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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Emma Darcy

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A la mañana siguiente, n.º 1291 - agosto 2016

Título original: The Hot-Blooded Groom

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8722-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

TE QUIERO casado!

Bryce Templar apretó los dientes. No era la primera vez que su padre le planteaba esa exigencia. Ni sería la última. Sin embargo no había ido a visitar a su padre, convaleciente de una reciente operación de corazón, para discutir con él. Bryce mantuvo la vista fija en el paisaje sin hacerle caso. El sol se ponía añadiendo nuevos colores a las impresionantes montañas rojizas de Sedona. La residencia invernal de su padre estaba situada en un lugar privilegiado, captaba uno de los panoramas más impresionantes que la naturaleza puede ofrecer: el desierto de Arizona. La comunión con la naturaleza era uno de los principios rectores de la vida de Will Templar, junto con la paz espiritual, el aire puro y la vida ordenada.

–¿Me estás escuchando, chico?

–Ya no soy un chico, papá –respondió Bryce.

–Pues te comportas como si lo fueras –respondió el otro agresivo–. Mírate, con el pelo casi blanco, y aún no te has casado.

–Tengo treinta y cuatro años, apenas he llegado a la cima de mi vida. Tú tuviste el pelo cano a los treinta, es una cuestión genética.

Bryce había heredado el aspecto físico de su padre. Los dos eran altos y grandes, aunque su padre había perdido algo de peso durante el último año y estaba desmejorado. Ambos tenían la misma gran nariz, los mismos labios decididos y las mismas orejas bien pegadas a la cabeza. Los cabellos de su padre eran blancos, pero seguían siendo abundantes. El único rasgo que Bryce había heredado de su madre eran los ojos: verdes, en lugar de grises. Los ojos de su padre eran fríos e incisivos, y en ese instante observaban a Bryce con impaciencia.

–Yo me casé con tu madre a los veintitantos.

–En aquella época la gente se casaba antes.

–Pero tú ni siquiera buscas esposa –respondió Will señalándolo con un dedo acusador–. ¿Es que crees que no me entero de que andas por ahí con bailarinas de cabaret de Los Ángeles? No me gusta esa práctica tuya de acostarte con cualquiera, hijo.

Bryce suspiró. Había llegado el momento de reprocharle su falta de orden en la vida.

–Yo no me acuesto con cualquiera, sé discriminar a la hora de escoger. Sabes lo ocupado que estoy –añadió Bryce cambiando de tema–. No tengo tiempo para mantener una relación seria con una mujer, tal y como ellas desean.

Will Templar se levantó impulsivamente del diván en el que estaba tendido para contestar, muy acalorado:

–No me digas que las mujeres no quieren casarse, siempre quieren casarse. No es difícil conseguir que una mujer te diga que sí. Yo soy la prueba viviente. Me he casado cinco veces.

Cinco fracasos, reflexionó Bryce con cinismo. Cinco divorcios, exceptuando el de su madre, que murió antes. El imperio financiero Templar Resources, sin embargo, podía absorber el coste. Lo malo era que a Bryce no le gustaba que lo confundieran con una cartera tras cabalgar por el arco iris de la pasión.

Si una mujer lo deseaba… bien. Sobre todo si él la deseaba a ella. El placer ocasional en la cama no garantizaba, sin embargo, un anillo en el dedo. Ni el pasaporte al afortunado estado de divorciada. Aparte dé eso, Bryce no necesitaba cargar a las espaldas con el agobiante peso de una exigente esposa. Prefería las relaciones ocasionales.

–O te casas, Bryce, o pongo a Damian en la presidencia, justo por encima de ti. Lo hago presidente hasta que encuentres mujer. Así tendrás tiempo libre –amenazó su padre.

–Sí, para que luego, cuando lo embrolle todo, te dé otro ataque al corazón –bromeó Bryce, que conocía demasiado bien las limitaciones de su hermanastro.

–¡Hablo en serio, chico! El tiempo pasa, últimamente pienso mucho en la muerte. Quiero verte casado, y pronto. Quiero un nieto. En el plazo de un año. Sal a la calle y escoge mujer. ¿Me oyes?

–Sí, papá, te oigo –convino Bryce, preocupado por la salud de su padre.

–¡Bien!, entonces, ¡en marcha! Y que sea como tu madre. Con cerebro, además de guapa –aconsejó Will dejándose caer de nuevo en el diván–. El día en que murió tu madre fue el peor de mi vida –Bryce ni siquiera lo recordaba, solo tenía tres años, pero sí recordaba la sucesión de madrastras que habían entrado y salido de casa durante su infancia–. Hay que pensar en los niños. La madre de Damian era una bobalicona. Sexy, encantadora, pero sin pizca de cerebro. Damian es un buen chico, no es culpa suya si no tiene cerebro. Al menos, se deja aconsejar.

Bryce observó las arrugas del rostro de su padre. Estaba fatigado, desmejorado, envejecido. Sesenta años. Le preocupaba lo que había dicho de la muerte, las condiciones en que estaba su corazón. Habían discutido muchas veces sobre el tema, pero Will jamás le había dado un plazo, como en esa ocasión. Un año. Y la amenaza a propósito de Damian, por falsa que fuera, era un síntoma de su desesperación.

El sol se había ocultado mientras discutían. Las enormes montañas rocosas rojas oscurecían en la sombra. Nada permanecía inmutable, reflexionó Bryce. Quizá a su padre se le estuviera acabando el tiempo, de modo que… ¿por qué no complacerlo?

Capítulo 2

 

EL CORAZÓN de Sunny York no saltó de alegría al ver llegar a su novio a la puerta de la sala de conferencias, donde esperaban el resto de delegados. Su aspecto le causó desagrado. Apretó los dientes y reprimió el deseo de regañarlo. Era el último día de la conferencia, su última oportunidad para mejorar la mala impresión que había causado en los demás y, para ella, el día más importante de todos. Derek lo sabía y, no obstante, ¿se presentaba así?

Sunny sacudió la cabeza recordando sus esfuerzos para presentar un aspecto impecable y dinámico aquella mañana. Le había costado una hora domar su rebelde melena rizada, tratando de que pareciera al menos ordenada. Su traje de chaqueta amarillo producía una sensación de seguridad y dinamismo.

El aspecto de Derek, en cambio, no era agresivo ni dinámico. Llevaba el traje sucio, como si lo hubiera pisoteado. Tenía los ojos inyectados en sangre, cortes en la cara de afeitarse y, obviamente, no estaba en condiciones de sacar provecho a la conferencia.

–Llegué –dijo él como si fuera un gran logro que ella debiera aplaudir.

Para Derek, el hecho de haber faltado a todas sus citas con ella en privado no parecía tener importancia. No iba a perdonarle su forma de tratarla durante aquella semana, se había comportado como si ella no existiera. Y encima se presentaba así justo el día en que ella daba su conferencia. Era la gota que rebosaba el vaso.

–Esperaba verte a la hora del desayuno –contestó Sunny con severidad.

–He desayunado en la ruleta –le confesó Derek al oído–. Bebida y comida gratis durante toda la noche. En estos casinos saben cuidar a sus clientes, estoy encantado.

–Me extraña que hayas podido despegarte de la ruleta.

–¡No me fastidies! He venido, ¿no? –contestó Derek con desagrado.

Llevaban cuatro días en Las Vegas, y Derek había aprovechado cada minuto libre para jugar a la ruleta. Incluso se había escabullido de unas cuantas conferencias, cuando creía que nadie se daba cuenta.

–Entonces, ¿ya estás satisfecho?, ¿no piensas jugar más? –preguntó ella reprimiendo su enfado.

–No, ayer gané. Lo que ocurre es que anoche vi al gran hombre entrar en el hotel, y si va a hacer su aparición hoy por la mañana…

–¿El gran hombre? –repitió Sunny perdiendo la paciencia.

–El presidente de todo este tinglado, Bryce Templar, en persona. El año pasado se presentó en la conferencia de Los Ángeles el último día, ¿recuerdas?

Sunny recordó. El presidente de Templar Resources era el tipo más atractivo y guapo que jamás hubiera visto. Casi una cabeza más alto que ella, con un cuerpo ancho y fuerte. Todo un hombre, según sus propios criterios. Un tipo sexy y muy deseable, pero absolutamente fuera de su alcance. En la conferencia de Los Ángeles no se había enterado de una sola palabra de lo que había dicho. Sentada entre la audiencia, Sunny había fantaseado sobre lo que se sentiría con aquel hombre impresionante en la cama, dejándose llevar por su carismática presencia y por la energía que desplegaba mientras hablaba.

El padre de Bryce Templar había fundado Templar Resources allá por el año 1984. Era una de las más importantes compañías de software del mundo, fabricaba programas en todas las lenguas. Y era evidente que el hijo había colaborado en ello, no simplemente heredado una posición. Eso le añadía aún más sex appeal, si cabía. Como ejemplar de la especie humana, en la escala de la evolución, definitivamente ocupaba la primera posición.

–Me figuro que hoy hará lo mismo, así que pensé que era mejor aparecer –continuó Derek.

Sunny observó críticamente al hombre que había escogido como futuro marido y padre de sus hijos. Siempre había deseado tener familia. Sus hermanas pequeñas se habían casado y habían tenido hijos, y eso la hacía sentirse como una solterona. Por eso, nada más conocer a Derek, había creído encontrar la respuesta a todos sus sueños.

Aquella semana, sin embargo, sus sueños parecían deteriorarse a marchas forzadas. Y el hecho de acordarse de un tipo como Bryce Templar no resultaba de ayuda. Derek era de la misma estatura que ella. Era guapo, si tenía un buen día y su rostro no estaba desmejorado. Su cabello, rubio oscuro, estaba mojado, de modo que no reflejaba la luz aquella mañana. Tenía un cuerpo escuálido, aunque por lo general hacía ejercicio para mantenerse en forma. Aquella semana, sin embargo, había evitado el gimnasio del hotel igual que a ella.

Entre una cosa y otra, para Sunny, Derek ya no era el mismo. Fuera su fiebre por el juego algo pasajero o no, él había perdido por completo su respeto. Sunny habría estado dispuesta incluso a devolverle el anillo de compromiso en ese instante, de no haberle preocupado la idea de montar una escena delante del resto de delegados. En cuestión de una hora tenía que subir al estrado a hablar, y no quería perder con anticipación el respeto de los asistentes.

Al entrar en la sala de conferencias Sunny se soltó de Derek, que la agarraba del brazo, y le dirigió una advertencia:

–No creas que vas a poder apoyarte en mí si te quedas dormido en medio de la conferencia.

–Sí, estás muy nerviosa, ¿verdad? –se burló Derek–. ¿Es por tener que dar la conferencia delante del presidente?

–No, sencillamente no voy a cargar contigo.

–¡Estupendo! Entonces me sentaré en la fila de atrás, así no tendrás que preocuparte de mí –contestó Derek desapareciendo.

Sunny entró en la sala. Sin duda la fila de atrás era la más adecuada para Derek. Si Bryce Templar no aparecía, podía escabullirse y seguir jugando a la ruleta. Aunque si creía que los demás no se habían dado cuenta, es que era un estúpido. El director de la delegación de Sidney de la empresa había comentado ya su ausencia de varias sesiones, aparte de otros actos sociales celebrados por la noche. Quizá Derek fuera un consultor de primera, pero era importante seguir el juego social dentro de la empresa. En Las Vegas, se estaba ganando una gran mancha negra en su expediente, aparte de estar perdiendo puntos en el terreno personal.

Enfadada aún, Sunny se dirigió a la fila delantera del auditorio, donde debía sentarse al ser ella una de las conferenciantes de aquella mañana. Saludó al resto de delegados y oyó los rumores sobre la llegada de Bryce Templar.

¿Haría su aparición, quizá, para anunciar el descubrimiento de nuevas tecnologías desarrolladas por la empresa?, ¿para premiar el trabajo de algún delegado? Las especulaciones se desbordaban, pero terminaron bruscamente cuando Bryce Templar, en persona, hizo su aparición acompañado de los organizadores de la conferencia.

Los murmullos y después el silencio se impusieron en la sala. Todas las miradas se concentraron en el presidente de Templar Resources, que subió al podio sin mediar presentación alguna. Sunny lo observó hablar sin enterarse de nada. Físicamente hablando, Bryce Templar debía poseer la mejor carga genética del mundo entero. De haber podido escoger, él habría encabezado la lista de candidatos a padre del hijo que deseaba.

 

 

La mujer de amarillo atraía la atención de Bryce reiteradamente. Era la única mancha de color en un mar de trajes grises de ejecutivo, y como estaba sentada en primera fila, no podía evitar mirarla. Como mujer, desde luego era de las que merecía la pena mirar dos veces.

Su melena era espectacular. Labios generosos y sensuales. Ojos grandes, ensoñadores. Producía una fuerte sensación de calidez, una sensación que no menguó al bajar él del podio con el amargo sabor de boca que le había dejado la conversación telefónica con su abogado. Kristen volvía a exigir un nuevo cambio en la firma del acuerdo prematrimonial. Su novia sabía disipar con rapidez cualquier rastro de ternura que hubiera podido inspirarle.

Bryce se sentó en la mesa oficial con los organizadores de la conferencia. Era irónico que hubiera creído haber escogido a la mujer ideal. Kristen Parrish reunía belleza y cerebro tal y como exigía su padre, además de una brillante carrera como diseñadora de interiores. Eso suponía que estaría ocupada y no reclamaría constantemente su atención como marido. Tenía su propio negocio, y eso era bueno para él.

El problema era que su agudo cerebro estaba demostrando ser una calculadora. Bryce estaba terriblemente resentido por su modo de manipular la situación. Mencionar simplemente que quería tener un hijo, preferentemente durante el primer año de casados, había bastado para que Kristen le exigiera un cheque en blanco. Los fondos para criar a su hijo, había alegado, en el caso de que el matrimonio no funcionara. Kristen literalmente lo estaba sangrando. De no haber sido por su padre, la habría mandado a paseo. Lo malo era que ella entonces lo habría llevado ante los Tribunales. Además, ¿dónde encontrar una candidata mejor?

Los ojos de Bryce tornaron una vez más hacia la mujer de amarillo, a la que pilló mirándolo. Ella volvió el rostro instantáneamente, bajó los ojos y se ruborizó. Qué forma tan asombrosa de ruborizarse, se maravilló Bryce. Debía tener veintitantos o treinta años, y debía ser una profesional, dada su asistencia a aquella conferencia. Imposible que fuera tímida. No iría de amarillo, de haberlo sido.

Sus mejillas continuaron encendidas durante un largo rato, proporcionándole un color vívido a su rostro, ya de por sí cálido. Era un rostro muy atractivo, muy femenino, de estructura fina aunque no perfecta, a causa de la nariz algo respingona. Los cabellos le llamaban poderosamente la atención. Sus reflejos rubios, dorados, y rojizos, se mezclaban en una espesa masa rizada de aspecto… sedoso, acariciador. Justo al contrario que el escultórico y rígido pelo de Kristen, de un rubio helado.

Bryce se preguntó cómo sería aquella mujer de amarillo en la cama, pero de inmediato se lo reprochó. Ya tenía la cama hecha. Además, ¿sería la mujer de amarillo distinta de Kristen, llegado el momento de hablar de dinero?

Bryce sacudió la cabeza críticamente y alcanzó un vaso de agua. No tenía sentido excitarse pensando en ella, cuando no la conocía, ni calentarse la cabeza con la codicia de Kristen. Su matrimonio era un trato cerrado. O casi. No tenía tiempo para negociar con nadie más. Según los médicos, era un milagro que su padre siguiera vivo. Estaban experimentando medicamentos nuevos con él, y no había garantías. Bryce no quería retrasar más la tranquilidad que su matrimonio podía suponer para su padre.

Tampoco tenía sentido sopesar los pros y los contras de su decisión. Había volado a Las Vegas para dar unos cuantos premios y valorar el trabajo de los delegados en relación a ciertos productos de la empresa. Su misión aquella mañana era escuchar y observar, y eso justamente se proponía hacer.

En primer lugar salió a la palestra una representación de los mejores vendedores de ciertos productos en particular, productos cuyos usuarios no tenían ni idea de cómo funcionaban o, incluso, ni siquiera sabían que existían. Bryce se vio gratamente impresionado por su comprensión de la complejidad del problema, por su enfoque directo hacia el usuario y sus necesidades, poniendo especial atención en la aplicación de ese producto para un mejor rendimiento profesional.

Después se presentó como ejemplo el caso de una delegación: la de Sidney, Australia. El programa destacaba la actuación de Sunny York, una vendedora que ostentaba el envidiable récord de haber satisfecho siempre su cuota de ventas. ¿Una mujer? El interés de Bryce creció, sentía curiosidad por saber a qué se debía el éxito. El organizador de la conferencia terminó sus alabanzas, levantó un brazo en un gesto de bienvenida y, en voz bien alta, anunció:

–La señorita Sunny York.

¡Y entonces se levantó la mujer de amarillo!

Su sonrisa bastaba para cautivar y embelesar al más testarudo y serio de los directores financieros. Era alta, muy alta, estimó Bryce. Y más de la mitad de esa estatura eran piernas, las piernas más largas que hubiera visto jamás en una mujer. Bryce no pudo evitar contemplarlas mientras subía al podio. La falda le llegaba por encima de las rodillas. No era mini, sencillamente lo parecía, con aquellas piernas. Ni siquiera llevaba tacones, solo un zapato elegante con el mínimo de tacón.