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Capítulo 1

ES usted Charlotte Wareham, la directora de proyectos de Kentham Brothers?

Charlotte, a la que llamaban Charley, alzó la vista de su ordenador portátil, parpadeando para protegerse del fuerte sol primaveral de Italia.

Acababa de regresar de un rápido almuerzo de última hora, sándwich y una taza de delicioso capuchino en un café local. Su reunión con los dos funcionarios responsables del proyecto de restauración de un jardín público abandonado que ella tenía que supervisar había ido muy mal.

El hombre que ahora se cernía sobre ella y al que no había visto nunca antes parecía haber surgido de la nada y estaba claramente enfadado.

Muy enfadado. Señaló con un gesto las urnas baratas de piedra falsa y otras muestras que ella había llevado para que las viera el cliente.

–¿Y puedo preguntar qué son estas horribles abominaciones? –inquirió.

Sin embargo, no fue su furia lo que provocó que su cuerpo se tensara. Se dio cuenta de forma inconsciente de que la punzada que se había apoderado de ella era el instintivo reconocimiento femenino de un hombre tan masculino, que ninguna mujer podría tratar de llevarle la contraria.

Aquel hombre había nacido para situarse por encima de sus semejantes. Un hombre nacido para tener hijos fuertes que se parecieran a él. Un hombre nacido para llevar a la mujer que escogiera a la cama y proporcionarle tanto placer que ella quedaría unida a él por aquel recuerdo durante el resto de su vida.

Debía llevar demasiado tiempo al sol, pensó Charley con un escalofrío. Aquellos pensamientos no eran propios de ella.

Hizo un esfuerzo decidido por recuperar la compostura, bajó el ordenador, se levantó del banco de falsa piedra en el que estaba sentada y se incorporó para enfrentarse al hombre que la estaba interrogando.

Era moreno, y estaba tan lleno de furiosa rabia como un volcán a punto de hacer erupción. También era, como sus sentidos se habían encargado de detectar, extraordinariamente guapo. Tenía una piel aceitunada, y era alto, de cabello oscuro, y con ese tipo de facciones arrogantes que hablaba de un pasado patricio. Su mirada gris y fría como el acero se deslizó sobre ella con desprecio como el cincel de un escultor, buscando el punto más vulnerable de una pieza de mármol.

Charley trató de apartar la vista, pero se dio cuenta de que su mirada se había quedado atrapada en la boca del hombre. Sorprendida por su propio comportamiento, trató de desviar la vista, pero no lo consiguió. Un escalofrío de advertencia le recorrió la piel, pero ya era demasiado tarde. Una inesperada sacudida de su percepción de él como hombre la había atravesado como un relámpago, y aquello resultaba más aterrador todavía por lo inesperado.

Se le había secado la boca, miles de terminaciones nerviosas le vibraban bajo la piel. Podía sentir cómo se le suavizaban los labios y se le hinchaban como preparándose para un beso de amante. El hombre se los estaba mirando ahora con ojos entornados y expresión indescifrable, pero sin duda cargada de arrogante desdén por su debilidad. Un hombre así no le miraría nunca la boca como ella le había mirado la suya. Nunca le pillarían con la guardia baja por haberse rendido a sus sentidos e imaginar cómo sería sentir la boca de ella sobre la suya.

Con un gesto brusco y con los dedos temblorosos mientras trataba de recuperar el control, Charley se bajó las gafas de sol que tenía en la cabeza para cubrirse los ojos en un intento de ocultar el efecto que estaba provocando en ella.

Pero fue demasiado tarde. Él lo había visto, y el desprecio que endurecía sus facciones le indicaba lo que pensaba de su reacción ante él.

Todo el cuerpo y el rostro de Charley ardían en una mezcla de recelo y humillación mientras hacía un esfuerzo por comprender lo que le había sucedido. Ella nunca reaccionaba de aquella forma ante los hombres, y le impresionaba hacerlo ahora, y más con aquel hombre.

Sintió la incontrolable necesidad de tocarse los labios para ver si realmente estaban tan hinchados como los sentía.

Lo que había sucedido debía ser algún tipo de reacción a la presión y el estrés que había sufrido, trató de razonar Charley. ¿Qué otra razón habría para que reaccionara de aquel modo tan peligroso y tan poco propio de ella? Sin embargo, sus sentidos se negaron a dejarse controlar. El ojo de artista que había en su interior reconoció el fuerte poder masculino del cuerpo que había bajo aquel traje de color gris que sin duda sería carísimo.

Bajo la ropa, debía haber un torso y todo lo demás que los artistas por los que era conocida Florencia habrían esculpido y pintado encantados.

Charley se dio cuenta demasiado tarde de que el hombre seguía esperando que respondiera a su pregunta. En un intento de recuperar el terreno que sentía que había perdido, Charley alzó la barbilla y le dijo:

–Sí, trabajo para Kentham Brothers.

Hizo una pausa y trató de no estremecerse mientras miraba hacia la desordenada línea de macetas y estatuas, cuya mala calidad quedaba al descubierto por el desdén de aquel desconocido.

–Y estas «horribles abominaciones», como usted las llama –continuó–, cuestan en realidad mucho dinero.

La mirada de desprecio que desfiguró su boca en un gesto de amargo cinismo, no sólo hacia las muestras sino también hacia ella, confirmó lo que Charley ya sabía de sí misma. Lo cierto era que a ella le faltaban belleza, estilo, elegancia y cualquier otro atributo femenino que pudiera admirar un hombre, del mismo modo que a las muestras les faltaba calidad artística. Y esa certeza, el saber que un auténtico conocedor del sexo femenino la había juzgado y le había encontrado carencias, la llevó a decirle desafiante:

–Aunque esto no es asunto suyo.

Se detuvo deliberadamente antes de añadir un interrogativo:

¿Signor…?

Las oscuras cejas del hombre descendieron hasta el puente de su arrogante y patricia nariz y sus ojos grises se volvieron del color del platino cuando la miró con altanería y le dijo:

–No soy ningún signor, señorita Wareham. Me llamo Raphael Della Striozzi, duque de Raverno.

La mayoría de la gente de la ciudad se dirige a mí como El Duque, tal como hicieron con mi padre y antes con su padre durante muchos siglos.

¿El Duque? ¿Era un duque? Bien, pues ella no iba a dejarse impresionar, se dijo Charley, sobre todo porque eso era lo que él estaba esperando.

–¿De veras? –Charley alzó la barbilla con determinación, un gesto que había adquirido de niña para defenderse de las críticas de sus padres–. Bien, pues le informo de que esta zona está cerrada al público en general, con título o sin título, por su propia seguridad. Lo pone en los letreros. Si tiene algún problema con el trabajo de restauración que Kentham Brothers va a llevar a cabo, le sugiero que lo denuncie a las autoridades –le dijo con brusquedad.

Raphael se la quedó mirando furioso y sin dar crédito. ¿Ella, una inglesa, se atrevía a intentar negarle el acceso a los jardines?

–Yo no soy el público en general. Fue un miembro de mi familia quien donó este jardín a la ciudad.

–Sí, eso ya lo sé –reconoció Charley.

Había investigado a fondo el jardín cuando le hablaron del contrato.

–El jardín fue un regalo para el pueblo de la esposa del primer duque, para agradecerles que hubieran rezado por el nacimiento de un varón después de cuatro hijas.

Raphael apretó los labios y contestó:

–Gracias, estoy al tanto de la historia de mi familia.

Pero había tenido que centrarse más en el asunto para descubrir que la ornamentación que aquella mujer pretendía reemplazar por espantosas imitaciones había sido creada por los mejores artistas del Renacimiento.

Ahora abandonado y olvidado, el jardín había sido diseñado por el paisajista más famoso de su época. Al ser consciente de lo magnifico que debió ser el jardín, se le despertó un sentido de la responsabilidad hacia el proyecto actual. Una responsabilidad que debería haber asumido con anterioridad, algo de lo que ahora se culpaba. Tal vez el ayuntamiento fuera el dueño del jardín, pero tenía el nombre de su familia, y al año siguiente, cuando se reabriera al público para celebrar sus quinientos años de existencia, la conexión se haría pública.

Raphael se jactaba de mantener adecuadamente todos los edificios históricos y los tesoros artísticos que había heredado de su familia. La idea de que un jardín relacionado con su apellido fuera maquillado por ingleses de dudoso gusto le llenaba de una ira que ahora dirigía directamente hacia Charlotte Wareham, con su rostro sin maquillar, su cabello castaño con reflejos dorados por el sol y su obvia falta de interés por su propio aspecto.

Se parecía tan poco a las mujeres del Renacimiento como sus repugnantes estatuas a los magníficos originales que una vez habitaron aquel jardín.

Volvió a mirar a Charley y frunció el ceño cuando esa segunda mirada le obligó a revisar su primera impresión sobre ella. Ahora podía ver que su boca rosada y libre de pintura era suave, y sus labios carnosos y bien delineados. Tenía la nariz y la mandíbula delicadamente esculpidas.

Al principio, había creído que tenía los ojos de un azul pálido a través de las oscuras y gruesas pestañas. Pero ahora que estaba enfadada veía que se habían vuelto de un extraordinario azul verdoso.

Pero daba igual el aspecto que tuviera, se dijo Raphael.

Charley podía sentir cómo le ardía el rostro al recordar cómo sus padres le advertían siempre que pensara antes de hablar o de actuar, y que tuviera cuidado con su precipitación por responder siempre que se sentía retada. Creía que había aprendido a controlar aquel aspecto de su personalidad, pero este hombre, este… duque, se las había arreglado en cierto modo para demostrarle que estaba equivocada. Ahora se sentía como si la hubiera avasallado, pero no se lo iba a demostrar.

–Bien, puede que usted sea el duque de Raverno, pero en los papeles que he revisado no dice nada de ningún duque relacionado con el proyecto. A mi modo de ver, no importa el papel que hayan jugado sus ancestros en el jardín en el pasado, ahora la responsabilidad de su restauración depende de la ciudad. No tiene derecho a estar aquí.

No iba a permitir que la sometiera ni por un instante, con título o sin él. Ya había sufrido bastante acoso durante las últimas semanas, con su jefe haciéndole la vida imposible. Pero tenía que aguantar, tal como estaban las cosas. Su familia, que incluía a su hermana mayor, la menor y sus dos hijos gemelos, necesitaba desesperadamente el dinero que ella ganaba. Y más teniendo en cuenta que el negocio de diseño de interiores de su hermana mayor estaba al borde de la quiebra.

Con tanta gente en el paro, ella tenía suerte de tener un trabajo, algo que su jefe le recordaba continuamente. Charley sabía por qué lo hacía, por supuesto. Eran tiempos duros; su jefe quería recortar personal, y tenía una hija recién salida de la universidad que había puesto el grito en el cielo cuando se enteró de que Charley iba a supervisar aquel nuevo contrato en Italia.

Si no hubiera sido por el hecho de que hablaba italiano y la hija de su jefe no, Charley era consciente de que habría perdido el empleo. Seguramente lo perdería de todas maneras cuando finalizara el contrato. Tal vez tuviera que aguantar que su jefe la tratara mal porque necesitaba desesperadamente conservar el trabajo, pero no iba a permitir que aquel italiano arrogante hiciera lo mismo.

Ella tenía que rendirle cuentas al ayuntamiento de la ciudad, no a él. Además, retarle la hacía sentirse mejor.

Raphael podía sentir la furia en su interior, ardiendo como lava a punto de entrar en erupción.

Cuando el ayuntamiento anunció que tenía planes de restaurar el abandonado jardín que había al otro lado de los muros de la ciudad, él había iniciado una búsqueda en los archivos ducales para encontrar los planos originales del jardín. En un principio, lo hizo por curiosidad, pensando que podría ayudar a la reforma. Sin embargo, cuando regresó de Roma y se enteró de que, por motivos económicos, la ciudad había decidido reemplazar las estatuas y otros elementos originalmente diseñados por algunos de los artistas florentinos más importantes del Renacimiento, se quedó hundido.

Y su ira creció cuando en el ayuntamiento le aseguraron que el jardín tendría que restaurarse con aquel exiguo presupuesto o bien destruirlo, porque en su estado actual constituía un peligro para la gente. Y allí estaba aquella mujer inglesa, cuyo desafío hacia él había prendido su furia hasta niveles incontrolables.

Tal vez no le gustara lo que habían planeado para la restauración del jardín, pero le gustaba todavía menos el efecto que aquella joven responsable del proyecto ejercía sobre él. La intensidad de su ira era tal, que estaba creando en su interior el deseo de castigarla por atreverse a provocarle. Y eso no podía permitirlo. Ni ahora ni nunca. La ira y la crueldad eran los demonios gemelos que creaban hombres cuyo horrible legado no podía olvidarse ni perdonarse jamás. Y la tendencia a exhibirlas corría por sus venas como había discurrido por la de sus antepasados.

Pero aquel legado moriría con él. Lo había prometido a los trece años mientras veía cómo colocaban el ataúd de su madre en el panteón familiar junto al de su padre.

Raphael miró sin ver hacia la entrada cerrada con candado del jardín. Podía sentir la pesada y amenazante sombra de esas dos emociones gemelas a la espalda, siguiéndole sin ser vistas, siempre presentes aunque no pudiera verlas.

Perseguían a su familia como una oscura maldición. Raphael había aprendido a controlarlas utilizando la razón y la ética, negándoles la arrogancia y el orgullo que constituían su alimento, pero ahora, sin saber cómo, sólo por estar allí, aquella mujer inglesa le había provocado un oleada de ira con sus horribles y baratas imitaciones y su falta de conciencia respecto a lo que debería ser el jardín. La llave para liberar esas emociones estaba en la cerradura sin que hubiera sido consciente de haberla puesto allí.

Controlar el deseo de agarrarla y obligarla a estudiar los planos originales del jardín para que viera el daño que le causaría a un lugar histórico fue como tratar de contener la fuerza de un río.

Los muros de su autocontrol ya habían sido puestos a prueba con la reunión que tuvo con el pleno del ayuntamiento, cuando estudió los planes que ellos le habían mostrado con orgullo mientras le hablaban del acuerdo al que habían llegado. Y ahora allí estaba aquella mujer, atreviéndose a negarle acceso al jardín que había creado su antepasado, esperando que aceptara aquella horrible restauración.

«No tiene usted derecho», le había dicho ella.

Bien, pues conseguiría tenerlo. Convertiría el jardín en lo que debería ser, y en cuanto a ella…

¿Qué? ¿La sacrificaría en aras de la oscuridad que portaba en los genes?

¡No! Eso nunca. No permitiría que nada ni nadie amenazara el control que tenía sobre aquella capacidad oscura y peligrosa para la ira violenta que corría por sus venas y estaba grabada en su ADN.

Tenía que hablar con las autoridades locales y ponerles delante el plan que estaba ideando. Un plan en el que él tomaría el control del proyecto de restauración y así podría dejarlo en manos más adecuadas.

Ajena a lo que Raphael estaba pensando, Charley sintió alivio y al mismo tiempo sorpresa cuando vio que se alejaba de ella para dirigirse al coche de lujo que estaba aparcado unos cuantos metros más allá, con la carrocería tan gris como el frío acero de sus ojos.

Capítulo 10

HABÍAN llegado al final de las escaleras y seguían besándose, pero Charley no era consciente de que se hubieran movido, no tenía conciencia de nada que no fuera el calor de la boca de Raphael en la suya y el deseo que estaba alimentando dentro de ella.

Ahora, sin embargo, había dejado de besarla.

Le sujetaba las muñecas con menos fuerza, y sus pulgares encontraron su excitado pulso, acariciándoselos con pequeños círculos.

–Esto no puede tener futuro –le advirtió Raphael como había hecho antes, poniendo énfasis a las palabras mientras las pronunciaba.

–No quiero un futuro –le aseguró Charley creyéndoselo–. Sólo quiero esta noche y a ti.

Raphael podía sentir el fuego salvaje de la pasión desatada recorriéndole el cuerpo. Aquello era demasiado.

No podía rechazarla…ni negarse a sí mismo.

El deseo de estrechar su cuerpo contra el suyo, piel con piel, bramaba dentro de él, pero consiguió agarrarse al último hilo de autocontrol que le quedaba.

–De acuerdo, pero hay una condición. Algo de lo que necesito asegurarme.

Charley esperó. ¿Qué iba a decirle? ¿Que no debía enamorarse de él? Eso ya lo sabía sin necesidad de que se lo dijera.

Raphael exhaló el aire de los pulmones lentamente.

–No puede haber ninguna posibilidad de que como consecuencia de nuestros actos nazca un niño.

¿Por qué sus palabras le atravesaron el corazón como un puñal? No estaba pensando bajo ningún concepto en concebir un hijo cuando le había suplicado tan audazmente que rompiera su norma.

–Por supuesto, yo tomaré precauciones para asegurarme de…

–No hay necesidad –le interrumpió Charley–. Estoy tomando la píldora.

Era cierto, aunque la razón se debía a la ansiedad del año anterior, que le había provocado irregularidades en el ciclo menstrual.

–Muy bien, pero debo advertirte de que, si te quedas embarazada, tendremos que interrumpir el embarazo.

Charley sintió un escalofrío helado. Un instintivo rechazo a lo que le estaba exigiendo.

Pero no era un hijo lo que deseaba, se recordó, sino al propio Raphael. Y lo deseaba desesperadamente.

Debería terminar con aquello al instante, se dijo Raphael. No era demasiado tarde. Podía darse la vuelta, rechazar lo que Charley le estaba ofreciendo. ¿Rechazarlo? ¿Cuando su cuerpo moría por ella y sus sentidos ya anticipaban cada uno de los placeres que se proporcionarían el uno al otro? Ya no podía detenerse, no podía escuchar las voces que le hablaban desde dentro, no podía siquiera cuestionarse por qué aquella mujer tenía el poder de derribar todas las defensas que él había erigido.

Charley se movió con incertidumbre. Un afilado punto de luz procedente de la lámpara de araña que colgaba del techo ponía en relieve las suaves curvas de sus senos. Los pezones se le apretaron contra la tela de la ropa, duros y erectos. Su mensaje de excitación sexual provocó que Raphael se excitara también. Le soltó a Charley la muñeca y alzó la mano hacia su cuerpo, recorriendo con la yema del pulgar aquella cresta erecta, sintiendo cómo su propio cuerpo reaccionaba al visible estremecimiento que recorrió a Charley cuando gimió suavemente en respuesta a su caricia. Era demasiado tarde para darse la vuelta, demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera rendirse al deseo.

–Por aquí.

Raphael la estaba llevando a su habitación. Un nuevo escalofrío se apoderó de Charley. La idea de que Raphael le hiciera el amor en su cama en lugar de en la de ella añadía un extra de sensualidad y placer a lo que estaba sintiendo.

Elegante y refinado, como las fotografías que había visto de las habitaciones de los hoteles de lujo, el dormitorio de Raphael estaba decorado en tonos de blanco y gris oscuro con pesadas cortinas de seda a juego con la ropa de la gigantesca cama.

Aunque Charley no estaba en un estado de ánimo como para apreciar la decoración, ni tampoco tuvo tiempo, porque en cuanto Raphael hubo encendido las suaves luces y ella hubo entrado, él cerró la puerta la estrechó entre sus brazos.

El contacto de su mano sobre su pecho, que había encontrado rápidamente el duro pezón, la hizo estremecerse de nuevo por el placer, pero la conciencia de Charley había empezado a entrometerse con su placer. Dejó de besarle a regañadientes para admitir:

–Hay algo que debo decirte.

–¿Qué?

–Bueno… –Charley arrugó la nariz–, lo cierto es que no tengo mucha experiencia previa. No quiero desilusionarte…

Podía ver cómo el pecho de Raphael volvía a subir y a bajar rápidamente. ¿Le habría desalentado?

–¿Poca experiencia o ninguna? –le preguntó Raphael.

Era muy astuto, pensó Charley.

–Ninguna –admitió–. ¿Cambia algo eso las cosas? ¿Vas a echarte para atrás?

–¿Te gustaría?

–¡No! –afirmó ella con vehemencia.

–El placer que nos daremos el uno al otro y que compartiremos será único, exclusivamente nuestro, como sucede con todos los amantes.

Pero como a cualquier otro hombre, debo decir que a mi ego le gustará saber que no puedes compararme con un amante anterior y encontrarme carencias.

Charley estaba tan aliviada, que le espetó con sinceridad:

–No puedo imaginar que ninguna mujer haya podido pensar eso de ti alguna vez.

Raphael soltó el aire lentamente. En lo más profundo de su interior ya sabía que iba a ser su primer amante. El corazón la latió con fuerza dentro del pecho. Quería abrazarla, deslizarle la ropa por el cuerpo y entregarse a su deseo para llevarles a ambos a aquel lugar en el que lo único que importaba era su placer común.

Se dio cuenta de que deseaba a Charley como nunca había deseado a ninguna otra mujer, como nunca imaginó que desearía a ninguna, pero lo único que le dijo a ella fue:

–Haré todo lo que esté en mi mano para ser digno de la fe que tienes en mí.

Pero no pudo evitar añadir entre dientes:

–Sólo espero que mi autocontrol esté a la altura del reto.

¿Su autocontrol? Charley tembló debido a la emoción que le atenazaba el cuerpo. Pensó vagamente que era como si el deseo que sentía por Raphael hubiera alcanzado un punto de madurez sexual. Se había liberado casi como por arte de magia de todas sus restricciones e inhibiciones, como si hubiera vuelto a nacer a su propia sexualidad. Y todo gracias a Raphael. Y no sólo porque le deseara, sino porque él le había mostrado que podía liberarse de las dañinas creencias de su pasado, que podía escoger quién quería ser.

Su cuerpo cantaba de excitación y de alegría, agitado de mil formas deliciosas que sabía que se convertirían en un único deseo bajo las caricias de Raphael.

Alzó la vista para mirarle y sonrió.

–No es tu autocontrol lo que yo deseo –le dijo sencillamente.

Raphael sintió cómo la respiración se le atrancaba en los pulmones, cómo el deseo traspasaba sus barreras.

–No deberías decirme esas cosas –le advirtió mientras acortaba la distancia entre ellos.

–¿Por qué no? –susurró Charley contra sus labios.

Temblaba tanto, que tuvo que agarrarse a él.

–Porque es peligroso, porque tú eres peligrosa.

Peligrosamente sensual, peligrosamente tentadora.

Me haces olvidar todas las razones por las que no debería estar haciendo esto –le susurró Raphael a su vez.