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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Penny Jordan. Todos los derechos reservados.
LA ESPOSA DEL DUQUE, N.º 2051 - enero 2011
Título original: The Dutiful Wife
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9722-8
Editor responsable: Luis Pugni

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La esposa del duque

Penny Jordan

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Capítulo 1

Sus sensuales y expertas caricias, tan masculinas y poderosamente exigentes, provocaron excitación y deseo en ella, enviando un fuego salvaje a todas sus terminaciones nerviosas, tensando la cuerda del deseo que despertaba en ella, hasta que no importó otra cosa que no fuera el hecho de que la poseyera rápida y salvajemente en aquel momento. Siempre era así, la primera caricia de placer que le proporcionaba despertaba en ella un deseo hacia él que era tan suyo como el respirar.

Sabía que eso iba a ocurrir cuando deslizó su cuerpo desnudo en el agua cálida y sedosa de su piscina privada, con las estrellas y la luna del cielo tropical como únicos testigos de su erótica intimidad.

Ella se apartó nadando, sufriendo por ello todavía más de lo que sufrió él, y su gemido cuando la alcanzó nadando y le succionó salvajemente un pezón vino acompañado de un estremecimiento de salvaje placer. Él le deslizó la mano entre las piernas, cubriéndole el sexo mientras el fuerte movimiento de su cuerpo los llevaba a ambos por el agua. El deseo y el ansia la atravesaron con oleadas de lava ardiente que provocaron que su cuerpo se moviera al mismo ritmo que las caricias de sus dedos. Ella gimió suavemente.

Habían llegado al extremo de la piscina. Embriagada por el deseo, permitió que la tomara en brazos y la llevara hasta una amplia tumbona con colchón y cubierta con una toalla. La tumbó allí. Tenía el cuerpo abierto a su mirada y a sus caricias.

Su miradas y luego su mano le acariciaron el cuerpo desnudo, cubriéndole el seno. El corazón le dio a ella un vuelco, los músculos del estómago se le tensaron con el mismo deseo que había provocado que los pezones se le endurecieran por el ansia. La mirada de él captó el mensaje sensual de sus erectos pezones, pero deslizó la mano para cubrirle la cadera. Ella abrió automáticamente las piernas, la dulce y cálida humedad de su deseo la atravesó. Él inclinó la cabeza. Su fuerte y oscuro cabello, todavía húmedo, lanzó gotas de agua fresca sobre su piel caliente por el deseo. Le recorrió el ombligo con la punta de la lengua, trazando delicados dibujos sobre su piel, provocando que ella susurrara su nombre en un gemido.

–Saul. Mi amor. Mi único y eterno amor.

Ardía en el deseo que Saul había despertado en ella.

Él alzó la vista para mirarla y ella emitió un suave gemido indefenso, arqueando el cuerpo hacia el suyo.

Ella vio cómo el pecho de Saul subía y bajaba, y al instante la abrazó, besándola y entrando en ella. Gimió de placer y se enredó en él, moviéndose a su ritmo hasta que sus cuerpos se apoderaron del deseo y de su mutuo placer, llevándolos a ambos a toda velocidad a la cima del éxtasis para luego caer en una espiral de alivio y satisfacción.

Ella había cerrado los ojos, pero ahora volvió a abrirlos y se lo encontró sonriéndole con una sonrisa tierna, amorosa y masculina.

–Feliz aniversario, señora Parenti –le dijo con dulzura.

Giselle sonrió a su vez a su marido, se sentía llena de felicidad. Era muy afortunada. Su vida en común era perfecta, el peso de la culpabilidad con la que había cargado durante tanto tiempo era un dragón que Saul había asesinado para ella. No había necesidad de que, en aquel momento de felicidad y armonía, se atormentara con el recuerdo de lo que le había ocultado. Ahora ya no tenía poder sobre ella, no tenía relevancia en la maravillosa vida que compartían. Una vida en la que su ambición artística estaba completamente satisfecha trabajando como arquitecta jefe en los proyectos de hoteles de lujo que Saul tenía por todo el mundo. Por otra parte, el amor que compartían había creado un mundo privado de felicidad para ambos en el que no necesitaban ni querían a nadie más dentro de su mágico círculo protector. Lo único que necesitaban era a ellos mismos. El suyo no era un matrimonio en el que tuvieran cabida nunca los niños. Ésa fue la promesa que se hicieron el uno al otro cuando se casaron doce meses atrás. Esos eran los cimientos en los que estaba basado su matrimonio y la confianza absoluta que ella tenía en Saul.

Para ambos, el motivo de su decisión de no tener hijos estaba basado en su propia infancia y ambos lo aceptaban y lo comprendían. Igual que Saul había curado gran parte de la pena de su infancia con el amor que sentía hacia ella y por cómo la había aceptado como era, Giselle había ayudado a Saul a que hiciera las paces con su pasado, sobre todo con su madre. Él consideraba que a ella le habían importado más los huérfanos de los desastres a los que atendía que él mismo.

Para ambos fue un momento muy importante y especial cuando abrieron el que sería el primero de una estructura mundial de orfanatos que incorporaban escuela y hogar que llevaban el nombre de la madre difunta de Saul.

Financiados por Saul, diseñados por la propia Giselle y construidos por la empresa de Saul, los orfanatos iban a ser el regalo de Saul a su madre para demostrarle que estaba en paz con ella. La noche de la inauguración oficial hicieron el amor de un modo tan intenso emocional y físicamente que a Giselle todavía se le llenaban los ojos de lágrimas al recordarlo.

El suyo no había sido un camino fácil de felicidad y compromiso. Los dos habían luchado con fuerza contra la marea de deseo que sentían el uno hacia el otro que les había sacado de su zona de confort para llevarlos a una zona de combate en la que habían tenido que luchar desesperadamente contra sus sentimientos, agarrándose a los restos del naufragio de sus antiguas creencias. Saul hizo el primer movimiento hacia ella, y Giselle, que para entonces ya estaba completamente enamorada de él, se había entregado a su deseo. Después de todo, entonces ya sabía que Saul tampoco quería niños.

Al ser un hombre de negocios multimillonario que disfrutaba del trabajo y la competición, Saul hizo la promesa de no tener hijos para que no les pasara como a él y se quedaran solos mientras él viajaba por todo el mundo. A diferencia de su primo Aldo, el soberano de un pequeño estado europeo en el que su familia había gobernado durante incontables generaciones, Saul no tenía que casarse y tener un heredero legítimo.

Así que Giselle dejó a un lado los principios por los que se había regido durante toda su vida adulta, entre ellos que nunca se permitiría enamorarse porque no quería tener hijos y no deseaba privar al hombre al que pudiera llegar a amar del derecho a tener hijos. Después de todo, ya había roto la primera promesa que se había hecho al enamorarse de Saul, y él le había prometido que ella era todo lo que quería y necesitaba. Pero incluso el día de su boda, Giselle sintió cómo la sombra de su pasado arruinaba su felicidad. La culpabilidad era una carga pesada que debía soportar. Una carga muy solitaria también. Giselle se estremeció a pesar del manto aterciopelado de la noche tropical.

Saul le sonrió y se levantó de la tumbona para recoger el albornoz que ella se había quitado antes, y se lo colocó tiernamente. Debió de haber percibido su involuntario escalofrío y, como era costumbre en él, había intentado protegerla. Giselle siempre atesoraba aquellos momentos especiales después de hacer el amor, y lo último que deseaba era que se vieran ensombrecidos por las sombras de su pasado. Sin duda, ahora el destino la había liberado del peso de su culpa. Sin duda ahora no necesitaba recordar que todavía era prisionera de una parte de su pasado del que Saul no sabía nada.

La causa que provocaba su culpabilidad ya no importaba. Estaba a salvo, protegida por el amor de Saul y por la vida que compartían.

–¿Tienes hambre? –le preguntó él.

Giselle alzó la vista para mirarlo. Tenía el físico de un dios griego, el valor de un guerrero romano, el cerebro de un estratega unido al de un filósofo griego y la conciencia social propia de un auténtico altruista. Lo amaba con una pasión y una intensidad que inundaban sus sentidos y sus emociones. Era su mundo, un mundo que Saul había creado con amor y en el que se sentía segura.

Giselle asintió con la cabeza en respuesta a su pregunta.

Su mayordomo personal había dispuesto una cena deliciosa para poco después de que llegaran a la villa de la isla tropical en la que había un lujoso y exclusivo resort en el que Saul tenía un especial interés financiero. Pero el apetito de Giselle estaba dirigido hacia su esposo. La semana anterior habían pasado tres días separados mientras Saul visitaba un nuevo emplazamiento que estaba pensando en comprar y ella viajaba a Yorkshire para pasar unos días con su tía abuela, la persona que la había cuidado tras la muerte de sus padres y de su hermano pequeño. Tres días y tres noches sin Saul se le habían hecho eternos.

Ahora, sin embargo, tenía ganas de comer, así que se levantó y se puso de puntillas para darle un beso cariñoso a Saul antes de que él fuera a recoger su albornoz. El aire nocturno que les rodeaba estaba cargado de un suave calor y de los sonidos de los trópicos, y las vaporosas cortinas de seda beiges y negras que tenían que atravesar añadían una intimidad romántica a la suite. La decoración de la villa era al mismo tiempo moderna y sensual, con mobiliario oscuro y alfombras en tonos cremas y blancos que suavizaban la impactante modernidad de los suelos de granito.

Un carrito cubierto contenía su cena, compuesta de aperitivos, exóticas y exquisitas ensaladas, platos de marisco y fruta fresca. Una botella de champán descansaba en un cubo de hielo.

–Por nosotros –brindó Saul tras abrir el champán y llenar dos copas.

–Por nosotros –repitió Giselle riéndose y sacudiendo la cabeza en gesto de queja burlona cuando Saul dejó la copa para ponerle en la boca uno de los exquisitos aperitivos.

Saul tenía las manos más bonitas que había visto en un hombre. Estaba segura de que Leonardo habría deseado pintarlas y Miguel Ángel esculpirlas. La familiar visión de su fuerza bronceada y sensual hizo que el cuerpo se le tensara por el placer.

Saul le había dado de comer así en su primera noche de luna de miel, tentándola y seduciéndola con deliciosos bocados de comida hasta que su apetito por él la llevó a lamer sus dedos, del mismo modo en que luego Saul había lamido el jugo de la fruta que habían compartido en su piel desnuda.

Llevaban un año casados y todavía podía excitarla con la misma facilidad y rapidez con que lo hizo cuando le conoció. La salvaje intensidad de su deseo era tan fresca y salvaje como la primera vez que Saul le había hecho el amor, pero ahora se le añadía la profundidad de la intimidad de su amor compartido y de la seguridad de que él la mantendría a salvo siempre. Lo suficientemente a salvo como para entregarse a él sin restricciones, consciente de que podía confiar completamente en él.

–Quiero que siempre sea así entre nosotros, Saul –le dijo con pasión.

–Siempre lo será –le aseguró él–. ¿Cómo podría no serlo?

Giselle volvió a estremecerse y dirigió una mirada hacia el movimiento de las cortinas de seda, como si temiera que ocultaran alguna presencia desconocida.

–No tientes al destino –le suplicó.

Saul se rió y bromeó con ella.

–Creo que sería mucho más placentero tentarte a ti.

Ya habían hecho el amor, pero el deseo que sentían el uno hacia el otro era para Giselle como una fuente de agua clara que siempre estuviera allí para llenar la jarra de su compartida intimidad. Los últimos minutos de la conversación que había tenido con su tía abuela antes de salir hacia Londres era lo que proyectaba sombras sobre su felicidad y la hacía sentirse vulnerable. Quería a su tía abuela y sabía que ella también la quería. Y también sabía que las palabras de despedida de su tía abuela habían sido bienintencionadas.

–Es maravilloso verte tan contenta, Giselle –le había dicho su tía abuela–. Hubo un tiempo en el que me preocupó que te negaras a ti misma la felicidad de amar y ser amada, y no te imaginas lo mucho que significa para mí verte tan querida. Estoy orgullosa de ti, querida, por todo lo que has tenido que superar. Cuando te pregunté en tu boda si le habías contado todo a Saul me sentí muy aliviada cuando me dijiste que sí.

Giselle sonrió y le dio un beso a su tía abuela pero la culpa se le había clavado por dentro como una espina en la piel durante el camino de regreso a Londres. No había sido necesario contarle a Saul el «todo» al que se refería su tía abuela; no tenía sentido revelar el miedo íntimo que la había bloqueado. No era relevante y le había asustado lo que Saul pudiera pensar, que cambiara las cosas entre ellos y le robara la felicidad como había sucedido todos aquellos años atrás.

En realidad no había engañado a Saul. Él la quería tal y como era. Y, segura como estaba de su amor, nunca iba a cambiar. Siempre sería como era ahora. Siempre estaría a salvo.

–Vuelve. Odio cuando te encierras en ti misma y vas a ese lugar al que no me dejas ir contigo.

Las palabras de Saul la llevaron a negar al instante:

–No te estaba dejando fuera, y no hay ningún sitio al que quiera ir sin ti.

Saul la observó. La quería tanto, que la fuerza de su amor seguía sorprendiéndole. Tal vez debido a aquella intensidad era tan consciente del menor cambio en su estado de ánimo.

–Estabas pensando en tus padres, en tu familia –le dijo–. Siempre lo sé porque te cambian los ojos de color y se te oscurecen hasta adquirir el color verde malaquita de las columnas que vimos en los palacios reales de San Petesburgo.

–Mi tía abuela me dijo que estaba encantada de que estuvieras en mi vida –le dijo Giselle con sinceridad–. Creo que me moriría de dolor si alguna vez llegara a perderte –añadió emocionada–. No podría soportarlo.

–Nunca vas a perderme –le dijo Saul, estrechándola entre sus brazos–. No hay nada en este mundo que pueda interponerse entre nosotros.

Volvieron a hacer el amor en las profundas horas de la noche, esa vez lenta y sensualmente en un camino de miles de caricias que entraron a formar parte de su particular enciclopedia de placeres privados. Paso a paso, caricia a caricia, el fuego que los consumía a ambos los liberó de la mortalidad durante unos preciosos segundos de perfecta unidad.

Más tarde Giselle yacía en brazos de Saul, segura y en paz, flotando en el estado de euforia que llegaba tras la plenitud sexual y emocional, y se durmió sintiéndose a salvo gracias a su amor.

Saul se estaba secando tras darse una ducha cuando sonó su teléfono móvil. Frunció el ceño. Le había dado instrucciones a Moira, su asistente, de que no se le molestara durante la semana que Giselle y él habían conseguido reservar entre su ocupada vida a no ser que se tratara de algo urgentísimo.

Giselle oyó el sonido del móvil desde la cama todavía caliente por el cuerpo de Saul y su relajado y tierno acto amoroso de primera hora de la mañana. A través de las vaporosas cortinas, distinguió el sol bailando sobre el agua de la gigantesca piscina en la que habían estado nadando la noche anterior. Podía escuchar la voz de Saul en el vestidor adyacente, pero estaba demasiado relajada para concentrarse en lo que estaba diciendo. Por eso se quedó impactada cuando le vio entrar en el dormitorio con el pelo todavía húmedo, una toalla alrededor de la cintura y una expresión en el rostro que hizo que el estómago le diera un vuelco antes de que le diera las malas noticias.

–Tenemos que volver inmediatamente a Londres. Ha habido un accidente. Todavía no se conocen los detalles, pero al parecer Alda, Natasha y su padre han sido víctimas de un intento de asesinato por parte de uno de los rivales del padre de Natasha en los negocios. Había una bomba en el coche en el que viajaban. Aldo me dijo que iban a ir a Inglaterra para ver una propiedad que el padre de Natasha quería comprar, una gran hacienda en la campiña. Natasha y su padre han muerto, pero Aldo todavía vive. Está en un hospital de Bristol. Moira lo ha dispuesto todo para que un helicóptero nos recoja aquí para llevarnos a Barbados, donde nos espera un jet privado. El helicóptero estaría aquí dentro de una hora.

Horrorizada, Giselle ya había salido de la cama para abrazar con fuerza a Saul mientras le decía:

–Lo siento mucho. Estaré lista enseguida.

Sabía lo mucho que Saul quería a su primo aunque llevaran vidas completamente diferentes. Mientras se vestía y hacía la maleta rezó para que Aldo se pusiera bien. Pobre Aldo. Era el más amable y cariñoso de los hombres y se merecía una esposa que lo supiera apreciar mucho más que Natasha. Giselle se estremeció al recordar lo que Saul había dicho. Aldo ya no tenía esposa. Natasha había muerto.

Saul y ella acababan de terminar de hacer el equipaje cuando oyeron el sonido de un helicóptero. Uno de los carritos de golf que el resort ofrecía a sus huéspedes para trasladarse estaba esperándoles ya en la puerta de la villa. El desayuno que les habían servido cuando Saul llamó a recepción para decir que se marchaban seguía intacto a excepción de la taza de café que Giselle le había servido a Saul, fuerte y negro, su única adicción aparte de ella, como le gustaba decir.

Durante los vuelos desde el resort hasta Barbados y de allí a Heathrow otra vez en helicóptero al hospital de Bristol, el más cercano al lugar del accidente, Saul fue hablando de su primo y Giselle le escuchó. Ella había conocido a Aldo, por supuesto. Giselle y Saul se habían convertido en amantes durante un viaje a Arezzio.

Aldo no era en absoluto como Saul. Saul era profundamente masculino, carismático y sexy. Aldo era modesto, un esteta y un soñador. Natasha, la esposa rusa de Aldo, había tratado de convencer a Giselle de que la razón por la que Saul había jurado que nunca tendría un hijo se debía a que le molestaba que ese hijo no llegara nunca a heredar el título de gran duque de Arezzio. Sin embargo, Saul le había dejado claro que sus razones para no tener hijos estaban basadas en su propia infancia y en el hecho de que sus padres hubieran estado ausentes, nada más. Giselle sabía que decía la verdad. Aldo adoraba la tranquilidad de su pequeño país y agradecía la ayuda que Saul le había proporcionado en sus asuntos económicos. Un precio pequeño, le había dicho Saul a Giselle, a cambio de la libertad que tenía para vivir su vida como deseaba, ya que su padre había sido el hermano pequeño.

A Giselle no le caía bien Natasha, pero en ningún caso había deseado su muerte, y mucho menos en unas circunstancias tan terribles.

La información que habían ido recibiendo mientras viajaban decía que Aldo iba en el asiento del copiloto, al lado del chófer, y por eso se había librado de la peor parte de la explosión. Pero Natasha y su padre habían muerto allí mismo.

–Los métodos del padre de Natasha en los negocios eran turbios, por decirlo suavemente –le dijo Saul a Giselle–. Está claro que eso le creó enemigos, y mucha gente poderosa no aprueba lo que ha hecho para acumular su fortuna. Fue culpa mía que Aldo conociera a Natasha.

–Aldo se casó con Natasha porque quiso –dijo Giselle para tratar de consolarle, tomándole la mano mientras el helicóptero descendía sobre una zona despejada cercana al hospital.

–Y ahora está muerta. Aldo tiene que estar destrozado. La adoraba.

Un policía les estaba esperando para acompañarlos al hospital, y respondió a las ansiosas preguntas de Saul sobre su primo con un gesto de preocupación.

–Está vivo, pero gravemente herido. Ha preguntado por usted.

Saul asintió con la cabeza.

–¿Y el accidente?

–Todavía no hemos hablado con él sobre eso. El hecho de que el coche estuviera construido a prueba de balas nos dice algo sobre el estilo de vida del señor Petranovachov y su preocupación por la seguridad. A prueba de balas, pero por desgracia, no a prueba de bombas.

Habían llegado ya a la entrada del hospital, y de ahí les llevaron con discreción por los pasillos hasta llegar a una sala de espera adyacente a la zona privada del hospital, donde el inspector les dejó con un médico y una mujer que Giselle pensó debía de tratarse de la enfermera jefe.

–¿Mi primo? –preguntó Saul.

–Está consciente y ansioso por verle. Pero debo advertirle que sus heridas son extremadamente graves.

Giselle miró a Saul con ansiedad y le dijo:

–¿Quieres que entre contigo?

Saul negó con la cabeza.

–No. Tú quédate aquí.

–Haré que le manden una bebida caliente –le aseguró el médico a Giselle antes de girarse hacia Saul–. La enfermera Peters le mostrará la habitación de su primo. Me temo que no puedo permitirle estar más de unos minutos con él. Le hemos hecho una cura provisional, pero necesitamos sedarle y estabilizarle para poder operarle y arreglar los destrozos causados por la bomba.

Los destrozos causados por la bomba. ¿Qué quería decir exactamente eso?, se preguntó Giselle preocupada cuando se hubo quedado a solas. No le caía bien Natasha, pero su violenta muerte había despertado los recuerdos de las muertes violentas de su madre y su hermanito. Ella vio cómo eran embestidos por un camión. Durante años había cargado con la culpa de seguir viva mientras que ellos habían muerto. Su madre la estaba regañando y por eso ella se quedó atrás cuando ella cruzó la carretera con el carrito. Eso le salvó la vida… y la había llenado de culpabilidad. El amor de Saul había sido lo único que consiguió que superara el trauma del accidente.

Pobre Natasha. Por muy egoísta y desagradable que hubiera sido, no merecía un destino tan cruel.

Saul miró a su primo en la habitación del hospital. Estaba enchufado a unas máquinas que emitían zumbidos y chasquidos. Tenía la cabeza vendada y permanecía inmóvil bajo las sábanas.

–Ha perdido ambas piernas –le había dicho la enfermera a Saul antes de que abriera la puerta de la habitación–. Y también tiene los órganos internos dañados.

–¿Va a… sobrevivirá? –le preguntó Saul.

–Haremos todo lo posible para que así sea –respondió ella con sequedad. Pero Saul había visto la verdad en sus ojos.

La visión se le nubló al mirar a Aldo. Su primo había sido siempre un buen hombre, amable y complaciente.

–Estás aquí. Sabía que vendrías. Te esperaba.

Las palabras resultaron perfectamente audibles pero fueron pronunciadas con lentitud. Aldo levantó la mano y Saul se la tomó entre las suyas mientras se sentaba a su lado en la cama. Aldo tenía la piel fría.

–Quiero que me prometas algo.

Saul apretó los dientes. Si Aldo iba a pedirle que cuidara de Natasha en caso de que él muriera, entonces iba a asentir sin decirle que había muerto. Aldo adoraba a su esposa, aunque para Saul ella nunca había sido digna de ese amor.

–Lo que quieras –le dijo a su primo con sinceridad.

–Quiero que me prometas que cuidaras de nuestro país y de sus habitantes por mí, Saul. Quiero que ocupes mi lugar como su soberano. Quiero que me prometas que asegurarás su futuro con un heredero. No podemos romper la cadena familiar. El deber debe ser lo primero…

Saul cerró los ojos. Gobernar el país era lo último que deseaba hacer, y siempre había confiado en que no tendría que hacerlo. Después de todo, Aldo era más joven que él y estaba casado. Había dado por hecho que Natasha y él tendrían un hijo que heredaría el título.