Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid.
© 2009 Penny Jordan. Todos los derechos reservados.
A MERCED DEL MAGNATE GRIEGO, N.º 46 - octubre 2010
Título original: The Wealthy Greek’s Contract Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9191-2
Editor responsable: Luis Pugni
Epub x Publidisa.
LIOS Manos miró hacia la tierra que había pertenecido a su familia durante casi cinco siglos. Fue allí, en aquel rocoso promontorio que se alzaba sobre el Mar Egeo al noroeste de Grecia, donde Alexandros Manos había construido una copia de una de las creaciones más famosas de Palladio, Villa Emo.
La leyenda de la familia contaba que Alexandros Manos, un rico comerciante griego con su propia flota que comerciaba entre Constantinopla y Venecia, había hecho negocios con la familia Emo y la envidia se había apoderado de él ante la nueva mansión de los Emo. Había copiado en secreto los diseños que Palladio hizo de la villa, llevándoselos a Grecia consigo. Allí mandó construir su propia mansión y le puso el nombre de Villa Manos, declarando sagrados tanto a la casa como a la tierra sobre la que se alzaba. Debían pasar de generación en generación y no podían pertenecer a ningún hombre que no llevara su sangre.
Allí era donde Alexandros Manos había creado lo que era en efecto un feudo personal... un pequeño reino donde él era el monarca absoluto Ilios sabía que aquel promontorio de tierra rodeado por el Mar Egeo por tres partes y con las montañas del norte de Grecia detrás lo había significado todo para su abuelo, y el padre de Ilios había dado su vida para conservarlo... del mismo modo que su abuelo había perdido su riqueza para protegerlo. Pero no había protegido a los hijos que concibió, los había sacrificado para mantener su pacto tanto con el pasado como con el futuro.
Ilios había aprendido mucho de su abuelo. Había aprendido que cuando se carga con la responsabilidad heredada de ser descendiente de Alexandros Manos, uno debe atender al deber por encima de los propios sentimientos... incluso negarlos si es necesario con tal de asegurarse de que la llama sagrada que suponía el deber de la familia hacia la villa fuera traspasada. La mano que llevaba la antorcha podría resultar mortal, pero la antorcha en sí misma era eterna. Ilios había crecido escuchando las historias de su abuelo respecto a lo que significaba llevar sangre de Alexandros Manos en las venas, y lo que significaba estar preparado para sacrificar cualquier cosa y cualquier persona para asegurarse de que la antorcha era transferida sana y salva.
Ahora era su deber llevarla. Y también le correspondía a él la responsabilidad de hacer lo que su abuelo no había logrado: devolverle a la familia su fortuna y su grandeza.
Cuando era niño, Ilios le prometió a su abuelo que encontraría la manera de restablecer su grandeza, y su primo Tino se rió de él. Volvió a reírse cuando Ilios le dijo que la única manera de poder pagar sus deudas era si le vendía la mitad de la propiedad que le correspondía por su abuelo.
Ilios miró hacía la construcción que tenía delante, su bello rostro estaba marcado con la historia humana de tantas generaciones de hombres poderosos y obstinados. Parecía tallada en mármol por las mismas manos que habían esculpido las imágenes de los héroes griegos de la mitología. Los ojos castaños con reflejos dorados, herencia de la mujer que Alexandros se había traído de las tierras norteñas, estaban clavados en el horizonte.
Tino ya no se reía. Pero estaría planeando su venganza, tal y como había hecho desde que eran niños. Tino siempre había querido lo que tenía su primo pequeño, y no se tomaria aquella humillación a la ligera. En lo que Tino se refería, ser el hijo del hermano pequeño suponía estar en desventaja... algo por lo que culpaba a Ilios.
Ilios era consciente de la reputación que tenía entre otros hombres por exigir lo imposible de aquéllos que trabajaban para él con el objeto de conseguir algo imposible para aquéllos que le pagaban por hacer exactamente eso.
No había magia negra ni artes oscuras, como muchos parecían pensar a juzgar por el modo en que había hecho fortuna en el negocio de la construcción. Sólo había determinación y trabajo duro para lograr el éxito. El negocio de Ilios no estaba manchado con corrupción ni acuerdos dudosos sellados en oscuras habitaciones, sino con trabajo duro. Conocía su negocio de dentro afuera y de arriba abajo, porque así era como había empezado. Incluso ahora, ningún encargo llevaba el nombre de Manos Construction hasta que él mismo hubiera repasado hasta el último detalle. El orgullo y el sentido del honor que alimentaban su trabajo, algo que había heredado de su abuelo, se encargaban de ello.
Ilios sabía que el viaje que había hecho desde la pobreza de su infancia hasta la riqueza de la que ahora disfrutaba llenaba de envidia a muchos hombres. Se decía que nadie podía salir de la penuria hasta la fortuna que Ilios poseía y que se contaba en miles de millones siendo honrado. Y sabía que pocos hombres disfrutarían tanto viéndole caer como su propio primo.
El sol del amanecer bañó su perfil por un instante de un oro brillante que recordaba a la máscara del más famoso de todos los macedonios griegos: Alejandro Magno. Había nacido en aquella zona de Grecia, y según contaba la tradición familiar, había caminado por aquella misma península.
A unos cuantos metros de allí le esperaba uno de sus capataces, y detrás de él estaban los operarios del pesado equipo de construcción.
–¿Qué quiere que haga? –le preguntó el capataz.
Ilios observó la construcción que tenía delante con expresión adusta. –Destrúyelo. Tíralo abajo y nivela el terreno. El capataz parecía impactado, –Pero su primo... –Mi primo no tiene nada que decir respecto a lo ocurre aquí. Destrúyelo.
El capataz les hizo una seña a los operarios, y mientras las mandíbulas de la pesada maquinaria mordían la construcción, Ilios se giró sobre sus talones y se marchó.
NTONCES, ¿qué vas a hacer? –preguntó Charley ansiosa. Lizzie miró a sus hermanas pequeñas. El familiar deseo de protegerlas a toda costa impulsó su decisión. –Sólo hay una cosa que puedo hacer –respondió–. Tendré que ir. –¿Cómo? ¿Vas a volar a Tesalónica? –Es la única manera. –Pero no tenemos dinero.
Aquélla era Ruby, de veintidós años, la menor de la familia. Estaba sentada a la mesa de la cocina con sus gemelos de cinco años, a los que se le había permitido una hora extra de televisión para que las hermanas pudieran hablar de los problemas que se cernían sobre ellas.
No, no tenían dinero... y eso era culpa suya, reconoció Lizzie sintiéndose culpable.
Seis años atrás, cuando sus padres murieron ahogados bajo una terrible ola cuando estaban de vacaciones, Lizzie se había prometido que haría todo lo que estuviera en su mano para mantener unida a la familia. Dejó la universidad y empezó a trabajar con una prestigiosa firma de diseño de interiores ubicada en Londres siguiendo su sueño de convertirse en diseñadora. Charley acababa de empezar en la universidad y Ruby había estado esperando para hacer los exámenes de secundaria.
La suya había sido una familia amorosa y unida, y el impacto de perder a sus padres resultó abrumador.... especialmente para Ruby, que en su desesperación buscó amor y consuelo en brazos de un hombre que la abandonó y la dejó embarazada de los adorable gemelos.
Tuvieron que enfrentarse además a otros problemas. Su guapo y maravilloso padre y su encantadora madre, que habían creado para ellas un mundo de felicidad como de cuento de hadas, habían vivido precisamente así, en un cuento de hadas que no tenía nada que ver con la realidad.
La preciosa casa estilo georgiano de Cheshire en la que habían crecido estaba hipotecada prácticamente en su totalidad. Sus padres no tenían un seguro de vida, y sí muchas deudas. Al final no les quedó más alternativa que vender la maravillosa casa familiar para poder pagar las deudas.
Con el boom del mercado inmobiliario y su necesidad de hacer todo lo posible para apoyar y proteger a sus hermanas, Lizzie utilizó sus pequeños ahorros para montar un negocio por su cuenta en el sur de Manchester. Charley podría seguir con sus estudios en la universidad de Manchester y Ruby podría empezar de cero.
Al principio las cosas fueron bien. Lizzie consiguió contratos para diseñar el interior de varios edificios nuevos, y a través de eso llegaron los encargos de varios propietarios para que les decorara sus hogares. Gracias a esos éxitos, Lizzie tuvo la oportunidad de comprarle una casa mucho más grande a uno de los promotores para los que trabajaba... aunque por supuesto, con una hipoteca mucho mayor. En su momento le pareció que tenía sentido... después de todo, con los gemelos y ellas tres necesitaban sin duda espacio, igual que habían necesitado un coche más grande. Ella lo utilizaba para visitar los sitios en los que trabajaba, y Ruby para llevar a los niños al colegio.
Pero entonces llegaron las restricciones de los créditos, y de la noche a la mañana todo cambió. El mercado inmobiliario se desplomó y, por supuesto, también las comisiones de Lizzie. El dinero que había puesto en una cuenta especial de ahorro no había crecido tanto como esperaba, y las cosas se habían empezado a poner muy negras en el aspecto económico.
En aquel momento, Charley estaba trabajando como jefe de proyectos de una empresa local, y Ruby dijo que podría conseguir un trabajo. Pero sus hermanas no querían que lo hiciera. Querían que los gemelos tuvieran a su madre en casa, igual que ellas de niñas. Y como dijo Lizzie seis meses atrás, cuando las cosas empezaron a ponerse feas, podría trabajar por cuenta ajena. Además, varios clientes le debían dinero. Se las apañarían.
Pero resultó ser demasiado optimista. No había conseguido trabajo porque las empresas locales no contrataban personal debido a la crisis. Muchos de sus clientes habían cancelado los contratos, y otros todavía le debían grandes cantidades de dinero que sospechaba que nunca cobraría.
De hecho las cosas estaban tan mal, que Lizzie ya había tomado la decisión de ir al supermercado del pueblo a preguntar si podía trabajar allí. Pero entonces llegó la carta, y ahora ellas... o más bien Lizzie estaba más desesperada todavía.
Dos de sus clientes más recientes, para los que había trabajado en muchas ocasiones, le habían pedido que realizara el diseño de los interiores de un pequeño bloque de apartamentos que habían comprado al norte de Grecia. Los apartamentos, situados en un bello promontorio, iban a ser el primer paso de un lujoso y exclusivo complejo vacacional que cuando estuviera terminado incluiría villas, tres hoteles de cinco estrellas, un puerto, restaurantes y todo lo que aquello conllevaba.
El cliente le había dado carta blanca para amueblarlo todo al estilo del londinense barrio de Notting Hill.
Notting Hill estaba muy lejos de los industrializados Manchester o Cheshire, pero Lizzie supo exactamente lo que sus clientes querían: paredes blancas, baños y cocinas elegantes, brillantes suelos de mármol, muebles de cristal, plantas y flores exóticas...
Lizzie voló para ver los apartamentos con sus clientes, una pareja de mediana edad con la que nunca había llegado a congeniar. Se llevó una desilusión con el diseño arquitectónico de los apartamentos. Esperaba algo creativo e innovador que al mismo tiempo se ajustara a aquel paisaje atemporal, pero lo que vio estaba completamente fuera de lugar. Se trataba de un edificio rectangular de seis pisos de apartamentos tipo dúplex que nada tenía que ver con las viviendas de lujo que ella esperaba.
Pero cuando le expresó sus dudas a sus clientes, sugiriendo que los apartamentos serían difíciles de vender, le aseguraron que se estaba preocupando innecesariamente.
–Mira, el hecho es que conseguimos un precio tan bajo del constructor que no podríamos perder aunque quisiéramos –bromeó Basil Rainhill.
Al menos Lizzie dio por hecho que se trataba de una broma. A veces no era fácil saberlo con Basil.
Venía de una familia con dinero, como su esposa le dijo.
–Nació con una cuchara de plata en la boca, y por supuesto, Basil tiene buen ojo para las inversiones. Es un don, ¿sabes? Viene de familia.
Sólo que ahora el don había desaparecido, dejando una montaña de deudas. Basil Rainhill le había dicho a Lizzie que, ya que no podía pagarle lo que le debía, iba a entregarle el veinte por ciento del edificio de apartamentos griego.
Lizzie habría preferido que le pagaran el dinero que le debían, pero su abogado le había aconsejado que aceptara, así que se había convertido en socia de la propiedad de unos apartamentos junto con los Rainhill y Tino Manos, el griego que poseía el terreno.
Había hecho lo que pudo con las limitadas posibilidades del edificio de apartamentos, ateniéndose a su norma de buscar muebles lo más cerca posible de donde estaba trabajando, y quedó complacida con el resultado final.
Pero ahora había recibido aquella carta amenazante de un hombre del que nunca había oído hablar, en la que le insistía para que tomara un vuelo a Tesalónica para reunirse con él. Aseguraba que había:
Ciertos asuntos legales y financieros referentes a su sociedad con Basil Rainhill y mi primo Tino Manos que necesitan resolverse en persona,
E incluía las aterradoras y siniestras palabras:
Si no responde a esta carta, me veré obligado a poner el asunto en manos de mis abogados para que actúen en mi nombre.
La carta estaba firmada por Ilios Manos.
La convocatoria no podía haber llegado en peor momento, pero el tono de toda la carta resultaba demasiado amenazador como para Lizzie se negara a obedecer. Por muy poco dispuesta que estuviera a reunirse con él, lo primero para ella eran las necesidades de su familia.
–Si ese griego tiene tantas ganas de verte, al menos podría haberse ofrecido a pagar tu vuelo –gruñó Ruby.
Lizzie se sentía muy culpable.
–Todo es culpa mía, Debería haberme dado cuenta de que el mercado inmobiliario era una burbuja que terminaría estallando.
–No debes culparte, Lizzie –trató de consolarla Charley–. ¿Cómo ibas a saber lo que estaba ocurriendo si ni siquiera el gobierno era consciente?
Lizzie forzó una débil sonrisa.
–Si le cuentas al banco por qué necesitas ir a Grecia, tal vez te concedan un crédito –sugirió Ruby esperanzada.
Charley negó con la cabeza.
–Los bancos no conceden créditos en este momento a ninguna empresa, ni siquiera a las que van bien.
Lizzie se mordió el labio. Charley no le estaba reprochando que hubiera fracasado, eso lo sabía, pero se sentía fatal. Sus hermanas se apoyaban en ella. Era la mayor, la sensata. Se jactaba de poder cuidar de ellas... pero era un orgullo falso, construido sobre cimientos endebles, como tantas cosas en aquel terrible clima financiero.
–Entonces, ¿qué va a hacer la pobre Lizzie? Tiene a ese griego amenazándole con llevar las cosas más lejos si no va a reunirse con él, pero, ¿cómo va a hacerlo si no tenemos dinero? –le preguntó Ruby a su hermana mediana.
–Sí tenemos –recordó de pronto Lizzie con sumo alivio–. Tenemos mi dinero del jarrón, y puedo alojarme en uno de los apartamentos.
El «dinero del jarrón» de Lizzie eran las monedas sueltas que siempre dejaba en un decorativo jarrón que había en la oficina. Dos minutos después, estaban todas mirando en el jarrón, que ahora estaba sobre la mesa de la cocina.
–¿Crees que habrá suficiente? –preguntó Ruby dubitativa.
Sólo había una manera de saberlo.
–Ochenta y nueve libras –anunció Lizzie media hora más tarde, cuando hubieron contado el cambio.
–Ochenta y nueve libras y cuatro peniques –la corrigió Charlie.
–¿Será suficiente? –preguntó Ruby.
–Yo haré que sea suficiente –les aseguró Lizzie decidida.
Serviría sin duda para comprar un billete barato, y todavía tenía las llaves de los apartamentos... apartamentos de los que poseía un veinte por ciento. Tenía derecho a quedarse en uno de ellos mientras trataba de salir del lío en que le habían metido los Rainhill.
Cómo caían los poderosos... o mejor dicho, los que no eran tan poderosos, como en su caso, pensó Lizzie cansada. Lo único que ella quería era cuidar de sus hermanas y de sus sobrinos, protegerlos y mantenerlos económicamente a salvo para que no tuvieran que volver a enfrentarse jamás al fantasma de la carencia con el que se habían visto las caras tras la muerte de sus padres.
O! ¡Aquello era sin duda imposible! El edificio de apartamentos no podía haber desaparecido sin más. Pero así era.
Lizzie parpadeó y volvió a mirar, deseando desesperadamente estar teniendo visiones. Pero no sirvió de nada. Seguía sin estar ahí.
El bloque de apartamentos había desaparecido.
Donde esperaba encontrar el conocido edificio rectangular, sólo había un terreno allanado y herido con las huellas de maquinaria pesada.
Había sido un viaje largo e incómodo. El taxi que la llevó hasta allí iba conducido a toda máquina por un conductor griego que parecía dispuesto a hacer gala de su machismo al volante, y eso después de un vuelo igual de incómodo en una línea de bajo coste.
Finalmente habían salido de la autopista principal para tomar un camino estrecho, polvoriento y sin terminar que recorría la punta de la península y los apartamentos.
Mientras el taxi se movía de un lado a otro, Lizzie se abrazó para protegerse del incómodo movimiento y se dio cuenta que allí donde antes la carretera se bifurcaba y donde el año pasado había una alambrada de púas bloqueando la entrada, ahora había unas impresionantes puertas de hierro forjado cerradas con candado.
El taxista le dijo que se bajara cuando los surcos del camino se hicieron tan profundos que se negó a salir adelante. Lizzie había insistido en que le diera un precio antes de salir del aeropuerto, consciente del poco dinero que tenía para gastar. Antes de pagarle, le pidió una tarjeta con su número de teléfono para poder llamar a un taxi que la llevara a la ciudad a reunirse con Ilios Manos después de haberse instalado en el apartamento y haber contactado con él.
Lizzie se quedó mirando el suelo donde una vez se alzó el bloque de apartamentos y alzó la cabeza, girándose para mirar hacia el cabo, donde la rala hierba se juntaba con el invernal cielo gris del Egeo. El fresco viento que soplaba desde el mar sabía a sal... ¿o era la sal de sus lágrimas de impotencia y desconcierto?
¿Qué diablos estaba pasando? Basil le había asegurado que el veinte por ciento le daba derecho a la posesión de dos apartamentos, cada uno de ellos valorado en doscientos mil euros, pero el valor potencial que hubieran podido tener había desaparecido junto con el edificio. Era un dinero que no podía permitirse perder.
¿Qué diablos iba a hacer? Tenía menos de cincuenta euros en el bolsillo, ningún lugar donde quedarse, sin medio de transporte para regresar a la ciudad, sin apartamentos... sin nada. Excepto, por supuesto, la amenaza que implicaba la carta que había recibido. Todavía tenía que enfrentarse a eso... y al hombre que le había lanzado la amenaza.
Decir que Ilios Manos no estaba de buen humor era quedarse corto. Y al igual que Zeus, padre de los dioses, Ilios era capaz de hacer temblar el aire que le rodeaba con la amenaza de terribles consecuencias cuando su ira se desataba. Como ahora.
El motivo actual de su furia era su primo Tino. Tras su fallido intento de conseguir dinero de Ilios por vía ilegal utilizando la tierra de su abuelo, ahora había optado por amenazar a Ilios con su derecho a la herencia. Aseguraba que en el testamento de su abuelo quedaba implícito que Ilios debería casarse, ya que la tierra debía pasar de varón a varón de la familia. Por supuesto, Ilios lo sabía, del mismo modo que sabía que a la larga tendría que tener un heredero.
Ilios había tratado de hacer caso omiso a la amenaza de Tino, pero para su ira, sus abogados le habían advertido que sería mejor evitar posibles juicios interminables y costosas batallas judiciales y darle a Tino el dinero que quería.
¿Ceder al chantaje de Tino? Nunca. Ilios apretó los labios con amargura y orgullo.
–Bueno, en ese caso tal vez podrías pensar en buscarte una esposa –le había dicho su abogado.
–¿Para qué, si lo que Tino dice no tiene ni pies ni cabeza? –preguntó Ilios furioso.
–Porque tu primo no tiene nada que perder y tú mucho. Tiempo y dinero para empezar. La batalla legal puede ser larga y compleja.
Una batalla en la que, una vez que se metiera en ella, no podría retirarse a menos que venciera, reconoció Ilios.
Su abogado había sugerido que se tomara un tiempo para revisar la cuestión, confiando tal vez en que Ilios se rindiera y le entregara a Tino el millón de euros que quería, una pequeña suma de dinero para un hombre que después de todo era multimillonario. Pero ésa no era la cuestión. La cuestión era que Tino creía que podía conseguir lo que quisiera de él con sólo extender la mano para recibir un dinero que no se había ganado. Ilios no lo permitiría de ninguna manera.
Estaba intentando aplacar su furia arrancando ramas de un viejo olivo enfermo cuando vio a un taxi bajar por el camino rumbo al cabo. El coche se detuvo para dejar a un pasajero antes de dar la vuelta y regresar por donde había venido.
Tocado con el viejo sombrero que tenía impreso el logo de Manos Construction, los brazos desnudos, camiseta blanca y los vaqueros enfundados en unas botas de trabajo, Ilios se acercó hacia la línea de árboles y vio cómo Lizzie miraba hacia el mar con los brazos cruzados sobre el pecho.
Lizzie se dio la vuelta para dirigirse hacia el terreno allanado en el que estuvieron antaño los apartamentos y se quedó paralizada cuando vio a aquel hombre observándola.
–Esto es una propiedad privada.
¡Hablaba inglés! Pero sus palabras eran hostiles y bruscas, lo que llevó a Lizzie a expresarse en los mismos términos.
–Una propiedad privada que en parte me pertenece.
No era estrictamente cierto, por supuesto, pero como socia del bloque de apartamentos, sin duda debía ser dueña de un porcentaje de la tierra sobre la que se había construido, ¿no? Lizzie no estaba al tanto de los detalles de la ley de propiedad griega, pero había algo en la actitud que aquel hombre mostraba hacia ella que le hacía sentir que debía reafirmar sus derechos. En cualquier caso, quedó claro que había hecho lo que no debía. El hombre des-cruzó los brazos, dejando al descubierto las líneas de un torso musculado bajo la camiseta, y se dirigió hacia ella.
–La tierra de los Manos no puede pertenecer más que a los Manos. Estaba furioso. La dureza de su mirada la arponeó como a una presa indefensa.
Lizzie dio un paso atrás presa del pánico y perdió pie al tropezar con una mata de hierba. Cuando iba a caerse, el hombre extendió los brazos para sujetarla y le agarró los brazos para sostenerla. Su mirada dorada la atravesó con una audacia masculina que la enfureció. La miraba como si… como si fuera realmente un dios de la mitología griega con derecho para tomar y utilizar a mujeres vulnerables de carne y hueso para su placer. El sexo con un hombre así debía ser peligroso para la mujer que se viera atrapada en su hostil abrazo. Aquella boca con su grueso labio inferior sugería que poseía una cruel sensibilidad.
Lizzie se estremeció, confundida por la inapropiada sensualidad de sus propios pensamientos. Trató de concentrarse en asuntos más prácticos.
El hombre se echó hacia atrás el sombrero y ella pudo ver ahora su oscuro cabello. Lizzie medía un metro sesenta y cinco. Él era mucho más alto, más de uno ochenta, y por supuesto poseía mucha más fuerza. Se dio cuenta de que el esfuerzo de sujetarla apenas supuso que se le movieran ligeramente los poderosos bíceps de los brazos, pero eso no impidió que tratara de zafarse. El hombre la detuvo con fastidiosa facilidad estrechándola contra sí. Olía a tierra, a trabajo duro y a hombre. Desde algún lugar profundo, donde guardaba sus recuerdos más especiales, Lizzie tuvo la repentina imagen mental de su padre abrazándola en el precioso jardín de su casa de Cheshire. Aquellos habían sido unos años maravillosos, en los que se sintió segura y querida.
Pero aquel hombre no era su padre. ¿Por qué estaba reaccionando así con él? No le interesaba tampoco su sexualidad. No debía interesarle. No debía desear seguir entre sus brazos.
–Suélteme –le exigió con rabia.
Ilios no estaba acostumbrado a que las mujeres le pidieran que las soltara cuando las estaba abrazando. El forcejeo de la mujer provocó que su cuerpo liberara el perfume que se había puesto, delicado y ligero.
En su interior cobró vida algo visceral y desconocido. ¿Deseo? ¿Por una mujer así? Imposible. La soltó bruscamente y se apartó de ella.
–¿Quién es usted? –preguntó Lizzie, tratando de recuperar el equilibrio, tanto el físico como el emocional.
–Ilios Manos –afirmó él con sequedad.
¿Aquel hombre era Ilios Manos? ¿El hombre que le había enviado la carta?
–Ilios Manos, el dueño de esta tierra en la que no tiene usted derecho a estar, señorita Wareham –le dijo Ilios con tono grave.
–¿Cómo sabe quién soy?