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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Anne Mather

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Enredos y mentiras, n.º 1442 - diciembre 2017

Título original: Alejandro’s Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-471-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LA radio no paraba de hablar de la temperatura de Miami, las máximas y las mínimas, la humedad, etc… A Abby la humedad le daba igual y el calor era algo subjetivo, al fin y al cabo.

Cuando media hora antes había salido del aeropuerto, le había sorprendido la intensidad de la luz del sol. No había tardado mucho en ponerse a sudar, pero en aquella lujosa limusina se estaba helando de frío con el aire acondicionado.

Solo quería llegar al hotel y tumbarse hasta que se le pasara el dolor de cabeza.

Algo que, evidentemente, no iba a poder hacer. La llegada de la limusina, que no debía de ser de Edward, lo dejaba claro.

En lugar de Lauren dándole la bienvenida se había encontrado con un chófer que no parecía muy inclinado a darle conversación.

Al principio, cuando el vehículo se había alejado del aeropuerto y se había adentrado en las calles de la ciudad, no se había preocupado, pero, al ver que iban en dirección sur y se alejaban del hospital en el que su hermano la esperaba, se había empezado a inquietar.

Por lo que recordaba de su primera y única visita a aquella ciudad, iban hacia Coral Gables.

Las únicas personas conocidas que vivían allí eran los padres de Lauren.

«Y Alejandro Varga», le recordó su memoria. Pero ella se apresuró a ignorarla.

Si iban hacia casa de los Esquival, tal vez, le podrían decir si el estado de su hermano era grave o no. Debía de ser que Lauren, su esposa, había elegido quedarse en casa de sus padres mientras su marido estaba ingresado.

Miró por la ventanilla ahumada y disfrutó del paisaje. Varios yates salían a navegar y había palmeras por todas partes. Aquella parte de la ciudad era preciosa.

Coral Gables era uno de los barrios más antiguos de Miami y, como ponían de relieve sus plazas y fuentes, tenía clara influencia española.

Allí vivían varias de las familias más ricas del país, tal y como le habían repetido los Esquival una y otra vez.

Al pensar en ellos, se preguntó por qué no habría ido nadie a recibirla al aeropuerto. ¿Habría ocurrido algo? ¿Por qué la llevaban a su casa y no al hospital a ver a su hermano?

¿Habría muerto?

«¡No, no puede ser!», se dijo horrorizada.

Había hablado con él hacía dos días. De hecho, él mismo le había contado que estaba hospitalizado porque había tenido un accidente de tráfico, pero no le había dicho en ningún momento que estuviera grave.

Estaba molesto y enfadado, sí, pero era comprensible, ya que Edward seguía sintiéndose como un extranjero aunque era ciudadano estadounidense.

Abby suspiró.

Algo le decía que aquella visita no iba a ser fácil y volver a casa, tampoco. Ross, su prometido, se había enfadado mucho cuando le había dicho que tenía que ir a ver a su hermano porque decía que ya era hora de que Edward creciera y se responsabilizara de sus acciones en lugar de andar llamando a su hermana siempre que tenía problemas.

«Ya no es así», pensó Abby.

Era cierto, sin embargo, que de jóvenes había tenido que pagar sus deudas en más de una ocasión.

A los diecinueve años, había decidido irse a Estados Unidos a estudiar. A Abby le había parecido una locura al principio e incluso se había llegado a plantear si no habría sido porque Selina Steward se había ido a Florida.

Nunca se lo había dicho, pero su decisión le había causado una pena inmensa, ya que Edward era el centro de su vida. Abby siempre estaba pendiente de él, intentando suplir a la madre que apenas recordaba. Cuando él se fue de Inglaterra, solo le quedó su trabajo como profesora.

Consiguió sobrevivir y se alegró al ver que Edward se aclimataba bien a su nuevo país. Se aclimató tan bien, que un día llamó para anunciarle que se casaba con la hija del dueño del restaurante en el que trabajaba. ¿Qué más daba que solo hiciera unos meses que se conocían? Se iban a casar e insistió en que Abby debía ir a su boda…

No merecía la pena recordar lo que había pasado después de la boda. Debía concentrarse en por qué había vuelto. ¿Cómo estaría Edward?

Si le hubiera pasado algo, jamás se lo perdonaría. Aunque, por otra parte, tenía veintidós años y sabía lo que hacía, ¿no? Aun así, siempre sería su hermano pequeño y su instinto maternal la llevaba a preocuparse día y noche por él.

Aquello era algo en lo que prefería no pensar.

Se acarició el dedo en el que resplandecía el anillo de compromiso de Ross. Llevaban comprometidos desde navidades y se conocían desde antes de que Edward se hubiera ido a Estados Unidos tres años atrás.

Y ahora habían discutido precisamente por Edward. Según Ross, salir corriendo para estar junto a su cama era una locura. Se iban a casar en seis meses y no tenían dinero para tirarlo en billetes de avión. Nada hacía pensar que Edward estuviera grave, así que su decisión era una estupidez.

No la había llamado estúpida, por supuesto, pero le había dicho que, cuando se casaran, las cosas iba a cambiar. No podía seguir comportándose como si tuviera que llevar a su hermano de la manita.

Abby hizo una mueca. «Cuando se casaran». Aquellas palabras tenían en Miami menos fuerza que en Londres.

Se dijo que no era porque no quisiera a Ross. Debía de ser que llevaba demasiados años soltera. ¿Por qué le costaba tanto imaginarse compartiendo su vida con un hombre?

¿Quizás por culpa de Alejandro Varga?

Se apresuró a volver a apartar aquel nombre de su cabeza. Al igual que el abandono de su madre y la muerte por cirrosis de su padre al poco tiempo, aquel hombre era agua pasada.

No tenía cabida en su vida.

Ella solo había ido a ver a Edward.

¿Y si Alejandro también se presentaba en el hospital?

Al fin y al cabo, era primo de su mujer.

No, era poco probable. No eran más que parientes lejanos.

Además, estaba casado.

Sintió un nudo en la garganta y se alegró al notar que el coche estaba disminuyendo la marcha. Miró por la ventanilla y reconoció la zona de Miami en la que los Esquival tenían su casa, un bonito edificio rodeado de césped y un gran muro que los aislaba de los curiosos.

–¿Es la primera vez que viene a Miami, señora? –le preguntó el conductor de repente.

–No, la segunda –contestó Abby preguntándose por qué la habría llamado señora.

¿Tan mayor parecía?

–Así que ha estado antes en casa de los Esquival…

–Sí. ¿Vamos allí? ¿Y mi hermano? ¿No vamos al hospital? –preguntó preocupada–. ¿Sabe usted si está bien?

–No lo sé –contestó el conductor–, pero pronto lo verá usted y se lo podrá preguntar en persona porque está en casa de los Esquival.

–Me habían dicho que estaba ingresado…

–Se habrá curado.

Abby recordó las palabras de Ross y se dijo que, tal vez, tendría que haber hablado con los médicos de Edward antes de montarse en el primer avión que había encontrado y haber corrido a su lado.

Habían llegado a unas enormes verjas, el conductor bajó la ventanilla para decir al guardia de seguridad quiénes eran y los dejaron entrar.

Abby estaba nerviosísima. Solo pensaba en ver a su hermano. Cuando el coche se paró, una doncella de uniforme le abrió la puerta.

–Gracias –dijo Abby notando al instante el calor de la ciudad aunque solo estaban en marzo.

–Bienvenida a Miami, señora –la saludó la doncella mientras el conductor sacaba su equipaje del maletero–. Acompáñeme –le indicó haciéndose cargo de su maleta y conduciéndola hasta el interior de la casa.

Una vez dentro, Abby se apartó los rizos pelirrojos de la cara. Estaba cansada del vuelo, pero eso no le impidió volver a admirar la preciosa casa.

–¡Abigail! –dijo una voz suave y dulce a sus espaldas.

Se giró y vio a la madre de Lauren saliendo del salón.

–Bienvenida a Florida –la saludó la elegante mujer con dos sonoros besos al aire–. Espero que hayas tenido buen viaje.

–Sí, gracias –contestó Abby sintiéndose rara.

La madre de Lauren se estaba comportando como si estuviera allí de vacaciones.

–Nos alegramos mucho de que hayas venido.

–Sí, pero…

La madre de Lauren la ignoró y se puso a darle indicaciones a la doncella. Al ver que le decía que subiera sus maletas a una de las habitaciones, Abby protestó, ya que no quería abusar de la hospitalidad de los Esquival.

–Por aquí –dijo la madre de Lauren ignorándola de nuevo–. Supongo que querrás ver a tu hermano. Todo el mundo está aquí.

 

 

Más tarde, ya instalada en la misma suite que había ocupado en su primera visita a Florida, se preguntó cómo había podido dudar que Alejandro fuera a estar allí. Ella creía que era un pariente lejano al que habían invitado a la boda por educación. No tenía ni idea de que estuviera tan unido a la familia ni que Lauren lo tratara con un sentimiento de posesión tan exagerado.

Había seguido a Dolores Esquival por el pasillo y, al llegar al salón, había visto con alivio a su hermano tumbado en un diván.

Tenía una pierna escayolada y no se podía levantar, así que corrió a su lado.

–Oh, Eddie –dijo con lágrimas en los ojos–. ¿Qué te ha pasado? –añadió besándolo.

–Hola, Abbs –dijo su hermano agarrándola de la mano–. Menos mal que has venido –añadió en voz baja.

Abby lo miró extrañada, pero no le dio tiempo a preguntarle nada porque oyó una voz conocida a sus espaldas.

–Hola, Abigail, cuánto me alegro de… verte.

Abby se giró y vio que era Luis Esquival, el padre de Lauren.

–¿Has tenido un buen vuelo?

Abby estaba confundida. ¿Por qué le había dicho Edward lo que le acababa de decir? Obviamente, su hermano no estaba grave. No le pasaba nada. A Ross le iba a encantar aquello.

–Sí –consiguió contestar–. Estoy un poco cansada, pero el vuelo ha ido bien –admitió.

Miró a su alrededor esperando ver a su cuñada, pero Lauren no estaba allí. Vio a una mujer mayor sentada junto a una planta de interior y a un hombre alto vestido de negro en las sombras.

Le daba igual. Solo quería hablar con Lauren y saber por qué su hermano la había mandado llamar con tanta urgencia.

–Nos sorprendió mucho que tu hermano nos dijera que ibas a venir a verlo –continuó Luis Esquival–. Como ves, ya está bien.

Abby miró a su hermano, que de repente estaba muy interesado en su escayola.

–Sí… eh… bueno, pensé que…

–Seguramente, Abigail se preocupó mucho al enterarse del accidente de su hermano –dijo el hombre de negro con aquel tono de voz seductor y suave que ella recordaba tan bien–. Hola, Abigail –añadió Alejandro sonriente–. ¡Me alegro mucho de verte!

Capítulo 2

 

CANALLA repugnante!

¿Lo había dicho en voz alta? Miró a su alrededor y vio que nadie había puesto cara rara, así que aquellas palabras no debían de haber salido de su cabeza.

Menos mal.

Todos esperaban que lo saludara, así que no tuvo más remedio que hacerlo.

–Señor Varga –le dijo sonrojándose.

Se enfadó consigo misma al darse cuenta de que estaba alabando mentalmente su belleza caribeña.

Exactamente igual que durante los últimos dos años.

Por mucho que lo odiara, su belleza seguía persiguiéndola.

Lo vio enarcar las cejas y no pudo evitar fijarse en aquellos ojos que una vez creyó negros y que un examen más cercano descubrieron marrones oscuros.

Su estatura era herencia de su madre estadounidense, pero todo lo demás en él era cubano, como su padre. Iba impecablemente vestido, con un traje italiano, y tenía un aspecto fuerte, invencible y tan dolorosamente conocido, que Abby sintió una punzada en el corazón.

Era evidente que no se arrepentía de lo que había pasado entre ellos y, pensándolo bien, ¿por qué iba a hacerlo? Para él, ella solo había sido la novedad, una distracción, la hermana mayor de Edward, que debería haber evitado liarse con un hombre como él.

Le estaba tendiendo la mano y no tenía más remedio que estrechársela. De lo contrario, los Esquival lo habrían tomado como un insulto.

Al sentir los dedos de Alejandro, no pudo evitar sentir un escalofrío por la columna vertebral.

Estaba en el salón de los suegros de su hermano, rodeada de gente, pero recordó aquellas manos fuertes y morenas recorriendo su cuerpo.

De repente, sintió un calor sofocante.

Apartó la mano y rezó para que nadie se hubiera dado cuenta de su turbación.

–No esperaba verlo aquí –le espetó.

–Alejandro se pasa aquí la vida –intervino Dolores–. Esta es su segunda casa, ¿verdad? –añadió acercándose y agarrándolo del brazo.

–Gracias a tu maravillosa hospitalidad –contestó Alejandro con educación.

Abby miró a su hermano y vio que ponía mala cara.

Obviamente, no apreciaba a Alejandro y Abby se preguntó por qué sería. Edward no sabía casi nada de lo que había habido entre ellos y, además, le convenía llevarse bien con él porque Alejandro era uno de los hombres más poderosos de Miami.

«¿Por qué se está comportando Edward de esta forma tan rara?», se preguntó Abby preocupada.

En ese momento, oyó pasos en el pasillo. Todos miraron hacia la puerta.

Era Lauren, con un traje de flores que le rozaba las corvas al andar y unas sandalias de tacón de vértigo.

La joven miró a Alejandro y sonrió, pero su educación le hizo hacer ver que su sonrisa iba dirigida a su cuñada recién llegada.

–Abigail –dijo abrazándola–. No sabía que hubieras llegado ya.

Abby la saludó con cariño también.

A pesar de las sandalias de tacón, Abby era más alta que Lauren y tenía muchas más curvas.

¿Por qué había pensado eso?

Obviamente por Alejandro.

–¿Por qué no me habías dicho que ibas a venir? –dijo Lauren, yendo a saludarlo.

–¿No te lo había dicho? –dijo Edward en voz baja.

¿Qué le pasaba a su hermano? ¿Acaso tenía celos de Alejandro? ¡Pero si estaba casado!

Claro que eso no le había impedido…

–No iba a venir –contestó Alejandro–, pero tenía que hablar de negocios con tu padre. Al enterarme de que Abigail iba a llegar, me quedé para saludarla –añadió mirándola.

–¡Qué educado por tu parte! –gruñó Edward en voz baja.

Menos mal que la única que lo había oído había sido Abby.

–Alejandro insistió en mandar a su chófer a buscarla al aeropuerto –intervino Dolores.

Abby lo miró con los ojos muy abiertos.

–Es todo corazón –dijo Edward aquella vez en voz alta.

Abby no sabía qué decir. Era obvio que a su familia política no le hacía gracia que Edward hiciera aquel tipo de comentarios.

–Perdona a Edward –dijo Luis mirándolo con enfado–. Me temo que el accidente no le ha mejorado el carácter –añadió–. Ven, Abigail, te voy a presentar a mi tía.

La condujo al otro lado de la estancia, donde estaba la mujer mayor sentada bajo los rayos del sol.

–Tía Elena, esta es la hermana de Edward –le dijo tocándole el hombro con cariño–. Ha venido para pasar unos días con nosotros.

La tía Elena era mayor y tenía la cara arrugada, surcada por mil arrugas, pero sus ojos eran vivarachos como los de una adolescente.

–Encantada –dijo alargando la mano–. Te llamas Abigail, ¿verdad? Sí, Edward me ha dicho que venías huyendo del invierno inglés, ¿verdad?

¡Mentira!

Una vez más, Abigail tuvo que morderse la lengua.

–¿Quién no iba a querer pasarlo aquí? –sonrió–. Es todo… precioso.

–Eres realmente educada –observó la tía Elena–. Luis, deberías contratarla como relaciones públicas de tu nuevo hotel.

–Puede que tengas razón –contestó Luis educadamente–. Abigail sabe que es siempre bienvenida.

¿Ah, sí?

Abigail tenía la impresión de que a los Esquival no les hacía mucha gracia su presencia. ¿Por qué sería? ¿Y por qué la había hecho ir su hermano si, obviamente, no tenía nada grave?

 

 

Abby dejó a un lado sus pensamientos y salió al balcón.

No le gustaba sentirse como una intrusa, sobre todo porque ella no había querido ir.

¿Por qué tenía aquella sensación? Los Esquival se habían portado a las mil maravillas. Una doncella les había servido té con hielo antes de acompañarla a su habitación y, gracias a la tía Elena, no había tenido que hablar ni con Alejandro ni con su hermano.