenía que estar utilizando aquella casa.

Y, mejor aún, había un fregadero. Conteniendo el aliento, Jenna soltó la mano de Karli y se dirigió a él. Giró la llave del grifo, y salió un chorro de agua limpia y clara. Agachó la cabeza y bebió, diciéndose que nunca le había sabido nada tan bueno.

–Estamos salvadas, Karli –le dijo a la niña, aupándola para que pudiera beber también–; tenemos comida y agua. Podemos quedarnos aquí tanto tiempo como haga falta.

–Ya lo creo que no –dijo una voz profunda a sus espaldas.

Jenna giró la cabeza sobresaltada y vio que había un hombre en la puerta. Del susto, Karli había dejado de beber y también había vuelto la cabeza, pero Jenna tardó un instante en reaccionar antes de bajarla al suelo y cerrar el grifo.

Medía más de un metro ochenta, y su desarrollada musculatura delataba una vida de duro trabajo físico… trabajo físico al aire libre, bajo el abrasador sol del Outback, a juzgar por su piel bronceada y su cabello, que pasaba de un tono castaño en las raíces a casi dorado en las puntas. Además, había pequeñas arrugas en los ángulos exteriores de sus ojos, unos profundos ojos grises, que probablemente se habían formado por tantas veces como los habría guiñado para protegerlos de la fuerte luz de ese mismo sol.

Cubierto de pies a cabeza por el polvo rojizo que había por todas partes, iba ataviado con una camisa de color caqui, pantalones de cuero inglés y botas, y en la mano llevaba un sombrero akubra; la vestimenta típica de los australianos que trabajaban en el campo. Tenía que ser un ranchero, pero… ¿un rancho allí, en aquel lugar árido en medio de la nada? Parecía imposible.

–Bu… buenos días –balbució Jenna nerviosa.

Quizá no hubiese sido una buena idea entrar allí; ¿y si aquel tipo resultaba ser peligroso?

–No son muy buenos –replicó el hombre con esa voz profunda, y un marcado acento australiano.

Karli miró recelosa al extraño, y se abrazó a la pierna de Jenna.

–Yo… ¿Es usted el dueño de esta casa? –inquirió Jenna, rodeando con un brazo los hombros de la pequeña.

–El mismo –respondió él, mirando a Karli como si creyera estar teniendo visiones.

La chiquilla se escondió detrás de Jenna, y se hizo un prolongado silencio hasta que el hombre, recuperándose al fin de la sorpresa de haber encontrado a una joven y una niña en su cocina, arrojó el sombrero sobre la mesa y se dirigió al frigorífico. Lo abrió, tomó una lata de cerveza y antes de cerrar la puerta le preguntó a Jenna:

–¿Quiere una?

–No, gracias –balbució ella.

El hombre se encogió de hombros y cerró el frigorífico.

–Pues otra cosa no tengo –respondió, tirando de la anilla de la lata para luego dar un largo trago–… aparte de agua, claro –añadió–, pero por lo que he visto ya se han servido.

Karli asomó la cabeza por detrás de la pierna de Jenna, y el hombre le guiñó un ojo, lo cual la hizo volver a esconderse.

–Yo… perdone que hayamos entrado sin permiso –dijo Jenna–. Es que… bueno, tenemos un problema.

–Justo lo que pensaba –respondió el hombre muy serio–. Al encontrarlas aquí me dije que o bien era eso, o bien eran vendedoras de enciclopedias a domicilio –añadió con una sonrisa que iluminó su rostro, haciéndolo parecer más joven.

Jenna le había calculado unos cuarenta años al primer vistazo, pero en ese momento se dijo que debía de rondar más bien los treinta. Y la sonrisa no sólo lo rejuvenecía, sino que también le daba un aire increíblemente… masculino… irresistible… sexy. El rumbo que habían tomado sus pensamientos la hizo enrojecer ligeramente. ¿En qué estaba pensando?

–No, no somos vendedoras –respondió siguiéndole la broma–; por aquí hay demasiada distancia entre una casa y otra como para ir de puerta en puerta.

El hombre se rió.

–Lástima, porque eso es todo lo que tengo para leer –le dijo con la sonrisa aún en los labios, señalando los periódicos sobre la mesa.

Luego se puso serio y escrutó los ojos de Jenna, pero su expresión se suavizó como si hubiera advertido su temor. Bajó la vista hacia Karli, que se había asomado de nuevo tras la pierna de la joven, y la expresión de su rostro se suavizó aún más.

–Bueno, pues si no venden nada, tal vez podrían decirme quiénes son y qué hacen en mi casa.

Jenna abrió la boca para contestar pero se quedó callada porque no sabía cómo podría explicárselo.

–Si se lo dijera no nos creería.

–Pruebe.

–Pero es que… ¡ni siquiera sé quién es usted! –le soltó Jenna sin poder reprimirse, y aquella increíble sonrisa volvió a aflorar a los labios del hombre.

–Tiene razón; no me he presentado –admitió–. Pensé que, ya que ésta es mi casa, y que han entrado sin ser invitadas, deberían hacerlo ustedes primero, pero en fin…

Tomó el sombrero de la mesa, volvió a ponérselo y lo levantó un poco a modo de saludo.

–Mi nombre es Riley Jackson –les dijo mirando divertido a Karli, que seguía escondida detrás de Jenna.

–Yo soy Jenna Svenson –respondió la joven–, y ésta es Karli.

–Un placer; sean bienvenidas a mi rancho –contestó Riley–. Vamos, siéntense.

Pero ninguna de las dos se movió.