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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Jill Shalvis

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hechizo de un beso, n.º 139 - noviembre 2017

Título original: The Trouble with Mistletoe

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-544-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

#ElProblemaConElMuérdago

 

Acababa de amanecer, y Willa Davis ya estaba entre cachorritos y cacas, un día normal para ella. Era dueña de la South Bark Mutt Shop, una peluquería y tienda de artículos para mascotas, así que pasaba mucho tiempo restregando, engatusando, acicalando y aupando, y volviendo a engatusar. Tampoco tenía escrúpulos a la hora de sobornar.

Por ese motivo, llevaba premios para mascotas en todos los bolsillos, cosa que la hacía irresistible para todas las criaturas de cuatro patas que pudieran olfatearla. Era una pena que no se hubiese inventado el premio para convertirla en alguien irresistible también para las criaturas bípedas masculinas. Eso sí que habría sido útil.

Aunque, en realidad, se había tomado una temporada de retiro de los hombres, así que no necesitaba tal cosa.

–¡Guau!

Aquel ladrido era de uno de los cachorritos a los que estaba bañando. El pequeñajo se bamboleó hacia ella y le lamió la barbilla.

–Con eso no vas a conseguir ablandarme –le dijo, pero, como no pudo resistir su mirada, le devolvió el beso en la naricita.

Una de sus clientas habituales le había llevado a sus diablillos de ocho semanas, de la raza golden retriever, para que los bañara y arreglara.

A seis diablillos.

Faltaba más de una hora para que abriera la guardería, a las nueve en punto, pero su clienta la había llamado con un ataque de ansiedad porque los cachorros se habían rebozado en estiércol de caballo. Era difícil saber dónde habían encontrado estiércol de caballo en el barrio Cow Holow de San Francisco. Tal vez el caballo de un policía hubiera dejado algún recuerdo poco decoroso en la calle. Fuera como fuera, los cachorros estaban hechos una porquería.

Y, en aquel momento, Willa también.

Dos cachorros, incluso tres, eran manejables, pero controlar a seis la estaba volviendo loca.

–Muy bien, escuchad –les dijo a los perros, que estaban retorciéndose y jadeando alegremente en la gran bañera de su sala de peluquería–. Todo el mundo a sentarse.

Uno y Dos se sentaron. Tres se subió encima de ellos, se sacudió y salpicó a Willa.

Mientras tanto, Cuatro, Cinco y Seis se lanzaron al ataque, con las orejas sobre los ojos, empujando con las patas, moviendo la cola como locos y subiéndose unos por encima de otros para intentar salir de la bañera.

–¿Rory? –gritó Willa–. ¡Necesito ayuda por aquí!

No obtuvo respuesta. O su empleada de veintitrés años tenía los auriculares puestos y estaba escuchando música a todo volumen, o estaba en Instagram y no quería perder su sitio.

–¡Rory!

Por fin, la chica asomó la cabeza por la esquina, con el teléfono en la mano y la pantalla encendida.

Sí. Instagram.

–Dios mío –dijo la chica, con los ojos muy abiertos–. Qué horror.

Willa se miró. Sí, tenía el delantal y la ropa llenos de jabón, agua y otras manchas cuestionables que podían ser o podían no ser estiércol de caballo. Además, estaba segura de que se le habían rizado las capas del pelo y parecía que su melena rubia rojiza había explotado. Menos mal que no se había maquillado aquel día, debido a la llamada de emergencia; de lo contrario tendría todo el rímel corrido por las mejillas.

–Ayuda –dijo.

Rory se puso manos a la obra con alegría, sin preocuparse de si se mojaba o se ensuciaba. Dividiendo y conquistando, consiguieron sacar a todos los cachorros de la bañera, secarlos y devolverlos al corral de los cachorritos. Uno, Dos, Tres, Cuatro y Cinco se quedaron dormidos rápidamente, pero Seis permaneció despierto, subiéndose por encima de sus hermanos con la intención de volver con Willa.

Ella lo tomó en brazos, riéndose. El perrito movió las piernas en el aire y menó la cola a la velocidad de la luz.

–No tienes sueño, ¿eh? –le preguntó Willa.

Él se estiró hacia ella con la evidente intención de lamerle la cara.

–Oh, no, no. Sé dónde ha estado esa lengua –dijo ella. Se lo metió bajo el brazo y lo llevó hacia la parte delantera del local, y lo puso en otro corral con algunos juguetes, uno que era visible desde la calle.

–Vamos, quédate ahí sentadito, pon cara de bueno y tráenos más clientes, ¿de acuerdo?

El cachorro, jadeando de felicidad, empezó a jugar, y Willa abrió la tienda. Encendió todas las luces de la zona de venta y el local cobró vida, sobre todo, gracias a la cantidad de adornos navideños que habían puesto la semana anterior, incluyendo un árbol de Navidad de dos metros que habían montado en uno de los rincones delanteros y que estaba completamente iluminado.

–Hoy es uno de diciembre, y parece que la Navidad ha vomitado aquí mismo –dijo Rory, desde la puerta.

Willa miró alrededor por el local. Aquella tienda era su sueño hecho realidad. Por fin, había conseguido salir de los números rojos. Bueno, la mayor parte del tiempo.

–Sí, pero con clase, ¿no?

Rory miró el kilómetro de guirnaldas de luces y las ramas de acebo, tantas, que debían de ser más de las que había en el Polo Norte.

–Ummm… Sí, claro.

Willa pasó por alto el sarcasmo y la duda. Para empezar, Rory no se había criado en un hogar estable. Para continuar, ella tampoco. Para las dos, la Navidad era un lujo que, como tener cuatro paredes y un techo, había estado fuera de su alcance la mayor parte del tiempo. Y cada una se enfrentaba a aquello de una forma distinta. Rory no necesitaba la pompa y la circunstancia de aquellas fiestas.

Ella sí, y desesperadamente. Así pues, aunque tuviera veintisiete años, todavía exageraba con las Navidades.

–Oh, Dios mío –dijo Rory, observando los últimos artículos que habían llegado, y que estaban expuestos sobre la caja registradora–. ¿Son diademas con penes?

–¡No! –exclamó Willa, y se echó a reír–. Son diademas con cuernos de renos, para perros.

Rory se quedó mirándola fijamente.

Willa hizo un gesto de disculpa.

–Bueno, puede que me volviera un poco loca…

–¿Un poco?

–Ja, ja –respondió Willa, y tomó una diadema de reno. A ella no le parecían penes, pero, claro, hacía bastante tiempo que no mantenía relaciones íntimas con nadie–. Se van a vender como churros, ya verás.

–Oh, no, ¡no te lo pongas! –dijo Rory, con espanto, mientras ella se ponía una de las diademas.

–Se llama marketing –dijo Willa, y miró hacia arriba para ver los cuernos de reno que sobresalían por encima de su cabeza–. Mierda.

Rory sonrió y señaló el frasco de las palabrotas que Willa había puesto en marcha para mantener los juramentos a raya. Sobre todo, los suyos. Utilizaban el dinero para las magdalenas y los cafés del descanso.

Willa metió un dólar en el frasco.

–Bueno, supongo que sí, que es cierto, que las antenas parecen un poco penes. Oh, Dios mío, creo que necesito cafeína de la de Tina ahora mismo.

–Voy yo –dijo Rory–. La he visto por el patio al amanecer, con unos zapatos de plataforma de doce centímetros y el pelo en punta, y parecía que medía… no sé… dos metros y medio.

Antes, Tina era Tim, y todo el mundo que habitaba aquel edificio histórico de cinco pisos situado en el Pacific Pier lo adoraba, pero adoraban aún más a Tina. Tina era vibrante, sensacional.

–¿Qué quieres? –le preguntó Rory a Willa.

Tina había bautizado a sus cafés con frases temáticas, y Willa sabía perfectamente lo que necesitaba para el día que tenía por delante: uno de sus «Es demasiado pronto para lo absurdo de la vida». Se sacó algunas monedas del bolsillo y, en aquella ocasión, salieron también un puñado de premios para perro que cayeron al suelo y rebotaron.

–Y pensar que no consigues salir con nadie –dijo Rory, irónicamente.

–No es que no consiga salir con nadie –replicó Willa–. Es que no quiero salir con nadie. Siempre elijo al hombre equivocado, y no soy la única…

Rory exhaló un suspiro, porque sabía que era cierto. En aquel momento, el estómago de Willa emitió un gran rugido, y Rory enarcó las cejas.

–Bueno, tráeme también una magdalena –dijo Willa. Tina hacía las mejores magdalenas del mundo, así que se corrigió–: Que sean dos. O, mejor, tres. No, espera… Tres magdalenas serían todas las calorías que puedo consumir en un día. Una –dijo, con firmeza–. Una magdalena, y de arándanos, para que cuente como una ración de fruta.

–Entendido –respondió Rory–. Un café, una magdalena de arándanos y una camisa de fuerza.

–Ja, ja. Vamos, márchate antes de que cambie otra vez de opinión.

South Bark tenía dos puertas, una que daba a la calle y otra que daba al precioso patio del edificio, que estaba empedrado y tenía una fuente antigua. Willa no podía resistir la tentación de lanzar una moneda al agua y pedir el deseo de encontrar el amor verdadero cada vez que pasaba por allí.

Rory salió por la puerta que daba al patio.

–Eh –le dijo Willa–. ¿Puedes tirar una moneda al agua por mí?

–Entonces, ¿te impones un embargo de hombres a ti misma pero, al mismo tiempo, quieres pedir el amor verdadero?

–Sí, por favor.

Rory cabeceó.

–Bueno, es tu moneda –dijo. Ella no creía en los deseos ni en el hecho de malgastar un solo penique, pero salió obedientemente por la puerta.

Cuando se quedó a solas, a Willa se le borró la sonrisa de la cara. Sus tres empleadas eran jóvenes, y todas tenían algo en común: que la vida las había golpeado a una edad muy temprana y las había dejado solas en un mundo muy grande y muy difícil. Como ella también había sido como aquellas muchachas perdidas, las había recogido y les había dado un trabajo y unos consejos que ellas seguían en la mitad de las ocasiones.

Sin embargo, Willa pensaba que el cincuenta por ciento era mejor que el cero por ciento.

Recientemente, había contratado a Lyndie, que tenía diecinueve años y todavía era un poco salvaje, aunque estaban trabajando en ello. Otra de sus empleadas era Cara, que había pasado por muchas cosas. Y, por último, Rory, que era la que más tiempo llevaba con ella. Aquella chica aparentaba fortaleza, pero todavía estaba luchando. La prueba eran las marcas del moretón ya casi desaparecido que tenía en la mandíbula, y que le había provocado su exnovio al golpearla contra el marco de la puerta.

Con solo pensarlo, Willa apretó los puños. Algunas veces, por la noche, soñaba con lo que le gustaría hacerle a aquel tipo. En primer lugar estaba cortarle los atributos con un cuchillo poco afilado, pero no le gustaba la idea de ir a la cárcel.

Rory se merecía algo mejor. Aunque se hiciera la dura, por dentro era tierna como una gominola, y haría cualquier cosa por ella. Sin embargo, también era una gran responsabilidad, porque Rory la tomaba a ella como modelo de normalidad.

En el mejor de los casos, eso era sobrecogedor.

Willa fue a ver cómo estaba Seis, y se lo encontró dormido, por fin. Estaba tumbado boca arriba, con las patas estiradas, mostrándole al mundo sus más preciadas posesiones.

Después, fue a ver a sus hermanos. También estaban dormidos. Se sintió como si fuera madre de sextillizos. Fue de puntillas a la parte delantera del local y abrió el ordenador portátil para hacer inventario de las cajas nuevas de género que había recibido la noche anterior.

Estaba anotando los sacos de quince kilos de comida para pájaros y pensando en la asombrosa cantidad de gente que tenía pájaros en San Francisco, cuando alguien llamó a la puerta de cristal de la fachada delantera de la tienda.

Demonios. Solo eran las ocho y cuarto de la mañana, pero no podía dejar de atender a ningún cliente. Se puso en pie, se limpió las manos en el delantal y miró hacia arriba.

Había un tipo frente a la puerta, con una expresión seria y tensa. Era alto, moreno y muy guapo. Además, tenía algo inquietante y… un momento… algo que le resultaba familiar. Willa se acercó con curiosidad y, a medio camino hacia la puerta, se quedó paralizada.

–Keane Winters –murmuró, arrugando el labio como si hubiera comido un regaliz negro. Detestaba el regaliz negro. Sin embargo, estaba ante el único hombre del mundo que podía hacer tambalearse su decisión de apartarse del género masculino.

De hecho, si se hubiera apartado mucho antes, concretamente el día de su baile de Sadie Hawkins en el primer curso del instituto, cuando él la había dejado plantada, se habría ahorrado muchos sufrimientos en los años posteriores.

Al otro lado de la puerta, Keane se subió las gafas de espejo y se las colocó en la cabeza. Willa sabía que sus ojos castaños podían derretir a cualquiera cuando él estaba de buen humor o quería flirtear, o volverse de hielo si era su voluntad.

En aquel momento, eran de hielo.

Él captó su mirada y alzó un trasportín de gato. Un trasportín precioso, de color rosa.

Tenía gato.

Ella sintió la tentación de ablandarse, porque eso quería decir que tenía que ser un buen tipo, ¿no?

Por suerte, su cerebro se encendió y lo recordó todo. Recordó hasta el último detalle de aquella noche tan lejana. Por ejemplo, había tenido que pedirle prestado un vestido de fiesta a una chica de su clase, que se lo había prestado tratándola con una gran prepotencia. Había tenido que suplicarle a su madre de acogida que le permitiera ir al baile. Había robado un bol de fideos instantáneos de la despensa, que siempre estaba cerrada con llave, y se lo había comido seco en el baño para no tener que pagar su cena y la de él, como era costumbre en aquel baile del instituto.

–Está cerrado –dijo, a través del cristal.

Él no dijo una palabra. Se limitó a subir un centímetro más el trasportín de gato. Se comportaba como si fuera un enviado de los dioses, un regalo.

Y lo había sido. Por lo menos, en el instituto.

Lamentándose por no haber tomado todavía nada de cafeína para enfrentarse a aquella situación, exhaló un suspiro y abrió la puerta. Solo era otro cliente. Un cliente que le había destrozado la vida sin pedirle disculpas.

–Buenos días –dijo, con la intención de ser amable.

Él no la reconoció, y eso le resultó más molesto, incluso, que el hecho de verlo ante la puerta de su establecimiento, porque significaba que ella le interesaba tan poco que ni siquiera la recordaba.

–No abro hasta las nueve –dijo, con su tono de voz más agradable.

–Yo tengo que estar en el trabajo a las nueve –respondió él–. Quisiera dejar aquí a la gata durante el día.

Keane siempre había sido muy grande e intimidante. Por eso era un deportista tan efectivo. Había sido el líder en el campo de fútbol americano, en la pista de baloncesto y en el campo de béisbol. El paquete completo. La perfección.

Todas las chicas del colegio, y bastantes profesoras, habían pasado una indecente cantidad de tiempo mirándolo.

Sin embargo, al igual que había dejado a los hombres, ella también había dejado de pensar en aquella época que, sin duda, habían sido los peores años de su vida. Mientras Keane estaba rompiendo récords y robando corazones, ella se ahogaba bajo la presión de la escuela y el trabajo, por no mencionar la supervivencia más básica.

Willa sabía que él no tenía la culpa de que sus recuerdos de aquella época fueran terribles. Tampoco tenía la culpa de que, al mirarlo, todo volviera a reaparecer en su cabeza. Pero las emociones no eran algo lógico.

–Lo siento –dijo–, pero hoy tengo la guardería llena.

–Le pago el doble.

Tenía la voz como el buen whisky. Lo sabía aunque no bebiera buen whisky, porque incluso el whisky barato era un lujo. Y, tal vez fuera solo su imaginación, pero le estaba costando asimilar el hecho de que él fuera el mismo y, al mismo tiempo, hubiera cambiado. Por supuesto, seguía siendo alto y, además, era increíblemente sexy. Hombros anchos, caderas estrechas, bíceps que se abultaban bajo la camiseta al alzar el trasportín.

Llevaba unos pantalones vaqueros desgastados con rotos, y unas botas de trabajo llenas de rozaduras. Su única concesión al invierno de San Francisco era la camiseta de manga larga que le realzaba los músculos y la invitaba a probarlo con un «Muérdeme» escrito en letras grandes de imprenta sobre el pecho.

Willa no iba a mentirse a sí misma: quería hacerlo. Lo quería.

Él estaba allí, frente a ella, irradiando energía y poder sexual, por mucho que su expresión diera a entender que, a pesar de ser tan temprano, ya había tenido un mal día.

Pues podía unirse a su club.

Aquel súbito pensamiento fue como una palmada en la frente para Willa. ¡No! Nada de unirse a ningún club. Tenía que establecer límites para sí misma. Ella era como Suiza: neutral. No iba ni a importar ni a exportar nada, incluyendo miradas abrasadoras, partes excitantes del cuerpo, nada.

Y punto.

Y menos con Keane Winters, gracias. Y, además, ella no cuidaba los animales de cualquiera. Sí, alguna vez aceptaba algunos para hacerles un favor a los clientes, pero solo eso, porque su capacidad era demasiado pequeña como para ofrecer la guardería al gran público. Si aceptaba cuidar animales de un día para otro, tenía que llevárselos a su propia casa, así que era extremadamente selectiva.

Y los hombres guapos que habían sido unos chicos terriblemente malos y habían dejado horriblemente plantadas a chicas tímidas después de que ellas hubieran reunido el valor necesario para pedirles que fueran sus parejas en un baile del instituto no cumplían sus requisitos.

–No acepto animales… –dijo, pero su contestación se vio interrumpida por un maullido de mil demonios que provenía del trasportín.

Ella tomó el trasportín por un acto reflejo, y él lo soltó con tanto alivio que casi resultaba cómico.

Willa le dio la espalda y llevó el trasportín hasta el mostrador. La gata no dejaba de maullar, así que, rápidamente, ella abrió la cremallera, porque temía que el animal se estuviera muriendo, a tenor de la infelicidad que demostraba.

El agudo llanto felino cesó al instante, y Willa vio a una enorme gata siamesa de brillantes ojos azules que la miraba con intensidad. Tenía el pelaje de color crema claro, y una máscara oscura en la cara, a juego con las orejas, patas y garras.

–Vaya, qué preciosidad –le dijo Willa, y metió las manos en el trasportín.

La gata se dejó tomar en brazos y apretó la cara contra el cuello de Willa para que la achuchara.

–Ay –dijo Willa, suavemente–. Ya ha pasado todo, ya estás bien. Es que odias el trasportín, ¿eh?

–Por todos los demonios –dijo Keane, con las manos en las caderas, fulminando a la gata con la mirada–. ¿Me estás tomando el pelo?

–¿Cómo?

Él frunció el ceño.

–Mi tía abuela está enferma y necesita ayuda. Anoche me trajo la gata a casa.

Vaya, eso era muy considerado. Cuidarle a la gata a su tía abuela enferma.

–En cuanto Sally se marchó, esta cosa se volvió loca.

Willa miró a la gata, que le devolvió una mirada tranquila, serena, angelical.

–¿Qué hizo?

Keane soltó un resoplido.

–Mejor sería preguntar qué no hizo. Se escondió debajo de mi cama y arañó todo el colchón. Después, tiró las cosas que había sobre los muebles, destruyó mi ordenador y mi tableta, y el teléfono móvil, de un golpetazo. Y, después… –Keane se quedó callado y apretó los dientes.

–¿Qué?

–Vomitó en mis zapatillas de correr favoritas.

Willa tuvo que contenerse para no decir «buena chica». Después de un minuto, dijo:

–Bueno, puede que esté disgustada por haber tenido que salir de casa, y que eche de menos a su tía. Los gatos son animales de hábitos muy fuertes, y no aceptan fácilmente los cambios.

Habló sin apartar los ojos de la gata. No quería alzar la cabeza porque no quería ver aquellos ojos castaños e hipnóticos que no la reconocían, porque, si lo hacía, tal vez tomara una de las diademas que había sobre el mostrador y le golpeara con ella.

–¿Cómo se llama? –preguntó.

–Petunia, pero yo voy a llamarla Pita. Prefiero abreviar el nombre de esta pesadilla.

Willa le acarició el lomo a la gata y Petunia se apretó contra su mano para conseguir más caricias. Se oyó un ronroneo por toda la habitación, y a Petunia le brillaron los ojos de deleite.

Keane exhaló un suspiro mientras Willa seguía acariciándola.

–Es increíble –dijo–. Lleva usted perfume de hierba gatera, ¿no?

Willa enarcó una ceja.

–¿Es ese el único motivo por el que piensa que le caigo bien a la gata?

–Sí.

Ya. Willa abrió la boca para terminar con aquel jueguecito y decirle por qué no iba a hacerlo, pero vio los ojos de la gata, azules como el mar, y notó un cosquilleo en el corazón. Demonios.

–Está bien –dijo–. Si tiene la cartilla de vacunación al día, la acepto por hoy.

–Gracias –respondió él, en un tono de agradecimiento tan verdadero, que ella lo miró.

Error.

Sus ojos oscuros tenían la calidez del chocolate fundido.

–Una pregunta.

–¿Qué? –inquirió ella, recelosamente.

–¿Siempre lleva diademas no autorizadas para menores de dieciocho años?

Willa se llevó las manos a la cabeza. Había olvidado por completo que llevaba puesta la diadema de penes.

–¿Se refiere a mis cuernos de reno?

–Cuernos de reno –repitió él.

–Sí, eso es.

–Ah, como usted diga –respondió Keane. Estaba sonriendo y, por supuesto, tenía una sonrisa deslumbrante y sexy. Y, por increíble que pudiera parecerle a Willa, su cuerpo empezó a despertar y notarlo. Claramente, no había tomado nota de que su mente había puesto un veto a los hombres. Y, sobre todo, a aquel hombre.

–Por cierto, me llamo Keane –dijo él–. Keane Winters.

Hizo una pausa, sin duda, a la espera de que ella le dijera cómo se llamaba. Sin embargo, Willa se vio en un dilema: si le decía su nombre, y él la reconocía de repente, también recordaría lo patética que ella había sido en el pasado. Y, si no la reconocía, significaría que ella era más olvidable de lo que nunca hubiera pensado, y le arrojaría a la cara la diadema de penes.

–¿Y usted…? –le preguntó Keane, en tono de diversión, ante su silencio.

Vaya, vaya. Ahora o nunca.

–Willa Davis –dijo, y contuvo la respiración.

La expresión de Keane no varió. Así pues, la había olvidado por completo. Willa apretó los dientes.

–Te agradezco mucho que hagas esto por mí, Willa –dijo él.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo por relajar la mandíbula para poder hablar.

–No lo voy a hacer por ti. Lo hago por Petunia –dijo, con la intención de dejar bien claras las cosas–. Y tienes que volver a recogerla antes de la hora de cerrar.

–Por supuesto.

–Tengo que hacerte algunas preguntas –prosiguió ella–. Por ejemplo, necesito un teléfono de contacto, tu número de carné de identidad y… saber a qué instituto fuiste.

Él enarcó una ceja.

–¿A qué instituto fui?

–Nunca se sabe lo que va a ser importante.

Él sonrió. Parecía que aquello le estaba divirtiendo.

–Bueno, siempre que no tenga que ponerme una diadema de penes, puedo darte la información que necesites.

Cinco minutos más tarde, él había rellenado el formulario pertinente y le había dado toda la información necesaria después de hacerle una rápida llamada a su tía abuela. Y seguía sin recordarla. Después, con una última mirada a sus cuernos de reno, o diadema de penes, salió por la puerta.

Willa todavía lo estaba mirando mientras se alejaba, cuando Rory se puso a su lado y le entregó un vaso de café humeante, mientras daba sorbitos al suyo.

–¿Le estás mirando el culo? –preguntó.

Sí. Y, para eterno disgusto de Willa, era el mejor trasero que había visto en su vida. ¿Acaso podía ser más injusto? Lo menos que podía haber hecho era tenerlo un poco gordo.

–Claro que no.

–Pues tú te lo pierdes, porque… ¡Guau!

Willa la miró.

–Es demasiado viejo para ti.

–Tiene treinta. Qué pasa –dijo Rory, al ver que Willa arqueaba una ceja–. Tienes la fotocopia del carné en el mostrador, y la he visto. Eso no es un delito. Y, bueno, de todos modos, tienes razón: es viejo. Muy viejo.

–Te das cuenta de que yo tengo pocos años menos que él.

–Tú también eres vieja –respondió Rory, y le dio un golpe con el hombro a Willa.

Aquello era el equivalente de un abrazo.

–Y, que conste –añadió la chica–, solo le estaba mirando el culo por ti.

–Ja –dijo Willa–. No saldría con él ni por todo el oro del mundo, aunque esté tan bueno. Yo he renunciado a los hombres, ¿no te acuerdas? Esa soy yo ahora: una mujer que no necesita a los hombres.

–Lo que eres es una cabezota que tiene mucho amor que dar, pero que, en estos momentos, está haciendo el gallina. Pero, bueno, si quieres dejarte llevar por la falta de sentido común y vivir como una monja, adelante.

–Vaya, muchas gracias –respondió Willa con sequedad.

–De nada. Aunque es normal; tengo entendido que, con la edad, desciende el coeficiente intelectual –dijo Rory, con una sonrisa dulce–. Puede que tengas que empezar a tomar un complejo vitamínico, o algo así. ¿Quieres que vaya a buscarte uno a la farmacia?

Willa le lanzó la diadema de penes, pero Rory, como era mucho más joven, la esquivó a tiempo.

Capítulo 2

 

#MeterLaPataHastaElFondo

 

Dos días después, cuando sonó el despertador de madrugada, Willa se quedó tumbada en la cama un minuto, soñando… pensando. Cuando Keane había ido a recoger a Petunia, la otra noche, ella estaba con una clienta, así que no había tenido que hablar con él.

Pero lo había mirado hasta quedarse a gusto.

Y eso le molestaba. ¿Cómo podía gustarle tanto mirar a aquel tipo? Tal vez, porque Keane era tan masculino y viril que podría salir en la portada de la revista Alpha Male, si existiera tal revista.

Lo cierto era que se suponía que no debía importarle cómo fuera él, ni lo sexy que sonara su voz, ni que estuviera cuidando a la gata de su tía abuela a pesar de haber dicho que no le caía bien aquella gata.

Porque no debía olvidar que la había dejado plantada para el baile…

–Arg –dijo. Rodó por la cama y metió la cabeza debajo de la almohada.

Estaba demasiado ocupada como para preocuparse por un tipo. Por cualquier tipo. Tenía el trabajo, y el trabajo era suficiente. Le encantaba sentir la seguridad de tener una cuenta corriente cuando, hacía tiempo, no tenía absolutamente nada y solo podía apoyarse en sí misma.

Estaba orgullosa de lo lejos que había llegado, y de poder ayudar a niños que estaban en la misma situación en la que había estado ella.

La alarma del despertador volvió a sonar. Eran las cuatro de la mañana. Odiaba las cuatro de la mañana, por lo general, pero aquel día tenía que madrugar. Necesitaba ir al mercado de flores y hacer la compra para un evento de aquella misma noche, y también para el Espectáculo con Santa Claus, una sesión de fotografías anual a la que los clientes podían llevar a sus mascotas para hacerse una fotografía con Santa Claus. Ganaba mucho dinero con aquel evento, y donaba la mitad de los beneficios a los refugios de animales de San Francisco.

Se llevó a Rory al mercado, y compraron lo necesario para la celebración de aquella noche y para la sesión de fotografías, y algunas flores extra.

–¿Para qué son estas? –preguntó Rory.

–Para crear más ambiente navideño.

Rory cabeceó.

–Tienes un problema grave.

–Ya lo sé.

Llegaron a la tienda a las seis y media y empezaron a trabajar. Willa preparó el acontecimiento de aquella noche: la habían contratado para organizar, diseñar y oficiar la boda de dos caniches gigantes.

A las siete en punto, sus amigas Pru, Elle y Haley aparecieron con el desayuno, como hacían varias veces a la semana, porque todas trabajaban en aquel edificio. Se pusieron a diezmar la caja de magdalenas de Tina antes de marcharse a sus puestos respectivos. Haley todavía no se había puesto la bata blanca para su puesto de becaria en la óptica del primer piso. Llevaba unas gafitas muy monas, de color rojo. Pru llevaba el uniforme de capitana, puesto que dirigía un barco turístico que salía del Pier 39. Elle era la encargada de la administración del edificio y llevaba un traje de color azul cobalto y unos zapatos negros y blancos con un tacón tan alto que desafiaban a la ley de la gravedad.

Willa también iba vestida adecuadamente para sus tareas. Llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta amplia, a pesar de que estaban en invierno. La tienda tenía la calefacción alta por los animales, y ella necesitaba tener los brazos desnudos cuando estaba bañándolos y arreglándolos.

En aquel momento, el grupo de amigas estaba hablando de los hombres, de sus ventajas e inconvenientes. Pru tenía novio. Estaba comprometida con Finn, el chico que llevaba el pub irlandés del otro lado del patio. Era un tipo estupendo, además de ser uno de los mejores amigos de Willa. Así pues, Pru estaba de parte de los hombres.

–Mirad –dijo, en defensa del amor–, pongamos que necesitas un orgasmo por prescripción médica, ¿sabes? Pues, si estás enamorada, él te hace un cunnilingus sin esperar nada a cambio porque sabe que tú harías lo mismo por él. El amor es paciente, el amor es bondadoso –añadió, con una sonrisa–. El amor es el sexo oral sin la presión de corresponder.

–El amor es tener siempre pilas para el vibrador –dijo Elle, y el resto se echó a reír, asintiendo. Todas tenían una larga lista de puntos en contra para los hombres. Bueno, salvo Haley, que salía con mujeres cuando estaba de humor para salir con alguien.

Aunque Willa tenía que admitir que le gustaba aquella idea de un orgasmo por prescripción médica.

–Sí, pero ¿qué pasa con las arañas? –preguntó Pru–. Un hombre se encarga de las arañas.

Se hizo el silencio mientras el resto reflexionaba sobre aquel inesperado beneficio de estar con un hombre.

–Yo aprendí a cazarlas y reubicarlas en un lugar seguro para ellas –dijo, por fin, Haley–. Por Leeza.

La última novia de Haley era una ecologista convencida. Y resultó que también era una infiel en serie.

–Yo utilizo la aspiradora –dijo Elle, con petulancia–. Y no necesito mantener una conversación embarazosa con nadie a la mañana siguiente.

–Hoy tenemos que hablar de Willa, así que no empieces contigo misma –dijo Pru–. Archer y tú hacéis saltar chispas cada vez que pasáis uno junto al otro. Recuérdame que vuelva a eso.

Elle se encogió de hombros.

–¿No has oído decir eso de que los opuestos se atraen? –preguntó–. Pues Archer y yo somos el clásico caso de los opuestos que se repelen. Nos detestamos el uno al otro.

Todas se echaron a reír, pero dejaron de hacerlo cuando Elle las miró glacialmente.

Bueno, parecía que todas sabían que sentía algo por Archer, menos ella misma.

Willa agradecía haber dejado de ser el centro de atención, aunque hubiera querido que volvieran a la discusión fascinante de la mañana después, porque ella no había tenido muchas mañanas embarazosas después de una aventura de una noche. Tenía tendencia a complicar sus elecciones equivocadas con respecto a los hombres prolongando demasiado las relaciones, en vez de salir corriendo. Quizá fuera aquello en lo que siempre se había equivocado. Quizá, la próxima vez que fuera tan tonta como para darle una oportunidad a otro tipo, lo limitaría a un solo encuentro y, después, saldría huyendo.

–Decidme la verdad –les pidió Pru–. En lo relativo a mis narraciones poéticas sobre lo de Finn y lo mío, en una escala de uno a diez con respecto a esa amiga que acaba de tener un bebé y quiere enseñar fotos suyas durante horas, ¿hasta qué punto soy molesta?

Willa miró a Elle y a Haley, que tenían cara de ironía, y todas murmuraron algo parecido a «bueno, no estás tan mal».

Pru suspiró.

–Mierda. Soy como la madre primeriza con las fotos.

–Eh, el hecho de saberlo es haber ganado la mitad de la batalla –le dijo Elle. Después miró a Willa–. Cuéntanos más acerca del chico ese de la gata.

–Yo puedo contaros que está buenísimo –dijo Rory, mientras pasaba junto a ellas con una caja de comida para hámsters en los brazos–. Increíblemente bueno. Y, también, que Willa lo recuerda del instituto. Él la dejó plantada a la hora de ir a no sé qué baile, pero él no se acuerda ni de eso ni de ella.

–Vaya maleducado –dijo Haley, poniéndose inmediatamente del lado de Willa. Ella se lo agradeció.

–No creo que fuera por maleducado –respondió Rory–. Willa había estado bañando cachorritos y estaba hecha un desastre, francamente, llena de manchas de jabón y de baba de perrito, y tal vez con algo de caca también. Ni siquiera vosotras la habríais reconocido.

–Yo estaba como estoy siempre –dijo Willa, a la defensiva–. Y esa parte del instituto era confidencial.

–Oh, lo siento –dijo Rory, aunque no parecía que lo sintiera mucho–. Me voy a la trastienda a bañar a Thor.

Thor era el perro de Pru, que tenía la costumbre de revolcarse sobre cosas indebidas, cuanto más repugnantes, mejor. Pru le lanzó un beso de agradecimiento a Rory y se giró hacia Willa.

–Bueno, volvamos a ese tío buenorro. Más información, por favor.

Willa suspiró.

–¿Qué quieres que diga? Fuimos al mismo instituto, y él nunca se fijó en mí, porque yo me habría dado cuenta.

–¿Y lo conoces bien? –le preguntó Elle, mirándola con agudeza. Ella era la más lógica del grupo, y podía discernir cualquier cosa con facilidad.

–Pues es obvio que no lo conozco bien –respondió Willa.

–Ummm…. –dijo Elle.

–No tengo tiempo para descodificar ese «ummm» –le advirtió Willa.

–¿Te acuerdas de cuando Archer y Spence dijeron que iban a castrar a tu ex?

Spence y Archer eran los últimos miembros de su grupo de amigos. Spence era un genio de la tecnología, y Archer era expolicía. Los dos juntos tenían una gran capacidad de actuación. Y, sí, habían dado la cara por ella cuando los había necesitado.

–Eso fue diferente –dijo Willa. Sin duda, Ethan había sido todo un imbécil–. Keane nunca va a ser mi exnovio, porque nunca vamos a salir juntos. Y, ahora, si habéis terminado de diseccionar mi vida, me voy, que tengo mucho que hacer para la boda de esta noche.

Se había quedado despierta hasta muy tarde, terminando los esmóquines que su cliente quería para los caniches. Sí, esmóquines. Que ella compartiera la broma de que South Bark Mutt Stop ganaba más dinero con las diademas, las bodas y los accesorios para mascotas, no quería decir que no se tomara muy en serio los deseos de sus clientes.

Y tal vez, si alguna vez tenía mascotas propias, aparte de las que acogía temporalmente de vez en cuando, y si tenía más dinero del que necesitaba, también ella quisiera celebrar una boda para sus perros. Aunque, sinceramente, lo dudaba. En su experiencia, el amor siempre había sido algo pasajero, lo contrario a la pompa y boato que requería una boda.

Sin embargo, estaba dispuesta a creer que podía existir el amor eterno, al menos para los demás. Willa se puso por encima de la cabeza el esmoquin del caniche gigante y se miró al espejo.

–¿Qué os parece?

–Muy mono –dijo Pru–. Ahora da un salto y haz lo que hagan los perros para asegurarte de que se sujeta.

Willa saltó varias veces, como si fuera un perro, con las muñecas dobladas hacia abajo, y las chicas se echaron a reír. En aquel preciso instante alguien llamó a la puerta.

De nuevo, faltaban diez minutos para las nueve, y Willa tuvo una sensación de déjà vu. La cara de todo el mundo le confirmó lo que tenía que saber. Sin embargo, se giró lentamente hacia la puerta, con la esperanza de estar equivocada.

No, no lo estaba.

Keane Winters estaba en la puerta, observándola.

–Perfecto –dijo, con la dignidad hecha pedazos–. ¿Cuánto creéis que ha visto?

–Lo ha visto todo –respondió Elle.

–Deberías ir a abrir la puerta –dijo Pru–. Está tan bueno como ha dicho Rory, pero también parece que tiene mucha prisa.

–No, no voy a abrir la puerta –dijo Willa, en un susurro furioso, mientras se sacaba el esmoquin por la cabeza–. ¡No voy a abrir hasta que os vayáis! ¡Vamos, salid por la puerta de atrás, y rápido!

Nadie se dio prisa. De hecho, nadie se movió.

Keane llamó por segunda vez y, cuando ella se giró para mirarlo de nuevo, él enarcó las cejas. Era la viva imagen de una deslumbrante impaciencia.

–Pero, bueno… –murmuró Pru–. ¿Acaso es que los hombres saben mirar así de nacimiento, o qué?

–Sí –dijo Elle, pensativamente–. Sí saben. Willa, cariño, no vayas a abrir con prisa. Tómate tu tiempo y quita esa cara de pánico. Y sonríe, de paso. No te va a servir de nada que él sepa que te tiene en sus manos.

–¿Lo veis? –les dijo Willa a Haley y a Pru–. Por lo menos hay una de vosotras que no está bajo la influencia de unos ojos oscuros y astutos y una sonrisa aún más oscura, y unos pantalones vaqueros de lo más sexy.

–Bueno, yo no he dicho eso –respondió Elle–. Pero siento más curiosidad que influencia. Ve a la puerta, Willa. Vamos a ver de qué madera está hecho.

–Acaba de verme bailando como un caniche.

–Exactamente, y no ha salido corriendo. Tiene que ser un tipo duro.

Willa suspiró y fue hacia la puerta.

Keane le mostró otra vez el trasportín de gato rosa, que debería haber conseguido que pareciera alguien ridículo. Sin embargo, era como si aumentara sus niveles de testosterona. La miraba de una forma penetrante, pero sus ojos se volvieron cálidos de un modo que a Willa le llegó al alma mientras caminaba hacia él. Se detuvo sin abrir la puerta de cristal, con las manos en las caderas, queriendo transmitirle que estaba enfadada, aunque no fuera enfado lo que sentía.

Él recorrió su cuerpo con la mirada, y aquello le produjo a Willa otra descarga de calor. Demonios. Ahora estaba irritada y, además, excitada. No era buena combinación.

Él sonrió al ver lo que estaba escrito en su delantal: Querido Santa Claus, puedo explicártelo.

Willa tomó aire y abrió la puerta.

–Tienes a Petunia otra vez. Espero que su tía abuela Sally no siga enferma.

Él se quedó sorprendido al ver que ella recordaba el nombre de su tía abuela, o al ver que le importaba.

–No lo sé –respondió, con la voz un poco ronca–. Me dejó un mensaje diciéndome que estaba a cargo de la gata el resto de la semana, pero Pita lleva ya dos días destrozando mi lugar de trabajo. Estoy en tus manos. ¿Podrías ayudarme?

Vaya. Debía de estar muy desesperado para rogárselo y no dar por sentado que iba a cuidar de su gata. Sin embargo, Petunia era un encanto, y Willa sabía que iba a hacerlo.

–Estoy dispuesto a decirte, incluso, a qué instituto fui –dijo él, sonriendo de una manera increíblemente encantadora.

Vaya, no había perdido el don de la sonrisa.

–No es necesario –dijo ella, que sabía que todas los estaban escuchando.

De repente, Keane miró hacia arriba, justo por encima de su cabeza. Ella siguió la dirección de sus ojos y encontró una rama de muérdago colgado del expositor de piscinas pequeñas portátiles para perros. ¿Muérdago? ¿Qué demonios? Miró hacia atrás y, de repente, Rory y Cara eran todo actividad, corriendo de un lado a otro como si estuvieran muy, muy ocupadas.

–¿Cuándo habéis colgado el muérdago? –les preguntó Willa–. ¿Y por qué?

–Eh… –titubeó Cara, desde detrás del mostrador.

–Por miedo a perder la oportunidad –dijo Rory–. Cara quería que llegara un chico guapo y que el muérdago le diera una excusa.

Willa entrecerró los ojos, y sus dos empleadas, que iban a morir muy pronto, volvieron a correr de un lado a otro.

–Interesante –dijo Keane, con cara de diversión.

–No voy a besarte.

Él sonrió.

–Si me cuidas a Pita hoy, yo te besaré a ti.

–No es necesario –respondió Willa, con el corazón acelerado–. Puedo cuidar a Petunia. No hace falta ningún beso, ni sería bien recibido.

Mentirosa, mentirosa…

Keane entró en la tienda. Y, como ella no retrocedió con la suficiente celeridad, estuvieron a punto de tocarse. Él tenía el pelo un poco húmedo, como si acabara de ducharse. Olía a jabón masculino y sexy. Llevaba unos pantalones vaqueros desgastados con un roto en el muslo, y otra camiseta de manga larga con el logo SF Builders en el pecho, así que era cierto lo que ella había pensado: que trabajaba en algo relacionado con la construcción.

Además, estaba lleno de pelos de gato.

Justo detrás de él, apareció una de sus clientas, Janie Sharp. Estaba en la treintena, tenía cinco niños menores de diez años y era profesora. Siempre iba tarde a todas partes, con urgencia, con agotamiento y con desesperación.

Aquel día, tres de sus hijos corrían a su alrededor a toda velocidad, gritando y jugando al lobo, mientras Janie sujetaba una pecera en alto para que no se le derramara el agua, puesto que la estaban empujando continuamente.

–Ya lo sé –le dijo a Willa–. Llego demasiado pronto. Pero, si no me ayudas esta mañana, voy a tener que matarme.

Aquella era una afirmación común para Janie.

–Siempre que no me dejes a los niños –respondió Willa. También aquella era una respuesta común por su parte. Al oír que Keane emitía un sonido extraño, lo miró–. Lo de matarse no lo dice en serio –le aclaró–. Pero yo sí digo en serio lo de sus niños.

Janie asintió.

–Son unos demonios.

–¿Cómo se llaman? –preguntó él.

Janie pestañeó como si acabara de verlo. Se le abrieron mucho los ojos, y estuvo a punto de babear.

–Dustin, Tanner y Lizzie –dijo.

Keane chasqueó los dedos, y los niños dejaron de correr alrededor de su madre. Dejaron de hacer ruido.

Keane señaló al primero.

–¿Tú eres Dustin, o Tanner?

–Tanner –dijo el pequeño, y se metió el dedo pulgar en la boca.

Keane miró a los otros dos, y ellos empezaron a hablar a la vez. Él alzó un dedo y señaló a la niña.

–Yo soy un ángel –dijo ella–. Mi padre lo dice.

–¿Y sabías que los ángeles cuidan a la gente a la que quieren? –preguntó Keane–. Ellos son los responsables.

La niña lo miró con timidez.

–Entonces, ¿yo soy responsable de Tan y Dust?

–Tú tienes que preocuparte por ellos –dijo Keane, y miró a los dos chicos–. Y vosotros tenéis que cuidarla a ella. Cuando vosotros estéis con ella, no puede sucederle nada malo. ¿Me entendéis?

Los dos niños asintieron.

Janie miró con asombro a sus tres hijos, que guardaban silencio respetuosamente.

–Es un milagro de Navidad –susurró, con reverencia, y miró a Keane–. ¿Trabajas de canguro?

Keane sonrió y, por un momento, dejó sin habla a toda la habitación. Tenía una sonrisa increíble, que hacía pensar en besos abrasadores, largos, profundos y embriagadores.

Y más.

Mucho más…

«No», pensó Willa, y tomó la pecera de manos de Janie.

–No le irás a dejar a tus hijos a un perfecto desconocido.

–Has comprendido muy bien lo de «perfecto» –murmuró Janie y, por fin, reaccionó–. Bueno, lo que ocurre es que nos vamos a Napa una noche. ¿Podemos dejarte a Fric y a Frac?

–Sí, y ya sabes que te los voy a cuidar muy bien –dijo Willa, y le dio un abrazo a Janie–. Descansa un poco.

Cuando Janie se marchó, Keane enarcó las cejas.

–¿También cuidas peces?

–Sí –dijo ella, y entrecerró los ojos–. ¿Acaso me estás juzgando?

Él negó con la cabeza.

–Acabo de traer a la gata endemoniada. No estoy en situación de juzgar a nadie.

A ella se le escapó una carcajada, y él se fijó en su boca. Willa se dio cuenta.

–Gracias –dijo él–. Por cuidar hoy de Pita. Significa mucho.

Desde detrás del mostrador se oyeron un «ay» muy bajito y, después, un «¡shhh!». Willa lanzó a sus amigas una mirada de advertencia para que se callaran.

Keane se giró a mirar pero, en cuanto lo hizo, Elle, Pru y Haley bajaron la cabeza como si estuvieran ocupadísimas mirando el teléfono móvil.

Rory pasó con otra caja de comida y se fijó en la proximidad de Willa y Keane.

–Me parece muy bien –le dijo a Willa– que hayas recuperado el sentido común y hayas terminado con esa tontería del alejamiento de los hombres.

Willa entrecerró los ojos.

–Ah, claro –dijo Rory, y se dio una palmada en la frente–. Eso no lo digas en alto, Rory. Casi se me olvida.

Keane miró a Willa con una sonrisa de diversión.

–¿Alejamiento de los hombres?

–No es asunto tuyo –dijo ella. Puso la pecera en el mostrador y tomó a Petunia–. Ya sabes las normas, ¿no?

–¿Te refieres a que tengo que pagar el doble por ser un tonto y que tú finges que no te caigo nada bien? –preguntó él, y le lanzó una sonrisa letal–. Sí, las mismas normas.

–Me refiero a que tienes que estar aquí antes de la hora de cierre –replicó ella con un suspiro–. Y no voy a cobrarte el doble.

Él volvió a sonreír abiertamente y dijo:

–¿Lo ves? Sí te caigo bien.

Y, después, se marchó.

Willa se giró hacia sus empleadas y sus amigas. Todas lo estaban mirando mientras él se alejaba.

–Tiene un culo realmente bonito –dijo Pru.

–Estoy de acuerdo –dijo Haley–. Y a mí ni siquiera me gustan los tíos.

Willa se encogió de hombros.

–Yo no me he fijado. A mí no me cae bien.

Todas se echaron a reír.

–Te corregiríamos –dijo Elle–, pero tú eres demasiado cabezota en uno de tus días buenos, y no creo que hoy sea uno de ellos.

Sí, sí. Entrecerró los ojos, porque ellas seguían riéndose; claramente, creían que se estaba engañando a sí misma al decirse que Keane no le gustaba un pelo.

Y lo peor era que ella también lo sabía.