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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Anne Mather

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una tentación no deseada, n.º 2469 - junio 2016

Título original: A Forbidden Temptation

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8113-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Sonaba el teléfono cuando Jack entró en la casa. Estuvo tentado de no contestar. Sabía quién llamaba. Al menos habían pasado tres días desde que su cuñada había contactado con él. Debra no solía ignorarlo durante mucho tiempo.

Ella era la hermana de Lisa, y Jack suponía que trataba de estar pendiente de él. «No necesito que nadie esté pendiente de mí», pensó. Dejó la bolsa del pan sobre la encimera de granito, y contestó el teléfono.

–Connolly –dijo él.

La voz de Debra Carrick se oyó al otro lado de la línea.

–¿Por qué te empeñas en apagar el teléfono móvil? –le preguntó enfadada–. Ayer te llamé una vez y hoy te he llamado dos, pero nunca estás disponible.

–Buenos días para ti también –comentó Jack–. ¿Y por qué tengo que llevar el teléfono móvil a todos los sitios? Dudo que lo que tengas que decirme no pueda esperar.

–¿Y cómo lo sabes? –Debra parecía ofendida–. En cualquier caso, ¿y si tuvieras un accidente? ¿O si te cayeras de tu barco? En esos momentos desearías tener alguna manera de comunicarte.

–Si me cayera del barco el teléfono no funcionaría en el agua –contestó Jack, y oyó que Debra resoplaba.

–Tienes respuesta para todo, ¿verdad, Jack? –preguntó ella con frustración–. En cualquier caso, ¿cuándo vas a venir a casa? Tu madre está preocupada por ti.

Jack reconocía que podía ser cierto, pero tanto sus padres como sus hermanos, sabían que no debían hacerle ese tipo de preguntas.

Ellos habían aceptado que él necesitaba alejarse de su familia. Y la casa en la que se encontraba en la costa de Northumberland era exactamente donde deseaba estar.

–Esta es mi casa –dijo él, mirando con orgullo la enorme cocina de la casa de campo.

Había comprado la casa en muy mal estado y gran parte de la reforma la había hecho él mismo.

Lindisfarne House se había convertido en una casa cómoda y elegante. El lugar ideal para buscar refugio y decidir lo que iba a hacer durante el resto de su vida.

–¡No hablas en serio! –exclamó Debra–. Jack, ¡eres arquitecto! Un buen arquitecto. Y el hecho de que hayas heredado ese dinero no significa que tengas que pasarte la vida holgazaneando en un lugar perdido de Inglaterra.

–Rothburn no es un lugar perdido de Inglaterra –protestó Jack–. Y, desde luego, no más remoto que Kilpheny –suspiró–. Necesitaba salir de Irlanda, Debs. Creía que eso lo habías comprendido.

–Sí, supongo que sí –admitió ella–. Estoy segura de que la muerte de tu abuela ha sido la gota que colmó el vaso, pero toda tu familia está aquí. Tus amigos están aquí. Te echamos de menos, ¿sabes?

–Sí, lo sé –Jack estaba perdiendo la paciencia–. Mira, tengo que irme, Debs –hizo una mueca y mintió–. Hay alguien en la puerta.

Después de colgar el teléfono en la pared, Jack apoyó las manos sobre el granito de la encimera y respiró hondo. «No es culpa suya», pensó. El hecho de que cada vez que él oía su voz empezara a pensar en Lisa, no la convertía en una mala persona.

Lo único que deseaba era que ella lo dejara tranquilo.

–Está enamorada de ti.

Jack levantó la vista y vio que Lisa estaba sentada al final de la encimera, mirándose las uñas. Iba vestida con los mismos pantalones y la misma blusa de seda que había llevado la última vez que la había visto. Una sandalia de tacón alto colgaba de su pie derecho.

Jack cerró los ojos un instante y se puso en pie.

–Eso no lo sabes –contestó.

Lisa levantó la cabeza para mirarlo.

–Sí lo sé –insistió ella–. Debs lleva años enamorada de ti. Desde que te llevé a casa por primera vez para que conocieras a papá.

Jack se volvió y encendió la cafetera. Partió un buen pedazo de pan y lo untó con mantequilla. Después se obligó a comérselo, aunque no le gustaba la idea de que ella estuviera mirándolo.

–¿Vas a regresar a Irlanda?

Lisa era muy insistente, y aunque Jack se despreciaba por seguirle la corriente, volvió la cabeza. Ella seguía sentada en la encimera, una figura etérea y pálida que pronto desaparecería como en otras ocasiones. Sin embargo, ese día parecía decidida a atormentarlo, así que él se encogió de hombros con resignación.

–¿Y a ti qué más te da? ¿Tampoco te gusta Northumberland?

–Solo quiero que seas feliz –dijo Lisa, extendiendo los dedos tal y como hacía cada vez que se pintaba las uñas–. Por eso estoy aquí.

–¿De veras?

Jack era escéptico al respecto. En su opinión, ella intentaba hacer que la gente pensara que él estaba loco. Estaba hablando con una mujer muerta. ¿No era una locura?

Una corriente de aire le acarició el rostro y, cuando Jack miró de nuevo, ella ya se había ido.

Ni siquiera permaneció el rastro de su perfume. Nada que pudiera demostrar que él no estaba volviéndose loco, tal y como sospechaba a veces.

Al principio, Jack no consideraba que las apariciones de Lisa fueran debidas a un problema mental; sin embargo, a pesar de todo, había ido a ver a un médico en Wicklow y él le había recomendado que fuera a ver a un psiquiatra en Dublín.

El psiquiatra le había dicho que era la forma en la que Jack estaba pasando el duelo, Y puesto que nadie más veía a Lisa, Jack se creyó que podía tener razón.

Las visitas continuaron y Jack acabó tan acostumbrado a ellas que dejó de preocuparse.

Además, no sentía que Lisa quisiera herirlo. Al contrario, siempre aparecía tan extravagante y antojadiza como había sido en vida.

Jack frunció el ceño y salió de la cocina para tomarse el café en el salón.

La habitación era grande y luminosa y estaba decorada en madera oscura y materiales de piel. Desde los ventanales se contemplaba la costa y las aguas del mar del Norte.

Jack se sentó en una mecedora que había junto a la ventana. Apenas eran las nueve de la mañana y tenía todo el día por delante.

Mientras se tomaba el café valoró la idea de salir a navegar en el Osprey. Por experiencia, sabía que manejar el velero de cuarenta y dos pies de eslora requeriría toda su energía. El mar del Norte no se andaba con contemplaciones, ni siquiera a finales de mayo.

Jack frunció el ceño. No estaba seguro de que eso le apeteciera. Quizá podía pasar el día en el barco haciendo algunas reparaciones y disfrutando de la compañía de los pescadores que había en el puerto.

En realidad, tampoco necesitaba la compañía. Aunque había sufrido mucho desde el accidente en el que murió su esposa. Ya habían pasado casi dos años desde la muerte de Lisa y ya era hora de que la hubiera superado.

Y así era. Excepto cuando Lisa regresaba para atormentarlo.

¿Cuándo había aparecido por primera vez? Más o menos un mes después de su entierro. Jack estaba visitando su tumba cuando se percató de que Lisa estaba a su lado.

Ese día sí que se quedó asombrado. Incluso por un instante pensó que quizá habían enterrado a otra mujer por equivocación.

No. A pesar de que el coche de Lisa acabó calcinado después de chocar contra un camión cisterna, las pruebas de ADN demostraron que la conductora fallecida era su esposa.

Lo único que había salido intacto del accidente fueron sus sandalias. Y él suponía que por eso las llevaba puestas durante sus apariciones.

Daba igual. Después del primer encuentro, Jack había aprendido a no cuestionarse nada al respecto. Lisa tenía su propia agenda y nunca la cambiaba.

A ella le gustaba provocarlo. Igual que había hecho durante los tres años que había durado su matrimonio.

Jack se terminó el café de un trago y se puso en pie. No podía pasarse el resto de la vida pensando en cómo podía haber sido. O, como Debra le había dicho, holgazaneando sin más.

Ni hablando con un fantasma. Quizá debería preguntarse de nuevo si no se estaba volviendo loco.

Ocho horas más tarde, se sentía menos melancólico. Había pasado la mañana reparando el velero. Y después, como soplaba una suave brisa del suroeste, había salido a navegar en él.

Cuando regresó a Lindisfarne House ya había olvidado lo introspectivo que había estado durante toda la mañana. Tenía un cubo lleno de mariscos que le había comprado a uno de los pescadores y unas verduras frescas en el maletero y se prepararía una ensalada de langosta para cenar.

Estaba tomándose una cerveza en la cocina cuando oyó que un coche se acercaba a la casa. «Maldita sea», pensó, dejando la cerveza sobre la encimera. Lo último que necesitaba esa noche era compañía…

No solía recibir visitas. O, al menos, no recibía visitas que aparcaban en su puerta. Nadie, excepto su familia cercana, sabía dónde vivía. Y ellos tenían órdenes estrictas de no darle su dirección a nadie.

Cuando llamaron al timbre, supo que no tenía más remedio que contestar.

–¿Por qué no abres la puerta?

Jack se volvió y vio a Lisa sentada en un taburete.

–¿Perdona?

–Abre la puerta –dijo ella.

–Ya voy –dijo él en voz baja, y confiando en que no lo oyera la persona que esperaba en el exterior–. ¿A ti qué más te da? El que va a tener que atender a la visita inesperada soy yo.

–A dos visitas –lo corrigió Lisa.

–¿Y quiénes son? –preguntó él, frunciendo el ceño.

–Ya lo descubrirás –dijo ella antes de desaparecer.

Jack negó con la cabeza. Lisa casi nunca aparecía dos veces en el mismo día. ¿Era posible que estuviera inquieta por la visita? Quizá debería estar alerta. Al fin y al cabo, estaba solo en aquella casa.

Tratando de no pensar en ello, abrió la puerta.

Un hombre lo esperaba fuera. Un hombre que no había visto hacía mucho tiempo. Sean Nesbitt y él habían crecido juntos. Incluso habían estudiado juntos en la universidad y habían compartido un piso durante el último año.

Se habían graduado en el Trinity College, en Dublín, Jack en Arquitectura y Sean en Informática. Sin embargo, después habían seguido caminos separados y solo se veían ocasionalmente cuando visitaban a sus padres en Kilpheny.

Cuando Jack se casó con Lisa, perdió el contacto con su amigo y, desde luego, era la última persona a la que esperaba ver en la puerta de su casa.

–¿Aceptas visitas?

Sean estaba sonriendo y no había manera de que Jack pudiera rechazarlo.

–Por supuesto –le dijo, y le estrechó la mano antes de dar un paso atrás–. ¿Qué diablos haces aquí? ¿Y cómo me has encontrado?

–Soy experto en informática, ¿recuerdas? –dijo, mirando hacia el Mercedes que había aparcado en el camino–, pero no estoy solo. He traído a mi novia conmigo. ¿Te parece bien si entramos los dos?

Bueno… Jack se encogió de hombros. Lisa estaba en lo cierto. Tenía más de un visitante. Pero…

–Claro –contestó, mirando hacia atrás un instante. Lisa se había marchado.

–¡Estupendo!

Cuando Sean regresó al coche, Jack se percató de que no se había cambiado de ropa al regresar del puerto. Tenía los pantalones manchados de pintura y el jersey negro que llevaba era muy viejo.

«Tendrán que aceptarme tal y como estoy», pensó con resignación. Al fin y al cabo, no esperaba visitas.

Sean había rodeado el coche para abrirle la puerta a la mujer que estaba en el asiento del copiloto, pero ella salió del vehículo antes de que él pudiera ayudarla. Desde la casa, Jack solo podía ver que era alta y delgada, y que llevaba unos pantalones vaqueros y una camisa blanca. Tenía el cabello rojizo y recogido en una coleta.

La mujer no miró hacia la casa, y Jack se preguntó si aquella visita le apetecería tan poco como a él. No obstante, Sean era un amigo y no podía decepcionarlo. Y menos cuando parecía que había recorrido bastante distancia para ir a verlo.

Sean intentó rodear a la mujer por la cintura y atraerla hacia sí, y Jack experimentó un instante de envidia. ¿Cuánto tiempo hacía que no tenía a una mujer entre sus brazos?

Para su sorpresa, la chica se zafó del abrazo de Sean y se dirigió hacia la casa con decisión.

–Vaya, parece que tienen problemas –murmuró Jack. Debía de haber acertado, parecía que ella no quería estar allí.

De pronto, se quedó sin respiración. Se sentía como si le hubieran golpeado en el pecho. Su reacción lo sorprendió, al igual que la oleada de calor que invadió su entrepierna.

Su respuesta fue completamente inesperada. E inapropiada. No solía experimentar deseo, pero eso era lo que sentía en aquellos momentos. «Maldita sea», pensó. Era la novia de Sean. Y solo porque pareciera que habían discutido no significaba que tuviera derecho a aprovechar la oportunidad.

Ella caminaba directamente hacia él, con sus pechos redondeados y sus pezones erectos marcados bajo la fina blusa de algodón. Tenía las piernas largas y esbeltas.

Jack se alegró de llevar un pantalón ancho. Tenía la sensación de que debía ocultar algo más que su reacción. Estuvo a punto de romper a sudar al pensar en la posibilidad de que Sean pudiera percatarse.

No podía creer que ese fuera el motivo por el que Lisa había estado tan interesada por que abriera la puerta. Aunque ¿no era ese el tipo de cosas que solía hacer? Había disfrutado provocándolo en vida, y seguía provocándolo después.

Por supuesto, la novia de Sean no se parecía en nada a Lisa. Lisa era una mujer rubia y menuda. Y coqueta. Y aquella mujer lo miraba con indiferencia… ¿O con desdén? Como si supiera exactamente lo que le estaba pasando por la cabeza.

Jack dio un paso atrás para dejarlos pasar a la casa y Sean hizo las presentaciones.

–Grace Spencer, te presento a Jack Connolly –dijo con tono animado, y, a pesar de la mirada de sus impresionantes ojos verdes, Jack tuvo que estrechar la mano que la mujer le ofrecía con desgana.

–Hola –le dijo, consciente de que ella tenía la mano fría y él sudorosa.

–Hola –contestó ella–. Espero que no te importe, pero Sean me pidió que lo acompañara para mostrarle el camino hasta aquí.

–Yo… No, por supuesto que no.

Jack frunció el ceño. Había percibido en su forma de hablar cierto acento local. ¿Sería de aquella zona? ¿Y cómo diablos había conocido a Sean? Percatándose de que llevaba en silencio mucho tiempo, preguntó:

–¿Conoces la zona, Grace?

–Nací aquí –contestó ella, pero Sean no la dejó terminar.

–Sus padres son los dueños del pub del pueblo –dijo él–. Grace se marchó de aquí para ir a la universidad, y desde entonces vive en Londres.

Jack asintió. Por lo que había oído, Sean también trabajaba en Londres.

–Ahora me he ido de Londres –añadió Grace–. Mi madre está enferma y he decidido regresar a Rothburn para estar a su lado. Sean todavía vive en Londres. Esto es solo una visita relámpago, ¿verdad, Sean?

No cabía duda de que el tono era acusador. Jack no sabía qué sucedía entre ellos, pero sí que no quería formar parte de aquello. Evidentemente, no eran la pareja feliz que Sean trataba de aparentar.

–Ya veremos –dijo Sean, y forzó una sonrisa–. Estoy seguro de que te preguntarás cómo he conseguido encontrarte.

–Por supuesto que sí.

–Pues, cuando el padre de Grace dijo que un irlandés había comprado esta casa, nunca imaginé que pudieras ser tú –continuó Sean–. Hasta que no mencionaron tu nombre no pensé en ti. El mundo es muy pequeño, ¿verdad?

–Ya lo creo.

Jack inclinó la cabeza. No había tratado de ocultar su identidad entre los vecinos, pero nadie lo conocía bien. Nadie sabía lo de Lisa.

Y, desde luego, no se había imaginado que Sean Nesbitt pudiera aparecer en su puerta.

–Entonces… –Jack trató de mostrar interés–, ¿vienes aquí todos los fines de semana para ver a Grace y a su familia?

–Sí…

–¡No!

Ambos hablaron a la vez, y Jack se fijó en que Grace se había sonrojado.

–Vengo tan a menudo como puedo –rectificó Sean. Sus ojos azules se oscurecieron a causa de la rabia–. Vamos, Grace, sabes que tus padres se alegran de verme. Solo porque tú te sientas un poco desatendida no es motivo para avergonzar a Jack de esta manera.

Capítulo 2

 

Grace estaba enfadada.

Sabía que no debería haber permitido que la convencieran para ir allí con Sean, pero ¿qué podía hacer? Aparte de las confusiones que la situación podía crear, no le gustaba discutir con él en público. Con Jack Connolly mirándolos, se sentía muy avergonzada. Él no era el tipo de hombre al que Sean pudiera engañar con sus mentiras.

El problema era que sus padres esperaban que se casara con Sean y, si ella se hubiera negado a acompañarlo, ellos habrían sospechado que algo iba mal. Por el momento debía aceptar la situación, pero se negaba a permitir que Sean la hiciera quedar como una idiota.

Al principio había sido todo tan diferente… Nada más conocer a Sean se había quedado fascinada por sus encantos. En aquellos tiempos, ella todavía era muy joven e ingenua, y se creía todo lo que él le decía. Además, se sentía orgullosa de salir con uno de los estudiantes mayores más populares.

Qué equivocada había estado.

Su primer error había sido llevarlo a conocer a sus padres. Después de que Sean le prometiera que conseguiría dinero fácil, su padre había aceptado hipotecar el pub para ayudar a Sean a financiar la página web que estaba creando para su negocio.

Grace había tratado de impedirlo. Incluso aunque pensaba que iba a casarse con Sean, sabía que la página web era una gran apuesta y que su padre conocía muy poco acerca de cómo funcionaban.

No obstante, Tom Spencer no la había escuchado. Él pensaba que estaba invirtiendo en su futuro y que ella se lo agradecería. Ya entonces, ella había pasado noches sin dormir preocupada por lo que ocurriría si la página web fracasaba.

Y había fracasado. Como casi todo en lo que a Sean se refería, el sueño no concordaba con la realidad. Y los padres de Grace ni siquiera se habían enterado de que Sean había perdido su dinero. Y por eso Grace tenía que hacer todo lo posible por recuperarlo.

Aunque eso significara tener que mentir acerca de su relación con Sean.

Sus padres todavía pensaban que Sean continuaba viviendo en Londres para avanzar en su negocio. Ella sabía que ellos creían que debería haberse quedado con él, pero Grace ya había tenido suficiente. No quería contarles el motivo por el que había cortado su relación con él. Hasta que su madre no estuviera bien de salud no podía cargarla también con aquello.

Prefería hacerles creer que los echaba de menos.

Y Sean sabía que su relación había terminado. Si ella conseguía salirse con la suya, pronto no tendría que volver a verlo.

Sin embargo, allí estaban, en la puerta de la casa de Jack Connolly, cuando lo que ella deseaba era darse media vuelta y marcharse. Era evidente que Connolly no los quería allí. Y ella no podía culparlo. Entonces, ¿por qué Sean no captaba el mensaje y terminaba con aquella situación?

Por desgracia, justo cuando ella buscaba la manera de salir de aquella situación, Jack los invitó a pasar.

–Por favor, entrad –dijo, y se retiró a un lado para cerrar la puerta.