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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Susan Napier.

Todos los derechos reservados.

Proposición apasionada, Nº 1300 - Octubre 2016

Título original: A Passionate Proposition

Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Enterprises II BV y Novelas con corazón es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9035-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Para la adolescente nerviosa que esperaba agazapada en el pasillo, la mujer que estaba sentada ante la larga mesa del comedor parecía completamente absorta. Su esbelto cuerpo se inclinaba sobre un bloc mientras el bolígrafo volaba sobre una página cuadriculada. A su alrededor, se extendía un buen número de hojas sueltas y libros abiertos que hojeaba de vez en cuando, y junto a su codo había una taza de té olvidada a medio beber. La lámpara de pie que había arrastrado desde un rincón arrojaba una cascada de luz amarilla sobre su cabeza, dando al aseado moño de cabellos finos y pajizos que llevaba recogido en la nuca un tono de oro bruñido. Incluso con aquella simple camisa blanca y los pantalones de corte militar conseguía tener un aspecto envidiablemente femenino.

La señorita Adams siempre había parecido bastante accesible. Nunca gritaba, ni mostraba favoritismos, ni se metía con las chicas por cosas que no podían evitar, como hacían otros profesores de Eastbrook. Pero ahora sus delicados rasgos tenían un aire distante y concentrado, y los recelos de la muchacha estaban ganando la partida a su valor.

Al fin y al cabo, la señorita Adams ya no trabajaba en la Academia Femenina Eastbrook. Al terminar el curso anterior se había ido a enseñar Historia en Hunua, el instituto de la zona. El hecho de que estuviera echando una mano en este campamento especial de quinto curso durante las vacaciones entre el primer y el segundo semestre no quería decir que fuera a volver a Eastbrook. Solo estaba allí porque la vieja Carmichael había caído enferma y no podía sustituirla ninguna otra profesora. La señorita Marshall habría tenido que suspender el campamento si no se hubiera acordado de su amiga y antigua colega, que vivía bastante cerca, en Riverview. Por suerte la señorita Adams tenía unos días libres y había accedido a ir, pero el hecho de que ya no trabajara en el colegio no significaba que fuera a ponerse de parte de las chicas si se descubría lo de la escapada, y Jessica iba a tener muchos problemas con sus compañeras si daba el chivatazo, aunque fuera por preocupación.

Apretándose el pijama contra el estómago, la adolescente empezó a retroceder hacia la oscuridad del pasillo, pero ya era demasiado tarde.

Al volver Anya la cabeza para consultar uno de sus libros captó por el rabillo del ojo un ligero movimiento y súbitamente se la desbocó el corazón ante la posibilidad de que fuera un intruso.

No le daba miedo la oscuridad, pero era consciente de que el albergue del parque regional estaba en una zona relativamente aislada de la reserva natural, y que en aquel momento ella era la única protección que tenían las cuatro chicas. Cathy Marshall, la supervisora del campamento, había hecho una salida nocturna con las demás alumnas y el guarda del parque para grabar y catalogar los cantos de aves nocturnas de la zona.

Lanzó un suspiro de alivio al reconocer la alta y desgarbada figura de una de las chicas que habían quedado a su cargo.

–Hola, Jessica, ¿qué haces levantada?

Anya vio en su fino reloj de oro que eran más de las doce. Había decidido aprovechar la tranquilidad de la noche para adelantar un trabajo de investigación y el tiempo había pasado más rápidamente de lo que creía.

–Pues… es que… –Jessica tragó saliva mientras desplazaba su peso nerviosa de una pierna a otra.

–¿No puedes dormir? –preguntó Anya con voz suave–. ¿Otra vez te duele el estómago?

Jessica y su compañera habían sufrido una ligera indigestión después de atiborrarse de moras que habían recogido en un campo cercano. La muchacha parpadeó rápidamente.

–No… Solo he bajado para… para… –Jessica se mordió el labio mientras sus ojos volaban con desesperación por todo el comedor en busca de inspiración–. Para tomar un vaso de agua.

Se hizo el silencio. Anya decidió pasar por alto la evidente falta de creatividad de la alumna.

–Ya. Bueno, ¿y qué estás esperando? –hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta de la cocina–. Sírvete tú misma.

Mientras volvía a enfrascarse en sus libros, Anya oyó el interruptor de la luz de la cocina y, tras una larga pausa, el chirrido de la puerta de un armario, un tintineo de cristal y el rumor de un chorro de agua al caer. Se hizo otro largo silencio al final del cual volvió a apagarse la luz. Jessica volvió a aparecer y una vez más se quedó remoloneando en el pasillo.

Anya enarcó las cejas sobre los vivos ojos grises que destacaban en su delicado rostro.

–¿Alguna cosa más? –murmuró todavía absorta en la página que tenía delante.

Su impaciencia hizo enrojecer ligeramente el rostro pecoso de Jessica, que negó rápidamente con la cabeza, aunque siguió retorciendo con nerviosismo entre los dedos del dobladillo de la chaqueta del pijama. Anya reprimió un suspiro de cansancio y dejó el bolígrafo sobre la mesa.

–¿Estás segura? –insistió mientras se dibujaba en su boca una sonrisa de comprensión que hizo desaparecer su aire reservado–. Si no puedes dormir, quizá te apetezca quedarte un rato aquí abajo charlando.

–Pues… –una expresión de ansiedad afloró al rostro inquieto de Jessica.

–¿Hay algún problema con las otras chicas?

–¡No! Quiero decir… No, gracias. No pasa nada, de verdad. Ya me está entrando sueño –dijo atropelladamente antes de añadir un bostezo muy poco convincente–. Ah… Buenas noches, señorita Adams.

Se dio media vuelta y desapareció escaleras arriba. Anya tomó el bolígrafo e intentó volver a concentrarse en su trabajo, pero no se le iba de la cabeza la expresión de ansiedad de Jessica. De no haber sido por la sequedad de su respuesta inicial la muchacha se habría mostrado más abierta. Su habilidad para ganarse la confianza de sus alumnos era uno de sus puntos fuertes como profesora, y las espléndidas referencias de la directora de Eastbrook la habían ayudado a conseguir su nuevo y flamante puesto. Ya que había sacrificado unos días de sus preciadas vacaciones para ayudar en el campamento, lo menos que podía hacer por su antiguo colegio era cumplir con sus responsabilidades.

Anya también había estudiado como interna en Eastbrook, y conocía bien las intrigas, trampas y desafíos que tenían lugar a espaldas de las profesoras. Al recordar algunas de sus propias escapadas sintió una punzada de culpabilidad y sin pensarlo más se levantó de la silla y empezó a guardar sus libros y papeles en la mochila. De todas formas, ya era hora de ir recogiendo sus cosas, ya que al día siguiente terminaba el campamento. Durante toda la mañana habría actividades y después el autobús llevaría a las chicas de vuelta al colegio, tras lo cual Anya podría volver a la tranquilidad de su acogedora casa de campo. Después de años compartiendo pisos estaba disfrutando de la libertad de vivir sola, y esos últimos días de vida comunal le habían confirmado que había hecho bien al independizarse.

Sus amigos y su familia habían coincidido en que era una locura mudarse a South Auckland e hipotecarse para comprar una casa con su nuevo trabajo, pero a los veintiséis años Anya había pensado que ya era hora de tomar las riendas de su vida. Vivir en el campo había sido uno de sus sueños desde la infancia, y por fin podía permitirse convertirlo en una realidad permanente.

Subió la mochila al cubículo abarrotado que compartía con Cathy y acto seguido se dirigió con pasos silenciosos hacia la hilera de habitaciones dobles que compartían las chicas. Se detuvo un momento ante la primera puerta y leyó el rótulo que indicaba quiénes eran las ocupantes.

Cheryl y Emma.

Su intuición se activó al instante.

Cheryl Marko y Emma Johnson eran una pareja de niñas malcriadas que ya habían dejado bien claro que solo estaban allí porque el campamento era una actividad obligatoria para las alumnas internas. Aquella noche tenían que haber ido con las demás a buscar aves nocturnas, pero Cathy les había permitido quedarse en el refugio porque, casualmente, en el último momento las dos se habían quejado de dolores premenstruales.

Demasiada casualidad, había pensado Anya al darles unos analgésicos mientras se introducían cansadamente en los sacos de dormir al poco rato de salir las demás en su expedición.

Entreabrió la puerta y se asomó a la habitación oscura. La luna llena se introducía entre las rendijas de las cortinas proyectando pálidas franjas de luz sobre los estrechos camastros, sobre los que se adivinaban dos figuras inmóviles en sus sacos.

Anya estaba a punto de retirarse cuando de repente surgió la duda y sus ojos grises se entrecerraron. Para ser dos adolescentes que no dejaban ni un momento de pavonearse de su delgadez cadavérica, parecían tener unas formas demasiado voluptuosas. Se lanzó como un rayo hacia el más cercano de los sacos y al abrir la cremallera de un tirón vio consternada que en su interior no había más que toallas y prendas de marca apretujadas. Y la inspección del segundo saco dio el mismo resultado.

El estómago se le encogió de angustia. Por supuesto, era posible que solo fuese una inocente travesura de colegialas, pero por algún motivo sospechaba que la sofisticada e insufrible pareja no iba a conformarse con un simple festín nocturno o un paseo por los alrededores.

Tras una rápida inspección del resto de las habitaciones, que confirmó que la pareja no estaba allí, Anya abrió la última puerta del pasillo y encendió la luz.

–Chicas…

Jessica se incorporó de un salto, con las gafas aún sobre la nariz, mientras sobre el camastro de al lado una pelirroja regordeta parpadeaba repetidamente intentando acostumbrar los ojos a la luz.

–Parece que Cheryl y Emma han desaparecido –dijo Anya secamente–. ¿No sabréis por casualidad adónde han ido?

Clavó la mirada en el rostro de la pelirroja, aún embotado por el sueño.

–¿Kristin? Tú eres amiga de las dos. ¿No te han dicho nada sobre lo que habían planeado?

–Señorita Adams, antes estaba tan mala que no me enteré de lo que me decía nadie –respondió Kristin quejumbrosa. Pero Anya no estaba de humor para soportar lamentaciones.

–Es una pena –suspiró–. Esperaba resolver esto yo misma, pero veo que no hay elección. Será mejor que os vistáis. La policía querrá hablar con vosotras.

–¿La policía? –balbució Jessica.

–Pero… ¿no sería mejor esperar un poco antes de hacer nada? –dijo Kristin con voz temblorosa–. Es lo que haría la señorita Marshall si estuviera aquí. Además, seguro que vuelven enseguida…

–No puedo correr el riesgo. El mar y el río están demasiado cerca –repuso Anya con firmeza–. Si aún fuera profesora vuestra, sería diferente, pero en este campamento no tengo ninguna autoridad. No puedo hacer nada. La decisión no es mía. Por suerte tenemos los teléfonos de sus padres…

Aquel fue el golpe de gracia.

–¿Sus padres? –el rostro de Kristin se volvió aún más rojo que sus cabellos–. No puede llamar al padre de Cheryl. Se pondría furioso. Solo han ido a una fiesta.

–¿A una fiesta? –el corazón de Anya dio otro vuelco–. ¿Qué fiesta? ¿Dónde?

La información que recibió a continuación no era muy tranquilizadora. Unos chicos que habían estado tirándose un balón de rugby mientras las chicas jugaban un partido de voley-playa aquella tarde las habían invitado después a una fiesta en casa de uno de ellos. Cheryl y Emma, las únicas lo bastante lanzadas como para aceptar, habían quedado con ellos en la entrada del parque a las diez, donde iba a ir a recogerlas uno de los chicos con su coche. Y les habían prometido que las llevarían de vuelta al campamento en el momento en que quisieran.

Anya intentó ocultar su horror.

–¿Así que han accedido a subir a un coche con unos desconocidos? –escarbó frenéticamente en su memoria intentando recordar a quién había visto en la playa. Había visto varios rostros familiares de su nuevo instituto, y recordaba haberle comentado a Cathy que no eran malos chicos.

–¡No, claro que no! –hasta Kristin conocía la diferencia entre la temeridad y la simple estupidez–. No pasa nada. Emma conocía a dos de ellos que tocaron con un grupo en la fiesta del colegio.

Anya volvió los ojos al cielo. «Perfecto», pensó. «Hormonas desbocadas y delirios de estrellas del rock».

–Emma dijo que era un chico genial, el chico que daba la fiesta. Y que iba a ser estupendo, porque tenía la casa para él solo todo el fin de semana –añadió Jessica.

Al presionarla un poco más, Kristin fue dando más detalles sobre el lugar donde se celebraba la fiesta.

–Los chicos dijeron que estaba a unos diez minutos en coche. Una casa grande, de dos pisos, al final de Riverview.

–Una casa blanca, en una colina. Dijeron que había un puente con un portón a la entrada y que estaba rodeada de pinos Norfolk –añadió Jessica, mostrando su espléndida memoria.

Anya notó cómo se le secaba la boca y se le erizaba el vello de la nuca.

–¿Los Pinos? –preguntó, y su propia voz resonó temblorosa en sus oídos–. ¿La casa se llama Los Pinos?

–Sí, esa es –respondió Kristin, de nuevo enfurruñada.

–¿Y estáis seguras de que no había ningún adulto?

Kristin asintió. Diez minutos después, subía a regañadientes con Jessica en el asiento trasero del diminuto coche de Anya.

–No sé por qué tenemos que ir –refunfuñó–. Nosotras no hemos hecho nada.

–Porque nadie atiende el teléfono en Los Pinos, y no pienso dejaros aquí solas a las dos mientras voy a recoger a Cheryl y Emma –le espetó Anya mientras buscaba nerviosamente en la guantera las gafas que utilizaba para conducir y metía la marcha atrás para salir del aparcamiento. Le había dejado una nota a Cathy, aunque esperaba estar de vuelta antes de que regresara el grupo de su excursión nocturna.

Sus manos apretaban el volante con fuerza mientras salía del camino pedregoso a la estrecha carretera que unía la costa con los barrios residenciales de South Auckland repitiéndose una y otra vez que tenía que tranquilizarse. Probablemente estaba exagerando. Ella también se había escapado alguna vez durante sus tiempos de interna; en los últimos cursos aquello era casi obligatorio si no querías que te hicieran la vida imposible en la residencia.

–¿Y si ya se han ido cuando lleguemos? –preguntó Jessica de repente–. ¿Y si vuelven por otro camino y no nos vemos?

–Esta es la única carretera que va de Riverview al parque regional –respondió Anya–, y a esta hora de la noche hay muy poco tráfico. Probablemente las veremos si nos cruzamos con ellas. Además, Cheryl y Emma le dijeron a Kristin que volverían hacia las dos. No creo que hayan salido todavía.

–A menos que la fiesta sea aburrida y se hayan ido a otra parte –intervino la irritante pelirroja.

Anya apretó los dientes. Como si no tuviera suficientes problemas.

–No adelantemos acontecimientos, ¿de acuerdo?

El viaje continuó en medio de un tenso silencio. Por suerte, era una noche clara y despejada, y lo único que distraía a Anya era el vuelo suicida de los insectos nocturnos atraídos por los faros del coche. Los campos que se extendían a ambos lados de la carretera estaban bañados de la uniforme luz azulada de la luna, y de tanto en tanto un punto de luz anaranjada indicaba la presencia de una granja o una casa de campo.

Lo de los diez minutos había sido una pequeña exageración por parte de los chicos, ya que tardaron más de quince minutos, sin saltarse los límites de velocidad, en llegar al racimo de tiendas, casas y negocios agrícolas que formaban la pequeña población de Riverview.

Anya redujo la velocidad y ni siquiera desvió la vista al pasar por delante de su pequeña casa de campo, rodeada de un gran jardín bastante descuidado que se había convertido en su principal pasatiempo en los últimos meses. Antes de ir al internado había pasado su infancia en una sucesión de habitaciones de hotel y apartamentos donde lo más parecido a un jardín era una palma en una maceta.

Pasaron por delante de la única gasolinera del pueblo, al final de la línea de tiendas. El anuncio de neón estaba apagado y los surtidores cerrados. Los edificios dieron paso a las cercas de alambre y las praderas, y Anya volvió a pisar el acelerador, ansiosa por que todo terminase cuanto antes. Esperaba que Cheryl y Emma tuviesen el sentido común de cooperar cuando les dijese que había que irse. Quería que la operación rescate fuera discreta, y a ser posible sin escenas dramáticas que pudieran crear problemas incontrolables.

No le apetecía nada tener que tratar con dos adolescentes recalcitrantes y probablemente bebidas, y mucho menos con toda una pandilla de fiesta. Estaba en forma y se consideraba razonablemente fuerte para su constitución, pero con un metro sesenta de estatura, a menudo se sentía como una enana junto a los mayores de sus alumnos. Por ello siempre había utilizado la inteligencia, la comprensión y el humor para ganarse su respeto.

La tensión aumentó un grado más cuando, tras una rasante de la carretera, apareció súbitamente una hilera de árboles por la izquierda. Sus enormes formas triangulares se recortaban contra el cielo nocturno. Aunque conocía el lugar perfectamente, Anya notó que se le aceleraba el pulso.

–¿Es aquí? –preguntó Jessica admirada mientras Anya frenaba bruscamente y tomaba un camino lateral. En el interior del pequeño coche sonó como un trueno la intensa vibración que producían los neumáticos al cruzar el puente de madera que daba entrada a la extensa finca.

Al final de un largo camino ascendente bordeado de árboles se divisaba la gran casona blanca de madera. En su interior, se podían distinguir a través de las cortinas luces multicolores que brillaban con suavidad en la noche. Incluso con las ventanillas del coche cerradas se oía claramente el martilleo sordo y pesado de la música tecno que retumbaba en la casa.

–No me extraña que no hayan oído el teléfono –murmuró Anya mientras buscaba un sitio entre los coches aparcados caprichosamente en la rotonda pavimentada que había frente a la casa.

Tras un momento de duda, retiró las llaves del contacto y salió del coche. Hizo una breve pausa antes de cerrar la puerta.

–Vosotras dos no os mováis de aquí. Cerrad las puertas y no abráis a nadie más que a mí. O a Cheryl y Emma. Volveré tan pronto como pueda. No os impacientéis si tenéis que esperar un poco. ¡Y no salgáis del coche!

Con la esperanza de haberles dejado las cosas bastante claras, cerró la puerta de un golpe. Guardó las llaves del coche en el bolsillo lateral de su pantalón militar y las gafas en el de la camisa mientras se dirigía con pasos rápidos y enérgicos hacia el pórtico que enmarcaba la puerta principal de la casa.

Pulsó el timbre, pero no obtuvo respuesta. Llamó a la puerta con los nudillos pero el resultado fue el mismo. Entonces, probó a girar el gran pomo de latón de la puerta y vio que no estaba cerrada. Al entreabrir la pesada puerta, el martilleo sordo que se oía desde el exterior se convirtió repentinamente en un ruido ensordecedor que hizo contraerse el rostro de Anya. No había duda de que aquello era una fiesta de mil demonios.