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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Barbara Hannay

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Princesa a la fuga, n.º 5510 - febrero 2017

Título original: Princess in the Outback

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8799-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Comenzaba a amanecer cuando Isabella decidió marcharse del hospital. Era hora de ir a casa, darse un baño caliente, tomar un té y meterse en la cama. Se puso un abrigo grueso y una bufanda roja y se dispuso a enfrentarse al frío de la calle.

—¿Majestad? —Isabella se volvió y descubrió con sorpresa a su médico personal, el doctor Christos Tenni, que avanzaba hacia ella por el pasillo—. Parece cansada. Está trabajando demasiado.

—No es cierto, Christos, sabes que adoro este trabajo

Su amigo la miraba con expresión preocupada. Parecía incluso asustado. E Isabella pensó que era extraño ver a uno de los más reputados médicos de Amoria lanzar continuas miradas por encima del hombro como si temiera ser escuchado.

—Debe estar agotada —insistió él—. Por favor, venga a tomar algo antes de marcharse.

—Está bien —dijo ella, y bajó el tono de voz para igualarlo al de él.

Christos la acompañó hasta su despacho y cerró la puerta tras ellos. Isabella frunció el ceño al ver que cerraba con llave, y al darse cuenta de que sobre la mesa había un juego de café de porcelana sobre una bandeja de plata. El personal del hospital no se preocupaba normalmente de preservar el protocolo real a aquellas horas tan tempranas.

Hizo un esfuerzo por mantener la calma. Se quitó el abrigo y se masajeó el cuello, dolorido por una larga noche en vela atendiendo a un paciente moribundo.

El médico sirvió una taza y se la acercó sin dejar de mirar hacia la puerta.

—Christos, ¿qué ocurre? Pareces nervioso.

En lugar de responder, él se sentó al otro lado del escritorio y se esforzó por componer una expresión serena, la misma que Isabella lo había visto adoptar cuando tenía que dar malas noticias a un paciente.

—Mi querida princesa Isabella —dijo, en voz baja—. Corre un serio peligro.

Las manos de Isabella temblaron y tuvo que dejar la taza para que no se le cayera.

—¿Qué tipo de peligro?

Él respiró profundamente.

—Siento ser el portador de estas noticias, pero he sabido que su prometido, el conde Montez, pretende causarle daño.

—¡Eso es absurdo! —exclamó ella—. Radik me ama.

El doctor Tenni carraspeó.

—Isabella…, Alteza…

—Por favor, Christos, deja a un lado las formalidades. Somos amigos.

—Isabella, nos conocemos desde pequeños.

—Sí, pero me cuesta creer lo que me dices.

—Si te dijera algo relativo a tu salud, incluso si te anunciara que padeces una enfermedad de vida o muerte, ¿me creerías?

—Sí…

—Entonces has de creer que tienes una salud de hierro, pero que tu vida corre peligro si te casas con el conde Radik.

—¡No!

—Me temo que es la verdad.

—¿Qué ha sucedido?

El médico rodeó el escritorio para aproximarse a ella y posó una mano sobre su hombro.

—Cuando estaba en Ginebra escuché una conversación entre el conde Montez y una mujer.

Isabella se estremeció.

—¿Marina Prideaux?

—¿La conoces?

Aquello era espantoso. Hacía apenas una semana había entrado en el dormitorio de Radik y había descubierto una carta escrita por él a una mujer a la que se dirigía como «Mi querido cachorrito». Cuando se lo mencionó a Radik, él se puso como loco. Y ella había estado segura de que la mujer a la que escribía era Marina Prideaux.

—Sólo sé que fue novia de Radik —Isabella respiró profundamente—. ¿Se siguen viendo?

—Sí, pero eso no es todo.

Isabella sintió náuseas.

—Cuéntamelo, Christos. Me estás asustando.

Él le estrechó la mano.

—Lo siento, Isabella. El conde parece considerar vuestra boda un negocio más que un matrimonio.

—¿Un negocio?

—No sería el primer hombre para el que casarse con la realeza significa tener acceso a riqueza y poder, pero hay algo más. Le oí decir a esa Prideaux que aún la ama y que debía tener paciencia. A las seis semanas de la boda tendrás un accidente. Probablemente un accidente de coche en las sinuosas carreteras de Amoria.

—¡Dios mío!

Christos tenía que haberse vuelto loco. Radik no podía querer matarla.

—Sabe que tras tu… defunción, podrá mantener parte de tus bienes —añadió Christos.

—No puede ser verdad —susurró ella. Pero algo le decía que sí lo era.

Radik, el conde de Montez, era el pretendiente más atractivo y seductor que cualquier princesa europea pudiera desear. Había aparecido en su vida ocho meses antes y la había halagado y cortejado hasta conquistarla.

Isabella era consciente de que había vivido demasiado protegida y que ello la hacía más ingenua de lo normal respecto a los hombres, pero la sensación de estar comprometida le había resultado muy placentera.

Al menos hasta hacía poco tiempo.

Además del incidente de la carta, las últimas semanas había apreciado una frialdad amenazante tras los magníficos ojos oscuros de su prometido. Y también había observado que parecía obsesionado con el dinero. Exhaló un suspiro. Si era sincera consigo misma tenía que admitir que se había sentido desilusionada en numerosas ocasiones. A Radik no le interesaba su trabajo social y jamás hablaban de amor. Pero ella había acallado sus inquietudes. La idea de mencionar a su padre la ruptura de su compromiso la espantaba. Sería como tratar de detener el movimiento de las aguas del océano. Claro que si tenía que elegir entre luchar o morir…

—¿Qué puedo hacer? La boda es la semana que viene. Está en todos los periódicos —dijo, poniéndose de pie de un salto. La población de Amoria había seguido cada detalle: el traje de novia de un modisto parisino, la tarta nupcial encargada en San Sebastián, los regalos llegados de todas partes del mundo—. No puedo decirle a mi padre que cancele la boda a estas alturas.

—Me temo que has de hacerlo —dijo Christos con solemnidad.

—Pero a mi padre le va a dar un ataque. Desea que me case con Radik. Todos sus consejeros lo apoyan. Piensan que es perfecto.

—Sé que no será sencillo. Los amigos de Su Majestad siempre han favorecido a la familia Montez y no estarán dispuestos a admitir que se han equivocado —Christos la miró con tristeza—. Pero piensa lo que te juegas, querida.

Isabella tuvo un ataque de pánico. Se sentía perdida en un laberinto sin salida.

—Puede que padre ni siquiera quiera hablar conmigo. Creerá que tengo los nervios típicos antes de una boda —se llevó una mano a su alterado corazón y comenzó a caminar a grandes zancadas por la habitación con la cabeza agachada, concentrada en sus propios pensamientos—. ¿Qué puedo hacer, Christos?

—Si tu madre viviera… —comenzó el médico. Hizo una pausa y carraspeó—. Siempre has sido muy intuitiva. Por eso tu trabajo en el hospital es tan bueno. Creo que debes seguir tus instintos.

Tenía razón. Cuanto más lo pensaba, más segura estaba de que Christos estaba en lo cierto.

—En cualquier caso, estoy segura de que no debo casarme con él —en cuanto lo dijo, se sintió aliviada. A pesar de saber que su vida corría peligro, de pronto acababa de quitarse un peso de encima.

Pero tomar la decisión de cancelar la boda era una cosa, y otra muy distinta tener el valor de anunciárselo a su padre.

—Christos, ¿me acompañarás a hablar con mi padre?

—Por supuesto.

—Me temo que no volverá de Nueva York hasta dentro de un par de días.

—Es una lástima —dijo él, con gesto pensativo—. No conviene que lo habléis por teléfono.

—No, pero me aseguraré de que lo veamos en cuanto vuelva.

—Así tendrá que ser —Christos le dio un abrazo—. Entre tanto, ten mucho cuidado, querida. No quiero inquietarte, pero creo que estoy siendo espiado.

Capítulo 2

 

Un trueno ensordecedor despertó a Jack y le hizo incorporarse con el corazón palpitante. La adrenalina hizo que su cuerpo entrara en acción antes que su mente, y se levantó de un salto.

Gotas de agua gigantes resonaban sobre el techo de metal de la cabaña, y por encima del ruido de la lluvia algo o alguien parecía intentar arañar la puerta para abrirla.

Caminó a tientas y la abrió con un movimiento brusco. Sintió la lluvia torrencial acribillarle la cara como si fueran agujas y, antes de que pudiera reaccionar, alguien pasó a su lado y entró en la cabaña.

—¿Qué diablos…?

No veía nada, pero sentía la presencia de alguien que jadeaba a sus espaldas.

—¿Qué quieres? —gritó por encima del estruendo de la lluvia al tiempo que cerraba la puerta—. ¿Qué haces aquí?

El intruso se limitó a seguir jadeando. Temblaba.

Jack se enfureció. ¿Qué demonios estaba pasando? Sus órdenes habían sido muy precisas. No quería ser molestado durante una semana. Necesitaba disfrutar de su aislamiento en Pelican’s End lejos de la oficina, perdido en el páramo australiano. Pero parecía que sus deseos no iban a verse cumplidos.

—Siéntate —ordenó, empujando al intruso sobre la cama—. Voy a encender la luz.

Tanteó en la oscuridad hasta encontrar una caja de cerillas. Encendió una y prendió la mecha de una lámpara de parafina. Una tenue luz iluminó las paredes de metal, el suelo de piedra y los toscos muebles. Jack alzó la lámpara para inspeccionar al intruso y oyó un grito agudo. ¡Era una mujer! Jack estuvo a punto de dejar caer la lámpara.

—¡No grites! No voy a hacerte daño.

La mujer dejó de gritar pero siguió acurrucada en la cama, empapada y aterida, mirando a Jack con sus hermosos ojos negros llenos de pánico.

¿Qué hacía una mujer a aquellas horas de la noche en la soledad del páramo y en medio de una tormenta como aquélla?

Debía tener unos veinticinco años y estaba calada hasta los huesos. Su cabello negro caía chorreando sobre sus hombros. La camisa se le pegaba al cuerpo, lo mismo que la falda, que dejaba ver unas piernas esbeltas y bien torneadas. Llevaba las deportivas empapadas y llenas de barro.

La mujer se puso de pie temblorosa y, mirando la cama, masculló algo en una lengua incomprensible para Jack.

—No hablo francés —comentó—. ¿Hablas inglés?

Ella se llevó una mano a la frente y volvió a decir algo que Jack interpretó como español.

No sólo irrumpía en su ansiado aislamiento si no que ni siquiera podía comunicarse con ella.

—Inglés —repitió—. ¿Hablas inglés?

—Sí —dijo ella, finalmente—. Por supuesto que hablo inglés.

Jack arqueó las cejas. No sólo hablaba inglés sino que tenía un excelente acento.

—Me alegro. Escucha, no voy a hacerte daño.

Ella asintió.

—Gracias —miró a su alrededor—. ¿Tienes teléfono?

—Ni siquiera tengo electricidad.

—Ya veo —ella señaló la mancha mojada que había dejado en la cama—. Te he empapado la cama. Lo siento.

—Voy a por una toalla —Jack sacó una de las dos toallas que llevaba en la mochila y se la pasó—. Estás calada.

Ella se levantó la manga de la camisa con dedos temblorosos y la escurrió. Un chorro de agua formó un charco en el suelo. Se quedó mirándolo ensimismada.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó él.

—He debido tomar mal una curva y creo que me he caído a un río.

—¿Crees que te has caído a un río?

Ella lo miró con ojos desorbitados.

—No estoy segura. El agua avanzaba a toda velocidad. De pronto me encontré en medio de lo que parecía un río —palideció y se llevó la mano a la boca para acallar un gemido.

Jack se acercó a ella y, tomándola por los hombros, la ayudó a echarse en la cama.

—Tranquila. No te desmayes, por favor —apartó el saco de dormir y dejó el colchón desnudo—. Agacha la cabeza —vio que estaba extremadamente pálida—. ¿Te has hecho daño?

—Creo que me he golpeado la cabeza.

Jack aproximó la lámpara y la dejó sobre una banqueta junto a la cama. Le secó el cabello delicadamente con la toalla al tiempo que le inspeccionaba la cabeza en busca de heridas. Ella se quejó de dolor en un par de ocasiones pero Jack no encontró ni sangre ni ninguna contusión grave.

—¿Iba alguien contigo?

—No.

La negativa alivió a Jack. No tendría que hacerse el héroe para ir a rescatar a alguien en medio de aquella tormentosa noche.

Ella permaneció tendida en la cama con los ojos cerrados mientras él le secaba el cabello con la toalla. Por más que intentó no fijarse no pudo evitar ver sus senos cubiertos por un sujetador de encaje a través de la camisa empapada.

—¿Cómo te llamas?

Ella abrió los ojos. Eran de un negro azabache y estaban perfilados por pestañas espesas y largas. Pareció que iba a decir algo, pero guardó silencio y cerró los ojos de nuevo.

Jack decidió no hacer más preguntas. Se trataba de una desconocida, atrapada en el páramo en medio de la temporada de lluvias. Su lugar de procedencia era lo de menos. Lo importante era cómo lograría salir de allí.

Por el momento, lo más urgente era que se quitara la ropa mojada.

—Tienes que secarte —Jack sacó una camisa de manga larga de la mochila—. Ponte esto.

Ella no respondió.

—¿Puedes arreglártelas sola? —preguntó Jack con el ceño fruncido. Estaba tan pálida e inmóvil que pensó que se había desmayado—. ¿Estás bien? —le sacudió el hombro.

Ella no dijo nada.

Jack no pudo evitar sentirse irritado. Aquel episodio arruinaría sus planes de soledad. Y llevarla al hospital era impensable. Por lo que le había dicho, el arroyo debía haberse desbordado.

Pero era evidente que si la dejaba con aquella ropa mojada, enfermaría. Se pasó una mano por la frente. Tenía experiencia desnudando a mujeres, pero nunca lo había hecho sin que la otra parte estuviera deseando ayudarlo. Tomó aire y le desabrochó los botones de la camisa con delicadeza. Después, la levantó por los hombros y, tras sacarle las mangas de los brazos, se la quitó.

Era imposible no darse cuenta de lo hermosa que era. Tenía una piel fina y pálida, muy distinta a la de las mujeres australianas. Sus clavículas eran completamente simétricas y sus hombros redondeados y suaves. Las manos de Jack temblaron levemente cuando le soltó el sujetador y dejó al descubierto unos senos pequeños y redondos, coronados por dos delicados pezones rosados. Jack contuvo la respiración y, tras cubrirla rápidamente con una toalla, comenzó a masajearle los brazos con energía.

El movimiento la despertó. Abrió los ojos y dejó escapar un grito.

—¡No me toques! —exclamó.

—Tranquilízate. Te has desmayado. Sólo pretendía secarte.

Ella no pareció creerlo. Se incorporó bruscamente y la toalla se le deslizó hasta la cintura.

Jack se la dio para que se tapara.

—Tienes que secarte —gruñó—. Y deja de mirarme como si fuera a comerte.