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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2008 Leslie Kelly. Todos los derechos reservados.
LENTAS CARICIAS, Nº 38 - febrero 2011
Título original: Slow Hands
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2004 Ruth Glick. Todos los derechos reservados.
FANTASÍAS EN EL DORMITORIO, Nº 38 - febrero 2011
Título original: Bedroom Theraphy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9786-0
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen flores cubierta: GREGD/DREAMSTIME.COM

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Lentas caricias

Leslie Kelly

 

Fantasías en el dormitorio

Rebecca York

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Lentas caricias

Leslie Kelly

Prólogo

—¡Oh, Dios mío, no puedo hacer esto, es imposible! ¡No vamos a ser capaces de conseguirlo!

Penny Rausch detectó el timbre de pánico en la voz de su socia y se esforzó por mantener el control. Una de ellas, al menos, tenía que conservar la calma. De lo contrario acabarían por perder la cabeza. Para no hablar de su negocio de diseño gráfico, todavía en ciernes.

—Tranquilízate. Ya casi lo tenemos.

Janice, su despistada socia y hermana, se echó hacia atrás su pelo rubio peinado en punta, despeinándoselo en todas direcciones. Buena diseñadora, Janice no tenía cabeza para los negocios, pero de creatividad andaba sobrada, y no sólo con sus peinados. Sus diseños eran increíbles. Sus dibujos, maravillosos. Y su sentido de la moda desbordaba imaginación.

Lástima que fuera un desastre en prácticamente todos los restantes aspectos de su vida.

—Perdí el archivo. Es como para que me fusilen ahora mismo.

Parecía exhausta: tenía ojeras y las mejillas hundidas. Janice solía ser muy cuidadosa con su apariencia, pero en aquel momento su camiseta amarilla exhibía una mancha que habría podido ser del ketchup de las patatas fritas de aquel día o de la salsa de tomate de la pizza de la víspera.

No habían abandonado la oficina en treinta y seis horas. No desde que el carísimo y casi nuevo ordenador de Janice había fenecido, llevándose consigo la mayor parte de los archivos del moderno y elegante folleto en el que habían estado trabajando. Y llevándose casi también su empresa.

Porque si perdían aquel encargo, el diseño de programas para una lujosa subasta de solteros que se celebraría la semana siguiente, estarían acabadas. No podrían pagar el alquiler, cuyo pago ya habían retrasado, ni la luz, ni cubrir las facturas de la imprenta. En un santiamén se verían expulsadas del negocio, cuando sólo llevaban ocho meses en activo.

—Nos las arreglaremos —insistió Penny—. Ya casi lo tenemos, ya...

—Podríamos llamar a la señora Baxter.

—No. Eso está descartado —por nada del mundo consentiría que aquella aristocrática dama benefactora se enterara de que habían vuelto a sufrir un nuevo contratiempo en su negocio de diseño. Ni hablar. Ya estaban en la cuerda floja, gracias a unos cuantos tropiezos, como la epidemia de gripe que Janice extendió en la oficina. Si admitían que habían sufrido un desastre informático, aquella mujer las echaría a patadas.

—Ya ni siquiera puedo distinguir unos de otros —gimoteó Janice, señalando la mesa cubierta de fotografías e impresiones—. Claro, todo el día mirando hombres tan guapos, hora tras hora...

—Qué trabajo tan duro.

—No tiene gracia. Yo creía que estaba solucionado cuando encontramos la copia de seguridad del disco duro. ¿Por qué no se nos ocurrió apuntar la información en el dorso de las impresiones fotográficas?

Las biografías de los solteros que serían subastados en beneficio de los niños pobres de Chicago habían figurado en el dorso de cada fotografía. Pero los originales habían regresado a manos de la organizadora de la subasta, la señora Baxter, una vez que los escanearon y sacaron las impresiones. En aquel momento tenían los archivos de escaneado, gracias a la copia de seguridad. Incluso tenían los perfiles biográficos impresos también. El problema era que no sabían a cuál correspondía cada foto. No tenían manera alguna de averiguar quién era quién.

Si no hubiera sido porque algunos resultaban fácilmente identificables, y porque habían contado con la ayuda de alguna que otra nota redactada a mano, además del buscador google, habrían tenido que darse por vencidas. Pero, a esas alturas, Penny no estaba dispuesta. No iban a rendirse ahora.

—Solamente nos quedan seis hombres, Janice —insistió, inclinándose para recoger las fotos sueltas. Las fue colocando sobre la mesa de trabajo, junto con las fichas biográficas—. Y yo acabo de identificar a cuatro.

Janice abrió mucho los ojos, deleitada.

—¿De veras?

Penny asintió con la cabeza mientras juntaba las fichas con las fotos correctas, enganchándolas con un clip.

—Me he pasado las cinco últimas horas mirando el archivo del Trib y he localizado a unos cuantos chicos más. Los solteros codiciados de esta clase despiertan mucha expectación en la prensa.

Janice la abrazó, emocionada.

—Así que solamente nos quedan dos.

—Sí, pero se nos acaba el tiempo. Disponemos de menos de una hora para llevar todo el paquete a la imprenta.

Ya no tenían tiempo para investigar. Ni para vacilaciones. Penny alzó las dos fotografías restantes y examinó atentamente sus rostros. Ambos eran morenos, pero ahí terminaba el parecido. Uno tenía los ojos castaños, el otro azules. Uno tenía el pelo corto, mientras que el otro lo llevaba más largo, casi hasta el cuello la camisa. Uno tenía una mirada seria, casi hosca, y el otro una sonrisa sensual en los labios.

—Uno es técnico en emergencias médicas, y el otro ejecutivo de una corporación internacional — susurró Penny, que ya se sabía de memoria los perfiles biográficos—. Uno de vosotros es Jake y el otro Sean.

Janice se acercó para contemplar las fotografías por encima del hombro de su hermana. Penny casi podía escuchar el acelerado latido de su corazón. Había llegado el momento: tenía que elegir. Así que, aspirando profundamente, señaló la foto del tipo del pelo corto y ojos castaños.

—Éste tiene que ser el ejecutivo.

A su lado, Janice asintió inmediatamente con la cabeza mientras señalaba la fotografía del soltero sonriente, de pelo largo.

—Y éste es el heroico sanitario de la brigada de bomberos.

—¿Estamos de acuerdo entonces?

—Absolutamente. No me queda la menor duda.

Dicho y hecho. Penny enganchó cada foto con su perfil biográfico, satisfecha de que su hermana se hubiera mostrado tan confiada como ella en la elección. Luego se sentaron para terminar el programa en el ordenador. Y mientras tecleaba lo más rápido que podía para incorporar la nueva información, se esforzó por simular que no había oído el siguiente comentario de su hermana, pronunciado entre dientes:

—Recemos para que hayamos acertado.

Capítulo 1

—Nuestra querida madrastra está a punto de comprarse un gigoló.

Madeline Turner, que había estado firmando un grueso fajo de documentos, dejó caer de pronto la estilográfica y manchó el último con un borrón. Alzando la mirada, no se molestó en disimular su sorpresa cuando descubrió que su visitante no era otra que su hermanastra Tabitha, y que estaba tan furiosa como indicaba su tono.

Furiosa... pero bella, como siempre. Tabitha había heredado de su madre su altura y su figura esbelta, su pelo rubio y su natural elegancia, lo cual le sentaba de maravilla a su estilo de vida. Mientras que Madeline había heredado de su padre su estatura algo más baja y su figura algo rellenita, más el cabello casi negro de su difunta madre biológica, sus ojos oscuros de mirada risueña y los hoyuelos en las mejillas. Lo cual no le sentaba en absoluto de maravilla a su estilo de vida como ejecutiva presuntamente agresiva.

Tabitha lanzó su bolso de diseñador a una silla vacía y cerró la puerta con el tacón de aguja de su zapato de a quinientos dólares el par.

—Maddy, ¿me has oído?

—Te han oído hasta los obreros de veinte pisos más abajo —masculló Madeleine mientras se preguntaba por qué Tabitha tenía que ponerse siempre tan melodramática. Otro rasgo que había heredado de su madre.

—Esa bruja codiciosa piensa engañar a nuestro padre.

Teniendo en cuenta que la propia Tabitha había engañado a un marido y a un novio, Maddy dudaba que su hermanastra tuviera la altura moral suficiente para formular un juicio semejante. Frunció el ceño, sin embargo, nada contenta con la noticia de que la última esposa de su padre, la cuarta, estuviera buscándose una aventura al margen de su matrimonio.

Tabby aborrecía a Deborah, pero lo cierto era que Maddy nunca había tenido nada contra ella. La mujer no era precisamente muy cariñosa, sobre todo con sus hijastras adultas, pero la cosa habría podido ser mucho peor. Su padre habría podido casarse con una chica de veinticinco años, por ejemplo... alguien más joven que su hermanastra o ella. Al menos Deborah, que había superado la cuarentena, era educada, rica y elegante. Antaño había dirigido con éxito su propia academia de baile, donde precisamente la conoció el padre de Maddy. Y hasta el momento parecía que lo había hecho feliz: primero como pareja de baile y después como esposa. Así que esperaba de todo corazón que Tabby estuviera equivocada.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho directamente Bitsy Wellington.

Bitsy era la mejor amiga y confidente de su madrastra.

—¿Y por qué habría de contártelo precisamente a ti?

—Bueno, ya conoces a Bitsy. No puede remediar causar problemas.

«Cierto», pensó Maddy. Aquella mujer era completamente tóxica.

—Además, ella también quiere conseguir a ese hombre. Es un gigoló europeo que será subastado en un evento benéfico mañana por la noche: Regala una Navidad a un niño, se llama el montaje.

Un gigoló subastado en un acto de beneficencia infantil: el asunto tenía su ironía.

Tabitha se sentó frente al gran escritorio de Maddy. A su hermana mayor le gustaba el dinero que les reportaba el banco que su bisabuelo había fundado hacía décadas. Lo que ya no la atraía tanto era todo el trabajo que se necesitaba para conseguirlo. Había veces en que Maddy se preguntaba si alguna de las dos habría sido adoptada. O si había aparecido, de bebé, en la puerta de casa. Tenían tan poco en común físicamente como en todo lo demás.

En cuanto a la personalidad, todo el mundo le decía que se parecía a su madre, la segunda esposa de Jason Turner, que había fallecido cuando ella solamente contaba cuatro años. Supuestamente, aunque jamás le había hablado de ella, Jason había sentido muchísimo su muerte, lo que explicaba que su hermana le echara en cara constantemente su supuesta condición de favorita de su padre.

Aparte de parecerse físicamente más a Jason que Tabby, Maddy había heredado asimismo su inteligencia para los negocios. Y la ética para el trabajo que siempre había sido seña de identidad de su familia.

Lo cual no quería decir que Tabitha no hubiera heredado nada de su padre: su volubilidad, por ejemplo. Maddy parecía ser la única Turner que no se enamoraba con la frecuencia con que lo hacían los demás de la familia.

—Tenemos que hacer algo.

—¿Sobre qué?

—¡Sobre esa maldita adúltera!

Maddy suspiró, bajó su pluma y se recostó en el sillón.

—Pero ella todavía no lo ha engañado, ¿verdad?

—No... y nosotras vamos a asegurarnos de que no lo haga.

Francamente, la actitud de su hermana no dejaba de sorprenderla. Teniendo en cuenta la rabia que profesaba Tabitha a la actual esposa de su padre, Maddy habría imaginado que esperaría a que el engaño se produjera... para sorprenderla con las manos en la masa. Su padre era muy tolerante con sus mujeres: soportaba que gastaran dinero, que le demandaran atención o le montaran escenas. Pero jamás toleraría que lo engañaran, tal y como algunas de su antiguas esposas podían ciertamente atestiguar. Incluida la madre de Tabitha.

—Me sorprende que no hayas contratado todavía un detective para que la siga y la sorprenda.

Tabitha frunció el ceño mientras se miraba sus uñas perfectamente manicuradas.

—¿Lo has hecho? Dios mío, Tabby.

—Mira, fue una estupidez. Afortunadamente me di cuenta de ello en el último momento y rectifiqué. No quiero sorprender a esa bruja.

—¿Ah, no?

Su hermana alzó por fin la mirada. En sus ojos Maddy detectó un insólito brillo de sinceridad.

—Él la quiere, Mad. La ama de verdad y ella le hace feliz. Es como si tuviera veinte años menos — tragó saliva—. No quiero que sufra. Otra vez.

Vaya. Aquello dejó anonadada a Maddy: tanto que por un momento fue incapaz de pronunciar palabra. Precisamente porque entendía perfectamente el sentimiento, ya ella habría sentido lo mismo, jamás lo habría esperado de Tabitha.

Hasta que recordó un rasgo que compartía absolutamente con su hermana, al cien por ciento: su amor por su padre.

—De acuerdo. ¿Qué te propones hacer?

Tabitha no dijo nada en un principio: simplemente paseó la mirada por los escasos retratos familiares de las paredes, las plantas de la esquina y la panorámica de Chicago que se divisaba por los ventanales.

Maddy supo que aquello no iba a gustarle nada. Tabitha tenía la misma mirada que aquella vez en que, siendo niñas, su hermana mayor le sugirió que «tomaran prestado» el vestido de novia de su esposa número tres, un conjunto de Dior, para jugar a las casitas.

Y Maddy tuvo la misma reacción que aquel día. El leve tic en una sien y el mismo sudor frío en las manos.

—¿Tabby?

Su hermana se dignó mirarla al fin, con expresión casi desafiante.

—En realidad es muy sencillo.

El tic se intensificó. Y con el sudor de sus manos habría podido regar las plantas de su despacho durante una semana.

—¿Oh?

—Sí. Ella no podrá engañar a nuestro padre si alguien puja más alto —y añadió, sonriendo—: Compra tú al gigoló.

El técnico en emergencias médicas Jake Wallace había mirado decenas de veces a la muerte a los ojos desde que cinco años atrás ingresó en la cuarta brigada de bomberos de Chicago. Se había enfrentado con incendios, tiroteos, peleas, llamadas de agresiones machistas, motines, tomas de rehenes. Había atendido ataques cardiacos, víctimas de ahogamiento y gente que había dado dos pasos en el umbral de la muerte para, en el último momento, retroceder tres y salvar la vida.

Una vez había convencido a un drogadicto de que le permitiera sacar de su casa a su novia, a la que había apuñalado, para poder llevarla de urgencias al hospital. Y se había llevado una buena reprimenda de su teniente por no haber respetado el protocolo, que le ordenaba esperar a que llegara la policía. Por ningún protocolo del mundo habría dejado morir a aquella chica.

No, ninguna de aquellas situaciones lo había intimidado. Pero... ¿aquello? Aquello le horrorizaba.

—¿Cómo es que me he dejado enredar en esto? —masculló.

Por un motivo: porque se lo debía a su teniente, y su teniente se lo debía al gran jefe, y a la mujer del gran jefe le encantaban aquellos eventos benéficos. Fin de la historia. El motivo por el cual dos de sus compañeros de la brigada ya habían pasado por la misma situación.

—Yo me estaba preguntando lo mismo —pronunció una voz desconocida.

Jake intentó aflojarse desesperadamente el nudo de la corbata que le estaba ahogando y miró al soltero número dieciocho, el que tenía justamente delante. Parecía tan poco contento de estar allí como él, lo cual era decir mucho. Porque Jake habría hecho con gusto un boca a boca a un octogenario con halitosis antes que subirse a un escenario para dejarse subastar a un puñado de mujeres tan ricas como viciosas, con demasiado tiempo libre entre manos y demasiada poca vergüenza. O autocontrol.

—Bueno, no es para tanto —repuso, más para convencerse a sí mismo que a los demás «solteros» que esperaban su turno—. Al fin y al cabo, es por una buena causa, ¿no? Sólo serán unos pocos minutos de incomodidad y una mala cita. Merecerá la pena.

El número veinte se sonrió mientras se apoyaba con indolencia en una columna de la sala donde los habían colocado, entre bastidores, detrás del escenario. El tipo parecía casi aburrido, y Jake no pudo evitar envidiar su serenidad.

—¿Qué pasa? ¿A vosotros no os gusta que las mujeres os paguen por vuestro tiempo? —su voz destilaba un tono divertido. Y un ligero acento extranjero, posiblemente irlandés.

Pensó que quizá los europeos estuvieran más acostumbrados a los desfiles y subastas de ese tipo. Jake no, desde luego.

—¿A ti sí?

El número veinte sonrió mientras se estiraba las mangas de la camisa, ajustándose los gemelos de oro bajo.

—Puede ser... entretenido. Además, como tú mismo has dicho... es por una buena causa.

«Claro, eso es. Una buena causa. Los niños: me gustan los niños. No tengo, no pienso tener ninguno, pero a distancia están bien. Siempre y cuando no se atraganten jugando con canicas, se caigan por una alcantarilla o sigan al gato de la familia árbol arriba», pronunció Jake para sus adentros, irónico.

De acuerdo, quizá no le gustaran los niños. Al menos no lo suficiente como para soportar aquella humillación. Pero luego pensó en su sobrina, todavía un bebé, y en sus dos sobrinos gemelos. Por ellos habría sido capaz de hacer cualquier cosa. Maldijo para sus adentros. No le quedaba más remedio que pasar el trago.

Después de tirarse una vez más del cuello de la camisa, enfundado en su chaqué alquilado, espió a la audiencia por una rendija de la cortina que separaba el escenario. El suntuoso salón estaba lleno de mesas, alrededor de las cuales había decenas de mujeres sentadas, muy elegantes. Todas ellas miraban con verdadera avidez el escenario donde la escandalosa subasta proseguía en la persona del soltero número diecisiete, al que lanzaban sugerencias y comentarios subidos de tono.

Bueno, todas excepto una. Una morena que se hallaba de pie apenas a varios metros del telón desde el que estaba espiando la escena. La mujer atrajo inmediatamente su atención cuando estaba barriendo la multitud con la mirada. Y volvió a atraerla. Esa vez se permitió contemplarla detenidamente.

Estaba casi oculta por uno de los gigantescos focos del escenario, pero lo poco que veía de ella bastó para despertar su interés. Primeramente, a causa de su curvilínea figura, nada que ver con los altos palitroques con vestidos negros y cortos que tanto abundaban allí. Aquella mujer era más bien pequeña, de caderas anchas y busto generoso revelado por el pronunciado escote de su vestido de seda azul. No era un físico que estuviera de moda, pero logró acelerarle el pulso y despertar su miembro aletargado.

No se había teñido el pelo de rubio ni lucía un sofisticado peinado, como la mayoría de la audiencia. No, tenía el cabello oscuro y rizado, con una melena que le llegaba hasta más abajo de los hombros. Su aspecto era casi fieramente seductor, como si acabara de abandonar la cama y no un elegante salón de belleza de Michigan. Sí, aquella mujer era sexy. Sexy a la manera clásica, algo que había dejado de llevarse en aquellos tiempos.

Aquella morena no se reía con sus amigas ricas, ni se atusaba continuamente el peinado con el verdadero objetivo de lucir sus anillos de diamantes. De hecho, Jake tenía la sensación de que estaba contemplando la escena con expresión intensamente desaprobadora. No podía distinguir muy bien su rostro, pero mantenía la barbilla bien alta con gesto decidido, y su espalda acusaba un envaramiento casi militar. Sospechaba que lo estaba haciendo intencionadamente, como si no quisiera bajar la guardia y dejarse distraer de la secreta misión que le habían encomendado.

Como si se hubiera dado cuenta de que la estaban observando, la mujer miró de pronto a su alrededor. Al hacerlo, volvió la cabeza lo suficiente para quedar al alcance de la luz del foco. Lo suficiente para que Jake pudiera descubrir su cutis cremoso, la curva de su mejilla, sus labios llenos y el fulgor de sus ojos negros.

«Preciosa», pensó, y cerró los puños. Aunque ella no podía verlo y era imposible que hubiera imitado su reacción, también cerró los puños, justo en aquel instante.

Estaba excitado. Hacía tiempo que no practicaba sexo: desde que había roto con la mujer con la que había estado saliendo el invierno anterior. Desde entonces, nadie le había atraído lo suficiente. Ni las mujeres de la brigada de bomberos. Ni aquellas a las que ayudaba. Ni las enfermeras del hospital. Ni la atractiva joven que se había mudado al piso justo encima del suyo, y que se había encerrado tres veces en casa sólo para tener un pretexto para pedirle ayuda.

Aquella desconocida, en cambio, le había provocado un calentón a varios metros de distancia. Vio que miraba de nuevo a su alrededor, expectante.

«Cómprame», pronunció Jake para sus adentros.

Aquella mujer no podía haber escuchado su orden mental, y sin embargo entrecerró los ojos al tiempo que concentraba la mirada en la cortina detrás de la cual estaba escondido. No pudo resistir la tentación de repetir la orden, intentando recordar al mismo tiempo el comentario que le había hecho una de sus hermanas sobre el libro que últimamente la había tenido obsesionada. Algo acerca de que el universo podía satisfacer los deseos de uno, el que fuera, con tal de que lo visualizara con la fuerza suficiente. En aquel momento, la visualización de su deseo no constituía ningún problema.

—¿Quieres saber cuál es mi mayor temor? —le preguntó en aquel instante el número dieciocho, un tipo rubio con aire de surfero que decía trabajar como agente de bolsa—. ¿Y si la que me compra lo hace por una miseria, digamos unos cincuenta dólares? Sería algo humillante, sobre todo después de haber visto babear a las mujeres más ricas de Chicago como una manada de perros frente al escaparate de una carnicería…

El europeo refinado soltó una risita, como si él estuviera completamente al margen de aquel peligro. Jake, sin embargo, entendió a la perfección la preocupación del agente de bolsa. Diablos. Había pensado que el simple hecho de ser subastado constituía en sí una humillación. Pero... ¿ser subastado por una cantidad ridícula?

—Sacadme de aquí.

—Demasiado tarde —pronunció con tono alegre la joven que hacía de maestra de ceremonias de la velada, antes de clavar la mirada en el rubio—. Te toca. Voy a presentarte ahora mismo —a continuación apuntó a Jake con la punta de su bolígrafo—. Y tú vas después, diecinueve.

«Diecinueve». Así era como se habían dirigido a él desde el momento en que se registró en el mostrador y fue conducido al vestidor junto con las demás víctimas. Volvió a asomarse por la rendija del telón mientras mascullaba por lo bajo su número.

Fácilmente podía visualizar las diecinueve cosas que le diría a aquella morena cuando se conocieran. Las diecinueve veces que le haría el amor o las diecinueve posturas que...

—¿Diecinueve? ¿Sigues ahí?

Jake volvió a concentrar su atención en la maestra de ceremonias, que en aquel momento lo miraba con expresión expectante y levemente irritada.

—El tipo que iba delante de ti ya ha terminado.

—¿Cuánto han pujado por él? —no pudo evitar preguntar.

—Treinta y cinco.

¿Treinta y cinco dólares? Habría sido capaz de pagar diez veces aquella misma cantidad con tal de librarse de aquello… y luego presentarse sin más ante aquella morena.

—Treinta y cinco billetes de cien —lo corrigió la mujer.

—Santo cielo —él apenas habría logrado ahorrar eso en su vida. De haber podido pagar diez veces esa cantidad, no estaría viviendo en un apartamento de alquiler encima de una floristería en Hyde Park.

—Están leyendo tu biografía ahora mismo, así que hay que darse prisa —dijo la señorita del bolígrafo acusador, estirándose para agarrarle del brazo. Debía de sospechar que se moría de ganas de salir corriendo.

—Está bien, ya voy, ya voy... —masculló mientras su nombre atronaba por los altavoces, un instante antes de que se abriera el telón y se viera literalmente empujado hacia el escenario, cegado por los focos, ensordecido por el griterío femenino.

Imaginó que lo mismo debían de sentir los strippers masculinos, esos que llevaban como única vestimenta unos pantalones de cuero. Pensar en ellos en aquel momento consiguió revolverle el estómago.

—¡Vamos! ¿Quién empieza a pujar?

—¡Quinientos! —gritó alguien.

Bueno, era un comienzo. Quinientos era una generosa donación. Con ese dinero se podía comprar una buena cantidad de juguetes para los niños necesitados. Aunque lo cierto era que quedaba patético comparado con la cantidad siete veces mayor que habían pagado por el agente de bolsa surfero.

—Seiscientos.

—¡Setecientos!

Las cifras empezaron a subir a frenética velocidad, tanto que Jake perdió la cuenta. Hasta que una voz alta y decidida se alzó por encima de los silbidos para gritar:

—¡Cinco mil dólares!

Todo el mundo se quedó paralizado por un instante, incluido Jake. No sabía cuál había sido la cifra del soltero mejor subastado, pero al menos él no iba a quedar de los últimos.

—Tenemos una puja de cinco de mil dólares por esta excelente causa —se vanaglorió el tipo que dirigía la subasta—. E imagino que nuestro atractivo soltero merecerá hasta el último céntimo.

Qué sensación la de ser subastado por un tipo gordo de papada sudorosa y aduladora sonrisa... De repente, el calor de los focos abandonó su rostro... y buscó el de la mujer que había ignorado el protocolo de la subasta para subir la puja de una manera tan brusca y exagerada.

Jake contuvo el aliento: una voz interior le decía que había sido ella. La morena. La misma que sospechaba había escuchado su llamada mental. El foco se posó finalmente... en una cabeza rubia. Maldijo para sus adentros.

La mujer de mediana edad que intentaba parecer diez años más joven se hallaba sentada en una de las mesas especiales de la parte delantera, en compañía de otros adefesios. Y sonreía encantada consigo misma por haber silenciado a la sala entera.

Pero el complaciente silencio no duró mucho tiempo. Porque de repente sus tres compañeras de mesa saltaron al unísono:

—Cinco mil cien.

—Cinco mil doscientos.

—Cinco mil quinientos.

Y así durante un minuto entero, hasta que Jake sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Aquellas ricachonas estaban dispuestas a pagar lo que valía la entrada de la hipoteca de una casa para salir de cena y de fiesta con él? Una locura.

«Es por una buena causa». Cierto, pero también lo era que estaba cansado de escuchar aquella frase en su cerebro. La cifra había alcanzado los ocho mil, y la rubia y sus tres amigas no dejaban de reírse mientras subían la puja como si estuvieran jugando al voleibol. Jake había odiado el voleibol desde que era pequeño. Y lo que más odiaba era hacer él de balón.

Pero aunque las mujeres seguían riendo, había una cierta tensión en sus carcajadas. Pese a que habían empezado aquello como un juego, su espíritu competitivo había terminado por imponerse.

Jake ignoraba durante cuánto tiempo más podría continuar aquella absurda situación, como si lo estuvieran devorando a mordisquitos de a cien dólares. Hasta que otra voz, ésta procedente del otro lado de la sala, se alzó acallando las de las tres urracas pujadoras:

—Veinticinco mil dólares.

Jake visualizó a la que con todas sus fuerzas deseaba que fuera su propietaria, se encomendó a las fuerzas del universo y siguió con la mirada la trayectoria del foco.

Y, por una vez, no pudo menos que dar la razón a su chiflada hermana pequeña. Había formulado un deseo con la suficiente fuerza, y el universo le había hecho caso. Porque la ganadora era precisamente la preciosa morena.

Capítulo 2

—¿A quién debo dirigir el cheque?

Con la estilográfica preparada sobre su chequera abierta, Maddy arqueó una ceja con expresión expectante cuando finalmente consiguió llegar ante el mostrador de pagos. Necesitaba pagar y salir de allí cuanto antes, para no correr el riesgo de encontrarse con el pastel de carne que legalmente había comprado.

Eso era lo último que deseaba. Había hecho lo necesario... lo que le había encomendado Tabitha. Había evitado que su madrastra se enredara con otro hombre, al menos por aquella noche. O, al menos, con aquel hombre en particular.

A juzgar por la cara que había puesto su madrastra, lo último que se le había pasado por la cabeza era que algún miembro de la familia hubiera podido estar presente en la subasta. Cuando descubrió a Maddy al otro lado de la sala atestada, Deborah Turner se quedó pálida, con una expresión culpable en sus ojos desorbitados…antes de salir disparada de allí seguida por su repelente amiga Bitsy.

Casi se arrepentía de haber subido la puja: habría podido ahorrarse veinticinco mil dólares. Porque, aunque hacía bastante que no salía con ningún hombre, no estaba lo bastante desesperada como para sacarle partido al «premio» que había ganado. Si hubiera sido un soltero normal.... quizá. ¿Pero con un gigoló aficionado a prostituirse? Jamás.

«Es por una buena causa», se recordó, consciente de que la fundación benéfica de su familia, que ella misma dirigía, siempre apoyaba los mejores programas de ayuda infantil.

—Llevo un poco de prisa —tuvo que sonreír a la agobiada encargada del mostrador de pagos para compensar lo brusco de su tono—. Este programa es maravilloso y estoy encantada de apoyarlo —añadió, sincera—. Pero es que tengo otro compromiso y debo irme en seguida.

Eso no era del todo mentira. Tenía una cita impostergable con su mando a distancia y el último episodio de Anatomía de Grey, segunda temporada. Mejor eso que quedarse allí a hablar con un hombre que aceptaba dinero de millonarias que se sentían solas y aburridas.

—Veamos. Usted ha ganado al soltero número...

—Diecinueve —dijo Maddy, consciente de que tardaría bastante en olvidarse de aquel número. No respetaba en absoluto a ese tipo, sobre todo porque su madrastra había querido enredarse con él. Pero era tan condenadamente guapo... Ni siquiera la fotografía que figuraba en el programa de la subasta la había preparado para la impresión que le produjo verlo en carne y hueso.

Había esperado algún enclenque pálido y afeminado como el personaje de American gigoló. Nada que ver con aquellos hombros de la anchura de un minibús, ni con aquel pecho que amenazaba con estallarle la chaqueta. Ni con aquel pelo oscuro y corto, aquel rostro como esculpido a golpes de hacha, aquellos pómulos salientes, aquel mentón decidido...

Todo un hombre, en resumen. Justo lo contrario de lo se había imaginado.

—Puede poner el cheque a nombre de la campaña Regala una Navidad a un Niño —dijo la atractiva morena del mostrador, al tiempo que le regalaba una agradecida sonrisa—. Y muchísimas gracias. La suya ha sido la donación más generosa de toda la noche.

—Estoy segura de que servirá a una buena causa.

—Desde luego —repuso la mujer, y señaló la puerta más cercana—. Por cierto, hemos organizado una recepción privada para que las pujadoras y los solteros se conozcan. Para romper un poco el hielo antes de... ya sabe lo que quiero decir.

Sí que lo sabía. Maddy le entregó el cheque y sonrió educadamente, sin decir nada. Acto seguido, giró sobre su talones y se alejó en la dirección opuesta que le habían señalado.

Había cumplido su misión: lo que necesitaba en aquel momento era salir de allí. No había visto a ningún conocido, aparte de su madrastra y amigas. Con un poco de suerte, podría escapar discretamente después de aquella breve incursión en el mercado de carne humana.

Ya casi lo había conseguido. Estaba a unos pasos de la salida más próxima cuando se vio detenida por una especie de pared móvil enfundada en un traje de chaqué. El corazón le dio un vuelco, pese a que mentalmente maldijo su mala fortuna. Porque en aquel momento estaba justo delante del número diecinueve.

—Hola —murmuró la pared—. Soy Jake Wallace.

Maddy gruñó por lo bajo, disgustada consigo misma por el delicioso estremecimiento que la recorrió ante la vista del gigantón que le bloqueaba el paso. Y por haberse acercado levemente, de manera inconsciente, para aspirar su cálido aroma.

—Sé que debíamos encontrarnos en la recepción que han organizado, pero yo también prefería ir al bar del hotel, si es allí donde te diriges. No soportaría estar ni una hora más con esa gente.

Resultaba curioso que no la hubiera incluido a ella en «esa gente». Desde un punto de vista económico lo era, además de que tenía los contactos familiares y el pedigrí necesario para codearse con la flor y nata de la sociedad de Chicago. Pero no le gustaba ese ambiente, no se sentía cómoda con ellos, así que sus intercambios sociales se limitaban a los negocios. Nada que ver con las subastas de cuerpos.

—Porque era allí a donde ibas, ¿verdad? No pretendías dejarme plantado.

No era una pregunta, y su voz destilaba un dejo de diversión. Una diversión que no tenía por qué nacer del engreimiento. Ninguna mujer en su sano juicio habría pagado veinticinco mil dólares para pasar una velada con un tipo para luego marcharse sin dignarse siquiera conocerlo.

—Yo, eh... iba a los lavabos de señoras... —farfulló, odiándose a sí misma por haber recurrido a una excusa tan estúpida: los lavabos de señoras. Deborah, siempre tan impecable en su comportamiento en sociedad, se habría muerto de vergüenza.

El tipo se aclaró la garganta:

—Creo que es por allí.

Y le señaló justamente la dirección contraria, la misma por la que había venido. Tenía unas manos anchas, morenas y de dedos fuertes, como de trabajador. Y de repente Maddy sintió que varias partes de su cuerpo se estremecían ante el pensamiento de ser trabajadas por aquellas manos.

No era la mujer más alta del mundo y tampoco había alzado la mirada, así que hasta el momento la había mantenido fija en los botones de su camisa, como si hubiera estado estudiando su diseño. Dado que ya se había sentido atraída por sus manos, bien podría reunir el coraje necesario para enfrentarse con el resto de su persona. Podía hacerlo.

El pecho era, como ya sabía, ancho y fuerte. Y el cuello igual: bronceado, musculoso. Su cuadrada mandíbula hablaba de una varonil determinación. Tal y como imaginaba, se había afeitado para la velada. Sus mejillas, sin embargo, apuntaban ya una leve sombra de barba, de la que le rascaría levemente la cara cuando lo saludara con un beso y...

No. No pensaba hacerlo.

Por muy físicamente atractivo que le resultara, nunca saldría con un hombre así, de los que iban por el mundo con la bragueta abierta. Ya había vivido la experiencia.

Y sin embargo... sí que era guapo. Llevaba el pelo muy corto: de color castaño oscuro pero con mechas doradas, como si pasara mucho tiempo a la intemperie. Probablemente se pasaría la vida navegando en yates de millonarias, haciendo cruceros por el Mediterráneo. O haciendo la clase de cosas que la gente de su propio círculo social solía hacer. Ninguna de las cuales le interesaba a ella.

Excepto, quizá, tumbarse al sol o nadar en un mar azul. Una cosa era que no le gustaran el hastío y la frivolidad propios del estilo de vida de la gente muy rica, y otra muy distinta que fuera una estúpida. Le gusta permitirse algún lujo de cuando en cuando. Como por ejemplo disfrutar de un soleado día de verano a bordo del elegante velero de su padre.

—¿Me permites que te acompañe? —sugirió él, rompiendo por fin el silencio.

—La verdad era que pensaba marcharme. Me dirigía a la salida —le confesó de pronto, consciente de que necesitaba terminar con aquella situación de una vez por todas, antes de que se ofreciera a acompañarla a los lavabos de señoras. Se imaginó la escena: él la acompañaría incluso dentro y...

«Oh, Dios, qué fantasía...», pensó.

—Ha sido una noche de mucho trabajo —añadió, aclarándose la garganta.

Sólo entonces se permitió mirarlo a los ojos... y se olvidó de lo que había pretendido decirle. Porque aquellos ojos, de un cálido color chocolate, la miraban con una expresión tan tierna y sincera… que le resultó imposible imaginar que el tipo pudiera ser otra cosa que el clásico chico americano, bueno y simpático. Y además el más guapo que había visto jamás.

Había risa en aquellos ojos, y calor, y amistad.

Ni rastro de presunción, o de arrogancia. Sólo... bondad. Y puro sex appeal. Algo que no encajaba con lo que sabía de él. En absoluto.

—¿De mucho trabajo, has dicho? —le preguntó, como si nunca hubiera escuchado la palabra.

Bueno, quizá nunca la había escuchado. Maddy alzó la barbilla, ignorando aquellos ojos, la media sonrisa de su boca sensual, y se obligó a recordar quién era realmente aquel bombón. Un bombón de alquiler.

—Sí. He venido aquí para apoyar un proyecto benéfico. Ya lo he hecho, así que me marcho.

Él bombón alzó una mano y le tocó ligeramente el codo, aunque no para intentar retenerla. El efecto fue el mismo: el contacto fue tan electrizante, que se quedó clavada en el sitio.

—Mira, tengo la sensación de que hemos empezado con mal pie. Me gustaría sentarme contigo en algún lugar a charlar, no como parte de nuestra «cita» sino para poder agradecerte que hayas pujado por mí —sacudió la cabeza, sonrió ligeramente y se pasó una mano por su fuerte mentón—. Me salvaste de ser el tipo más barato de la subasta.

—Ya, como si eso hubiera sido una posibilidad...

—Esas cosas nunca se saben. El agente de bolsa ofrecía una excursión de fin de semana al campo. La competencia era dura.

—¿Y qué ofrecías tú? —le preguntó Maddy. Por simple curiosidad, que no por interés.

—Ir al estadio Wrigley a ver un partido de los Cubs, y después tomar una cerveza con alitas de pollo en un pub —al ver que arqueaba las cejas, le preguntó—: ¿No sabías eso cuando ofreciste veinticinco mil dólares por mí?

Maddy negó con la cabeza mientras murmuraba por lo bajo:

—Tampoco habría importado.

No habría importado lo más mínimo. Porque ni Bitsy Wellington ni la madrastra de Maddy se habrían dignado a acompañarlo a ese partido. La cita habría empezado y terminado aquella misma noche, en una de las suntuosas habitaciones de aquel hotel. Pese a que le sacaba bastantes años a aquel hombre, Deborah tenía el dinero, la belleza y el encanto necesarios para salirse con la suya. Tanto si Jake Wallace había pretendido tener una cita «normal» con ella como si no.

Para Maddy, sin embargo, la idea de ver un partido de la liga de béisbol sonaba maravillosa. Nunca había visto ninguno: se había limitado a verlos por televisión para satisfacer su secreta afición por los deportes. Sobre todo por aquellos deportes que se jugaban con un bate y una pelota.

—Ahora entenderás por qué me esperaba lo peor. Si no hubiera pasado de los veinte dólares, mis hermanas me habrían matado.

No pudo reprimir una carcajada al imaginar a ese hombre saliendo de aquella subasta con una cantidad tan ridícula. Probablemente se trataría de su tarifa por minuto. Él se la quedó mirando, con aquellos tiernos ojos descansando en su boca...

—Tienes hoyuelos.

Maddy apretó con fuerza los labios, ordenando a sus hoyuelos que desaparecieran al instante.

—Son preciosos.

—Son estúpidos.

—Son adorables.

—Son propios de la cara de una cría de cinco años. O del trasero de un bebé.

—Nada de eso —sacudió la cabeza—. De una mujer hermosa.

Maddy se estremeció por dentro. Y aunque sabía que aquel hombre era un maestro en semejantes frases, un especialista en conseguir que cualquier mujer se sintiera bonita y deseable, no pudo hacer nada contra la marea de placer que empezó a correr por sus venas. Porque, con ella, había tenido éxito.

—Er... me refería al rostro de una mujer hermosa, por supuesto.

Recordando la segunda parte de su comentario, Maddy gimió para sus adentros, avergonzada por habérselo puesto tan fácil.

—Realmente eres impresionante —murmuró él, con tono serio—. Una vibrante llama en medio de todas aquellas princesas de hielo.

Maddy tragó saliva. ¿Era posible que la conociera... a ella y su reputación? No, no podía ser. Sólo estaba utilizando sus trucos del oficio, diciéndole lo que imaginaba que ella deseaba escuchar. Porque lejos de ser una vibrante llama era conocida como la ejecutiva más fría e implacable de todo Chicago.

—Parecías tan llena de vida, desde lo alto del escenario... la única mujer viva de toda la concurrencia.

Lo que era indudable era que ese tipo sabía minar las defensas de una mujer con aquella manera de hablar suya tan sensual.

—Er... tengo que irme.

—Oh, vamos. Por favor, no te vayas. Permíteme al menos que te invite a una cerveza, por haberme librado de la humillación delante de toda esa gente.

—Y de tus hermanas.

—Que son absolutamente implacables.

Su tono bromista indicaba lo contrario: que las quería y apreciaba. Eso Maddy podía entenderlo bien. Aunque ella misma tenía muy poco en común con Tabby, eso no significaba que no la quisiera. Comprendía perfectamente el concepto de amar a alguien sin llegar a entenderlo del todo. En caso contrario, no habría podido soportar durante tantos años a su familia.

—Yo tengo una de ésas.

—¿Una hermana?

—Sí. Y también es absolutamente implacable. Sobre todo a la hora de salirse con la suya.

—Sospecho que a ti te pasa lo mismo.

—Acertaste.

—Siempre me intimidaba ver sus sujetadores colgados de la ventana de su dormitorio.

Maddy no pudo evitar reírse de nuevo, incapaz de mantenerse seria aun a costa de exhibir sus hoyuelos.

—Yo no sé si Tabitha llegó a tener alguno —repuso, pensando en la esbelta y grácil figura de su hermana. Tabby era como Gwyneth Paltrow. Mientras que ella era más bien del estilo de Catherine Zeta Jones.

Vio que bajaba la mirada a sus senos, probablemente sin darse cuenta. Fue una mirada rápida, nada ofensiva, seguramente refleja teniendo en cuenta que la necesidad de examinar los pectorales de una mujer parecía estar grabada en los genes masculinos.

Volvió a alzar la vista, pero no con tanta rapidez como para que ella no advirtiera la súbita tensión de su mandíbula y el brillo de apreciación de sus ojos, que acabaron por borrar todo rastro de humor de su expresión.

Lo mismo le ocurrió a Maddy: desapareció el humor, pero no para ser sustituido por la furia, sino por la... excitación. La caricia de su mirada la había afectado tanto como si la hubiera tocado realmente.

A veces se arrepentía de ser la más curvilínea de las hermanas Turner. Tabitha poseía una figura de modelo que mantenía comiendo como un gorrión de tres días de vida. Mientras que ella tenía que librar una batalla constante contra las patatas fritas y las tartas de queso. Tampoco lo tenía fácil con su vestuario, obligada como estaba a renunciar a los vestidos sin tirantes o con la espalda al descubierto. Pero lo cierto era que todo ello, en aquel preciso momento, no podía importarle menos: al contrario. Y la culpa la tenía el brillo de puro deseo que había vislumbrado en los ojos de aquel hombre tan sexy.

Su cuerpo, a su vez, no pudo evitar reaccionar en consecuencia. Bajo el vestido de seda, se le puso la carne de gallina y sus pezones se tensaron contra la tela del sujetador. El corazón se le subió a la garganta. La respiración se le aceleró. Y todo por una simple mirada. ¿Qué diablos le sucedería si se le ocurría ponerle una mano encima?

—Por favor, dime que sí —murmuró él—. Que te apetecería muchísimo.

Seguía utilizando un tono ligero, nada intenso ni exigente, pese a la mirada de sus ojos y al aire electrizado que los rodeaba. Como si temiera ahuyentarla si insistía demasiado.

Y, de repente, funcionó. Sus defensas verbales se habían mantenido firmes en su lugar desde el principio, pero en aquel momento... bueno, a esas alturas se había permitido verlo como una persona, una persona muy sexy... y no como el instrumento que había elegido su madrastra para hacer daño a su padre.

Si él hubiera desempeñado su papel de donjuán, Maddy habría salido corriendo. Pero no lo había hecho. Simplemente se había mostrado amable, simpático y... demasiado tentador... Mientras le había estado hablando de cosas tan inofensivas como su familia, sus ojos habían mantenido una conversación paralela, íntima. La deseaba. Su comportamiento había sido muy distinto del que ella habría esperado como gigoló de lujo y...

Recordando de pronto una de las informaciones que Tabby le había suministrado sobre él, así como los datos que había ojeado en el programa de subastas, exclamó:

—¡No tienes acento!

—¿Tenía que tenerlo?

Maddy apretó los labios, arrepentida de no haber contado con una mejor información antes de actuar. Tabitha le había facilitado cuatro datos y ella se había apresurado a actuar. Lo típico. Como cuando eran pequeñas.

—Debí haber dejado que lo hiciera ella... —rezongó, aun sabiendo que ésa habría sido una muy mala idea.

—¿Qué?

—Nada —Maddy se lo quedó mirando, buscando en su expresión algún rastro del depredador que forzosamente tenía que acechar bajo aquella apariencia de chico bueno y simpático. Tenía que haber algo… malicia, codicia, o lascivia... detrás del abierto y sano interés de su mirada. Y casi deseó poder disponer de tiempo para descubrirlo.

Pero no lo tenía. Una vez más se recordó que, si ella no se hubiera tomado la molestia de evitarlo, probablemente justo en aquel momento el hombre que tenía delante habría estado practicando sexo con su madrastra en alguna de las habitaciones de aquel hotel.