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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Barbara Hannay

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tregua en el rancho, n.º 2593 - mayo 2016

Título original: Second Chance With Her Soldier

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8147-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

JOE Madden esperó dos días enteros antes de abrir el correo electrónico que le había enviado su esposa.

Él no solía evitar los problemas. Iba contra todo lo que había aprendido en su entrenamiento militar. Aun así, allí estaba, en Afganistán, mirando el mensaje de Ellie como si fuera más peligroso que un explosivo.

El divorcio podía hacerle eso a un hombre.

El hecho de que hubiera sido Joe quien le había sugerido la separación era irrelevante. Después de demasiados años de matrimonio tormentoso, él había comprendido que su propuesta había sido justa y necesaria. Pero eso no hacía la ruptura menos dolorosa.

Solo, en su pequeña choza en Tari Kot, echó un vistazo a los otros dos correos electrónicos que le habían llegado de Australia durante la noche. Uno era de su tía, que le recordaba amablemente lo mucho que se preocupaba por él. El otro, de su hermano, con su habitual tono irónico, le arrancó una amarga sonrisa.

Se quedó mirando el de Ellie, todavía sin abrir. Sin duda, habían llegado los papeles definitivos de divorcio y Ellie estaba impaciente por enviárselos.

Era obvio que ella no estaba dispuesta a esperar a que terminaran los cuatro años que Joe tenía que servir en el ejército, a pesar de que él se lo había sugerido por una razón meramente práctica. Sabía que ningún soldado estaba a salvo en Afganistán y, si lo mataban mientras estuvieran casados, ella recibiría una pensión de viudedad del ejército. Al menos, no tendría que preocuparse por el dinero.

Era algo importante. En sus misiones, Joe tenía que enfrentarse a la muerte a diario. Ya había perdido a dos compañeros, ambos excelentes soldados. La muerte era un peligro real y muy presente a su alrededor.

De todas maneras, estaba claro que romper su matrimonio cuanto antes era más importante para Ellie que su estabilidad económica futura.

Diablos, lo más probable era que tuviera otro pretendiente en espera. Joe rezó porque no fuera el maldito granjero que la madre de Ellie había escogido para ella.

Fueran cuales fueran sus razones, lo evidente era que su esposa tenía mucha prisa por verse libre de su alianza.

No tenía sentido seguir evitando lo inevitable, se dijo Joe. Sintiendo que el sabor del café que acababa de beberse le amargaba la boca, pulsó en el mensaje para abrirlo.

 

 

Hacía un día de calor insoportable en el rancho Karinya, en North Queensland. El hambriento ganado devoraba con ansiedad la melaza que Ellie le repartía, mientras dejaba vagar sus pensamientos. Cuando llegó a casa, estaba sucia y pegajosa como una barra de caramelo restregada por el barro.

Lo primero que hizo fue ir al lavabo y frotarse bien los brazos hasta los codos. Después, tomó una jarra de agua helada del frigorífico, se llenó un vaso y se lo bebió de un golpe. Se sirvió otro para llevárselo al estudio y, allí, se quedó de pie con los vaqueros manchados de melaza mientras encendía el ordenador.

Llena de tensión, esperó a que se descargara el último mensaje. ¿Le habría mandado ya Joe su respuesta?

Encogida por la aprensión, cerró los ojos y contuvo el aliento. Cuando se obligó a mirar a la pantalla de nuevo, se sintió decepcionada.

No había noticias de Joe.

Ni una palabra.

Durante unos instantes, se quedó mirando a la pantalla como si, de alguna forma, fuera a aparecer otro mensaje en ese mismo momento.

Pero no.

¿Por qué no le había contestado? ¿Qué se lo estaba impidiendo? Aunque hubiera salido de patrulla, siempre solía regresar al campamento uno o dos días después.

Un escalofrío de miedo la recorrió.

¿Estaría herido? No era posible.

El ejército habría contactado con ella.

No debía pensar en eso.

Desde que su marido se había unido al ejército, Ellie había aprendido a evitar los pensamientos negativos. Sabía que otras parejas tenían códigos secretos para hablar de cualquier cosa peligrosa, pero ella y Joe habían perdido esa clase de intimidad hacía mucho.

Debía de haber otra explicación.

Lo más probable era que Joe necesitara tiempo para pensar. Sin duda, su mensaje lo habría sorprendido y estaría sopesando los pros y los contras de su propuesta.

Con la esperanza de reafirmarse en esa explicación, Ellie releyó el mensaje que le había enviado a su marido, también para asegurarse de que sonaba razonable.

Había intentado exponer sus motivos de forma concisa y directa, manteniendo al margen las emociones. Aun así, al leerlo, no pudo evitar imaginar cómo se habría sentido Joe al abrir su correo.

 

Hola, Joe:

Espero que estés bien.

Te escribo por una cuestión práctica. He recibido otro mensaje de la clínica de tratamientos de fertilidad, ya ves, y he vuelto a pensar en los embriones congelados. Sorpresa, sorpresa.

Joe, sé que firmamos un documento al comenzar el programa en que acordábamos que, en caso de divorcio, donaríamos los embriones a otra pareja estéril. Pero, lo siento, tengo muchos reparos en hacer eso.

Lo he pensado mucho, Joe. Créeme, mucho.

Me gustaría pensar que sería tan generosa como para entregar los embriones a otra pareja más adecuada, pero no puedo evitar pensar en ellos como si fueran mis bebés.

Le he dado muchas vueltas, Joe, y he decidido que lo que de veras quiero hacer es un último intento de fecundación in vitro. Sé que lo más probable es que te horrorice. Me dirás que solo conseguiré más frustración. Sé que esto te debe de sorprender y, seguramente, no te guste.

Sin embargo, si por algún maravilloso milagro me quedara embarazada, no esperaría que cambiáramos nuestros planes de divorcio. Prometo que no usaré al bebé para retenerte ni nada de eso.

Como sabes por experiencias pasadas, tengo muy pocas probabilidades de éxito, pero no puedo seguir adelante con la inseminación sin tu consentimiento. Ni tampoco querría hacerlo. Por eso, espero con ansiedad conocer tu opinión.

Mientras, cuídate mucho, Joe.

Te deseo lo mejor,

Ellie

 

Joe se sintió como si le hubiera explotado en la cara una granada.

Sí que era una sorpresa, sí. Jamás en la vida se habría imaginado que Ellie le propusiera eso.

Había dado por sentado que los estresantes tiempos en que ambos habían intentado formar una familia habían quedado atrás.

Después de haber abandonado el rancho Karinya, Joe no se había permitido pensar ni una sola vez en los embriones restantes. ¿Cuántos eran? ¿Dos? ¿Tres?

Con el estómago encogido, recordó los horribles años en que la clínica de fertilización había dominado sus vidas. Sus únicas esperanzas y sueños habían estado aferrados a aquellos embriones.

Hasta el momento, sin embargo, ninguno había sobrevivido el proceso de implantación.

Soportar cada pérdida había sido demasiado doloroso.

En el presente, Joe no tenía duda de que Ellie se estaba exponiendo a otra amarga desilusión. Aun así, por un instante de locura, casi sintió un atisbo de esperanza, el mismo que les había mantenido en pie durante aquellos sórdidos años de intentos.

Por Ellie, deseó que la implantación pudiera tener éxito, aunque sabía muy bien que las posibilidades de éxito eran mínimas. Además, se le encogía el corazón al pensar que fuera a pasar por todo el proceso ella sola.

Lo cierto era que no quería pensar en nada de eso. Se había enrolado en el ejército para olvidar su vida anterior. Allí tenía un enemigo visible que le obligaba a mantener su concentración en el presente.

Pero Ellie le pedía que volviera a contemplar la posibilidad de ser padre. Aunque, en esa ocasión, sería padre solo en teoría. Ella le había dejado muy claro que seguía queriendo el divorcio. Y él entendía por qué. Por eso, a pesar de que ocurriera el milagro y el embrión sobreviviera, el niño nunca viviría bajo su mismo techo.

Serían extraños el uno para el otro.

Como si reflejara sus amargos pensamientos, una explosión sonó fuera, demasiado cerca del campamento. A través de la ventana, Joe vio llamaradas y humo. Se oyeron gritos. Un recordatorio de que la muerte y el peligro eran sus compañeros habituales.

No había manera de obviar esa realidad. Por eso, no tenía sentido seguir dándole vueltas a la propuesta de Ellie, se dijo. Era una pérdida de tiempo.

Joe ya conocía la respuesta.

Capítulo 1

 

TRES años después…

–Ellie, soy mamá. ¿Tienes la televisión encendida?

–¿La televisión? –repitió Ellie con tono de incredulidad–. Mamá, acabo de volver de dar de comer al ganado. Se está secando todo. He estado sacando a una vaca que se había quedado atrapada en el barro y estoy cubierta de lodo. ¿Por qué? ¿Qué pasa en la tele? –preguntó. El único programa que le interesaba en esos días era el del tiempo.

–Acabo de ver a Joe –dijo su madre.

–¿En la tele? –preguntó Ellie con un grito sofocado.

–Sí, cariño, en las noticias.

–¿Está…? ¿No le ha pasado nada?

–No, no, está bien –repuso su madre con un ligero tono de desprecio, un pequeño recordatorio de que nunca había aprobado la elección de marido de su hija–. ¿Vuelve a casa?

–¿Está en Australia?

–Sí, Ellie. Su escuadrón acaba de aterrizar en Sídney. Lo he visto en las noticias y en las imágenes salía Joe de refilón. Solo lo vi unos segundos, pero era él, sin duda. El reportero dijo que esas tropas no volverían a Afganistán. Pensé que debías saberlo.

–De acuerdo. Gracias –replicó Ellie, llevándose la mano al pecho, que le latía a cien por hora.

–Igual puedes ver la noticia en uno de los otros canales.

–Supongo.

Ellie estaba temblando cuando colgó. Había escuchado noticias sobre una retirada de tropas australianas, sin embargo, era un shock saber que Joe había vuelto a casa. Para quedarse.

Antes, Joe había desempeñado varias misiones de corta duración en Afganistán y, después de cada una, había regresado a su base en Nueva Gales del Sur. Pero, en esa ocasión, no volvería al campo de batalla.

Aun así, él no había contactado con ella.

Era una prueba más de lo mucho que se habían distanciado.

Ellie volvió la vista a la pantalla de televisión que tenía en una esquina del salón. No tenía tiempo de encenderla. Estaba llena de barro. Ni siquiera sabía por qué se había apresurado a entrar en casa para responder al teléfono. Por alguna razón, su instinto la había impulsado a hacerlo.

Debería ducharse y cambiarse antes de nada. No iba a ir a buscar a Nina y a Jacko hasta que estuviera limpia.

Sin embargo, no pudo evitar tomar el mando a distancia.

Tras unos segundos, encontró un canal que emitía una escena en el aeropuerto de Mascot, mientras el locutor comentaba el regreso de las tropas.

La pantalla mostraba el aeropuerto lleno de soldados uniformados, abrazando a sus mujeres y a sus hijos con las caras iluminadas por la emoción.

Lágrimas de felicidad y sonrisas se dibujaban en todos los rostros. Un joven sostenía a un pequeño bebé. Una niña se abrazaba a la pierna de su padre, intentando llamar su atención mientras el soldado besaba a su madre.

Ellie sintió un nudo en la garganta. No podía soportar aquellas imágenes de felicidad en familia. Con lágrimas en los ojos, se preguntó dónde estaría Joe.

Entonces, lo vio.

Allí estaba el hombre que pronto sería su exmarido.

Al fondo de la multitud, parecía estar esquivando las cámaras, mientras intentaba dirigirse a la salida con rostro apesadumbrado.

Tenía un aspecto solitario y triste. Con su uniforme militar, parecía más alto y fuerte que nunca. Y muy guapo, claro. Pero, comparado con sus camaradas sonrientes, tenía un aspecto desolado.

Con una mueca de dolor, Ellie no pudo contener el llanto.

Enseguida, la cámara enfocó a un político que había ido a recibir a las tropas.

Con rapidez, ella apagó la televisión.

Suspiró con desesperación. Se sentía conmocionada por haber visto a Joe después de tanto tiempo. Había sido como recibir una coz en el corazón.

Intentó respirar hondo para calmarse. Sabía que no era momento para dejarse llevar por sentimentalismos.

Su divorcio estaba a punto de hacerse realidad. Era hora de mostrarse firme. No había ninguna perspectiva de reconciliación. Joe y ella se habían hecho desgraciados el uno al otro durante demasiado tiempo. Comprendía que Joe no se hubiera molestado en avisarla de su regreso.

Lo que le dolía era que ni siquiera le hubiera pedido ver a Jacko.

 

* * *

 

Desde la ventana de su habitación de motel, en Coogee Beach, Sídney, Joe contemplaba la idílica escena del mar iluminado por la luna.

Todo había terminado. Al fin estaba en casa. Sus años de servicio en el extranjero habían acabado.

En el largo vuelo de regreso, había soñado con tomarse una cerveza fría en la playa, mientras comía pescado recién frito y le tiraba las sobras a las gaviotas. Eso mismo había hecho esa tarde. Sin embargo, no había experimentado la alegría y la tranquilidad que había anticipado.

Todo le parecía demasiado irreal.

Era incómodo, sobre todo cuando en su entrenamiento había aprendido a adaptarse con rapidez a distintos entornos y a responder con eficiencia a cualquier reto.

Allí, en su país, en el ambiente más seguro y agradable, se sentía aislado y desconectado, como si no formara parte de lo que le rodeaba.

Sin duda, sabía que iba a necesitar una etapa de transición para volver a la vida civil después de haberse pasado años en el campo de batalla. No había estado preparado para enfrentarse a las escenas de felices reencuentros familiares a su llegada al aeropuerto, eso era cierto. Aunque había creído que, al escapar de allí, todo iría bien.

Sin embargo, se sentía aturdido y aislado, como si nada en su nueva vida fuera real.

Miró hacia la arena que relucía bajo la luna y a la espuma blanca que dejaban las olas al chocar contra los acantilados. Y, en parte, deseó tener órdenes para otra peligrosa misión.

Cuando le sonó el teléfono, no estaba de humor para contestar ninguna llamada. Pero miró la pantalla para ver quién era.

Ellie.

No había esperado que ella lo llamara tan pronto, se dijo con el corazón encogido. Quizá, lo había visto en las noticias y sabía que ya estaba en Sídney. Era lógico que quisiera ponerse en contacto con él para firmar los documentos.

Conteniendo el aliento, una mezcla de esperanza y miedo lo atenazó. ¿Estaba listo para tener esa conversación con su mujer?

Tuvo la tentación de esperar a que saltara el buzón de voz para que ella dejara un mensaje y así saber lo que quería decirle. Pero, al final, se rindió. Tragó saliva y apretó el botón de respuesta.

–Hola, Ellie.

–¿Joe?

Habían hablado en poquísimas ocasiones en los últimos tres años.

–¿Cómo estás? –preguntó él con voz ronca–. ¿Cómo está el niño?

–Los dos estamos muy bien, gracias. Jacko está creciendo muy deprisa. ¿Cómo estás tú?

–Bien. He vuelto de una pieza –repuso él. ¿Qué otra cosa podía decir?

–Debe de ser maravilloso estar de regreso en casa para siempre –comentó ella con calidez.

–Sí, supongo –replicó él, sin ningún entusiasmo.

–Yo… bueno… –balbuceó ella.

Un pesado silencio los envolvió.

–He oído que habéis tenido un verano muy seco en el norte –señaló él, tratando de retomar la conversación.

–Así es, pero la estación meteorológica prevé una estación de lluvias como es debido.

–Eso es una buena noticia.

Joe se imaginó Karinya, el rancho que Ellie y él habían montado de recién casados, cuando habían estado llenos de sueños y esperanzas de felicidad.

Cuando habían roto, Ellie había insistido en quedarse allí y mantener el rancho sola. Incluso cuando había tenido el hijo que tanto había esperado, había seguido al pie del cañón. Había contratado a un capataz al principio, mientras había estado embarazada y, luego, a una niñera, para poder continuar ocupándose del ganado y de su hijo al mismo tiempo.

El hijo de los dos.

–Joe, supongo que querrás ver a Jacko –dijo ella con rapidez.

Él apretó los dientes para contener la emoción. Había tenido oportunidad de visitar North Queensland entre sus muchas misiones, pero solo había visto a su hijo una vez. Había volado a Townsville y Ellie había ido en coche hasta la costa desde el rancho. Habían pasado una incómoda tarde juntos en un parque de Townsville y Joe tenía una foto en su cartera para demostrarlo.

En el presente, el niño tenía dos años.

–Claro que quiero ver a Jacko –repuso él, despacio. ¿Qué padre no querría ver a su hijo?–. ¿Planeas venir por Townsville?

–Lo siento, Joe. No puedo. Ahora mismo me es imposible. Sabes cómo son las cosas en el rancho en el mes de diciembre. Es época de crianza y estoy muy ocupada asegurándome de que el ganado tiene el agua y los suplementos que necesita. Y Nina, la niñera, se va a ir de vacaciones. Quiere irse a su casa en Cairns por Navidad, lo que es comprensible, por eso, voy a intentar hacerlo todo yo sola aquí. Pensé que… igual… podías venir tú.

Joe apretó la mandíbula.

–¿Al rancho?

–Sí.

–Aunque tome un avión a Townsville y vaya en coche a Karinya, no podría hacer el viaje de ida y vuelta en un día –repuso él, frunciendo el ceño.

–Sí, lo sé… Tendrías que pasar la noche aquí. Hay una cama de sobra. Puedes quedarte en el cuarto de Nina.

Joe se encogió como si lo hubiera mordido una serpiente. Se apartó el teléfono de la oreja y tomó aliento. Llevaba tiempo intentando endurecer su corazón para prepararse para otro encuentro con su hijo. Pero siempre había imaginado que no se trataría de pasar más que media hora en Townsville, darle unos regalos, quizá un paseo por el parque y hacerse otra foto para el recuerdo.

Sin embargo, no creía estar preparado para quedarse en el rancho y pasar todo ese tiempo con el pequeño Jacko, incluida la noche.

No podía ser buena idea.

Era una locura.

–Joe, ¿sigues ahí?